Capítulo XXVI

Miss Melody deseaba verlo en su sala privada. Terminó de cambiarse y corrió a la cocina.

—¿Puedo pasar, Siloé?

—Pues claro, Servando. Hace rato que la señora condesa pide por ti.

“La señora condesa”, repitió, intimidado también por el lujo de esa mansión en la que no le gustaba entrar. Se quitó el pañuelo de la cabeza y caminó hacia la parte principal. Se topó con los niños, que lo saludaron con afecto, y estuvo a punto de preguntarle a Angelita por su hermana Elisea.

—Pasa, Babá, y cierra la puerta.

Se quedó quieto cerca de la entrada, esperando a que miss Melody terminase de escribir, muy elegante y hermosa sentada junto a ese secreter que el amo Roger le había comprado después de la boda. La luz del crepúsculo le delineaba el suave perfil y le bañaba la cabeza arrancando destellos de oro y cobre a sus bucles. Los rasgueos de la pluma y el aroma del pachulí que se consumía en un hornillo acentuaban la paz de la pequeña habitación. Miss Melody echó arena sobre la carta y la sacudió en el aire; la dobló y la metió en un sobre.

—Ven, Babá, siéntate a mi lado.

—No está bien que un esclavo se siente en los muebles de los señores.

—Ven aquí ahora mismo y siéntate a mi lado. Y no te atrevas a llamarme “señora condesa”, que te daré un coscorrón por necio. —A Servando se le escapó una sonrisa sincera—. Vamos, ven, que soy la misma de siempre.

El yolof se sentó en la punta de una silla.

—Toma —dijo Melody, y le pasó el sobre—. Necesito que se lo entregues a mi hermano.

Melody sirvió café en dos tazas y le entregó una al esclavo. Nunca había bebido café, menos aún en vajilla tan refinada.

—Es muy sabroso —puntualizó Melody, y le presentó un plato con rosquillas y buñuelos—. Vamos, come, debes de estar famélico. Es bueno, ¿verdad? —dijo, refiriéndose al café—. El señor Blackraven lo trae de Haití, de la hacienda de un amigo. Él dice que esa isla del Caribe tiene el mejor clima para el cultivo del café. ¿Has escuchado hablar de Haití? —Servando negó con la cabeza, pero bien sabía él de Haití; de allí eran los negros marineros que les habían hablado de libertad e igualdad meses atrás y anoticiado de insurrecciones y levantamientos.

—Dice el señor Blackraven —prosiguió Melody— que es un sitio paradisíaco, con vegetación exuberante y clima cálido todo el año. Me gustaría conocerlo algún día. —Hizo una pausa para sorber el café—. Acabo de regresar de la ciudad —manifestó de pronto—. ¿Hay alguien de quién quieras saber su suerte?

Servando levantó la vista. Pensó que le preguntaba por alguna de las esclavas de la casa de la calle Santiago a la cual había dejado en estado interesante, por eso sufrió una honda impresión cuando Melody le habló de Elisea. Le temblaron las manos, y la taza tintineó sobre el plato.

Como la salud de Elisea declinaba desde la muerte de don Alcides y ningún esfuerzo parecía suficiente para restaurarla, después de cumplir con los ritos del miércoles de Ceniza, Melody fue a visitarla. Entró en la habitación sin llamar y encontró a María Virtudes, la tercera de don Alcides, afanada en armar un lío de trapos; le pareció que estaban empapados en sangre.

—Muéstrame eso —le ordenó, y la muchacha, pálida de pronto, se volvió hacia la enferma en la actitud de pedir instrucciones—. Déjame ver eso, María Virtudes.

De hecho, estaban empapados en sangre, demasiada para tratarse del período. Elisea sufría una hemorragia que, con la complicidad de su hermana, había ocultado al doctor O’Gorman.

—Por favor, María Virtudes, quema esto —y le pasó los trapos—, ya mismo.

—Sí, señora condesa.

Melody se sentó junto a la cama y estudió el semblante de Elisea que ya no ostentaba ese gesto altanero tan similar al de su madre; había perdido peso, nada quedaba de su lozanía.

—Cuéntame la verdad —le pidió— prometo ayudarte. —La joven se puso tensa y se mordió el labio para no llorar—. ¿Qué hay entre tú y Servando?

