Después del desayuno, Blackraven le indicó a Béatrice que deseaba hablar con ella a solas. La mujer apenas asintió, impartió algunas órdenes a las esclavas y lo siguió con aire de gran dignidad. Melody observó que lucía trasnochada, los bonitos ojos celestes enmarcados por círculos violeta. Ella, que tampoco había dormido mucho, se sentía plena y vital, y deseaba volver a sus actividades.
—Pasa, Marie —indicó Blackraven—. Luces cansada. ¿No has dormido bien?
—Hacía demasiado calor —se justificó.
—Ayer desapareciste de la tertulia. Después te mandé llamar —dijo, con tono de reproche—. Necesitaba hablar contigo.
—¿No te explicó Trinaghanta que ya estaba en cama, con una terrible jaqueca?
Blackraven asintió y le indicó el sofá. Se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros.
—¿Cuándo has dejado de confiar en mí, Marie?
—¿De qué hablas, Roger?
—Hablo de que algo te perturba e inquieta, y tú demoras en decírmelo. ¿O quizá tu intención es ocultármelo?
Béatrice bajó la cabeza y negó.
—Pensaba decírtelo hoy mismo. Roger, querido, has encontrado a mi hermano. Has encontrado a Luis XVII, rey de la Francia.
A ojos vistas se notaba la conmoción de Blackraven. Aunque había esperado ese momento —albergaba pocas dudas respecto de la identidad del joven Désoite—, la confirmación de su prima Marie implicaba la culminación exitosa de un proceso comenzado años atrás cuando, de algún modo, recuperar a sus primos, más allá de la política y de los intereses de la Corona Británica, significaba recuperar parte de su pasado.
—¿Estás segura?
—Absolutamente. Creo que tú también lo has estado todo este tiempo.
—Sabes que cuando me separaron de vuestro lado —le recordó Blackraven— Luis Carlos ni siquiera había nacido. Sólo contaba con tus memorias, necesitaba tu confirmación.
—La tienes, querido. Hemos recuperado a Luis Carlos.
Se abrazaron en silencio.
—Marie —dijo Blackraven—, debes perdonarme por haberte ocultado mis sospechas acerca de la verdadera identidad de Désoite. Entenderás que no quería influenciarte. Eras la única en quien podía confiar.
—Lo entiendo, Roger. No tienes que pedirme perdón. Tú no, querido, que eres nuestro salvador, el mío y el de Luis. —Le acarició la mejilla experimentando la misma sensación de abandono y celos del día anterior—. ¿Cómo diste con él? ¿Cómo sospechaste que Désoite era mi hermano?
—Ah, Marie, es una larga historia llena de escollos, de idas y vueltas, de malentendidos, de impostores, de decepciones y traiciones. Pero un meticuloso trabajo de inteligencia fue achicando el cerco en torno a Désoite, el verdadero Luis. ¿Y tú, cómo has sabido que Désoite era tu hermano?
—Recordarás que apenas lo vi sufrí una fuerte impresión. Llámalo instinto, no sé, una voz interior me susurró que yo había visto esos ojos celestes y esos rizos rubios en otro tiempo. Me tomé varios días para conocerlo, para ganarme su confianza y conseguir que me contase de su pasado y de su persona. Le gusta dibujar, habilidad que ha tenido desde niño. Su carácter benévolo y alegre no ha cambiado con el tiempo, al igual que su salud y su apetito. La marca que tiene en su brazo izquierdo, una marca de nacimiento similar a una flor de lis, me confirmó que estaba frente a mi hermano perdido. Ayer, durante la tertulia, me encontraba de un ánimo peculiar y juzgué propicio revelarle que conocía su verdadera identidad.
—¿Cuál ha sido la reacción de Luis?
—Ha sufrido una fuerte impresión. Jamás esperó reunirse conmigo. Al confrontarlo, lo sometí a la prueba final. Le mostré esto. —Abrió la mano y le enseñó la miniatura de María Antonieta—. Enseguida le pregunté si recordaba el secreto que esta miniatura guardaba. Él, sin dudarlo, la dio vuelta, accionó este mecanismo y la abrió.
—¿A quiénes pertenecen? —se interesó Blackraven al ver los tres mechones.
—A mis hermanos y a mí. Mi madre jamás se separaba de esta miniatura. La llevaba prendida a su justillo, siempre. El día en que la condujeron a otra celda, el día en que la alejaron de tía Elizabeth y de mí en el Temple, cuando comenzó aquel infame proceso que culminó con su ejecución, ella me la entregó. Yo la he conservado como mi bien más preciado.
—Entiendo.
Guardaron silencio mientras contemplaban el pequeño retrato. Blackraven también pensaba en su madre y en cuánto había anhelado, durante los oscuros años de su infancia y su primera juventud, tener una imagen de ella. El dolor había dejado una honda marca en su corazón y en su carácter.
—Dime, Roger, ¿por qué tardaste tanto tiempo en traer a Luis a esta casa?
—Luis necesitaba habituarse a su nuevo destino. Además, yo consideraba que el momento no era adecuado. Al llegar a Buenos Aires, la situación difería ostensiblemente de lo que yo esperaba encontrar. Isaura y tú habían tomado las riendas y se habían rebelado contra mis indicaciones. Además, necesitaba tener la certeza de que Buenos Aires fuera una plaza segura para tu hermano.
—¿Lo es?
Blackraven hizo un gesto elocuente con las cejas y la boca, y Béatrice se llenó de miedo.
—Sí, creo que sí —le mintió para tranquilizarla—. ¿Has comentado con alguien acerca de la verdadera identidad de Désoite? —Béatrice negó con la cabeza—. Debes ser cauta, Marie, y proseguir con la farsa de que Luis es Désoite, un amigo mío.
—Ya veo —susurró, y no se atrevió a mencionar que esa tarde, después de misa, planeaba hablar con William Traver, que no había querido escucharla la tarde anterior.
—¿Qué futuro le aguarda a mi hermano, Roger? ¿Qué puede esperar de la vida?
—Eso depende de él. Si es su anhelo más vivo recuperar el trono de la Francia lo ayudaré, al igual que un grupo de monárquicos franceses y políticos ingleses interesados en restaurar a tu familia. No será fácil. Me atrevo a decir que será una lucha encarnizada que no sólo deberemos entablar con el actual emperador sino con tu tío, el conde de Provence, que echará mano a cualquier treta para que tu hermano no salga a la luz. Debes saber que él aspira a convertirse en Luis XVIII.
—¡Arpía! Él y el traidor de Felipe Igualdad. —Béatrice se refería al primo de su padre, el duque d’Orléans, llamado Felipe Igualdad por los revolucionarios, quien en 1793 había votado por la ejecución de Luis XVI—. Mi madre solía advertir a mi padre acerca de la verdadera índole de esas dos escorias. Pero él era demasiado benévolo y nunca los puso en su sitio.
