El día de la boda, Miora amaneció dando las últimas puntadas al vestido de Melody, una confección en brocado blanco cuyos lineamientos, trazados por madame Odile, iban de acuerdo con la moda de Versalles anterior a la Revolución, un estilo que subrayaba la cintura y levantaba los senos, con una basquiña prominente para abultar la falda y marcar los efectos de afinar y realzar. El escote llevaba un minucioso trabajo de bordado con perlas cultivadas que dibujaban una guirnalda de pequeñas rosas. En cuanto al tocado, Odile sujetó la cabellera de Melody al estilo madame Récamier y, con una pinza caliente, le acentuó los bucles en torno al rostro. Miora y Siloé confeccionaron una coronilla de flores de azahar que colocaron sobre la cabeza y la frente de Melody.
—Estás bellísima —dictaminó Odile—. El Emperador morirá de amor por ti.
—Ya muere, madame —apuntó Siloé—. Nunca se ha visto hombre más enamorado que mi amo Roger.
Desde muy temprano, el Retiro estaba movido, con esclavos que iban y venían, con órdenes vociferadas, charla continua, risas, tintineo de loza y cristalería, ruido de muebles corridos y aromas que se entremezclaban, el de la cera de abeja para lustrar la madera y el de la torta que se horneaba lejos, en la cocina. Blackraven se paseaba por las diversas estancias con aire de satisfacción; había dejado de lado las preocupaciones y ni siquiera el pensamiento que le destinó al duque de Guermeaux —era su cumpleaños— logró disgustarlo. En pocos meses, su padre se enteraría de la inconveniente boda de su único hijo, y la brecha que los separaba se ahondaría. Lo sabría por boca de su hermano menor, Bruce Blackraven, cuando recibiera la carta despachada el día anterior.
Se había acondicionado la sala de música para la ceremonia; después, un almuerzo para los pocos invitados; así lo había querido Isaura y él sólo pensaba en complacerla. Elisea había prometido tocar y cantar para animar el festejo. Una agitación similar a la de un niño a punto de recibir un regalo lo mantenía en movimiento, dando órdenes y marcando defectos. Estaba resultándole duro controlar la ansiedad por ver a la novia, que no abandonaría el dormitorio hasta que llegase el padre Mauro para casarla. Decidió montar a Black Jack para matar las horas.
No estaba preparado para la impresión que sufrió al verla. Confiado en su temple, no pensó que se le estrangularía la garganta y que los ojos se le enturbiarían. Le pareció una criatura exquisita y perfecta, envuelta en un brillo sobrenatural, un aura que se proyectaba de su piel diáfana y de su traje, sumiendo en penumbras el entorno, como en un juego de luces y sombras de un cuadro de Rembrandt.
Isaura guardaba más compostura que Roger, con una sonrisa plácida en los labios y las manos firmes sujetando el rosario de nácar y el brazo de su hermano Jimmy, mientras acortaba la distancia con el improvisado altar. Nunca desvió la mirada de la de Blackraven, ella quería que él leyera lo que estaba pensando, que lo amaba y que ponía su vida y la de Jimmy en sus manos.
La señorita Leonilda y Martín Joseph de Altolaguirre sirvieron de testigos y firmaron, junto con los novios, el libro parroquial donde quedó asentado el matrimonio. También presenciaron la ceremonia Béatrice, Luis XVII, doña Concepción, Elisea, Angelita y Víctor, pálido y serio. Madame Odile había preferido atestiguar la boda desde la puerta junto a Trinaghanta, Miora y Siloé, y rehusó compartir el almuerzo por temor a que algún invitado la conociera.