La sorpresa la paralizó; entreabrió la boca y aflojó los puños. El turquesa de los ojos de miss Melody se volvió esplendente, desbordó la órbita de sus ojos, le veló los rasgos y ocupó el entorno por completo. Hubo mucha paz. Le contó, necesitó hacerlo, no se detuvo a pensar en las consecuencias ni se preguntó si podía confiar en ella; tranquila, en voz baja a causa de la debilidad, fue narrando su historia y la de Servando, una bella historia de amor, dijo, aunque con final de tragedia griega.

—Te traeré un té.

Melody volvió con una infusión de lúpulo que le dio de beber sin mediar palabras. Al cabo, le informó:

—Mandé por Papá Justicia para que te cure. Él sabrá qué hacer contigo.

—Miss Melody, yo no deseo curarme, sólo deseo morir. Déjeme morir.

—Elisea, comprendo que éste haya sido un tiempo muy duro para ti, pero no pierdas la esperanza. Cuando sanes, vendrás de nuevo al Retiro donde tu convalecencia será rápida. Ahora sólo piensa en dejar esta cama, ya encontraremos una solución.

—Miss Melody —protestó, sin fuerzas—, usted no entiende. Yo no deseo vivir.

—Tendrás otros hijos —interpuso, pero al ver cómo se alteró Elisea, cambió de tema.

Un rato más tarde apareció Justicia y tomó el sitio de Melody junto a la cama. Miró los ojos de la paciente, le separó el párpado inferior, le estudió la lengua y las encías, le apretó la barriga y el bajo vientre, le escuchó el corazón y le hizo varias preguntas. Recetó dos brebajes y apartó a Melody.

—Esta criatura no tiene un mal físico. El mal lo tiene en el corazón. Se está dejando morir de desesperación y tristeza.

—Miss Melody —la llamó Elisea antes de que partiese—, ¿cómo lo supo? ¿Cómo supo de mi relación con Servando? ¿Se lo dijo él o acaso todos murmuran acerca de nosotros?

—Él nada me dijo y nadie murmura. Reparé en el modo en que se contemplaban el día del velatorio de tu padre, y de pronto algunas cosas tuvieron sentido, tus desapariciones en el Retiro, por ejemplo, que tanto alteraban a tu tía.

Servando, cabizbajo, escuchaba a miss Melody y se pasaba el pañuelo por los ojos.

—Lamento lo del niño, Babá. Según Papá Justicia, lo perdió a causa de su debilidad, ya sabes que convalecía de una severa afección; las impresiones que recibió al morir su padre y la decisión de su madre de ingresar en un convento no ayudaron en absoluto. Creí justo que lo supieras.

—Gracias, miss Melody.

—Babá, tú eres el único que puede sacar a Elisea de ese estado. Papá Justicia dice que se ha echado a morir, que ha perdido la esperanza.

—Conozco de eso —afirmó el yolof—. En el barco, mientras me traían al Río de la Plata, vi morir a muchos de los míos de ese modo. Lo hacían un poquito cada día, no comían, no bebían, no hablaban, sólo dormían o miraban fijo el mismo punto. Muchos murieron así, de tristeza.

—Ya me las ingeniaré para que vayas a verla. Déjame pensar en algo y te lo comunicaré. El señor Blackraven quiere que Elisea case con Ramiro Otárola apenas empiece el período de medio luto. Yo lo convenceré para que desista de ese propósito.

—Quizá sea mejor que Elisea despose a uno de su casta, miss Melody. ¿Qué futuro tendría una joven como ella junto a un negro como yo?

—No me vengas con esa bobada ahora. Tendrías que haberlo pensado antes de enamorar a la pobre muchacha. Será infeliz si desposa a Otárola y se morirá de pena.

—No hay lugar en este mundo para un amor como el nuestro.

—Lo sé, pero no me fastidies con tu pesimismo.

—¿Se lo dirá al amo Roger?

—El señor Blackraven tiene demasiadas preocupaciones para importunarlo con una más. Por el momento, yo me haré cargo de esto. Lo más importante es ayudar a Elisea a recuperar su salud. Después veremos qué hacer.