—¿Sería de tu agrado que tú y tu hermano recuperasen el lugar que les corresponde como Borbones de la Francia? —Ella sacudió los hombros, con algo de resentimiento en el ademán—. Debes saber, Marie, que Luis Carlos ha padecido mucho. Esos sufrimientos han moldeado su temperamento hasta llevarlo a pensar que él no es digno de ocupar el sitio que dejó tu padre.
Béatrice se cubrió el rostro y dejó escapar el llanto.
—¡Pobre hermano mío! ¿A qué crueldades lo han sometido? ¿Qué padecimientos ha sufrido? ¡Era tan pequeño y ya soportaba toda clase de maltratos!
—Con el tiempo —la consoló Blackraven— irá olvidando. Tú lo ayudarás. Por el momento, se quedará aquí con nosotros, en el Retiro, disfrutando de esta vida que parece agradarle. Mis hombres lo custodiarán como hasta ahora y ningún mal caerá sobre él.
—¿Crees que alguien atente contra su vida?
—No lo descarto, Marie. Como te dije, hay muchos interesados en que tu hermano no vuelva a aparecer. Al igual que yo contrataba gente para encontrarlo y protegerlo, otros contratarán gente para matarlo. —Béatrice se llevó la mano a la garganta y puso cara de espanto—. Marie, cálmate. Si te hablo con sinceridad es porque creo que eres demasiado inteligente para engañarte con mentiras piadosas. De todos modos, es mi deseo que no te inquietes por la seguridad de Luis. Mis hombres, como ya te dije, lo protegen día y noche.
—Gracias, querido —y lo besó en la mejilla.
Blackraven decidió marchar hacia Buenos Aires sin despedirse de Melody; si lo hacía, terminaría llevándosela a la cama, olvidando las obligaciones en la ciudad. Le habló a Somar antes de partir.
—Necesito ver a Justicia una de estas noches, aquí, en el cuarto patio, a la hora de costumbre. —El turco asintió—. ¿Qué hay con Milton y Shackle? —Blackraven preguntaba por los marineros que custodiaban a Luis.
—Se turnan para la vigilancia.
—Quiero que envíes mensaje a la Ensenada de Barragán. Necesitaré algunos de mis hombres aquí, la mayor cantidad de la cual el contramaestre pueda prescindir. Este lugar es inmenso y debemos redoblar la custodia. ¿Dónde está Isaura?
—En la sala de estudio, con los niños y Luis.
—Dile que regresaré por la tarde.
Al llegar a Buenos Aires, Blackraven se dirigió a casa de su socio, Alcides Valdez e Inclán. Lo encontró guardando cama.
—O’Gorman —dijo Alcides en referencia a su médico— asegura que se trata de una indigestión debido a lo que comí y bebí ayer en el Retiro.
Blackraven asintió y le informó que iría a visitar las obras de la curtiembre.
—Si tengo tiempo antes de partir hacia el Retiro —añadió—, volveré para comentarte los avances. Quiero que envíes a Diogo a casa de Warnes para finiquitar la compra de esa familia de esclavos de la que te hablé ayer. Deberá llevarlos a la casa de San José. Ahora me marcho.
Al cerrarse la puerta tras Blackraven, Alcides se echó sobre las almohadas y lanzó una maldición. Debía admitir que, en los años que llevaban juntos, su socio se había equivocado sólo una vez: la noche en que se metió con su mujer.
Bela aguardaba a Blackraven en la sala. Le sonrió y enseguida le acarició las solapas de la chaqueta. Intentó besarlo, pero él apartó la cara.
—¿Cuándo me devolverás a mi hija mayor y a mi hermana?
—¿No preguntas por tu hija menor? Ella también es invitada en el Retiro.
—No. Quiero saber de Elisea y de Leonilda.
Blackraven sacudió los hombros.
—Ellas son libres de dejar el Retiro cuando deseen, aunque saben que pueden quedarse el tiempo que gusten. Entiendo que a Elisea le sienta el aire puro del campo. La ayuda en su convalecencia.
—¿No interfieren en tu asuntillo con la institutriz?
La apartó para seguir su derrotero. Bela caminó a su lado hasta la puerta principal.
—Magnífico aderezo el que lució miss Melody ayer en la tertulia, aunque lo considero demasiado para una simplona como ella. A mí nunca me hiciste un regalo tan costoso, querido.
—Eso es porque nunca pensé desposarte. Buenas tardes, Bela —y salió a la calle.
—Eso está por verse —dijo la mujer en voz baja.
Escuchó los inconfundibles pasos de Cunegunda y, sin volverse, le ordenó:
—Dile a Sabas que lo siga. Quiero conocer todos sus movimientos.
Blackraven cabalgó por la calle Larga, la que conducía a la zona de las barracas, a orillas del Riachuelo, donde se hallaba su nueva curtiembre. Debido a las demoras, se habían contratado más alarifes, y el lugar era un gentío. Intercambió impresiones con el sobrestante y lo convocó para el día siguiente en la casa de San José. Le apremiaba iniciar la remozada. Después de la boda y apenas se sufrieran los primeros fríos invernales, dejarían el Retiro y se instalarían en la ciudad. Hacía días que estudiaba la conveniencia de pasar todo el año en el Río de la Plata, no sólo para evitar un desarraigo prematuro a Melody y a Jimmy, sino por sus negocios e intereses. El asunto de Luis XVII se sumaba a las circunstancias que lo empujaban a tomar esa decisión tan inusual. Él era, sobre todo, un corsario, y como tal nunca se demoraba mucho tiempo en el mismo puerto.
Cerca de las dos de la tarde, almorzó en casa de Manuel Belgrano, frente al convento de los dominicos. Los miembros varones de la familia Belgrano Peri pertenecían a la Tercera Orden de Santo Domingo y exigían en sus testamentos ser enterrados con el hábito de la misma.
Al igual que en las demás colonias españolas, en Buenos Aires el catolicismo se respiraba por doquier y, con sus fiestas y conmemoraciones, pautaba la vida de los porteños a la par de las estaciones. Las mujeres oían misa a diario, la del mediodía, ya que la de las seis de la mañana era para las clases bajas y los esclavos, y dedicaban gran parte de la jornada a las distintas plegarias, a tono con las campanadas de los conventos que marcaban las horas canónicas: maitines y laudes, a los que seguían las horas menores —la prima, la tercia y la sexta—, a continuación el Ángelus, la nona, las vísperas, las completas y el toque de ánimas, por las almas del Purgatorio. Las campanas sonaban también para anunciar los funerales de algún renombrado miembro del clero, y en caso de incendio o de invasión. Aunque en un principio el carillón componía un agradable atractivo, con el tiempo hasta llegaba a fastidiar.
Blackraven se decía que, de acuerdo con la devoción cristiana de los porteños, Buenos Aires debería de haber sido ejemplo de moralidad y buena conducta, lo que se daba de bruces con la mordacidad que usaban para referirse a Isaura, que sólo deseaba ayudar a los más débiles. La paradoja era burda.
