Como la goleta atracada en la Ensenada de Barragán se había quedado con pocos marineros —la mayoría custodiaba el Retiro—, Blackraven mandó reservar dos lugares en la chalana que, a diario, cruzaba el río en dirección a Colonia del Sacramento. Sería muy inconveniente, tendrían que trepar a un carretón de ruedas gigantes, de ésos que, por dos reales, se adentraban en el río hasta la embarcación anclada a una milla o más de la costa, en algún sector libre de bajíos. Irían de pie, apretados, y se mojarían el calzado con el oleaje que ingresaría entre las maderas de la carreta. El viaje en la chalupa tampoco sería cómodo y quizás Isaura sufriese mal du mer.
Se dijo que una verdadera luna de miel debería haber tenido como marco los paisajes de la Toscana italiana o la campiña francesa, los Alpes en Suiza o las ciudades del sur de la España, no las costas del Plata. Pero no podía marchar lejos con Le Libertin acechando, y él necesitaba apartarse con Isaura de todo y de todos, ni siquiera llevarían a Trinaghanta.
Partirían a primeras horas de la tarde y llegarían al anochecer a la posada de un catalán al que le había enviado una misiva días atrás. Pese a lo limitado de Colonia, lo seducía la idea de caminar con Isaura por las callejas empedradas, comprar fruslerías, sentarse en un café y admirar el río. Después viajarían por tierra a Montevideo, y hasta podrían asistir al teatro.
Sus planes, aunque poco ambiciosos, se desbarataron cuando al mediodía, mientras él y Melody almorzaban en la casa de San José, un esclavo de lo de Valdez e Inclán se presentó con una nota. Blackraven leyó: Don Alcides agoniza y pide por ti. Te suplico que vengas cuanto antes. Bernabela. No se lo mencionaría a Isaura hasta asegurarse de que no se trataba de una artimaña. Metió la misiva en el sobre y la guardó en un bolsillo.
—¿Algún problema, Roger?
—Nada, cariño. —Se puso de pie—. Valdez e Inclán necesita verme. Aún no deja la cama después de su afección, así que iré a verlo.
—Claro.
—Estaré de regreso a las tres. Debes tener todo listo para esa hora.
—Gilberta y yo hemos terminado con los baúles. Sólo me resta esperarte.
—Acuéstate y descansa entonces. Te sentará bien para el viaje. Gilberta —le habló a la esclava apostada junto a la cabecera—, dile a Ovidio que no haga ruido con sus herramientas que la señora condesa va a descansar.
—Sí, amo Roger.
Con cierta premonición aceleró el paso por las angostas veredas, esquivando transeúntes. Le abrió Efrén y en su estilo lacónico le informó que el doctor O’Gorman acababa de retirarse y que un sacerdote había tomado su lugar junto al amo Alcides. Entró en la sala y se topó con Bela y dos de sus hijas, la segunda y la tercera, Marcelina y María Virtudes, recién llegadas de sus retiros vacacionales con familias amigas. Se levantaron al unísono.
—¡Excelencia! —profirió Bela—. ¡Qué gentil de su parte venir con tanta presteza! Niñas, dejadnos a solas.
Las muchachas abandonaron la sala.
—¡Oh, Roger! —lloriqueó Bela—. O’Gorman acaba de decirme que es sólo cuestión de horas, que a duras penas pase la noche. ¡Valdez e Inclán morirá y qué será de nosotras! Como no contemos con tu generosidad y protección, quedaremos en la calle. Tú y yo sabemos que todo esto —y extendió los brazos para abarcar el espacio que la circundaba— es tuyo.
—Bela, cálmate, por favor —dijo Blackraven—. Tú y tus hijas no quedaréis en la calle. Nada os faltará.
—¡Querido, gracias! —y lo abrazó.
El sacerdote carraspeó para denunciar su presencia. Bela se dio vuelta, escondió la cara en el pañuelo y se echó a llorar.
—Resignación, doña Bela —pidió el cura—. Ya he confesado a don Alcides y le he suministrado los santos óleos. Cuando le llegue la hora, lo hará en la gracia de Nuestro Señor. —Se dirigió a Blackraven—: Excelencia, don Alcides pide por su merced.
—Gracias, padre.
El ambiente en el cuarto de Valdez e Inclán se hallaba sumido en sombras e invadido por un punzante olor que se mezclaba con el de las cortezas de alcanforero que hervían a un costado de la cama. Se aproximó a la ventana para abrirla.
—No lo hagas, la luz hiere mis ojos —explicó Alcides.
—El aire es irrespirable aquí.
—Así huele la muerte, amigo.
Blackraven se sentó junto a la cabecera. Todavía se advertía la cruz de aceite aromático que el sacerdote había trazado en la frente de Alcides. Éste levantó los párpados y miró a su socio a los ojos. Después habló con pausas, como si silabeara, y en voz tan baja que Blackraven acercó el oído.
—No luces impresionado por mi aspecto. Mis hijas huyeron al verme.
—Me mandaste llamar —le recordó Blackraven, y Alcides soltó una risita débil.