Sentada a la cabecera de la gran mesa, frente a Blackraven, Melody paseó la mirada por los comensales y le pareció que los acompañaba la gente correcta; si bien la intimidaban, tan circunspectos y cultos, intuía que eran buenas personas. Al señor Feliciano Chiclana, que desde hacía rato conversaba con el doctor Belgrano, y a su amigo Antonio Ezquerrenea los veía por primera vez, aunque en general no conocía a ninguno de los invitados en profundidad. Melody se preguntaba por qué Blackraven se rodeaba de estos hombres y no de vecinos como Álzaga, Sarratea, Basavilbaso y Santa Coloma, muy considerados en la sociedad de Buenos Aires. Por fortuna, los Valdez e Inclán habían rechazado la invitación excusándose en el estado convaleciente de don Alcides, que envió como obsequio un carrocín tirado por dos magníficos picazos, un presente suntuoso que al mismo Blackraven sorprendió.
Melody admiró la soltura y la seguridad de su esposo para conducirse con los invitados; ella se mantenía callada por temor a cometer una torpeza. Sabía que esos porteños la conocían como el Ángel Negro y que, a excepción de los Moreno, desaprobaban sus actividades. Las lavanderas le habían comentado que la noticia de la boda del conde de Stoneville era la hablilla del momento y que muchas de las señoras de buen ver soñaban con ser invitadas. Se enteró también de que el doctor Covarrubias había viajado a Colonia del Sacramento donde pasaría una temporada de acuerdo con el permiso solicitado a la Real Audiencia.
—Melody —dijo el padre Mauro—, aquí la señora Moreno está diciéndome algo muy interesante.
—¿De qué se trata, Lupe?
—Le decía al padre Mauro que resulta inaceptable el estado calamitoso de algunos esclavos que, por viejos o enfermos, son expulsados de sus casas y vagan por las calles de la ciudad como almas en pena. En ocasiones amanecen muertos sobre la acera y el Cabildo se limita a recogerlos (a veces, después de varios días, cuando el olor se vuelve insoportable) y a arrojarlos en la fosa común.
—Creí que los Barbones se ocupaban de ellos —interpuso el sacerdote en referencia a los betlemitas que regenteaban el único hospital de Buenos Aires; los llamaban “barbones” por su costumbre de dejarse largas las barbas.
—¡Es que no dan abasto, padre! —se quejó Guadalupe—. Imagínese que el hospital de Belén ha sido erigido para quince camas y hoy día atiende entre cien y ciento cincuenta.
—De allí su propuesta de abrir una casa que recoja a estos desvalidos —dedujo el padre Mauro.
—Entiendo que quizá mi idea suene un tanto descabellada.
—En absoluto, Lupe —declaró Melody—. Es, de hecho, una maravillosa idea, incluso se me ocurre que esa casa podría albergar a los recién manumitidos que no tienen dónde vivir, hasta que puedan proveerse por ellos mismos. ¡Sería de gran servicio para los africanos! —se entusiasmó—. ¿Cuándo empezamos a trabajar?
—Melody —se extrañó la esposa de Moreno—, ¿acaso no partirá usted en viaje de bodas hoy mismo?
Melody se ruborizó antes de admitir:
—Es cierto. Su excelencia planea pasar unos días en Colonia, incluso habla de llegar hasta San Felipe de Montevideo. —Se inclinó para susurrar—: Pero yo no quiero llegar tan lejos, no deseo pasar tanto tiempo lejos de mi hermano. —A Guadalupe le explicó—: Sufre del corazón y su estado es siempre muy precario.
—Melody —intervino el padre Mauro—, sabes que todos estaremos pendientes, que Jimmy gozará de los mejores cuidados.
—Lo sé. Todos sienten gran cariño por él y lo cuidan quizá mejor que yo. Ocurre que él no está acostumbrado a separarse de mí. Eso lo llena de ansiedad en desmedro de su salud.
El señor Désoite propuso un brindis en honor de los novios cuando el almuerzo llegaba a su fin. Después se congregaron en la sala de música donde Elisea tocó el piano y Melody cantó varias tonadas, algunas en gaélico.
Sabas se deslizó por el campamento de troperos moviendo la cabeza en señal de saludo hacia quienes levantaban el mate o la botella de chicha. Le había llegado el cuento de que Tomás Maguire y su amigo Pablo estaban de regreso, noticia que lo animó pues, con la desaparición de esos dos, había temido que la revuelta quedase en la nada.
