Capítulo XIX

A la mañana siguiente, la de la tertulia, Melody amaneció en la cama de Blackraven y enseguida notó que el solitario había vuelto a su mano. Se tapó la boca para contener una risita al evocar lo vivido en esa habitación. Ni un atisbo de culpa o aflicción empañaba su dicha, aun cuando pensaba en Lastenia y en lo escandalizada que se habría mostrado al enterarse de que su hija se había entregado a un hombre que no era su esposo.

Después de aquel grito oscuro y doliente y de quedar laxo sobre ella, Blackraven se incorporó y la llevó a la cama. Ocultos tras el dosel, sólo el contacto de sus pieles les advertía de la intimidad compartida. Un aroma peculiar manaba de sus cuerpos, que Melody también identificó con esa intimidad, una mezcla de sudor limpio y el olor que despedían sus partes secretas. Se ovilló contra el pecho de Blackraven y le recorrió los pectorales con diminutos besos, mientras, con la punta de los dedos, le marcaba el contorno de los músculos. ¿Por qué un conde tenía el cuerpo de un plebeyo, como de herrero o de estibador? No se animó a quebrar la quietud y prefirió callar.

Momentos después, sintió los labios de él sobre su cuerpo, en todas partes; sus manos también la tocaban, desde las piernas hasta los brazos y el cuello y las mejillas; le enredaba los dedos en el cabello y en los rizos del pubis también. Blackraven se empecinaba en el silencio, y su boca sólo se abría para lamer sus pechos, para jugar con su ombligo. Se escuchaban el roce de sus pieles y la agitación de él. En un susurro impaciente, le preguntó:

—¿Cómo te sientes? ¿Podrías recibirme otra vez?

Aunque sabía que Melody había sufrido y que aquella experiencia por momentos la había asustado y escandalizado, Blackraven no lograba sofrenar su excitación, y se maldijo por canalla.

—Creo que podría —la oyó decir.

La abrazó con fervor y le imploró al oído:

—¡Perdóname! No debería haberte mencionado la posibilidad de intentarlo otra vez esta noche. Sé que has padecido.

Melody le apoyó una mano sobre la boca.

—Me has hecho tu mujer, Roger. Y he sido muy feliz. Soy muy feliz. Gracias a ti.

—Sí —dijo él, con pasión—, te he hecho mi mujer. Mi dulce Isaura —murmuró, apocado de repente—. ¿Aún padeces?

—Siento una molestia, nada más.

Blackraven dejó la cama. Parecía moldeado en oscuro bronce, y la piel le brillaba a causa de la transpiración. Sus glúteos se apretaban a cada paso, marcando una depresión a los costados. A la luz mortecina de la noche, de algún modo apreció mejor el vigor que emanaba de su figura. Un sentimiento inusual, algo entre el orgullo, la dicha y el deseo, le acentuó la molestia entre las piernas.

Blackraven volvió con las manos ocupadas: traía una jofaina y una esponja. Las dejó sobre la mesa de noche y se sentó en el borde de la cama. Se miraron, él le sonrió y le pasó la mano por una pierna.

—Tienes la piel tan suave —se admiró—. ¿Acaso te quitas el vello?

—No pasas un año en un burdel y sales indemne de allí —bromeó Melody—. Sí, me quito el vello, como me enseñaron las muchachas de madame Odile. ¿Es escandaloso, verdad?

Blackraven se inclinó y le depositó una ringlera de besos, desde la rodilla hasta el monte de Venus.

—Sí, muy escandaloso, pero me alegro de que sigas la costumbre de esas sabias muchachas. La encuentro muy seductora. Ahora abre las piernas.

Melody obedeció. Blackraven era del tipo de hombre al que, por instinto, no se deseaba contrariar. Lo vio embeber la esponja y estrujarla para quitar el exceso de agua. La sensualidad flotaba en el ambiente y, a pesar de ser novedosa para ella, tuvo la impresión de que la había compartido con él cientos de veces. La oscuridad, que disimulaba la desnudez de sus cuerpos, la resguardaba de sus vergüenzas, y se preguntó cómo habría sido si las bujías hubiesen ardido, mostrando sus imperfecciones a un ser tan perfecto como él.