Por la noche, Servando visitó el campamento de troperos. Saludó a Tomás y a Pablo y se sentó junto a ellos en torno a la hoguera. Comían carne de vaca asada con la mano, el facón como única ayuda. Esperó a que terminaran para anunciarles:

—Me salgo de la revuelta.

—¿Qué dices? —se enfadó Tommy.

—Servando, sólo faltan algunas semanas para el ataque —razonó Pablo—, no puedes dejarnos ahora.

—Me salgo —se empecinó—. Hasta ayer lo más importante para mí era esta rebelión. Pensaba en vengarme y en matar blancos, sólo en eso. Pero hoy… Hoy todo ha cambiado y nada me interesa de la revuelta. Tengo cosas más importantes que atender.

—¿Qué hay más importante que tu libertad? —vociferó Tommy, pero Servando no le contestó.

—Es para usté, don Tomás —dijo en cambio, y le pasó el sobre—. De miss Melody. Ya me voy.

—¡Sí, vete ya, negro flojo! —vociferó Tommy, y le arrancó la carta de la mano.

—Adiós, Servando —saludó Pablo.

—Adiós.

Melody se puso la bata y salió al balcón. El predio del Retiro se hallaba custodiado e iluminado con cientos de teas que ardían durante la noche. Varios hombres armados lo recorrían en los cuatro puntos cardinales. Blackraven le había dicho algo sobre mal entretenidos y ladrones que asolaban la región; de igual manera, el despliegue seguía pareciéndole exagerado.

Creyó escuchar sus botas en el tablado del pasillo y regresó al dormitorio. Lo aguardó con expectación, temiendo que se tratase de Somar que acostumbraba pasearse por la planta alta cuando Blackraven hacía noche en la ciudad. La puerta se abrió y ahí estaba él. Melody corrió a sus brazos.

—¡Volviste! Ya había perdido las esperanzas de verte esta noche.

—Habría sido sensato quedarme en Buenos Aires —admitió él—, pero sólo pensaba en estar contigo. Cabalgué como un demonio hasta aquí.

Se besaron, y Blackraven no se dio cuenta de que la ansiedad lo volvía brusco y demandante.

—Tengo tantos deseos de ti —se justificó, y la cargó hasta la cama.

Melody pensó que quizá tuviese hambre, que podría correr a la cocina y traerle las sobras de la cena, o quizá prepararle un baño y pasarle la esponja para serenarlo. Lo desestimó apenas Blackraven la acostó sobre el colchón y comenzó a desnudarla.

Entonces, la urgencia de él se volvió la de ella. Lo hicieron con rapidez, Blackraven ni siquiera se quitó los pantalones, la acercó al borde de la cama, le levantó las piernas hasta apoyarle las pantorrillas en sus hombros y la penetró.

Tenía tantos problemas y cuestiones que a menudo le quitaban el sueño. Sólo Isaura poseía el talento para hacerlo olvidar, como una especie de narcótico al cual se había vuelto adicto. En caso contrario, después de la reunión con O’Maley, no habría arriesgado su montura y su pellejo galopando en medio de la noche como un loco sólo para probar sus labios y estar dentro de ella.

Más sereno, le permitió que lo alimentara y lo higienizara, mientras le enumeraba las anécdotas del día. En el pasado jamás habría imaginado que llegaría a agradarle esa apacible vida conyugal, incluso se habría mofado de quienes la exaltaran; por cierto, habría juzgado anormal conformarse con una mujer.

—Hoy fui a visitar a Elisea. Me acompañó Somar —se apresuró a decir.

—Que yo sea el tutor de las hijas de Valdez e Inclán no significa que debas sentirte responsable por ellas —señaló Blackraven——. Sé que Elisea no fue muy amable contigo en el pasado.

—Eso ha cambiado —dijo en modo casual, y enseguida añadió—: La encontré mal, Roger. Su salud está quebrantada al igual que su ánimo. Iré a visitarla con frecuencia.

—Sería inconveniente para ti.

—Por el contrario. Aprovecharé también para vigilar las obras en San José.

—De ninguna manera —se enojó Blackraven—. De eso me encargaré yo.