Ese mediodía, a la mesa de los Belgrano, también se sentaron los Rodríguez Peña, el dueño del Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, Hipólito Vieytes, y el infaltable Juan José Castelli. En tanto duró el almuerzo, con platos que iban desde el conejo, la carne vacuna, hasta una variedad de peces de río, acompañados con vinos cuyanos, no mencionaron las intenciones independentistas; comentaron sobre la tertulia del día anterior y, casi al final, sobre el desbaratamiento de un grupo de franceses con tendencias jacobinas que conspiraba contra la autoridad española. A Blackraven la palabra “desbaratamiento” le sonó ostentosa y, a pesar de que cada comensal narraba una versión distinta, simuló desconocimiento y se limitó a escuchar.
Después del almuerzo, ya en la sala, mientras fumaban y bebían bajativos, fueron al grano. La creación de una milicia se presentaba como una acción primordial en el plan para expulsar a los españoles del Plata.
—Conformar un ejército se convertirá en una empresa titánica —se desalentó Nicolás Rodríguez Peña, que pensaba en cuántos pesos debería desembolsar para financiarlo.
—Si bien no será tarea fácil —coincidió Blackraven—, creo que las circunstancias no pueden ser más favorables para encararlo en este momento cuando la España sufre una de sus crisis económicas más profundas en siglos y no envía ni un real para sostener a sus ejércitos coloniales. No es un secreto que Sobremonte se siente inquieto ante la falta de armamento y soldados disciplinados.
—No implicará una gran batalla deshacerse del virrey —apuntó Belgrano—. Con una pequeña milicia lo lograríamos. De todos modos —prosiguió—, desde la génesis de esta revolución debemos crear un brazo militar fuerte y numeroso ya que la reacción del rey podría ser violenta. Quizás una revolución lo sacuda del letargo en que se encuentra y decida desplegar todas sus fuerzas.
—Es una buena visión —admitió Blackraven—, aunque dudo que ése sea el caso. Los conflictos intestinos de la corte española lo mantendrán ocupado y no reparará en un levantamiento. Por ahora, Carlos IV debe lidiar con Godoy y el Príncipe de Asturias que no le dan tregua. Por supuesto que habrá una reacción, pero no será desmesurada. Bien organizados, podremos sofocarla. Insisto, señores, es el mejor momento. La coyuntura es ideal. No olvidemos —agregó— que la creación de la marina será impostergable también.
Hablaron de la forma de gobierno que seguiría a la expulsión del virrey. Belgrano volvió a declarase partidario de una monarquía parlamentaria como la de la Inglaterra, y aunque Blackraven coincidía en que se trataba de la mejor forma de gobierno, se preguntó quién, entre tanto criollo bruto, sería el rey y quién ocuparía las bancas de un parlamento. En cuanto al aspecto económico, Belgrano repitió los principios que sostenía desde su regreso de la España: libre comercio e impulso a la agricultura y las industrias. En este sentido, Blackraven no opuso objeción.
—¿Qué sabéis de las otras intendencias del virreinato? —preguntó, y el desconocimiento fue general.
Belgrano y Castelli balbucearon unos comentarios que, en definitiva, sirvieron para demostrar que nada conocían del interior porque nada les importaba. Castelli aventuró:
—Nos seguirán apenas sepan del golpe en Buenos Aires —y los demás apoyaron su juicio.
—Lo dudo —manifestó Blackraven.
—¿Lo duda? —se asombró Vieytes.
—De acuerdo con la información que poseo al respecto, la producción del interior es vendida casi en su totalidad a los porteños. Las intendencias, por lo tanto, viven de Buenos Aires. A pesar de competir con el contrabando, logran hacerse de los ingresos que les permiten subsistir. Ellos reaccionarán del mismo modo que los contrabandistas: se opondrán a la independencia porque necesitan del monopolio para seguir abasteciendo a Buenos Aires.
—Podrán abastecer a Buenos Aires igualmente —adujo Castelli.
—No, ellos saben que sus mercancías son de inferior calidad que las europeas y las asiáticas. Conocen también la preferencia de los porteños por los ultramarinos. Si el libre comercio se decreta, se decreta también su sentencia de muerte.
—¿Qué haremos, entonces? —se desazonó Nicolás.
—Armar un ejército suficientemente fuerte para controlar no sólo a Buenos Aires y a Montevideo, sino a las principales ciudades del interior.
Antes de despedirse, acordaron una nueva reunión a corto plazo. A la sazón, Blackraven, basándose en su experiencia militar, habría elaborado un informe acerca de la milicia y la marina ideales. Nicolás Rodríguez Peña, miembro del Regimiento Fijo de Caballería desde 1795, haría otro tanto. Se compararían los proyectos para tomar decisiones.
Su último compromiso de la tarde le llevó más de una hora. Martín de Álzaga lo recibió en su casa ubicada en la calle de la Santísima Trinidad en el barrio de Monserrat, a pocas cuadras de su tienda, un negocio de abarrotes bien provisto, con varios empleados.
Aunque en ocasiones pasadas le había expresado lo contrario, Blackraven sabía que Álzaga no se interesaba en la producción del Retiro. En realidad, lo atraía su flota, capaz de trasladar mercancía de los puertos europeos, asiáticos y africanos más ricos. Incluso sospechaba la codicia del vasco por la estratégica ubicación del Retiro, a orillas del Plata, lejos de la custodia de la Aduana. ¿Sabría que la propiedad contaba con pasajes secretos que, bajo tierra, unían vastos depósitos con la orilla del río, depósitos capaces de albergar miles de bultos y toneles, incluso seres humanos?
La incipiente relación con Martín de Álzaga presentaba sus pros y contras; entre los primeros se podía mencionar la posibilidad de enriquecerse gracias a las operaciones que, a diario, realizaba el vasco; en cuanto a los contras, perder la confianza que, con trabajo, se había granjeado entre los criollos independentistas significaba un punto de capital importancia. Nadie desconocía la ojeriza que se tenían.
Álzaga le indicó el sillón a Blackraven mientras servía unas copas con oporto.
—Gracias —dijo Roger—. Excelente calidad —admitió.
Se preguntaba por cuál de los asuntos lo abordaría, por el de los criollos independentistas, el del Ángel Negro o el del negocio naviero.
—La señora Magdalena —Álzaga hablaba de su esposa— y yo hemos lamentado no haber concurrido ayer por la tarde al Retiro. Le agradezco la invitación, excelencia. Pero cuestiones de índole familiar nos han impedido concurrir.
Blackraven asintió y siguió bebiendo.
—Se trató de una reunión inusual para la época del año, pero muy entretenida según los comentarios de mis amigos. —Álzaga carraspeó—. Si los rumores son ciertos, excelencia, no querría dejar pasar la oportunidad para felicitarlo por su compromiso con la señorita Maguire. —Blackraven inclinó la cabeza en señal de agradecimiento—. La señora Magdalena opina que es una buena muchacha, muy caritativa.