Debía ganarse la confianza de ese par, de otro modo jamás se enteraría de los pormenores. No correría con la misma suerte de la vez anterior cuando, de casualidad, escuchó una conversación entre Pablo y Tomás acerca del ataque a la Real Compañía de Filipinas para sustraer los carimbos. Álzaga y Sarratea lo habían compensado bien en aquella ocasión; si conseguía la fecha y la hora del próximo atraco, le darían la suma faltante para comprar la libertad de su madre y la de él.
La carreta de Tommy y Pablo ocupaba el sitio de costumbre. Los encontró pelando unas liebres.
—Sabas —dijo Tommy, con alegría—. ¿Comes con nosotros, amigo?
—No, don Tomás, hoy tengo candombe. Se dice que habrá comida y bebida grati.
—¿Ah, sí? ¿Cómo es eso? ¿No nos invitas, pues?
—No creo que vuestra mercé quiera ir. —Tomás y Pablo le echaron un vistazo entre risueño e inquisidor—. Es en el Retiro —se explicó el esclavo—, hoy hay fiesta ahí, por la boda del Ángel Negro con el amo Roger. Se casorearon esta mañana.
Cada uno reaccionó de acuerdo con sus temperamentos, Tommy acuchilló a la liebre entre insultos y blasfemias, mientras Pablo, en silencio, caminó hacia el río.
—¡Maldito, maldito inglés! Se salió con la de él, el muy hijo-puta. ¡Me las va a pagar, maldito mal nacido!
—Dicen que miss Melody lo quiere —terció Sabas.
—¡No lo quiere! —se precipitó Tommy—. Una Maguire jamás querría a un sucio inglés. Se casó por su dinero, por la seguridad de tener a un hombre fuerte a su lado. Se casó con él por Jimmy, para que nada le falte.
—No sé, don Tomás —fingió Sabas—, me parece que a usté no le conviene andar en pica con su cuñado. Es un hombre muy rico y poderoso. Es amigo de los más importantes de la ciudad. ¡Imagínese que es amigo de don Álzaga!
—¿Qué sabes de Blackraven y Álzaga? ¿En qué andan esos dos?
—¿Quiere que le averigüe, don Tomás?
—Sí, hazlo.
Los invitados habían dejado el Retiro hacía más de una hora. En opinión de Blackraven, se había tratado de una apacible y cálida reunión, por cierto muy distinta de la rumbosa fiesta con motivo de su boda con Victoria Trewartha a la que asistieron los grandes aristócratas ingleses, incluido el príncipe de Gales. De aquella oportunidad recordaba el hastío después de tres jornadas de celebraciones y el desagrado que le provocaba a pocas horas de casado que su esposa se cambiase el atuendo tres veces por día. En ese momento, sólo pensaba en Isaura y en una anhelada soledad junto a ella.
Recorrió la propiedad con Sansón para verificar que los guardias se hallasen en sus posiciones, ya que desde la desaparición de Le Libertin se había vuelto obsesivo con la vigilancia del predio. Las búsquedas no arrojaban luz sobre el destino del agente francés y cada día que pasaba sin noticias lo enfrentaba a una decisión que no deseaba tomar: sacar a Luis XVII y a Madame Royale del Río de la Plata.
Antes de alcanzar el pórtico, divisó a los esclavos que llegaban para el festejo de la boda del Ángel Negro. Había accedido al pedido de Melody permitiéndole organizar una celebración para los africanos, con comida y bebida en abundancia, y candombe, de seguro, aunque estuviese prohibido. No sólo participarían los esclavos de la casa de Valdez e Inclán y los del Retiro sino también los de varias cofradías y naciones.
Entró en la casa y la buscó por todas partes, en las habitaciones de la planta baja, en el patio, en la sala de estudio y en su dormitorio, donde encontró a una esclava colocando ropa dentro de un bolso de cuero. La muchacha se quedó quieta al verlo asomarse a la puerta. Blackraven notó que el vestido de novia yacía extendido sobre la cama.