—Un hombre de negocios hasta el final, ¿eh? —Blackraven guardó silencio y continuó observándolo—. Sí, te mandé llamar, al igual que mandé por el padre Celestino. Había tantas cosas que confesar.
—Eso no es propio de ti —manifestó Blackraven—. ¿Confesarte, para qué?
—Ah, Roger, el aliento de la muerte lo cambia todo. Las imágenes comienzan a danzar frente a nosotros y te muestran el lado que no supiste o no quisiste ver en el pasado. Últimamente me da por pensar en Almudena —se refería a la joven que había vejado en Madrid décadas atrás— y es como si el terror y la desesperación de ella se apoderasen de mí. Y después me vienen a la mente las otras. Miora… —balbuceó, y cerró los ojos, exhausto, sin aliento—. No merezco esta paz. Esta paz es propia de las criaturas como miss Melody, no como yo. Has sido afortunado en encontrarla, amigo. —Abrió los ojos, y su mirada estremeció a Blackraven—. Nada bueno habrías sacado uniéndote a una mujer como mi Bela. Ella y yo somos del mismo paño, nos mueven las mismas mezquindades. Tú, a pesar de no ser un santo, eres distinto, aún te queda un resto de decencia.
—¿Cuánto hace que sabes de lo nuestro?
—Casi desde el comienzo. ¡Ah, cómo te odié! Bela era mi bien más preciado y tú me la habías quitado. Pero te temía y sólo me quedaba tramar mi venganza en silencio.
—¿Qué venganza? —Enseguida pensó en Le Libertin—. ¿Acaso revelaste la identidad de Marie Capet?
—No. Mi venganza era contra ti, no contra ella. —Dejó pasar un momento hasta recobrarse; con un acento que transmitía angustia, le pidió—: Debes prometerme una cosa y jurarás por la vida de miss Melody que la cumplirás.
—Habla.
—Te harás cargo de mis hijas como si fueran tuyas. Al menos eso me debes.
—Lo haré.
—¡Júralo por la vida de miss Melody!
—Te doy mi palabra, es suficiente.
—¡No! Júralo por ella, lo único que cuenta para ti.
—Alcides, cálmate.
Un acceso de tos le oscureció la frente y el contorno de los ojos. Blackraven lo ayudó a incorporarse y se impresionó, pesaba muy poco. Entre espasmos, Alcides jadeó la palabra “sed”. Blackraven se movió hacia la cómoda, donde encontró un desorden de frascos con líquidos y polvos y, sobre un plato, varios granos de calomel. Había una jarra con horchata, que soltó un agradable aroma a almendras al verterla en el vaso. Le vinieron a la mente las palabras que Somar pronunció en el sótano de Bella Esmeralda: “Y éste, con olor a almendras, es cianuro”. Y enseguida evocó la noche en la casa de San José cuando Bernabela le dijo: “Valdez e Inclán no vivirá para siempre, Roger. Está viejo y achacoso. No le queda mucho tiempo. Entonces, tú y yo podremos casarnos y ser felices”.
—Tengo sed —insistió Valdez e Inclán.
Blackraven lo ayudó a sorber. La operación lo dejó extenuado. Se hundió entre los almohadones y dejó caer los párpados.
—Alcides, ¿qué te ha dicho O’Gorman? ¿Cuál es tu mal?
Valdez e Inclán movió los labios, y Blackraven se inclinó para oírlo.
—Simn…
—¿Simon?
—Simon Miles… —Su garganta se tensó, profirió un sonido afónico, y Blackraven identificó los estertores de la muerte. Le puso las manos en los hombros y lo sacudió.
—¡Alcides, háblame! ¿Qué tienes que decirme de Simon Miles?
Valdez e Inclán abrió los ojos de modo desorbitado, se mantuvo en vilo hasta que consiguió exclamar:
—¡Mis hijas! —y murió.
Cerraron los postigos y cubrieron los espejos y los cuadros con paños negros. Pusieron un lazo de crespón en la puerta principal y mandaron a comprar tintura negra para teñir los vestidos. Contrataron a las plañideras, llenaron la sala de cirios y corrieron los muebles para dar espacio al ataúd y a los asistentes al velatorio. No había tiempo de distribuir invitaciones, el cuerpo debía ser velado y sepultado cuanto antes ya que comenzaba a oler mal. Blackraven ordenó que se lo velase a cajón cerrado y que se abrieran algunas ventanas, aun en contravención del protocolo, para que circulara el aire en ese atardecer bochornoso; en tanto, la señorita Leonilda, apenas llegada del Retiro junto con sus sobrinas, mandó encender los pebeteros y quemar pastillas de Lima. Como Bernabela se había echado en un sofá a lamentarse, ella tomó las riendas de la casa con firmeza y buen criterio.
Melody desempolvó el vestido que usó durante el luto por su padre, el que le dio el nombre de Ángel Negro, y se cubrió con una mantilla de encaje que mandó comprar apenas se enteró de la muerte de don Alcides. Entró en la sala de los Valdez e Inclán del brazo de su esposo y percibió la hostilidad que le inspiraba a doña Bela y a algunos invitados. Saludó a la viuda y le dio el pésame en voz baja.