—Es una valiosa opinión la de su señora esposa.
—Sí, lo es, excelencia. —Hizo una pausa, como si buscara las palabras, y prosiguió—: Creo que la juventud de la señorita Maguire la lleva a actuar, en ocasiones, de un modo un tanto… digamos… imprudente. —Blackraven levantó las cejas y puso cara de asombro—. Verá, excelencia, se trata de este incómodo asunto del Ángel Negro. Estoy convencido de que la señorita Maguire procede con la mejor intención. De todos modos, su comportamiento alborota a la negrada, los vuelve ariscos y pendencieros. Algunos se han puesto muy irreverentes con sus patrones y…
—¿Usted sinceramente cree que el accionar de la señorita Maguire está provocando entre los esclavos esto que vuestra merced me refiere? —El tono de Blackraven, entre amenazante, incrédulo y risueño, agitó el ánimo de Álzaga, haciéndolo sentir como un estúpido.
—Bueno… Por cierto, excelencia, algo está alborotando a la negrada. Los desafortunados sucesos acaecidos semanas atrás en la Real Compañía de Filipinas lo demuestran.
—No creo que se haya tratado de un ataque perpetrado por esclavos —se opuso Blackraven—. Un ajuste de cuentas con Sarratea, quizá. Según entiendo, los atacantes contaban con caballos y armas, algo que los esclavos están lejos de poseer.
Álzaga suavizó la mirada; le interesaba hacer negocios con ese inglés y no deseaba enfadarlo.
—Podría ser —admitió—. Han llegado hasta mí comentarios alarmantes acerca de esclavos que se enfrentan a sus dueños y los desafían.
—Será porque sus dueños los tratan como bestias. Ya todos conocemos la naturaleza mansa y sumisa de la mayoría de los africanos, pero todo tiene un límite. Cualquier criatura se rebelaría ante un trato vejatorio.
—Claro. De todos modos…
Blackraven dejó su silla y Álzaga se detuvo, abrumado por la robustez de ese hombre. “No tiene pinta de inglés”, meditó, y se puso de pie.
—Mire, Álzaga, mi prometida, la señorita Maguire, al mostrarse benevolente con los negros sólo manifiesta una cosa: ser una buena cristiana, con un corazón sensible y piadoso. En el tiempo que llevo en Buenos Aires, jamás la he escuchado mencionar a los esclavos la palabra libertad o rebelión. Ella sólo se limita a ayudarlos, a hacer su vida un poco más llevadera. Nada más —apostilló—. Me fastidia que, en una sociedad católica a ultranza como lo es la porteña, no se sepa apreciar a una cristiana que, al igual que el buen samaritano de la parábola de Jesucristo, se ocupa del bienestar de cualquiera, sin importarle la nacionalidad o el color de su piel. Ahora bien, si entre la negrada existen grupúsculos alborotadores tendrá que buscar en otra dirección. La señorita Maguire se pasa el día entre mis esclavos, ayudándolos y escuchándolos, y yo no he advertido ninguna señal de rebelión o insubordinación. Creo que eso es prueba suficiente para desbaratar su teoría.
—La contundencia de sus palabras me ha convencido —admitió Álzaga, y Blackraven prefirió secundar la farsa pacifista—. Le suplico que dejemos de lado este asunto. En realidad, me interesa discutir una cuestión más importante con usted, excelencia, si me concede otros cinco minutos.
—Adelante —dijo Blackraven, y volvió a la silla.
—Se trata de su nueva curtiembre. Estoy interesado en comprar gran parte de su producción.
Se demoraron algo más en las cuestiones de negocios.
Los días siguientes, Blackraven necesitó pasar la mayor parte del tiempo en la ciudad, aunque por la tarde volvía al Retiro para estar con Melody. Ese jueves había sido una jornada dura, con complicaciones en las obras de la curtiembre que terminaron en una discusión con el arquitecto, y una visita inesperada de Álzaga y Santa Coloma para proponerle un negocio de importación de muebles.
En su camino de regreso, le volvieron a la mente los mensajes cifrados de Traver, que estaban dándole problemas. Quizás había perdido la habilidad para decodificarlos o se trataba de una nueva técnica a prueba de espías. Pensó en Marie y en el afecto sincero que la unía a ese hombre. Desde pequeña, había sufrido tantas decepciones que no se atrevía a prohibirle seguir adelante con Traver. Pero William Traver no era William Traver ni era escocés. No habría modo de evitar que Marie saliera herida.
Entró en su propiedad y divisó a lo lejos, cerca del campanario, a Luis y a los niños y se acercó al trote ligero.
—Excelencia —dijo Luis, y se inclinó.
“Pensar que eres el rey de la Francia y te inclinas ante mí”, caviló Blackraven, mientras desmontaba. Se inclinó a su vez y, con una mirada significativa, le dio a entender el respeto que le inspiraba. Luis sonrió con calidez.
Los niños le enseñaron sus acuarelas. Jimmy poseía un gran talento. Le revolvió el cabello en una torpe caricia, y las mejillas del muchacho se motearon de púrpura.
—Señor, ¿cuándo me enseñará a montar? —quiso saber Víctor—. Miss Melody podría hacerlo, pero no quiere enseñarme sin su autorización.
—A mí también me gustaría aprender —manifestó Angelita.
Blackraven estudió la actitud de Jimmy por el rabillo del ojo. Montar era de las actividades que jamás podría realizar sin poner en peligro su vida.
—Ya veremos —dijo.
—Mi hermana podría enseñarles con Fuoco si su excelencia no tiene tiempo —propuso Jimmy—. Ella es una gran jineta.
—Lo sé, Jimmy. Hablaré con la señorita Isaura y arreglaremos el tema de las lecciones de equitación. —Los niños manifestaron su alegría—. Ahora sigan con las lecciones de dibujo. No hagan perder el tiempo al señor Désoite.
Rumbo a la casa, pasó cerca de Milton que, apoyado en un árbol, montaba guardia a varas de Luis. Blackraven lo saludó y el marinero se quitó la boina.
—Capitán Black —dijo—. Gusto de verlo.
—Lo mismo digo, Milton. Días atrás envié por más hombres para la vigilancia.
—Somar nos comentó su decisión a mí y a Shackle esta mañana. Se lo agradecemos, capitán. Este sitio es muy extenso.
Al entrar en la casa, su ansiedad comenzó a transformarse en ira cuando, al preguntar por Melody, la negra Siloé le informó que había bajado al río, con las lavanderas. Miora, que le temía hasta el punto de perder el habla, se quedó mirándolo sin pestañear.
—¿Qué sabes tú que me miras de ese modo?
—Miss Melody no fue al río por su voluntá —farfulló—. Vinieron a buscarla.
—¿Cómo es eso? Explícate.
—Una de las lavanderas está en problemas —intervino Siloé— y pidió por miss Melody. Por eso vinieron a buscarla, amo Roger.