—¿Y la señora condesa? —preguntó, simulando su fastidio.
—En el cuarto patio, amo Roger, con los esclavos.
—¿Tú qué haces?
—Preparo la muda para miss Melody, digo, para la señora condesa, para su viaje.
—¿Ya ordenó la señora condesa que traspasaran el resto de sus cosas a mi cuarto? —La muchacha negó con la cabeza—. Pues hazlo —ordenó Blackraven— y prepara la recámara contigua a la mía para el niño Jimmy.
Cerca de la parte trasera lo alcanzaron los primeros retumbos de tambor: el candombe había empezado. En la cocina, Siloé, secundada por Miora y un grupo de esclavas, se ocupaba de servir la comida para el festejo. Aunque los del Retiro, incluso los de la casa de la calle Santiago, estaban habituados a comer bien, los esclavos de las otras cofradías y naciones se sorprenderían al saborear manjares con pollo, carne y verduras que sólo los blancos se llevaban a la boca. La negra lucía entusiasmada llenando las cazuelas de barro.
—Por esta noche, nada de morcilla ni mondongo ni achuras —le dijo a Blackraven al verlo aparecer en la cocina—. Gracias, amo Roger.
—Agradécele a tu Ángel Negro —apuntó él, con ironía, y sonrió—. ¿Dónde está ella?
—Afuera, amo, con nuestra gente.
El cuarto patio y las barracas habían sido tomados por asalto, y a Blackraven le pareció que toda la negrada porteña se había dado cita esa noche para festejar su boda. El repique constante de los tamboriles y los platillos se entremezclaba con los cánticos en extrañas lenguas. Los destellos de las antorchas y de la fogata teñían la piel de los esclavos con una tonalidad untuosa y dorada. Descalzos y sucios, algunos llevaban viejos fraques y ropas de sus amos, incluso guantes blancos y chisteras, como en un intento por asemejarse a esa casta tan por encima de ellos, aunque un observador más incisivo habría descubierto cierta burla e ironía en el despliegue, como una falta de respeto subyacente que de algún modo les permitía expresar su resentimiento a quienes les habían quitado la libertad. Las mujeres lucían sus cabezas envueltas en coloridos pañuelos que armonizaban con los largos collares de cuentas sobre los escotes.
La vio enseguida. Isaura se destacaba como una perla sobre un lienzo negro, con su rojiza cabellera suelta y el brillo turquesa de sus ojos. Vestía una saya de basto género azul y una ajustada pelliza blanca. Su hermosura le robó el aliento. Era la reina del candombe sentada en el trono de la Cofradía de San Baltasar, con cetro y corona, presidiendo la entronización de la imagen del santo antes de comenzar la danza. Sonreía y se inclinaba sobre Papá Justicia, de pie junto al trono, para hacerle algún comentario.
No quería que lo vieran, sabía que, en tal caso, la turba se acallaría y todo el encanto se desvanecería. Se ocultó en las penumbras, su levita negra lo ayudaba a mimetizarse en la oscuridad del entorno.
Finalizada la entronización, se formaron dos hileras, una de varones y otra de mujeres, para iniciar la primera etapa del candombe conocida como “calle y ombligada”, la hilera de las mujeres encabezada por una esclava vieja y entrada en carnes, llamada Abuela Negra, y la de los varones, por Papá Justicia, que haría de bastonero o escobero, es decir, marcaría el paso con su bastón serpenteante con manija giratoria para revolearlo en el aire.