Angelita se mantuvo tomada de su mano, reprimiendo las lágrimas pues Bela le había prohibido llorar.
—Me gustaría que Víctor y Jimmy estuvieran aquí —manifestó la niña.
—Lo sé —respondió Melody—. Pronto volverás al Retiro.
—No creo que mi madre me permita volver.
—El señor Blackraven es tu tutor ahora, ésa fue la última voluntad de tu padre, y él decide qué debes o no hacer.
—Y usted, miss Melody, ¿le pedirá a su excelencia que me permita regresar?
—Lo haré, pierde cuidado.
—Gracias, miss Melody. Mi hermana Elisea luce muy mal, ¿no lo cree usted? Iré un momento con ella.
Melody estudió a la mayor de Valdez e Inclán, alejada de sus hermanas y escoltada por su prometido, Ramiro Otárola, y encontró desmedida su congoja a juzgar por el poco afecto que don Alcides le había inspirado en vida. No acertaba a determinar si prevalecían los círculos oscuros en torno a sus ojos o la palidez de sus mejillas, o el contraste entre ambos. La descubrió mirando el sector donde se congregaban los esclavos; en realidad, Elisea contemplaba a Servando, que le devolvía la mirada con un descaro que si don Diogo lo hubiera advertido, lo habría encepado. Elisea se llevó el pañuelo al rostro para ahogar el llanto, y Otárola se inclinó para hablarle al oído. A Melody no pasó inadvertido el esfuerzo del yolof por guardar su sitio y no aventurarse dentro de la sala.
Mariano Moreno y su esposa saludaron a la viuda y, mientras el abogado se entretenía con sus amistades, Guadalupe caminó directo hacia Melody.
—Melody, ¡qué gusto encontrarla!
—Para mí también es un gusto, Lupe. Y le agradezco que no me haya llamado condesa. —Lupe sonrió—. Aquí todos lo han hecho y me he sentido muy incómoda.
—Mariano y yo creíamos que ya habríais partido en viaje de bodas. Dijisteis que lo haríais hoy mismo, el día después de la ceremonia.
—Ciertamente, nuestra intención era partir hoy a las tres de la tarde. Al fallecer don Alcides alrededor de la una, la mala noticia nos encontró aún en la ciudad. En cierta forma es un alivio que no hayamos zarpado hacia Colonia. Como era de esperarse, el señor Blackraven se ha hecho cargo de todo.
—¿Y el cuñado del señor Valdez e Inclán?
—Don Diogo sólo sabe acatar órdenes —fue la respuesta de Melody.
—No veo a la señorita Béatrice —mencionó Guadalupe después de echar un vistazo.
—Se quedó en el Retiro, a cargo de mi hermano Jimmy y de Víctor. No se los confiaría a nadie más.
Una esclava les presentó una bandeja con bebidas y buscaron un lugar apartado donde sentarse.
—¡Qué repentina la muerte del señor Valdez e Inclán! —comentó Lupe—. Sabíamos que sufría de una seria afección, pero jamás sospechamos que sería mortal.
—Nosotros tampoco. Nos ha tomado por sorpresa. Hasta ayer creíamos que don Alcides se hallaba en franca convalecencia.
—Lamento que esto haya ocurrido al día siguiente a vuestra boda. Pasado algún tiempo, podréis retomar la idea de vuestro viaje. —Melody asintió—. El señor Blackraven luce muy preocupado —señaló Lupe—. Entiendo que la amistad con Valdez e Inclán se remontaba a varios años atrás.
—Sí, muchos años, no sé cuántos —admitió—, pero muchos en verdad.
Siguió con la vista la figura de su esposo que se desplazaba de sala en sala, departiendo con la concurrencia. Ahora que Guadalupe lo marcaba, ella también se fijó en la severidad de su ceño oscuro. ¿Lo habría fastidiado lo inoportuno de la muerte de su socio o se encontraría conmovido por su desaparición? Lo vio apartarse con Bela hacia los interiores y regresar al cabo muy disgustado.
—Sigo pensando en la construcción de una casa para albergar a los esclavos viejos y enfermos —expresó Guadalupe.
—Oh, sí, es una idea maravillosa.
Hablaron acerca de la factibilidad de encarar una empresa de esa envergadura, los posibles escollos, analizaron con quiénes podrían contar, quiénes se les opondrían, la mejor ubicación del hospicio, los servicios que prestaría, a cuántos desvalidos acogería. Melody se entusiasmó con el proyecto al punto de olvidar que se hallaba en un velatorio.
—Disculpe, señora Moreno —interrumpió Blackraven, con acento cortante—. Despídete, Isaura. Es tarde. Te llevaré a casa.
Hacía rato que había anochecido. Caminaron deprisa y en silencio, con una tormenta que los amenazó hasta el umbral. Ahí, en la puerta, mientras las primeras gotas golpeaban las losetas del camino de ingreso, Blackraven la tomó entre sus brazos y comenzó a besarla. Melody percibió, en sus labios y en sus manos, la desazón de Roger, y por instinto supo que no estaba triste sino enfadado.