—Roger, sé que la desaparición de don Alcides te ha echado una carga abrumadora sobre los hombros. Déjame ayudarte con aquello que puedo. Yo me haré cargo de San José. Una demora en las reparaciones nos obligaría a quedarnos durante los meses fríos en el Retiro, y eso sería perjudicial para Jimmy. Por otra parte, ¿qué color de pintura elegirías? ¿Con qué tapizarías las sillas del comedor? ¿Y qué telas usarías para las cortinas? Ésas son cosas de mujeres.

—Te ocuparás de esos detalles si así lo deseas —concedió Blackraven—, pero de ninguna manera entrarás en tratos con alarifes, carpinteros y pintores. Eso está fuera de discusión, Isaura.

Podrás viajar a Buenos Aires, para visitar a Elisea y hacer aquello que te plazca, pero Somar será tu sombra y no harás nada sin él.

—Le pediré ayuda a la señorita Béatrice, ella tiene un gusto exquisito.

—Preferiría que Béatrice no abandonase el Retiro. —Como Melody hizo un gesto inquisidor, Blackraven explicó—: Mientras estés fuera, quiero que ella se quede a cargo de la casa. Traerás al Retiro las muestras de tela y demás, de modo que ella te aconseje.

—¿Podrás prescindir de Babá por unos días en el matadero? Quiero que él me acompañe y me asista.

—¿No te basta con Somar?

—Roger, Somar es tu hombre de confianza, tu amigo. Una cosa es que me cuide (algo que bien podría hacer yo misma) y otra muy distinta sería usarlo como el muchachito que carga con mis compras.

—Él hará lo que yo le ordene, incluso corretear detrás de ti lleno de paquetes.

—Tú podrás ordenarle lo que te venga en gana, pero yo no lo humillaré.

—Cuando te pones tan belicosa sacas a relucir lo mejor de tu sangre irlandesa. Y eso me excita.

Se arrodilló frente a ella, le abrió la bata y le levantó el camisón hasta las rodillas. Se las acarició y se las besó, mientras Melody seguía parloteando acerca de sus actividades en la ciudad, decía algo sobre Guadalupe Moreno, sobre un hospicio. Su voz y el modo en que movía las manos denotaban su entusiasmo. “¡Con qué poco es feliz!”, se dijo. La miró, simulando que le prestaba atención. En realidad, estaba pensando que ya había alcanzado todo en esta vida.

Al día siguiente, intercambió unas palabras con Somar antes de partir hacia Buenos Aires.

—Isaura quiere que tú y Servando la acompañéis a la ciudad a menudo. Ya sabes, no quites tus ojos de ella. Con Enda Feelham suelta por ahí no puedo estar en paz.

—¿Aún no le dices que sospechas que esa mujer envenenó a sus padres?

—No es una sospecha, Somar, es una certeza. Después de la muerte de Alcides, ¿qué puedo pensar? De todas maneras, aún no se lo menciono a Isaura. Anoche estuve con O’Maley —agregó, sin interrumpirse—. Acaba de volver de Montevideo. Ni rastros de Le Libertin.

—¿Qué piensas hacer?

—Sacar a Marie y a Luis del Río de la Plata. Ha dejado de ser un sitio seguro para ellos.

—Podrías esperar un tiempo, quizás O’Maley y Zorrilla den con Le Libertin.

—Aunque le echase el guante —razonó Blackraven—, jamás sabría si está confesándome la verdad acerca de la identidad de quienes lo contrataron para liquidar a Luis XVII. Tampoco sabría con certeza a quiénes les informó sobre su paradero. No existe otra posibilidad: debo buscar un nuevo escondite.

—¿Qué te detiene? ¿Por qué no zarpas mañana mismo?

—La muerte de Alcides vino a complicarlo todo —se justificó, y de inmediato chasqueó la lengua y movió la cabeza—. A ti puedo confesarte que, en realidad, no me avengo a dejar a Isaura por tanto tiempo. Si el fantasma de Enda Feelham no nos acechase sería más fácil partir. Y tampoco olvides ese impulsivo hermano que tiene, con aires de abolicionista. Temo que la meta en problemas. Justicia no ha logrado convencerlo para que desista de la rebelión. ¡Y pensar que yo puse las armas en manos de esos imprudentes! —se lamentó.

—¿Cómo imaginar que uno de los cabecillas era el hermano de miss Melody? En su momento lo juzgaste oportuno para tus planes y actuaste en consecuencia.