Blackraven le pasó la esponja entre las piernas con extrema suavidad, levantando un olor ferroso que Melody identificó con el de su sangre virginal.

—Espero no haber manchado la alfombra —se afligió.

—Ojalá así sea —la contradijo él—. La conservaría manchada, como un recuerdo de esta noche.

La operación con la esponja húmeda se repitió varias veces, hasta hacerla sentir fresca y limpia. Los párpados le pesaban y, aunque se esforzó por levantarse y marchar a su habitación, terminó quedándose dormida. Al despertar, permaneció en la cama, holgazaneando, admirando el anillo en su mano izquierda, reviviendo la noche anterior.

Trinaghanta se deslizó en el dormitorio y caminó en puntas de pie hacia el tocador. Melody buscó el camisón entre las sábanas y se lo puso deprisa. Cuando la mujer volvió a aparecer, le dijo desde la cama en tono casual:

—Buenos días.

—Buenos días, miss Melody. ¿Le agradaría tomar un baño?

—Nada me complacería más.

En tanto Trinaghanta preparaba la tina, Melody quiso saber de los niños.

—Están con el señor Désoite, dibujando el campanario.

“¡Bendito sea el señor Désoite!”, que durante esos inciertos días le había aliviado la tarea.

—¿Y su excelencia?

—Trabajando, en su despacho.

Blackraven había pasado las primeras horas de la mañana en un estado de agitación que le dificultó concentrarse en los mensajes cifrados hallados en la habitación de Traver. Deseaba volver a su cama donde Melody seguía durmiendo, pero se impuso terminar con la tarea y se conminó a no molestarla ese día.

Poco duró su decisión. Cuando Trinaghanta se asomó a la puerta y le informó que miss Melody acababa de tomar un baño, subió los escalones de dos en dos. La encontró en el tocador, canturreando con esa voz grave que lo había dejado sin aliento al decirle que lo amaba. Estaba frente al espejo de caballete terminando de ajustarse el salto de cama. El baño encerraba un ambiente íntimo, apenas iluminado, cálido y fragante a causa del vapor del agua y del perfume de los aceites y del jabón.

Se colocó detrás de ella, a escasos centímetros, pero no la tocó. Se miraron por el espejo.

—¿No te molesta que lleve tu bata, verdad? —preguntó Melody, nerviosa, y fingió concentrarse en su peinado—. Trinaghanta dijo que no había inconveniente.

Se quitó las presillas que le sujetaban el rodete, y la cabellera se derramó con la fuerza de su peso, ocultándole la espalda hasta la cintura. Blackraven admiró la exuberancia aleonada de esos bucles rojizos y, sin que Melody lo notase, refregó uno entre sus dedos.

—Todo lo mío es tuyo —dijo, y el matiz serio de su voz la afectó.

—Y todo lo mío es tuyo, Roger. Aunque no has hecho un buen negocio conmigo, pues nada tengo. Sólo a Fuoco, que es tuyo si lo deseas.

La intensidad de Blackraven a veces la asustaba. Madame Odile le había advertido acerca de la naturaleza insaciable de los hijos de Marte, el dios de la guerra. Él, en ese momento, tenía cara de guerrero, dura, severa, atemorizante. Le pegó el cuerpo a la espalda y le rodeó el vientre con los brazos.

—Eres tú lo único que quiero de ti —le exigió al oído—. Te quiero toda, tu cuerpo, tu alma y tu corazón. ¿Son míos, Isaura? ¿Me los has entregado?

—Sí, sí —afirmó ella, mientras él le besaba el cuello y se llenaba la concavidad de las manos con sus senos.

La bata no era capaz de preservarla de la dureza que latía y crecía en la entrepierna de Blackraven. El calor de sus manos traspasaba la seda; no hallaban reposo y la tocaban por todas partes, no quedaba sitio que no hubiesen conquistado. Un impulso desconocido la llevó a mover el brazo hacia atrás y acariciar su bulto. Él sufrió un espasmo violento y largó un resuello, y Melody percibió que sus dedos le apretaban la cintura para sujetarse. No había esperado esa audacia por parte de ella.

—¡No! —exclamó Melody, al ver que Blackraven desataba el lazo de la bata.