—Eras lo único auténtico dentro de esa sala —le dijo al oído, y la arrastró dentro, hasta el dormitorio.
Dos horas más tarde, Blackraven dormía, desnudo, y Melody se dedicaba a estudiar cada detalle de su cuerpo. Llamaron a la puerta. Era Gilberta con la cena.
—Gracias —susurró Melody, y tomó la bandeja—. Es tardísimo, vete a descansar.
Dispuso los platos sobre una mesa pequeña, sirvió porciones de sábalo y verduras fritas y llenó las copas con vino tinto. Escuchó que Blackraven dejaba la cama y se aproximaba. Lo aguardó sin darse vuelta, conteniendo el respiro hasta sentir sus manos apretarle la cintura y sus labios en el cuello.
—Buena idea —dijo él, con voz ronca—. Después de haberte amado del modo en que lo hice, se me abrió el apetito.
—No has comido nada en todo el día —se quejó Melody— y, con tanto trajín, imaginé que estarías famélico.
Lo notó relajado mientras engullía. De repente, él dejó los cubiertos sobre el plato.
—No sabes cuánto lamento todo esto, cariño. Lamento que se estropeara nuestro viaje de bodas. Deseaba apartarme contigo por unos días, sólo pensaba en que estuviéramos a solas.
—Ahora estamos a solas, Roger. Compartir esta comida contigo, aquí, en nuestro dormitorio, es tan hermoso para mí como el más suntuoso viaje de bodas.
Blackraven se quedó callado, mirándola, con las palabras de Alcides resonando en su cabeza: “Has sido afortunado en encontrarla, amigo”. Extendió la mano, sujetó la de Melody y la obligó a sentarse sobre sus piernas.
—¿Estás bien? —quiso saber ella.
—Muy bien, porque estoy contigo.
—Te ha afectado la muerte de don Alcides, ¿verdad?
—Me ha tomado por sorpresa —admitió, y enseguida agregó—: Por supuesto, lo echaré de menos. Ese pelafustán era parte de mi vida desde hacía años.
—Claro.
—Después del sepelio —habló Blackraven—, volverás al Retiro con Somar. Yo me quedaré aquí unos días para hacerme cargo de ciertos asuntos.
—¿Podré llevar a Angelita conmigo? Pobre niña, no desea estar en su casa.
—Así lo dispondré.
Después de una misa de cuerpo presente en Santo Domingo, se llevó a cabo el entierro en el cementerio de dicha iglesia de acuerdo con las indicaciones del propio Valdez e Inclán. Días antes había mandado comprar un hábito de los dominicos para usarlo como mortaja y realizado una donación al convento que se llevó la mayor parte de sus ahorros. Ambas conductas azoraron a Blackraven. Su socio había sufrido una profunda transformación a las puertas de la muerte, desbaratándolo de sus miserias, impulsándolo a confesar sus actos más rastreros.
No podía quitarse de la cabeza a Simon Miles. Si la venganza no involucraba a Le Libertin, ¿a quién entonces? No se le ocurría de qué modo encajaba ese rompecabezas. Por otra parte, le parecía que el aroma dulzón de las almendras en la bebida de Alcides se le había impregnado en las fosas nasales. Después del entierro, le pediría unas palabras a O’Gorman para descartar ciertas dudas. El instinto le señalaba que su socio había sido asesinado, y no le gustaba la tenacidad con que se colaba el nombre de Bernabela cuando meditaba sobre el asunto.
Isaura, de pie a su lado, escuchaba el sermón con aire ausente. ¿En qué estaría pensado? En Jimmy, probablemente, en la tristeza de Angelita, o en la petición de algún esclavo, en Víctor, quizás en Rogelito, a quien le había tomado cariño, en cualquiera menos en sí misma. Le preguntó al oído:
—¿En qué piensas?
—En Elisea. Angelita dice que amaneció indispuesta, con fiebres muy altas.
Por fortuna, Isaura se marcharía en un par de horas hacia el Retiro al cuidado de Somar, lejos de las miserias humanas que él afrontaría una vez finalizada la farsa a la que asistían.
Si a oídos del doctor O’Gorman habían llegado los comentarios acerca del affaire del conde de Stoneville con Anita Perichon, esposa de Thomas, su sobrino, no lo reflejó mientras Blackraven le preguntaba acerca de las circunstancias de la muerte de Valdez e Inclán. Sus respuestas no echaron demasiada luz, el médico se decía desorientado y no podía explicar el porqué de una gastritis tan severa si don Alcides no era hombre de abusos. Había prescripto el tratamiento habitual para esos casos, sales de Edlitz, un tónico para reponer fuerzas y una dieta estricta; en las postrimerías echó mano de un sangrado.
—¿Le indicó que tomara calomel?
—No —se extrañó O’Gorman—. ¿Don Alcides lo tomó? Habría sido muy inconveniente pues se indica en caso de constreñimiento.
—Doctor —dijo Blackraven antes de despedirlo—, ¿sería tan amable de visitar a la señorita Valdez e Inclán? Me informan que guarda cama con fiebres muy altas.