Blackraven masculló un insulto en inglés, se quitó la chaqueta y la arrojó en una silla. Salió dando zancadas en dirección al río, algo inclinado hacia delante, con la vista fija en el suelo. Los esclavos, que terminaban la jornada, se apartaban y lo contemplaban con miedo. La ira lo dominaba y negros pensamientos ocupaban su mente. Así como la había amado hasta el extremo la noche anterior, en ese momento deseaba matarla. Le había prohibido que regresara a ese lugar, y ella osaba desobedecerlo, poniendo su vida en peligro una vez más.
Las lavanderas habían dejado sus bateas y tablas para arracimarse cerca de unas piedras cubiertas por sábanas. Estiraban el cuello y cuchicheaban. A medida que Blackraven se aproximaba lo alcanzaban unos alaridos de dolor. Se abrió camino entre las filas de esclavas.
—¡Isaura! —vociferó, al verla acuclillada junto a la sufriente negra.
Melody se puso de pie de un salto y lo miró con pánico y desconcierto. Blackraven la observó de la cabeza a los pies. Tenía sangre por todas partes, en las mejillas, en la frente, su mandil estaba empapado, incluso oscuros manchones le salpicaban la falda.
—Isaura —repitió, casi en voz baja.
Melody se movió hacia un costado y le señaló a la parturienta en el suelo. La imagen lo sobrecogió. La mujer, echada sobre un cuero, con las piernas abiertas, estaba desangrándose. Un recuerdo que siempre intentaba olvidar lo golpeó como una cachetada. Se puso rígido y apretó los puños.
—Roger —gimoteó Melody—, por amor de Dios, ayúdala.
Levantó a la muchacha del suelo sin esfuerzo, pues, no obstante su embarazo, no pesaba mucho. “¡Dios mío!”, exclamó. “Es apenas una niña”. No tenía más de quince o dieciséis años.
—¡Miss Melody! —gritó la muchacha, y estiró la mano.
Melody se la sujetó de inmediato, trotando para acompañar el paso de Blackraven, que ya se dirigía hacia la barranca. Atrás quedaban las lavanderas, azoradas.
—Tranquila, Polina, aquí estoy, a tu lado. Confía en él. Quiere ayudarte.
Blackraven sabía que si no detenían la hemorragia la muchacha pronto quedaría exangüe. La vida se escurría de su cuerpo como una cálida humedad que le mojaba los brazos y le empapaba la camisa blanca. Trinaghanta no sabría qué hacer. Debía tomar una decisión antes de llegar a la casa. Se preguntó a qué médico convocar cuando la mayoría se negaba a atender a los esclavos. Para eso existían los curanderos o quimbotos. “¡Samuel Redhead!”, exclamó para sí, y un nuevo impulso lo hizo correr el último trecho.
Gritó el nombre de Siloé, quien se asomó a la puerta y, sin hacer preguntas, le indicó el camino a su pieza. Acomodó a la muchacha, ya inconsciente, en el camastro de la cocinera y enseguida ordenó a Miora que fuera por Trinaghanta. Salió al patio y llamó a Servando.
—Mande, amo Roger —dijo el yolof.
—Sígueme.
Se adentraron en la casa. Rara vez Servando lo hacía, lo tenía prohibido a menos que se lo indicaran. En el pasillo, rumbo al despacho de Blackraven, se topó con Elisea y la señorita Leonilda.
—Vayan a la pieza de Siloé —les ordenó Roger, sin detenerse—. Quizá vuestra ayuda sea requerida. Pasa, muchacho —dijo a continuación.
No había tiempo que perder. Sacó un pedazo de papel, encendió su yesquero, derritió un poco de lacre e imprimió su sello, el del águila bicéfala, símbolo de los Guermeaux.
—Tomarás mi caballo, que es el más rápido, y volarás a la ciudad. Irás a casa de la viuda de Olazábal, en la calle de la Santísima Trinidad.
—La conozco, amo Roger. —Solía ir a esa casa donde le compraban achuras y cortes de carne.
—Bien. Pedirás por el doctor Samuel Redhead, que se hospeda allí, y le entregarás esto. Dile que es de vida o muerte.
El esclavo se retiraba cuando Blackraven lo detuvo.
—Llévate a Fuoco para el doctor Redhead.
Servando corrió hasta el establo. Blackraven, mientras tanto, se tomaba una copa de brandy antes de regresar a la pieza de la cocinera.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Somar, al verlo beber de ese modo.
—He cargado hasta la pieza de Siloé a una de las lavanderas. Estaba desangrándose en la playa mientras daba a luz. Había sangre por todas partes.
—Eso se puede ver —comentó el turco, y señaló la camisa y los pantalones de Blackraven—. Supongo que miss Melody está detrás de todo esto.
—Sí. Fui a buscarla a la playa con ganas de estrangularla por haberse escapado de nuevo y allí la encontré, circundada por las lavanderas, de rodillas junto a la pobre diabla que paría, tomándole las manos. ¿Qué hacer? Me pidió ayuda, desesperada, como si de su hermana o de su propia madre se tratara.
Esa locuacidad no era propia de Roger. Somar advirtió que el espectáculo lo había afectado más de lo que deseaba admitir. Sin duda, la vista de la muchacha en trabajo de parto le había removido viejas memorias.
—Iré a ver cómo se las arreglan Isaura y Trinaghanta. Tú quédate cerca de la entrada principal. Samuel llegará en un rato. Servando fue a buscarlo.
—¿Samuel Redhead? —Blackraven asintió—. Creo, entonces, que la muchacha tiene esperanzas.
De vuelta en la pieza, le pareció que había demasiada gente. Les ordenó a Miora, Elisea y Leonilda que se marcharan. La esclava había vuelto en sí; tenía un aspecto alarmante, la piel de su rostro había adoptado un color grisáceo, al igual que sus labios, y respiraba con un silbido. Trinaghanta lo miró para darle a entender que nada podía hacer.
—Ya mandé por un médico —le informó.
Melody apretaba el bajo vientre de Polina en un elemental torniquete, y Blackraven notó que le temblaban las manos.
—Siloé —dijo—, ayuda a la señorita Isaura que ya no tiene fuerzas para seguir apretando.
Posó su mirada en Polina, que se mordía los labios para no gritar de dolor, avergonzada por la presencia de ese hombre.
—Pronto estarás bien, muchacha. Un doctor viene en camino —la animó, y salió de la pieza.
Ya oscurecía. Se quedó junto a la contraventana de su despacho, contemplando el parque del Retiro, pensando. Una hora más tarde, Somar le indicó que dos jinetes se aproximaban. Él mismo abrió la puerta principal. Redhead, de pie en el pórtico, advirtió su camisa ensangrentada y se alarmó.
—¡Roger!
—No soy yo el herido —aclaró, con una mano en alto.
—¿De qué diablos se trata todo esto?
—Mejor lo ves tú mismo, Samuel.