Papá Justicia, previa reverencia, ofreció su mano a Melody para escoltarla hasta la hilera de mujeres; con él compartiría el baile. Blackraven se dio cuenta de que no era la primera vez que Melody participaba en ese tipo de festejo pues se conducía con seguridad. Volvieron a sonar los tambores y otros instrumentos caseros, como la quijada de un burro que se frotaba con otro hueso y el birimbao, una herradura con lengüeta la cual se hacía vibrar con un dedo; el negro lo ejecutaba con maestría y, como lo sujetaba entre los dientes, la melodía cambiaba dependiendo de cómo abriese la boca. Los cánticos parecían aúllos que soliviantaban los pasos de la danza. Los bailarines, al frenesí de los tambores, avanzaban y retrocedían después de un fugaz contacto de vientres. Agitaban las cabezas, sacudían los hombros y movían las caderas, mientras con los pies dibujaban coordinadas figuras. Resultaba asombrosa la agilidad de Papá Justicia en su rol de bastonero; mantenía en constante movimiento el taparrabos que le cubría los pantalones.
Melody se levantaba el ruedo de la saya para mover los pies con libertad; echaba los hombros hacia delante y los agitaba; sus pechos se sacudían dentro del precario confinamiento de la pelliza en sintonía con el resto de su cuerpo, que se ondulaba como cuando él le hacía el amor. Sintió rabia, celos y deseo. La abstinencia a la que Melody lo había sometido antes de la boda se tornaba insoportable.
Divisó a Anita, la mulequilla de Béatrice, que dejaba la cocina en dirección al baile. Le chistó, y la niña dio un grito al descubrir el brillo de sus ojos en la oscuridad.
—¡Calla, niña! —se enfadó entre dientes—. Soy tu amo, ven aquí. —La pequeña avanzó con desconfianza—. Ve y dile a miss Melody que Fuoco se ha echado y que luce muy enfermo. No le digas que yo te mando.
La niña corrió hacia el candombe y se deslizó entre las filas de bailarines.
—Miss Melody —la llamó—, Fuoco se ha echado y luce muy enfermo.
Debería haberle extrañado que hubiese luz dentro del establo, pero Melody sólo pensaba en su caballo.
—Cierra el portón y pon la traba —escuchó.
Era la voz de Blackraven.
—Tu caballo está bien —dijo, y se materializó en el centro del establo donde brillaba el fanal—. Te he atraído hasta mí con un engaño.
Melody hizo como se le ordenaba, percibiendo la urgencia y el deseo de Blackraven crecer en torno a ella, acorralarla. Se apoyó en los tablones de la puerta, estremecida y sudada, mientras él se aproximaba. A un palmo de distancia, Blackraven se detuvo y le clavó una mirada ardiente que hablaba del enojo y de la excitación que alteraban su carácter. Él vio cómo la sangre le pulsaba en el hueco de la garganta y se dio cuenta de que estaba atemorizada. Le pasó un dedo por la curva de la mejilla.
—¿Qué haré para que me obedezcas? ¿Acaso tendré que atarte a mí?
—Me mandaron llamar —se justificó Melody deprisa—, querían felicitarme, a ti también querían felicitarte. Tú no estabas, no te hallaba por ningún lado. Traté de…
—Calla —le ordenó, y se reclinó sobre ella, pasándole una mano por el trasero, apretándola contra su erección—. Mira cómo me has puesto, mira lo que has logrado con sólo verte bailar.
La sensualidad de Blackraven le hizo olvidar los festejos que tenían lugar afuera, el temor a su enojo y el sitio inadecuado en que se hallaban. En puntas de pie, le pasó las manos por la nuca y lo atrajo a sus labios con una codicia que a él le arrancó un gruñido de placer.
—¿Qué voy a hacer contigo que me abandonas en nuestra noche de bodas? ¿Están los esclavos antes que tu esposo?
El corazón de Melody tenía muchas palabras que pronunciar, todas las que había pensado a lo largo de ese día, pero su boca se empeñaba en callar. Era con su cuerpo que podía expresarse, refregándose contra el de él, su lengua buscándolo, los dedos enredados en sus cabellos, apretándolo contra sus labios.
Celoso y herido en su amor propio, Blackraven la apartó para exigirle:
—¡Dime que me deseas tanto como yo a ti!
—Sí, sí, te deseo. Te deseo tanto —le confesó en un arrebato—. Te deseo de día y de noche, cada vez que pienso en ti. Siempre. ¡Tómame, Roger!