—Me extrañó no verla durante las exequias —comentó O’Gorman—. Por supuesto que iré, en menos de una hora estaré por allí.
Blackraven volvió sobre sus pasos a la tumba de Alcides donde un zambo, esclavo de los dominicos, arrojaba tierra en la sepultura. Al verlo, el muchacho detuvo el trabajo, clavó la vista en el suelo y guardó silencio, retorciendo las manos sobre el astil de la pala.
—¿Cómo te llamas?
—Siberio, señor.
—Toma —dijo Roger, y le extendió un doblón, que el zambo se quedó mirando—. Vamos, tómalo. Recibirás otro igual esta noche si me abres el portón del cementerio alrededor de las doce.
Para Siberio, aquél no era un pedido inusual; ya le había tocado lidiar con quienes adoptaban conductas extravagantes hacia los muertos. Sí resultaba insólita la generosa cantidad que ese hombre con acento extraño le ofrecía. Era la primera vez que tenía un doblón en la mano.
—Está bien, señor —farfulló—. Esta noche, alrededor de las doce.
—Aprestarás dos palas más y ayudarás a desenterrar el ataúd. ¿Está claro?
—Sí, muy claro, señor.
En la casa de la calle Santiago, Blackraven volvió al cuarto de Alcides y descubrió que la cómoda estaba limpia de frascos; los calomelanos también habían desaparecido. Convocó a Bernabela al estudio.
—He dispuesto que mañana por la mañana Covarrubias proceda a la lectura del testamento de Alcides. Como bien sabes, antes de morir, él hizo una donación más que generosa a los dominicos, casi la totalidad de lo que tenía, incluso donó la platería.
—Como si con eso hubiera podido comprar un lugar en el Paraíso, el muy mal parido —soltó Bela.
—De seguro en el testamento dejó dicho que yo me convertiría en el tutor de sus hijas. Asimismo, me lo pidió antes de morir. Por lo tanto, ellas pasan a estar a mi cargo desde este momento. Nada les faltará y cada una llegará al matrimonio con una dote digna de una Valdez e Inclán.
—Gracias, querido.
—En cuanto a ti y a tu hermana, la señorita Leo, podéis estar tranquilas, viviréis bajo mi protección y no echaréis de menos las comodidades a las que estáis habituadas. Por supuesto, esto cambiará si decides volver a casarte.
—¡Jamás volveré a casarme! Si no es contigo, no lo haré con nadie. ¡Qué ironía! Ahora que estoy libre, ahora que podríamos iniciar una vida juntos, tú estás atado.
Blackraven siguió hablando con una mueca de fastidio.
—En cuanto a tu hermano Diogo, tendrá que ganarse el alojamiento y lo que se lleve a la boca. Te advierto, Bela, no quiero interferencias en este sentido. Diogo ha demostrado habilidad para manejar a los esclavos y sería útil en la nueva curtiembre. Trabajará de sol a sol o tendrá que dejar esta casa.
—Como tú digas, Roger.
Bernabela lo acompañó hasta el vestíbulo.
—¿De qué hablabais O’Gorman y tú después del entierro?
—De las extrañas circunstancias en las que murió tu esposo —contestó Blackraven.
—¿Extrañas circunstancias? —se molestó—. ¡Muy extrañas por cierto! En rigor, me sorprende que no muriera antes con todo el brandy que se echaba al coleto.
—Alcides era moderado, y tú lo sabes. La única vez que lo vi ebrio fue en aquella oportunidad en Londres, la noche en que lo conocí.
—Pues algo le hizo mal, algo le licuó las tripas y el estómago, porque lo único que hacía era vomitar y defecar. ¡Bendita la hora en que murió! Ya no soportaba el hedor, el asco.
Se quedó con los puños apretados al costado del cuerpo y los ojos enrojecidos fijos en los de Blackraven.
—Buenas tardes —se despidió Roger, disgustado.
Enfiló hacia la calle de la Santísima Trinidad, a lo de la viuda de Olazábal donde el doctor Samuel Redhead alquilaba unas habitaciones. Como no lo halló, pidió lo necesario para escribir una nota.
Espero que los días de resurreccionista en Londres estén frescos en tu memoria. Te pasaré a buscar esta noche, alrededor de las doce. No firmaría la misiva, el sello con el águila bicéfala, símbolo de los Guermeaux, le bastaría a Samuel.
Detuvo la carreta frente a lo de la viuda de Olazábal a la hora convenida, en una noche sin luna. Levantó la lámpara de sebo y la movió tres veces en círculos. Se escuchó el chirrido de goznes y el sonido regular de unos pasos. La figura embozada que emergió de las sombras trepó en el pescante sin pronunciar palabra y acomodó su maletín bajo el asiento. Redhead habló después de unas cuadras.
—Supe que hoy enterraron a tu socio, Valdez e Inclán. ¿Es una vana presunción la que tengo o esta excursión nocturna tiene que ver con eso?
—Ninguna vana presunción —confirmó Blackraven—. Lo enterramos en el cementerio de los dominicos. Hacia allá vamos.