—Quiero verte —jadeó él—. Por amor de Dios, necesito verte.

—No, por favor —le imploró.

Él siguió adelante. La bata se abrió dejando entrever un pezón. Blackraven tomó el candelabro y lo colocó frente al espejo, y la pequeña recámara se llenó de luz. Melody apretó los ojos como si con ese acto consiguiese escapar del examen. La seda le lamió los hombros y los costados del cuerpo antes de caer a sus pies. Por fin, desnuda frente a él, se dijo: “Acabemos con esto”.

Era más hermosa de lo que había imaginado, más plena, más mujer, más deliciosa, le hacía acordar a una modelo del Renacimiento.

Isaura Maguire era una mujer de contrastes feroces, toda ella era un misterio, porque la Naturaleza la había moldeado para ser cortesana, pero un ángel le había donado su corazón. Supo con certeza que jamás se saciaría de ella, como si se tratase de una infusión que le calmaba la sed para atizársela momentos después.

Le rodeó el cuello con una mano y percibió que sus pulsaciones aumentaban al acariciarle un pezón; lo fascinaba la tersura y la palidez rosada de esa piel. Su mano, oscura, grande y tosca, sobre el níveo vientre de Melody le dio una magnitud de cuán diferentes eran, de la fragilidad de ella, de la rudeza de él. Le apartó el cabello y se quedó estudiando las marcas del carimbo. Al darse cuenta de que Melody se molestaba, se inclinó y las besó, una a una.

—Si estas cicatrices son tuyas, entonces son mías también. No las tengo marcadas en el cuerpo pero sí en el corazón. Seamos uno, Isaura. Dame tu dolor y líbrate de él.

Jamás había visto un vello pubiano de esa tonalidad, rojizo oscuro, un color que le hizo pensar en el cinabrio. Enredó sus dedos en él hasta alcanzar el punto en el que Melody dio un respingo.

—¿Estás adolorida, amor?

—No.

—Tengo tantos deseos de ti. Anoche me hiciste el hombre más feliz.

—¿Y ahora, Roger? ¿Ahora estoy haciéndote feliz? ¿Te complazco?

—Sí —respondió con vehemencia—. Deseo tanto hacerte el amor. Depende de ti. No sé cómo te sientes esta mañana.

—¿Ahora? ¿De día?

—De día, de noche, a la hora y en el lugar que quieras.

—Entonces, tómame, Roger, por favor.

La cargó en brazos y la llevó a la cama. Comenzó a desvestirse con premura. Melody intentó echarse la sábana encima, pero Blackraven la arrancó de la cama y la tiró al suelo. Desprotegida, se acurrucó sobre su vientre y le dio la espalda. Blackraven siguió quitándose la ropa, sin dejar de mirarla.

—Tienes el trasero más tentador que he visto.

—Roger, por favor.

—Es cierto, cariño. Nunca había visto algo tan delicioso.

La cama se hundió bajo el peso de Blackraven. Melody se mantuvo quieta, boca abajo. Él se acomodó junto a ella y escondió el rostro en su cabello.

—Recuerdo el día en que te conocí, deseé ver tu pelo derramarse sobre tu cuerpo desnudo.

—Siempre te sales con la tuya, ¿verdad?

—Siempre. Aunque no creí que me costara tanto convencerte. Aún me acuerdo de ese primer día. Me hiciste perder los papeles por el asunto de Miora, ¿puedes creerlo? Me sorprendías, me dejabas sin palabra, me enfurecías y segundos después me hacías bajar la guardia.

—Yo te temía muchísimo.

—Sí, lo recuerdo. ¿Ya no me temes, verdad? —Se colocó sobre ella y, con la punta de la lengua, le dibujó el contorno de la oreja, de la mandíbula, del cuello, del redondeado hombro. Deslizó las manos entre Melody y el colchón hasta encontrar sus pezones.

—¿No me temes, verdad? —insistió.

—A veces. —La contestación se escapó en forma de jadeo.

—Haré que nunca más me temas. Quiero que seamos uno solo, ya te lo dije.

Melody escondió la cara en la almohada para sofocar un grito de placer cuando Blackraven la penetró con el dedo. Se arqueó como autómata, inconsciente de que se refregaba contra la erecta virilidad de él. Blackraven se acomodó sobre ella, le abrió las piernas y, desde esa posición, se internó en su cálida suavidad.