La llevó en brazos hasta el montículo de paja y, en tanto se quitaba la ropa, advirtió que Melody se levantaba la saya, doblaba las rodillas y separaba las piernas.
—Mírame —la escuchó decir con esa voz grave, la que ella usaba para susurrarle después del orgasmo.
Melody se quitó los calzones y comenzó a acariciarse donde Blackraven le había enseñado. Sus dedos desaparecieron en la húmeda calidez de su vagina, provocándole una fugaz descarga de placer que le hizo apretar los ojos y morderse el labio. Él vio cómo sus pezones se endurecían y elevaban el fino algodón de la pelliza. Se inclinó sobre ella y le sujetó la mano.
—No —expresó, con brutalidad, apretándole los dedos—. Ni siquiera soporto que tú misma te proporciones placer. Sólo yo, ¿entiendes?, sólo yo puedo dártelo.
—Entonces hazlo.
Blackraven se arrodilló delante de ella y le pasó las manos por las piernas dejándole marcas coloradas. Melody respiraba agitadamente, sus senos parecían desbordar a cada inspiración. Él, con actitud hambrienta, tiró del escote hasta desnudarlos. Sin apartar la mirada de la de ella, abrió la mano y le pasó varias veces la palma callosa sobre un pezón. La piel engrosada y dura de esa mano sobre la delicadeza del pezón estremeció a Melody, que se movió para ofrecerle el otro. Blackraven siguió tocándola y dándole gusto porque nunca tenía suficiente de sus gestos de excitación y de sus jadeos. Apoyó ambas manos a los costados de la cabeza de Melody, se inclinó sobre uno de sus senos y lo mordisqueó apenas. Ella respondió de inmediato, gimiendo, arqueándose, tomándolo por la cabeza, atrayéndola a ella, envolviéndolo con las piernas.
Los animales se inquietaron en los corrales, los caballos resoplaron y piafaron, los tambores y los cánticos africanos siguieron sonando en el exterior, pero ni Roger ni Melody escucharon. Se entregaban a esa pasión ingobernable que los aislaba de la realidad exterior.
Blackraven aplacó su desenfreno y la penetró con suavidad buscando prolongar el encuentro y saborear cada instante dentro de ella. Recordarla así para siempre, joven y fresca, vestida como plebeya, gimiendo sobre el almiar de un establo, sería para él una imagen que lo acompañaría hasta su muerte.
—Oh, Dios, ya eres mi esposa —jadeó en inglés, como solía hacer mientras la amaba, con voz enronquecida—. No sabes lo que eso significa para mí. Eres mía, Isaura.
—Y tú, mi esposo, mi todo.
“Mi todo”, repitió Blackraven, sintiéndose poderoso por el hecho de ser amado por esa mujer, y no le importó que Isaura amara a muchos otros, siendo que él sólo tenía corazón para ella, porque, en definitiva, él la amaba porque ella era así, distinta y desconcertante.
Sus ojos no la abandonaron; él la incitaba tratando de perpetuar el goce, deteniéndose cuando su miembro amenazaba explotar dentro de ella; siempre había algo de dolor involucrado en ese acto, para Isaura también. Se retiró y la puso boca abajo. Ella se dejaba mover con docilidad; su confianza ciega lo complacía como nada, le confería el dominio que tanto le gustaba desplegar en relación con ella. Que Isaura fuera débil y dependiente, y él, su hombre, fuerte y autoritario.
Melody sentía la paja rasparle los pezones, y los labios y dientes de Roger vagar por la cara interna de sus muslos. Él le separó las nalgas, le pasó la mano y le refregó el miembro erecto. Melody tembló de excitación y gimió cuando se dio cuenta de que él la acariciaba con la lengua. Abrió un poco las piernas, incitándolo, y, echando el brazo hacia atrás, tanteó a ciegas hasta aferrar su miembro duro y grueso. Blackraven se estremeció al tiempo que profería un quejido gutural, como el lamento de una bestia, y a Melody se le puso la piel de gallina.
—¡No me toques! —le suplicó él.