Sin pronunciar palabra, se limitaron a marchar deprisa. En su camino hacia la cocina se cruzaron con algunas esclavas que encendían los candelabros de pared. Aunque Blackraven no deseaba entrar en la pieza de Siloé, lo hizo detrás de Redhead. El médico paseó su mirada por el pequeño cuarto y la detuvo en Melody, que le sostenía la mano a Polina, a la sazón, inconsciente de nuevo.
No necesitó explicaciones. Se lavó las manos en la jofaina, se calzó los lentes de cristales redondos y comenzó a impartir órdenes. A la negra de pañuelo rojo de pie en la cabecera le ordenó que hirviera agua y trajera sábanas y toallas limpias. Se dirigió a Trinaghanta, la exótica esclava de Blackraven, que se manejaba con soltura y cumplía sus órdenes en silencio. Podía entender por qué Roger la mantenía a su servicio. Le entregó unas hierbas para un emplasto efectivo contra las hemorragias y también le indicó que preparase una infusión con una extraña raíz.
—Le devolverá el vigor para pujar —explicó en inglés.
Melody se sentía reconfortada y segura en la presencia de ese médico pelirrojo; los lentes le atenuaban la gravedad del gesto.
Polina despertó gracias a las sales que Redhead le pasó bajo las fosas nasales, bebió la infusión y recuperó un poco de fuerza, incluso llegó a sorber algunas cucharadas de agua con miel.
—Ánimo, muchacha —dijo el médico.
—Cuando termines, Samuel —expresó Blackraven—, te estaré esperando en la sala con la cena.
“Samuel”, repitió Melody. Debía de tratarse de Samuel Redhead, el médico de quien Papá Justicia le había hablado, “el de la cabeza como el fuego”. Simpatizó con ese hombre que, en ocasión del desastre del barco negrero de Álzaga, El Joaquín, había concurrido a inspeccionarlo en nombre del Protomedicato, arriesgándose a alzar una voz a favor de los esclavos y en contra del trato vejatorio que les imponían. Sin duda, aquel día se había ganado un influyente enemigo.
El parto fue largo y penoso. La lavandera se aferraba a ambas manos de Melody con tal vigor que le clavaba las uñas, lastimándola. Había sangre por doquier, las sábanas se habían encharcado, incluso los lentes del médico estaban salpicados. Nadie albergaba esperanzas, ni por el niño ni por la madre, aunque cierta decisión en el semblante de Redhead le transmitía paz a Melody.
Con un grito de profundo dolor, Polina dio a luz a un niño, que emitió un chillido similar al de un gatito. Ambos, la madre y el recién nacido, estaban exhaustos. Redhead acercó el bebé a su madre, que lo besó en la frente sucia y viscosa antes de desvanecerse.
Entre Melody y Trinaghanta se ocuparon de asear al pequeño y envolverlo en improvisados pañales y mantas. No tenía buen semblante. Melody lo acurrucó en su pecho y lo besó en la frente.
—Temo, señorita —dijo Redhead—, que ni el pequeño ni su madre pasen la noche.
Los ojos de Melody se llenaron de lágrimas.
—Gracias, doctor.
Redhead abandonó la pieza. En la pieza contigua se topó con Béatrice, quien se ocupó de entregarle lo necesario para que se higienizase.
—Cuando su merced termine, lo acompañaré al comedor. Su excelencia aguarda con la cena.
—Gracias —replicó Redhead, en un modo cortante.
En tanto, Melody pensaba: “Debería bautizarlo”. Lo acomodó junto a su madre, aún dormida, y lo arropó.
—Te llamarás Rogelio, por Roger, a quien, quizá, si Dios quiere, le debas la vida.
Después se arrodilló junto al camastro, se hizo la señal de la cruz y se mojó la mano en la jofaina. Derramando unas gotas sobre la frente del bebé, musitó:
—Rogelio, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Que Dios y la Virgen te bendigan, a ti y a tu madre.
Miora y Trinaghanta se ofrecieron para cuidar a Polina y al bebé. Melody salió al cuarto patio por un poco de aire. Allí se habían reunido los esclavos en torno a Papá Justicia que agitaba su bastón de quimboto y salmodiaba en una extraña lengua. En la otra mano sujetaba una muñeca de trapo envuelta en un pedazo del chal de Polina que había quedado en la playa.
No era la primera vez que Melody presenciaba esos ritos tan peculiares, que por momentos adoptaban un ritmo frenético. Estaban prohibidos, al igual que los candombes, y se preguntó qué diría Blackraven si los pillase. Aunque mostraba cierta inclinación por la fe católica, se notaba su incredulidad, por lo que Melody concluyó que Roger dejaría a los africanos tener su fiesta en paz. Se quedó en silencio con la vista al piso, meditando que si la raptasen y la obligasen a profesar otro credo, ella seguiría sintiéndose cristiana.
Terminada la ceremonia, los esclavos se congregaron en torno a Papá Justicia para hacerle pedidos o tocarlo. El quimboto los escuchaba con paciencia y les dirigía algunas palabras antes de despacharlos. Uno a uno, los negros volvieron a la barraca. Papá Justicia y Melody cruzaron una mirada.
—Papá Justicia.
El anciano le besó la frente.
—Querida niña —dijo.
—¡Qué propicio que te aparecieras esta noche! ¿Deseas ver a Polina?
—No, el quimboto de la cabeza como el fuego ya ha hecho todo por ella y su guachito. Ahora queda en manos de Dios y de la Virgen —expresó, como si fuera un piadoso católico.
—Había tanta sangre —se quebrantó Melody.
—Polina ha sufrido mucho, sin duda. Pero gracias a ti la ha atendido uno de los mejores médicos de la ciudá.
—Gracias al señor Blackraven —interpuso Melody.
—Lo ha hecho porque tú se lo pediste.
—Lo habría hecho sin que yo se lo pidiese. Roger —dijo, cayendo en el familiar trato— es un hombre de gran corazón.
—Claro que lo es —expresó el anciano—, por eso se ha ganado el tuyo, que es de oro puro.
—No quiero que Polina regrese a casa de su dueño, Papá Justicia. Es un mal hombre.
—Melody, no puedes salvar a todos los esclavos de la ciudá. Polina deberá regresar a casa de su amo.
—Le pediré a Roger que la compre.
—El amo Roger ha sido más que bueno contigo y te ha ayudado a salvar a muchos de los míos. Pero él no puede hacerse odiar por los porteños, mi niña. Debes entender eso. Él tiene asuntos importantes acá y no puede echarse a toda la ciudá en contra.
—¿Qué asuntos, Papá? ¿Con el señor Álzaga?
—¡Yo no sé naa de sus asuntos, mi niña! Sólo sé que el amo Roger es muy importante, y los hombres como él siempre tienen asuntos importantes.