—¿Alguna sospecha fundada para perturbar el eterno descanso del buen hombre o simplemente perdiste el poco juicio que te quedaba y me arrastras en tu locura?
Blackraven rió por lo bajo.
—Nunca he sido un hombre sensato, y lo sabes. —Redhead emitió un sonido ininteligible a modo de anuencia—. Con todo, creo que esta noche esclareceremos una sospecha: Valdez e Inclán fue envenenado. Sólo una cosa deseo advertirte: el cadáver está en muy malas condiciones.
—Lo imagino. El calor que hizo hoy tampoco habrá colaborado —apostilló el médico.
El portón del cementerio daba sobre la calle del Rosario, trasera al convento, solitaria y de pobre iluminación al igual que la mayoría del barrio de Monserrat. El zambo, cumpliendo su parte, les permitió el acceso. Avanzaron entre lápidas y estatuas de ángeles hasta columbrar, al nivel del suelo, una lámpara que echaba luz sobre un sector de tierra removida. Siberio ya había comenzado a cavar.
No hubo intercambio de palabras. El esclavo les entregó las palas y siguió con su faena, mientras Redhead y Blackraven se quitaban las chaquetas, se arremangaban y se ponían a trabajar. No tardaron mucho tiempo en escuchar el crujido de la madera. Sacaron el ataúd ayudándose con las mismas cuerdas que lo habían bajado. Estaban exhaustos, en especial Redhead. Armado de maza y cortafierro, Blackraven golpeó hasta abrir la tapa. El hedor lo hizo tambalear y cubrirse el rostro con el antebrazo.
—Toma —indicó Samuel—, pásate esto bajo las fosas nasales —y le entregó una barra transparente de alcanfor.
Envolvieron el cadáver en una manta negra y lo cargaron hasta la parte posterior de la carreta.
—Buen trabajo —dijo Blackraven, y le lanzó a Siberio otro doblón—. Lo devolveremos antes del amanecer.
La calle se hallaba sumida en un lúgubre silencio apenas quebrado por el chirrido de las ruedas. Blackraven metió la mano dentro de su chaqueta y sacó un sobre con el que golpeó el antebrazo de Redhead para llamar su atención.
—¿Qué es esto?
—Tómalo —indicó Roger—. Contiene datos valiosos. Considéralo parte del pago por los servicios que estás prestándome esta noche.
Redhead soltó una risita corta e irónica antes de preguntar:
—¿Y qué clase de datos son esos a los que llamas “valiosos”?
—Ahí te detallo información sobre un grupo de franceses de extracción jacobina que podría estar relacionado con lo que investigas. Supe del nuevo asesinato —apuntó.
—¿Por qué no me extraña que lo sepas? —se preguntó Redhead, y agregó a continuación—: Como ves, me mantengo entretenido.
En la casa de San José sacaron la mesa del comedor al patio principal, donde la brisa disiparía los hedores; la cubrieron con un hule antes de acomodar a Valdez e Inclán.
—¿Y los sirvientes? —se preocupó Redhead, mientras disponía el instrumental.
—Son unos pocos y duermen lejos de esta zona. No hay riesgos. ¿Serán suficientes estas dos lámparas?
—Sí. Necesitaré lavarme las manos. Además, quiero que me traigas un aguamanil y una esponja para limpiar el cuerpo.
Además de médico, Redhead era un hábil cirujano, de allí la destreza con la que practicó pequeñas incisiones en el bajo vientre para liberar los gases acumulados.
—Aléjate —ordenó—. No estás acostumbrado a estos hedores ni a estas imágenes.
Blackraven se sentó a cierta distancia desde donde se dedicó a contemplar la labor de su amigo. Saltaba a la vista que seguía un método. Primero revisó el cuerpo por fuera, de la cabeza a los pies, incluso dentro de la boca, en los oídos, entre los dedos, bajo las uñas, levantó los párpados y los genitales. Acabada esa revisión externa, inyectó un líquido en la vena del brazo derecho y esperó unos minutos antes de comenzar a utilizar la serie de instrumentos, algunos más delicados, otros de mayor envergadura para ejercer presión o llevar a cabo trabajos más groseros. Cada tanto, se limpiaba las manos y realizaba anotaciones.
Dos horas más tarde, Redhead devolvió los órganos al cuerpo y lo cerró con una basta costura. Se lavó las manos y los brazos con una pastilla de jabón que sacó de su maletín. Se aproximó a Blackraven secándose.
—Entre otros indicios externos, como el enrojecimiento de la piel, la disección me reveló una profunda corrosión de la cubierta estomacal y una inflamación importante del músculo del píloro.
—¿Lo que significa? —apremió Roger.
—Me has dicho que había bebido horchata y que, supones, le dieron granos de calomel. —Blackraven asintió—. Eso explicaría el estado de su aparato digestivo. Verás. El calomel contiene cloruro de mercurio y la horchata de almendras amargas, ácido cianhídrico o ácido prúsico. Al mezclarlos, se combinan en el estómago y se convierten en cianuro de mercurio, letal para cualquier persona. Existe otra posibilidad y es que le hayan suministrado el veneno directamente, disuelto en la horchata, y que la acción del calomel sólo haya servido para acelerar el proceso.