—Sí, sí —dijo Blackraven—, pero ahora desearía quitarle las armas, darle una buena paliza y ponerlo a trabajar.

Tomás Maguire se calzó el sombrero y saltó de la carreta. Pablo lo despidió con esa mueca entre amarga y aniñada que solía poner cuando de Melody se trataba; sabía que iba a encontrarse con ella. Habían pasado casi veinte días desde la mañana en Bella Esmeralda, y había jurado no volver a verla después de su matrimonio con el inglés. No iba por Melody sino por Jimmy, que pedía por él a diario, al menos eso rezaba la carta que le entregó Servando el día anterior. A ella no le dirigiría la palabra, ya era demasiado tarde para hacerla entrar en razón; además, parecía ciega, ¿cómo no se daba cuenta de que se había unido a un filibustero de la peor ralea?

Sabas decía que Blackraven andaba en tratos con Álzaga y otros negreros, que frecuentaba a Manuel Belgrano y a los hermanos Rodríguez Peña, que visitaba al virrey en el Fuerte, que tenía influencias en todas partes y que se acostaba con muchas mujeres, incluida la esposa de su socio. Era un hombre de varios mundos, de ésos que quedan bien con Dios y con el diablo. Escupió a un costado y lo insultó.

Pensó en Sabas, en su buen trabajo como informante, y examinó la posibilidad de convocarlo para la revuelta. Después de la defección de Servando, necesitaban un substituto, y Sabas parecía apropiado. Su adiestramiento debía comenzar cuanto antes y, pese a que jamás igualaría la habilidad de Servando, era mejor que nada. Hablaba con pasión de alcanzar la libertad, al tiempo que albergaba un marcado resentimiento hacia los blancos. Eso bastaría. En rigor de verdad, no podía darse el lujo de ponerse exigente, la revuelta debía llevarse a cabo cuanto antes, por cierto antes de que la Real Audiencia enviara a remate Bella Esmeralda por impuestos largamente adeudados. Necesitaba trescientos pesos, lo que pretendía obtener con el asalto a la tienda de Álzaga. Pablo se haría de otro tanto en la Real Compañía de Filipinas, suficiente para poner en marcha la estancia. Le preocupaba que Papá Justicia hablara de posponer la conjura. El viejo quimboto justificaba sus reparos con argumentos sólidos que comenzaban a calar entre los sublevados; sostenía que aún no era tiempo, que los negreros se hallaban inquietos después del ataque al asiento de Sarratea y que habían aumentado la vigilancia. ¿Qué le ocultaba Papá Justicia? ¿De dónde sacaba la información que compartía a medias?

Los vio de lejos, cuando alcanzaban el confín de la propiedad de Blackraven cerca del río. Caminaban despacio por el bien de Jimmy, que lucía agitado y se encorvaba para respirar. Corrió hasta él y lo abrazó con efusión, mintiéndole al decirle que había crecido desde la última vez, que ya pronto alcanzaría su estatura. Melody se mantenía apartada y los contemplaba con una sonrisa.

—Tengo que regresar al campamento —dijo Tommy al cabo, y Jimmy le echó los brazos al cuello.

—¿Por qué tenemos que vivir separados? —se quejó, entre lágrimas.

—Pronto regresaré a Bella Esmeralda y tú vendrás conmigo.

—¿Y Melody?

—Ella ya eligió su destino.

—¿Por qué has vuelto? —habló Melody por primera vez—. ¿Por qué no te quedaste en Bella Esmeralda?

—Porque, tal como tu esposo dijo, está destruida y necesitamos dinero para volver a levantarla. He venido a buscar dinero.

—Yo podría conseguirte ese dinero.

—Jamás aceptaría el dinero de un pirata inglés.

—No seas necio, Tommy. El dinero de Roger es tan bueno como el de cualquiera si es para salvar Bella Esmeralda.

—¿Y traicionar la memoria de mi padre? ¡Jamás! Tú te vendiste como una ramera, yo no.

Melody le dio una bofetada, que enseguida lamentó. Jimmy se echó a llorar.

—¡Eres una perra! No vuelvas a tocarme o te moleré a golpes. Tú ya no eres mi hermana, no tienes derechos sobre mí.