Redhead se fijó en el aspecto señorial de la mujer que lo guiaba hasta la sala. Le llamó la atención su acento afrancesado y la tonalidad de su cabello, de un rubio infrecuente entre las porteñas. Apenas entraron, Blackraven abandonó el sillón y les salió al encuentro. A pesar de que se había cambiado la camisa y pasado un peine por su larga cabellera negra, no presentaba un aspecto muy pulcro, ya le crecía la barba y lucía agotado.
—¿Necesitas algo, Roger?
—No, gracias. —Béatrice hizo una corta reverencia y se marchó—. Samuel, adelante, por favor. Tu cena está servida. Ya mandé a preparar una de las habitaciones de huéspedes. Te quedarás esta noche aquí y mañana te llevaré de regreso a la ciudad.
—Me quedaré, por supuesto, pero en la habitación de mi paciente. Temo que no pase la noche.
Blackraven asintió. Se sentaron a la mesa.
—¿Y el niño?
—Probablemente siga la suerte de la madre.
A pesar del cansancio, Redhead tenía un hambre voraz y echó un vistazo apreciativo a la tortilla y a las dos perdices que despedían un sugestivo perfume a romero. El vino, de Burdeos, no lo sorprendió, acostumbrado a encontrar la mejor bebida en la mesa del conde de Stoneville. Hacía años que conocía a ese excéntrico aristócrata inglés y siempre le resultaba interesante su compañía. Se habían enfrentado en el pasado, cada uno conocía los secretos del otro, y en el presente su relación se desenvolvía en términos amables. No eran amigos, pero se respetaban y admiraban. Al igual que Blackraven, él no era hombre de hacer migas fácilmente, y se preguntó si, además de Somar, su sirviente turco, Blackraven alguna vez se habría abierto a una amistad.
—¿Qué asuntos te tienen tan ensimismado?
—Ya sabes, lo usual —contestó Redhead—. Mis pacientes, los compromisos del Protomedicato, Elisa… Y un asesinato.
—Eso se puede decir de ti, Samuel, que nunca te andas con chiquitas.
Redhead le explicó lo que Blackraven sabía: que habían degollado al sobrino de Martín de Álzaga, Manuel Balbastro y Álzaga, hijo de su prima. Habían hallado el cadáver días atrás frente a la iglesia de San Francisco.
—¿Y qué es lo que presumes? —se interesó Blackraven, y conjeturaron durante un rato hasta que Roger dijo—: Quizá se trate de una venganza de los esclavos.
—¿Qué relación encuentras entre un joven petimetre como Balbastro y los esclavos?
—No olvides El Joaquín.
El médico miró a su amigo sin pestañear.
—¿Por qué lo mencionas?
—No soslayes, Samuel, a quién pertenece ese barco negrero.
—Álzaga —contestó Redhead—. Yo también he pensado en la venganza como motivo.
—Los esclavos están alborotados. Las ideas del haitiano L’Ouverture han alcanzado estas costas y, sumadas a las ideas de la Revolución, están calando en nuestros negros.
Se quedaron en silencio. Le gustaba que Redhead pudiera permanecer callado sin incomodarse. Había gente que, aunque no tuviera nada sensato que decir, seguía expresando necedades.
—Sabes, Samuel —retomó Blackraven—, que puedes contar conmigo. —Redhead se mostró sorprendido y halagado—. Ten cuidado, el Río de la Plata no es tan manso como aparenta. ¿Qué me cuentas de Willie? —preguntó deprisa, saltando de un tema a otro sin pausa.
—La última vez que supe de él se dirigía al Cabo.
—¿Continúa en el 71 de Highlanders?
—Eso creo —vaciló Redhead.
—¿A las órdenes de?
—Un tal comodoro Popham.
—Ah, ese gusano.
Blackraven acompañó al médico de regreso a la pieza de Siloé. Trinaghanta le daba de beber a Polina la infusión prescripta por Redhead, mientras Melody sostenía al niño en sus brazos. Lo contemplaba con ternura, le rozaba la frente con los labios y había tanta compasión y dulzura en sus ojos que ambos se quedaron a la entrada, en silencio, admirándola.
—Isaura —susurró Blackraven—, vamos, cariño, debes descansar. Entrégale el niño a Siloé. Ella se hará cargo.
El trato familiar tomó desprevenido a Redhead, que se amparó en su hermetismo para ocultar la impresión. Debió suponerlo: un viejo zorro como Blackraven no perdía las mañas, aunque cierta reverencia en el modo de dirigirse a la muchacha lo llevó a concluir que no se trataba de un devaneo. Lo había visto departir en Londres, ensoberbecido a causa de la fascinación que provocaba en el sexo débil hasta el punto de volverse irónico y, en ocasiones, displicente. Lo contrario ocurría con esa joven, como si ella marcara el paso entre ellos.
—Permítame quedarme esta noche junto a él, excelencia. Ha padecido tanto, pobre ángel mío, necesita mucho cariño. Debe de estar aterrado y su madre no puede hacer nada por él.
—Siloé lo tendrá en brazos toda la noche y lo llenará de arrumacos, ¿verdad, negra linda?
—¡Claro, amo Roger!
—Vamos, cariño. Luces exhausta. Es mejor que duermas esta noche. Serás de utilidad mañana. Además, Samuel se quedará velando por Polina y su niño.
—¿De veras, doctor Redhead? —El médico asintió con un remedo de sonrisa—. ¡Oh, qué amable de su parte! ¡No sé qué habríamos hecho sin usted! Gracias. Por todo.
—Miora —dijo Roger—, asegúrate de que el doctor Redhead tenga todo lo que necesita. Buenas noches.
Subieron en silencio a la planta alta. Blackraven le pasó una mano por el hombro y Melody apoyó la cabeza en su pecho. De pronto se acordó de los niños.
—La señorita Leo se ocupó de ellos. Hace rato que duermen. Ven, vamos a mi cuarto. Una tina con agua fresca nos espera para relajarnos después de tanta tensión.
—Esta noche quiero dormir en mi habitación —expresó Melody.
Blackraven levantó las cejas como si hubiese escuchado un dislate.
—Roger, compréndeme. ¿Qué pensarán de mí la señorita Leo y la señorita Béatrice? Que soy una cualquiera. Estoy segura de que ya saben que he dormido contigo. Dirán que…
—¿Que tú y yo nos amamos apasionadamente y que pasar la noche separados nos resulta un suplicio?
—No pensarán eso. Dirán, en cambio, que soy una cualquiera.
—¿Te sientes una cualquiera siendo mi mujer, Isaura?
—No —prorrumpió.
—Isaura —habló Blackraven, con paciencia—, durante el día sólo pensé en volver a casa para estar contigo. Cuando por fin logro librarme de mis compromisos y obligaciones, llego al Retiro y me encuentro con una situación distinta de la que anhelaba encontrar. Está bien, había que ayudar a esa pobre muchacha. Lo hicimos. Pues ahora sólo pido un momento de paz a tu lado, cariño. Sólo eso. ¿Es demasiado para ti? —Melody bajó la vista, avergonzada—. No voy a privarme de tenerte por lo que puedan decir. Yo no me conduzco por la vida mirando a los demás, Isaura.