—Entonces —concluyó Blackraven—, mi socio murió envenenado.
—Por el estado del estómago y por otras particularidades, yo digo que sí. El cianuro es uno de los venenos que actúan más rápido. En la forma de ácido cianhídrico y en sus sales sódica y potásica, es de altísima toxicidad; en una dosis desmedida podría matar en horas. —Redhead hizo una pausa antes de declarar—: Quien haya dispuesto el envenenamiento de tu socio es un experto en la materia.
Amanecía. Cansado, sucio y de mal humor, Blackraven se encaminó a lo de Valdez e Inclán. Entró por la parte trasera, y asustó a las esclavas que buscaban leña para encender el fuego de la cocina.
—¿Dónde está Cunegunda? —inquirió, de mal modo.
—En su pieza, amo Roger —contestó Gabina.
Como la puerta estaba con llave, Blackraven la abrió de un puntapié. La esclava no se inmutó y permaneció sentada en su camastro con un pollito que se revolvía entre sus manos; tenía las patas atadas con una cinta roja, en tanto Cunegunda se disponía a atarle el pico.
—Suelta a ese animal, vieja bruja. ¡Ahora mismo!
Blackraven guió al pollito con la punta de la bota hacia el solado y cerró la puerta. El espacio se achicó. Él, sin moverse, paseó la mirada, estudiando los frascos, las hierbas secas y los talegos colgados en la pared. Cunegunda persistía en su mutismo, con la cabeza gacha y las manos juntas y apretadas. Le temía al amo Roger porque poseía una recia voluntad.
—Dame esa caja que asoma bajo tu yacija.
—¿Qué busca, amo Roger?
—¡Dame la caja!
Dio vuelta el contenido sobre el jergón: un sapo seco con la boca y los ojos cosidos, una lagartija con varias agujas clavadas en el lomo, atados de hierbas secas, unas caracolas, piedras de colores, trozos de tela, muñecas rellenas de paja con astillas incrustadas en distintas partes del cuerpo, de todo menos un frasco con cianuro, ni siquiera granos de calomel.
Descolgó los trastos de la pared y los echó en la cama. Cunegunda lloraba. Blackraven hizo un lío con la manta y llamó a gritos a Gabina.
—Mande, amo Roger.
—Enciende una hoguera en medio del patio y quema esto, ahora mismo. ¡Vamos, muchacha, no te quedes ahí mirando!
—¡No, amo Roger! —suplicó Cunegunda.
—¡Cállate, bruja! —y volvió a cerrar la puerta—. Si no quieres terminar quemada en la hoguera por practicar brujería, ¡empieza a hablar! Dime dónde ocultas el cianuro con que asesinaste a Valdez e Inclán.
Cunegunda experimentó un momento de terror; se hincó y elevó las manos como si invocase a Dios.
—¡Soy inocente!
—¡Inocente como el demonio, vieja mañosa! Habla, estoy perdiendo la paciencia. Dime dónde escondiste el cianuro. ¡Habla! —y, aferrándola por el brazo, la obligó a ponerse de pie.
Sabas abrió la puerta y se quedó pasmado. Su madre lloraba porque el amo Roger la sacudía con brutalidad.
—Si en esta casa alguien murió envenenado tú has tenido que ver con eso. Será mejor que me confieses la verdad a mí y no a los guardias del Cabildo; ellos tienen métodos tan disuasivos como dolorosos.
—¡Suéltela! —se atrevió a intervenir Sabas.
Blackraven se dio vuelta, le echó un vistazo siniestro y lo empujó fuera. Volvió a cerrar con el pie.
—Tú y tu hijo, ambos terminaréis en las mazmorras del Cabildo, pues de seguro habréis tramado esto juntos. Vamos, ahora mismo os llevaré para que enfrentéis a la autoridad.
El grito de Cunegunda fue desgarrador, tanto que Sabas se animó a entrar de nuevo. Su madre se había echado a los pies del amo Roger y, abrazándole las pantorrillas, le imploraba piedad.
—¡No he sido yo! —insistía, ahogada en llanto—. ¡Yo no envenené al amo Alcides!
—Dime quién ha sido entonces. Dímelo o tú y Sabas os pudriréis en prisión.
—¡La señora Enda! —dijo, y lanzó un grito estridente después de pronunciar la confesión—. Ha sido ella, la señora Enda, la tía de miss Melody —y se echó de cara al piso.
La revelación tuvo el efecto de un golpe para Blackraven. Primero sobrevino una gran confusión. Lo cegó el esplendor de un relámpago y volvió a ver a la mujer bajo el roble de Bella Esmeralda, empapada, con la vista fija en la ventana. Había algo maligno en esa mirada, algo poderoso y perverso que estremecía. Las derivaciones de la confesión de Cunegunda lo abrumaron. La esclava volvió a hablar en el modo sereno de quien no tiene nada que perder.
—La señora Enda tenía fama de envenenadora. Entonces, doña Bela le prometió decirle dónde hallar a miss Melody a cambio de que la ayudase a deshacerse de su esposo.