—Tommy, perdóname —le suplicó, y trató de asirlo por el brazo, pero él levantó la mano para amenazarla.

—Jamás te perdonaré que te hayas unido a ese inglés. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por dinero? ¿Por esas bonitas ropas que llevas?

—¡Porque lo amo!

—¿Cómo puedes amar a un hombre como ése? Si no es por inglés, deberías despreciarlo por libertino, mujeriego y timador.

—¡El señor Blackraven es bueno!

—Jimmy —dijo Melody, y se arrodilló frente a él—, no te agites, cariño. Vamos, despídete de Tommy. Debemos regresar.

—Sí, el señor Blackraven es muy bueno —se mofó Tommy—, tan bueno que anda en tratos con el principal negrero de Buenos Aires, el inescrupuloso de Álzaga.

—¡Eso es mentira! —se enfureció Melody.

—¡Ciega! No ves porque no quieres. Blackraven es inglés hasta los tuétanos y, por un poco más de poder y dinero, vendería a su madre.

Cada noche, mientras Melody se aprestaba para la cama, él tocaba la ocarina. Le gustaba verla trenzarse el cabello, esa costumbre que ella ejecutaba con aire ausente y habilidad, parte de la rutina matrimonial a la que estaba volviéndose tan devoto. Le gustaba el rápido movimiento de sus dedos al atar el final de la trenza y cómo disponía sobre el tocador el cepillo de marfil que él le había regalado. Se notaba que no había poseído “cosas hermosas”, pues las atesoraba como joyas. Daba gusto obsequiarla, sus ojos adquirían el brillo de los de una niña y sus mejillas se arrebolaban mientras abría el paquete. No existían bagatelas, cualquier objeto que él le entregase valía oro.

En ese rito nocturno, a continuación de la trenza, seguía la loción de madreselvas, que primero frotaba entre sus manos, despidiendo un aroma que llegaba hasta la cama. Después, con el pie en el borde de la silla, retiraba el camisón y se pasaba la crema por las piernas. Sus pechos se sacudían al movimiento de las manos, y hacía un gesto con la boca, como si la preparara para lanzar un beso.

Ese gusto por compartir la habitación y las costumbres de su esposa era una novedad; jamás lo habría permitido con Victoria, que apilaba los vestidos en cualquier parte, regaba el piso con chapines y chanclos y olvidaba sus accesorios debajo de las sábanas; una vez él se pinchó con el alfiler de un prendedor de rubíes. Melody, ya fuese por consideración a la servidumbre o por cuidar sus cosas hermosas, era muy prolija, incluso se ocupaba de sus pantalones y botas cuando se los quitaba por la noche. De igual manera, prolija o no, jamás habría consentido en que durmiesen en cuartos separados; de hecho, la sola idea le parecía insoportable.

Dejó la cama y se aproximó al tocador. Melody había vuelto a sentarse frente al espejo y se contemplaba. Advirtió cierta vacilación en sus labios y una mirada fugaz que encontró la de él y que enseguida evitó. Se acuclilló junto a ella y le rodeó la cintura con las manos.

—Deja que te ponga unas gotas de frangipani, quiero que huelas a frangipani mientras te hago el amor.

Melody sacó el frasco del estuche y se lo entregó. Blackraven usó la tapa de cristal para ir levantando el camisón y dejar un surco de perfume en su piel. Se tomó del respaldo y del borde del tocador al sentir el frío del cristal entre sus piernas y, con ojos cerrados y labios apretados, se esforzó por resistir la excitación, como si de ese modo lo castigase por tener la fama que tenía. No se le negaría, él no lo toleraba, se creía dueño de su cuerpo, y en cierta forma lo era porque, cuando la tocaba, ella dejaba de ser ella y sólo pensaba en volverse una carne con él. Era consciente de todo, pero no podía actuar para evitarlo. El cristal seguía hurgando entre sus piernas, abriendo sus partes ocultas, dibujándolas, y ella trataba de no sentir; en honor de la verdad, trataba de no mostrar lo que estaba ocurriéndole.