—Es pecado. No estamos casados —alegó, sin mirarlo.
—Yo me casé contigo la noche en que te hice mía. Tú eres mi esposa. El ritual que en breve celebraremos será un acto formal desde mi punto de vista, para complacer al resto. Cariño, es lo que tú piensas de ti misma lo que cuenta.
Melody se puso en puntas de pie y lo besó en la comisura. Blackraven le pasó los brazos por el talle y la atrajo hacia él hasta que sus labios se encontraron. Él había estado bebiendo coñac y tenía un sabor agradable en la boca. Siguió besándola en el cuello, y el tacto áspero de su barba le erizó la piel.
—Déjame ir a ver a Jimmy y te alcanzo en un momento.
—No tardes.
Al entrar en el dormitorio de Blackraven, lo vio desnudo, echado sobre la cama. Él se incorporó de inmediato y le salió al encuentro. La despojó de sus sucias ropas, le deshizo la trenza y le desparramó el pelo en la espalda. La tina de cobre, redonda y de gran diámetro, cubierta por un lienzo, despedía aromas que sólo Trinaghanta sabía combinar, y Melody se preguntó en qué momento había abandonado la pieza de Siloé para preparar el baño. Se acomodaron en el agua tibia, Blackraven apoyado en la bañera y Melody en él, y por un momento cerraron los ojos y se dejaron conquistar por el poder sedante del agua. A Blackraven le gustaba sentir la suavidad del cabello de Melody sobre el pecho y la ligereza de sus manos en las rodillas. Apenas quebró el silencio para decirle:
—Te amo, Isaura. No sabes cuánto te amo.
—¿Por qué me amas, Roger? ¿Qué te atrajo de mí?
—Pues que me rechazaras, por cierto. Eres la única que se ha atrevido.
—¡Vanidoso!
—Ya no más —susurró él—. Ahora soy un esclavo echado a tus pies.
—Yo no sé por qué te amo —admitió Melody, dejándose acariciar por Blackraven—. Sólo sé que cuando te veo se me corta el aliento, cuando me tocas me palpita fuerte el corazón y cuando me amas eres capaz de hacerme olvidar de todo.
—Deseo amarte ahora.
Melody se dio vuelta y él se movió para permitir que lo rodeara con las piernas.
—Gracias por haber ayudado a Polina. —Blackraven asintió, y siguió besándola en los hombros—. Bauticé al niño, quizá no pase la noche. Lo llamé Rogelio, tu nombre en español.
—¿Qué de bueno he hecho para merecerte? —se preguntó.
—¿Sabes por qué te amo, Roger? Porque me hiciste sentir libre y completa otra vez. Una verdadera mujer. Eso hiciste de bueno.
—Siento celos de esa esclava que acaba de parir, y de Jimmy, y de Víctor, incluso de Covarrubias y de los demás esclavos, de todos los que obtienen tus atenciones y ocupan tu mente. Siento que ellos están antes que yo. A veces creo que, de los dos, yo soy el que más te necesita.
—Si es así, excelencia, debería experimentar unos celos rabiosos por el señor Blackraven, pues es él quien ocupa mis pensamientos, día y noche; es en él en quien más pienso y, aunque calle para no envanecerlo, se lo digo a usted, excelencia: el señor Blackraven es el centro de mi vida y no podría vivir sin él. —Él la miró con suspicacia—. Oh, Roger, amor mío. ¿Es que no soy capaz de transmitirte lo que hay en mi corazón?
—¿Me necesitas, Isaura? A veces creo que prescindirías de mí fácilmente.
—Te necesito, Roger. Hoy te fuiste sin despedirte y casi me echo a llorar. ¿Por qué lo hiciste de nuevo? ¿Por qué te fuiste sin avisarme?
—Para hacerte sufrir —le mintió.
—Lo lograste. ¿No entiendes que, cuando no estás cerca de mí, me sumes en un gran desasosiego? Te necesito.
—¿Sí? ¿Me necesitas?
—Sí.
—Necesitas esto, ¿verdad? —y comenzó a refregarla sobre su miembro erecto.
—Sí —jadeó.
—¿Y esto? —y le estimuló un pezón con la lengua.
—Sí. Todo. Necesito todo de ti.
No la tomaría hasta que se lo implorase. Aún seguía enfadado con ella porque había vuelto donde las lavanderas.
—Soy tan feliz porque eres mío.
—¿Cuán feliz?
—Inmensamente feliz —admitió, entre gemidos.
Blackraven se había propuesto enloquecerla de excitación. Aunque en la vida diaria la compartiera con todos, en la intimidad le demostraría que era de él; y también pretendía que ella le confesara, aunque fuera con movimientos y jadeos, cuánto lo necesitaba.
Melody agitó su pelvis contra el vientre de Blackraven, enfebrecida de deseo. Él sabía dónde tocarla. Las caricias y las incitaciones se prolongaban y a ella le costaba respirar. Buscó entre sus piernas y comprobó que Blackraven estaba listo. Ante ese contacto, él lanzó un soplido y la mordió en el hombro.
—¡Roger, poséeme!
La tomó en la tina, y después, sin apartarse de ella, la levantó en el aire, chorreando agua, y la depositó en la cama, donde empaparon el cobertor. Allí siguió amándola, acabando y recomenzando una y otra vez, sintiendo que su miembro se endurecía dentro de ella.
—Esto no puede ser normal —dijo Melody, sin aliento—. Tanto placer.
—No, no lo es.
Con su experiencia, Blackraven sabía que no se trataba de la pasión que compartían durante el sexo lo que convertía su relación con Isaura en única, sino la posterior, la que permanecía latente aun saciados. Un roce, una mirada, un suspiro, un gesto de ella le volvían de agua la boca.
Todavía la mantenía apretada contra su cuerpo cuando le susurró:
—¿Sabes que soy bastardo?
—Sí.
—¿Entonces? —Se apartó para verle la cara.
—Entonces, ¿qué?
—¿No te importa?
Melody se rió.
—Es lo que piensas de ti mismo lo único que cuenta.
—Es lo que tú piensas de mí lo único que cuenta —retrucó él.
—Pienso de ti que me importa bien poco de quién eres hijo, cómo fueron las circunstancias de tu nacimiento o si tus padres estaban casados cuando te concibieron.
—Hay quienes sostienen que un hijo nacido fuera del matrimonio es un fruto maldito.
—¿Y tú das crédito a esas estupideces?
—Durante algunos años me importaron, y mucho.
—Madame dice que Dios me compensó de tantas penas poniéndote en mi camino. Tú eres un regalo del Señor, sin duda, lo eres. Y un regalo del Señor jamás estaría maldito.
Blackraven parecía reconfortado y algo somnoliento.
—Quisiera que me hablases de tus padres —pidió Melody— y de tu vida antes de conocerme.
—Algún día —repuso él.