La levantó por las caderas y la obligó a ponerse a gatas; él se alzaba de rodillas detrás de ella. Nunca la había poseído de aquella manera, “como la de los animales”, pensó, y se apretó contra su erección para provocarlo. Sintió las manos de él en sus nalgas y en la parte más fina de su cintura y supo que la tomaría con salvaje pasión.
Roger se sujetó el pene para guiar la penetración con un impulso enérgico, que a Melody le provocó una corriente fría en la espalda y en el vientre. Se meneó para acomodarlo dentro, para recibirlo más profundamente, y, ante aquel movimiento, él hundió los dedos en su carne y comenzó a pronunciar las embestidas hasta volverlas violentas y rápidas. Antes de que el orgasmo lo devastara, pegó el torso a la espalda de Melody y se llenó las manos con sus pechos, gritando el nombre de ella.
Los cantos ululantes de los africanos y el redoblar de los tambores ocultaron los roncos gemidos de Blackraven. Melody nunca lo había escuchado gozar de aquel modo y le parecía que nunca acabaría de empujarla y de gritar. Por fin, ambos se derrumbaron sobre la paja.
—Te amo tanto —lo escuchó decir.
Blackraven rodó sobre el almiar arrastrándola con él hasta ubicarla sobre su torso. Melody lo contempló pasándole la mano por la cara aún contraída en una mueca de dolor y placer. De repente exhausta, apoyó la cabeza bajo el mentón de él y cerró los ojos.
—¡Qué noche de bodas tan peculiar! —manifestó Blackraven—. El conde y la condesa de Stoneville haciendo el amor en un establo, sobre un montículo de paja.
—Pues a mí me ha parecido que el conde de Stoneville se lo ha pasado de maravilla en este establo, sobre este montículo de paja.
Blackraven se incorporó y la acunó en sus brazos.
—Es su condesa todo lo que el conde de Stoneville necesita. Vamos a nuestro cuarto, no he terminado contigo esta noche.
Sabas no bailaba el candombe porque lo hacía mal y se burlaban de él. Le gustaba mirar. Por unas cuartillas le había comprado una botella de chicha a un tropero y, mientras contemplaba el espectáculo, se dedicaba a beber. También pensaba en muchas cosas, en la niña Elisea, dormida en alguna habitación de esa casa, en Servando, que candombeaba cerca, en cómo se ganaría la confianza de Tomás Maguire y en la misión que le había encomendado.
Servando hizo una reverencia a su compañera de baile y la entregó a otro esclavo. Se quitó la golilla y se enjugó el sudor de la cara y del cuello. Sonriente, se quedó mirando el baile siguiendo el ritmo con un pie. Después, caminó hacia atrás, con actitud vigilante, hasta que las antorchas dejaron de alumbrarlo. Sabas se puso de pie y lo siguió.
Servando abrió la puerta de la torre y se escabulló dentro. Debió de subir corriendo ya que, cuando Sabas se paró al pie de la escalera y miró hacia arriba, no lo vio. El ruido del festejo ayudó a amortiguar el crujido de los escalones en tanto subía. Se llevó una desilusión al comprobar que la puerta de acceso al campanario tenía llave. Acercó el oído, pero los tambores y los cánticos le impidieron escuchar. Regresó a la planta baja y se escondió tras un parterre de azaleas.
La urgencia con que los acometía el deseo les impedía hablar, se desvestían el uno al otro y se amaban sobre el jergón de paja hasta que, saciados, compartían largos diálogos. A pesar de que hacía semanas que se encontraban todos los días, el ardor no menguaba. Servando estaba maravillado y sorprendido.