Bernabela dormía con placidez. La noche anterior había sentido la libertad después de muchos años; con su esposo bajo tierra y la certeza de que nada le faltaría, experimentaba una sensación de bienestar y seguridad que la llevaba a creerse invencible, y, aunque le faltaba lo que más deseaba, se repetía que Blackraven volvería a sus brazos tarde o temprano.
La despertó un estruendo y se incorporó dando un grito. Blackraven caminaba a trancos rápidos. Se alegró al verlo y estuvo a punto de estirar los brazos y llamarlo “querido” cuando advirtió el ceño que lo volvía ominoso. La boca se le secó y la palabra murió en su garganta. Sobre todo, la paralizó el silencio en que se movía hacia ella. Le quitó las sábanas de un jalón y la arrastró fuera de la cama a través del dormitorio hasta el tocador, donde le hundió la cabeza varias veces en la jofaina. La arrojó sobre una silla y le echó una toalla a la cara.
—Ahora que estás bien despierta, tú y yo sostendremos una larga conversación. Antes debes saber que acabo de estar con esa bruja negra que tienes por aliada. Resultó muy esclarecedora su confesión.
Se dio cuenta de que lo enfurecería si negaba la verdad. Cunegunda ya había hablado y volvería a hacerlo frente a la autoridad para salvar su pellejo, de eso no cabía duda; ni siquiera podía confiar en Diogo, que tampoco vacilaría en hundirla para sacar la cabeza fuera del agua. Repasó sus posibilidades y se dio cuenta de que estaba acorralada, de un modo u otro la muerte de su esposo la acusaba. Le contó todo, segura de que jamás la enviaría a prisión, ya fuera movido por un acto de piedad o por preservar su buen nombre tan asociado al de Valdez e Inclán.
—Supimos que miss Melody era de Capilla del Señor.
—¿Quién te dio esa información?
—Cunegunda la escuchó entre los esclavos.
—Isaura jamás le ha dicho a nadie de dónde es oriunda. Nadie lo sabía. ¡Dime cómo obtuviste esa información! —Le retorció el brazo y la hizo gritar.
—Del hermano de miss Melody —admitió—. Él no mostraba tanto prurito en hablar de su origen. Lo comentó frente a Sabas y éste se lo contó a Cunegunda.
Blackraven habría golpeado a su cuñado de tenerlo enfrente.
—Vamos, prosigue.
—Le pedí a Diogo que fuese a investigar porque tenía el pálpito de que había algo oculto en la vida de miss Melody, algo con lo que podría alejarte de ella. Diogo viajó y conoció a Enda Feelham. Primero, entre los pueblerinos, supo de su fama de excéntrica, incluso hubo quienes hablaron de que era una bruja y una hábil envenenadora. Cuando la conoció, ella se mostró muy interesada en saber cuál había sido el destino de su sobrina, pero Diogo nada le dijo. Apareció días después en Buenos Aires y se presentó en esta casa. Lo demás puedes imaginarlo. Yo tenía una información que Enda Feelham deseaba conocer; ella, por su parte, podía ayudarme a deshacerme del hombre a quien yo ya no toleraba.
—Podía ayudarte a matar dos pájaros de un tiro —apuntó Blackraven—. Isaura y Alcides. Con un golpe maestro, te deshacías de las dos personas que se interponían en tus planes.
—Sí —admitió Bela.
—Dime dónde se oculta Enda Feelham.
—No lo sé. Es la verdad. La vi por última vez hace tiempo, cuando me proveyó del veneno y me dio las explicaciones. Ya no volví a saber de ella.
Blackraven caminó por la estancia con la vista en el suelo.
—¿Qué harás conmigo? —se aventuró a preguntar Bela—. ¿Me enviarás a prisión?
—¿Y arruinar la reputación de tus hijas?
—¿Qué harás conmigo entonces? ¿Me perdonarás por los viejos tiempos?
Blackraven soltó una fría carcajada. Ella había escuchado que ese hombre podía ser despiadado —Alcides lo repetía a menudo—, pero no lo creyó sino hasta ese instante.
—¿Perdonarte? Podría haber entendido que desearas deshacerte de un esposo al cual te vendieron cuando eras poco mayor que la menor de tus hijas, un hombre viejo al que detestaste desde el primer momento; pero jamás entenderé ni, menos aún, perdonaré que causaras dolor a quien más amo en este mundo movida por un capricho. Pagarás caro tu osadía.
Bernabela se puso de pie en silencio y caminó hasta detenerse frente a Blackraven. Le sostuvo la mirada con aire desafiante, esperando la sentencia.
—Ingresarás en un convento de clausura donde vivirás hasta el día en que mueras. Diremos que así se lo juraste a Alcides en su lecho de muerte. Quizás en ese sitio enmiendes tu alma y expíes tus atrocidades.
—Te maldigo, Roger Blackraven, a ti y a tu descendencia, y pasaré los años que me restan de vida maldiciéndote.
Blackraven echó llave a la puerta y mandó encadenar el postigo de la ventana.