Él conocía el origen de su silencio y de su fingida indiferencia. Somar le había contado acerca del encuentro con Maguire y de que ella y Jimmy habían regresado llorando. Lo molestaba que se expusiera a la estolidez de Maguire, que le permitiera lastimarla cuando él se empeñaba en protegerla, que le consintiera interponerse entre ellos y quebrar la perfecta armonía que habían alcanzado. Lo lastimaba que dudara de él, lo ofendía, lo enfadaba. Ella tenía que comprender que no era posesivo y dominante con cualquiera; ya habían intentado arrebatársela una vez, y allá afuera había gente que les deseaba el mal. Lo fastidiaba que tuviera a menos su preocupación. Si en ese instante no la hubiera deseado de ese modo, se habría marchado a dormir a otra parte. La deseaba incluso a pesar de la pasividad de ella y de la actividad febril de él, pues era en la complementación de ambas, en la femenina y enervada entrega y en la masculina y enérgica posesión, cuando más se excitaba.

Después de haberla subyugado a fuerza de caricias y besos, se dedicó a contemplarla dormir. Ella no le mencionó la pelea con su hermano ni siquiera cuando se encontró entre sus brazos después del orgasmo; aún agitada, se limitó a acariciarlo y a besarlo, y él, que no apartaba sus ojos de los de ella, pudo leer sus pensamientos llenos de dudas y las preguntas que morían antes de nacer.

Recostó la cabeza sobre la almohada y, muy cerca de los labios de Melody, le pidió, susurrando:

—Isaura, confía en mí. Necesito que confíes en mí.

Esa semana la había visitado tres veces. Miss Melody lo hacía entrar por la puerta principal cuando doña Leo, Marcelina y María Virtudes oían misa de una en San Ignacio; en cuanto a don Diogo, se lo pasaba en la obra de la nueva curtiduría, a las órdenes del amo Roger. La casa de la calle Santiago, con los esclavos ocupados en la parte posterior, era el único testigo de aquellos encuentros que se habrían juzgado inaceptables.

En la primera visita se llevó una mala impresión, en parte a causa de la consunción de Elisea, pero sobre todo por el desprecio con que lo trató; no le permitió tocarla. Se ubicó junto a la cabecera y se quedó callado mientras le observaba el perfil que ella se encaprichaba en mostrar después de haberle exigido con voz apenas audible que se fuera. Pero miss Melody le había hecho señas de que tomara asiento y de que le tuviera paciencia. Y eso hacía él, le tenía paciencia.

Durante el segundo encuentro cruzaron pocas palabras, ella le dijo “gracias” cuando él levantó el pañuelo del suelo y también al descorrer la cortina para que entrase la luz. Cansado del silencio, Servando empezó a hablar; le contó que ahora ayudaba a miss Melody con las reformas de la casa de la calle de San José, que le gustaba ver cómo trabajaba el tapicero y que tenía ganas de aprender ese oficio; se estaba cansando de achurar. Elisea no pronunció palabra, aunque giró la cabeza para mirarlo.

—A ella le gustaba que yo le leyese —le comentó Servando a Melody.

—¿Tú sabes leer?

—Ella me enseñó.

—Ya veo. Pues bien, su excelencia tiene docenas de libros en su estudio. Ven, acompáñame. Están en esas cajas. Toma el que quieras. Su excelencia no los echará de menos por el momento.

Al verlo entrar en el dormitorio con el libro en la mano, Elisea, de pronto animada, hizo el intento de incorporarse, y Servando corrió a ayudarla. Era la primera vez que la tocaba, y el roce los afectó a los dos. Le leyó los primeros capítulos de La princesa de Babilonia de Voltaire, y, si bien ella cerraba los ojos, no perdía detalle.

—“Todo lo que me dices es cierto —repuso Formosanta— pero, ¿es posible que el más grande de los hombres, y quizá también el más amable, sea el hijo de un pastor?”.

—¿Es posible —musitó Elisea, y se movió para mirarlo— que el más grande de los hombres, y quizá también el más amable, sea un esclavo?

Servando se hincó junto a la cama, le tomó la mano y la mantuvo apretada contra su boca.

—Elisea mía —dijo, con voz quebrada—, ¿aún me amas?

—Sí.

—Vive por mí, entonces.

Se inclinó para besarla, pero ella apartó el rostro.

—No —protestó apenas—, no soy digna, soy pecadora.