—Escucha lo que leí en el libro de Petrarca que me diste ayer —y le recitó de memoria—: “¿Es que quizá proyectas tus empresas para largos años venideros? Oh, ciegos, dejamos grandes proyectos para después de la muerte. Pues, conociendo como conoces el rápido curso de ésta, nuestra vida, ¿puedes entretejer largas esperanzas y confiar algo en el tiempo futuro? ¿o es que acaso voy a hacerlo cuando sea polvo, cuando un buitre ávido de sangre me devore los miembros y asquerosos gusanos desgarren mis entrañas? Ahora más bien, ahora es el momento, mientras puedas mover los miembros y frenar tu espíritu y mientras tengas libertad (la mejor de todas las cosas) y vida, cosas ambas que te pueden desaparecer en un momento”. La libertad —repitió Servando—, la mejor de todas las cosas.
—No me gusta lo que acabas de recitar —dijo Elisea—, lo haces como si con esas palabras justificaras alguna idea con la cual, sospecho, no estaría de acuerdo. Desde hace días tengo un mal presentimiento y vivo angustiada. Siento que estás por llevar a cabo una empresa a la que yo me opondría, de seguro. Te noto misterioso. Sé que algo me ocultas. ¿Qué es, Servando?
El yolof se puso de pie y se calzó los pantalones.
—Así como soy, un miserable esclavo, tú y yo jamás tendremos oportunidad de estar juntos a la luz. Siempre deberemos ocultarnos como criminales. Debo luchar por recuperar mi libertad, Elisea. Debo luchar para que los tuyos admitan que yo también soy un hombre.
—¡Servando, me asustas! ¿A qué te refieres con “luchar”? No me gusta tu mirada, hay algo que me ocultas. ¡Dímelo! Por amor de Dios, ¿en qué andas? ¡Me moriría si algo te ocurriese!
Servando la sujetó por los hombros, la acercó a su rostro y la contempló con una mueca de rabia antes de decir:
—Esto que hay entre tú y yo está condenado a morir. —Elisea se echó a llorar—. No tenemos futuro, y lo sabes. Debemos enfrentar ese destino o hacer algo para cambiarlo. Y yo estoy dispuesto a cambiarlo, porque no quiero perderte.
—¿Qué harás? —preguntó Elisea, desesperada—. No quiero que hagas lo que quieres hacer. Sé que tu vida correrá peligro. Lo sé, puedo sentirlo.
—¡Tengo que hacerlo! Por favor, Elisea, compréndeme.
—¡No, no! —se empecinó la joven—. No quiero que me dejes, no ahora que voy a darte un hijo.
Se quedó callado, sin aliento, aunque la noticia no debería haberlo tomado por sorpresa después de las incontables tardes de pasión en el campanario. Elisea lo contemplaba con expectación esperando una frase que les cambiara la vida o los sacara del embrollo. Él tuvo miedo y sólo atinó a abrazarla.
No los distinguió apenas salieron de la torre del campanario, pasó un momento hasta que sus ojos se habituaran a la media luz; entonces los reconoció, a Servando y a la niña Elisea. La impresión lo echó hacia atrás, y por poco cae de espaldas. Se sostuvo con su cayado y permaneció quieto hasta recobrar el equilibrio. Habría jurado por la vida de su madre que el yolof se revolcaba con alguna de las esclavas de lo de Valdez e Inclán, con Visitación, por ejemplo, una de sus favoritas en el pasado. Jamás habría imaginado que la señorita Elisea fuese tan osada para aventurarse a esas horas de la noche.
Su asombro se convirtió en cólera, si bien no salieron de su boca los insultos que profería en su interior en contra de Servando, de la niña Elisea y de medio mundo. Los siguió y los vio despedirse cerca del cuarto patio. Servando no volvió a la fiesta, caminó hacia la barraca mientras la niña Elisea se deslizaba por el costado para entrar por la sala de música. Arrojó la botella vacía de chicha y la asaltó por detrás. Cayeron al suelo. Elisea gritó y se retorció como una gata hasta que Sabas le tapó la boca con una mano.
—Ahora es justo que me toque a mí.
Elisea abrió los ojos con desmesura y se movió bajo el peso de Sabas con desesperación. El esclavo le liberó la boca para levantarle la falda, y, aunque Elisea clamó hasta desgañitarse, el rugir de los tambores tragó sus alaridos y súplicas.