Melody volvió a arquearse, llevando la cabeza hacia atrás, mordiéndose para sofocar una protesta. La asaltaban sensaciones contradictorias y no habría sabido definir si experimentaba dicha o miedo. Le dolía, le latía, le provocaba placer, la escandalizaba, la hacía feliz. Blackraven empujaba como si quisiera alcanzar el centro de su ser. Pensó que, para muchos, lo que estaba haciendo era pecado. El rostro de su madre, que a veces se desdibujaba en su memoria, volvió a presentarse con nitidez, y se dijo que jamás podría contárselo al padre Mauro, su confesor. Blackraven le habló como si le leyese la mente.

—Sólo piensa en mí, en este mundo que estamos creando tú y yo. Este mundo es nuestro, sólo nuestro, Isaura.

—Roger —dijo, pero no pudo seguir adelante y comenzó a gemir como si sufriera.

—¡Isaura! —exclamó Blackraven, presa de un violento orgasmo.

Ambos se tensaron en el gozo. El clamor de él atenuaba los lánguidos quejidos de ella, e iba disminuyendo al ritmo de sus embestidas. Al levantar los párpados, Melody descubrió el antebrazo de Blackraven, aún extendido cerca de su rostro, con los músculos en rígida tensión. Le gustaba todo de ese hombre, hasta el mínimo detalle, ese antebrazo, por ejemplo, peludo, bronceado y fuerte. Se sintió dichosa, como si fuese dueña de un gran tesoro. Y ella, que no había tenido ni esperado nada, pensó que era la mujer más rica del mundo.

Blackraven cayó sobre la espalda de Melody y volvió a hundir el rostro en su pelo, apreciando el agradable aroma de sus bucles con cada agitada inspiración que tomaba. Le descorrió los mechones que le ocultaban la mejilla y le besó la sien. Sabía que la abrumaba con su peso, pero no conseguía apartarse de ella. Le contempló el perfil de ojos cerrados y labios entreabiertos, y se sintió tan feliz que casi rompió en una carcajada.

—¿Así que era aquí, en el confín del mundo, donde te escondías, tesoro mío?

Varios esclavos fuertes, entre los que se contaba Servando, movieron la mesa de roble para veinticuatro personas a un costado de la sala, y dos esclavas la cubrieron con un mantel de hilo blanco sobre el cual se acomodaría el ambigú. Otras domésticas habían bajado las arañas y les colocaban velas nuevas, en tanto un grupo se encargaba de los candelabros de plata. Con suerte, no los encenderían sino al final de la tertulia, cuando los invitados comenzaran el lento regreso a la ciudad. Eso ayudaría a mantener la sala fresca en un día de calor.

Béatrice dirigía órdenes a unos y otros, poniendo de manifiesto su naturaleza puntillosa y obsesiva. Blackraven la observaba desde el umbral con una sonrisa. Habían compartido el desayuno temprano esa mañana, y sabía que estaba nerviosa y de mal genio.

—Vaya —se quejó la mujer—, por fin te dignas a aparecer. Necesitaba tu opinión en varios asuntos y debí resolverlos por mi cuenta. Después no te quejes.

—Sabes que jamás pondría reparos a tus decisiones, Marie.

—¿Dónde está miss Melody? —preguntó, con aire severo—. No la he visto en toda la mañana.

—En la planta alta, imagino.

—Me pregunto si esta noche veremos el hermoso solitario que le regalaste en su mano izquierda. No lo ha llevado durante estos últimos días —apostilló, como para sí.

—Se lo verás, como debe ser. Ella será mi esposa, pronto.

—Roger, querido —pronunció Béatrice, y cambió el acento—, sería conveniente que, mientras dure el compromiso, miss Melody y tú vivierais separados. Es pésimo para su reputación que duerman bajo el mismo techo.

—Ya tocamos ese tema —dijo, y Béatrice se sorprendió pues él jamás le hablaba en ese tono.

—¿Qué dirás a los invitados? Verán el anillo en su dedo, querrán saber.

—Marie, te preocupas demasiado en dar explicaciones a los demás. Déjalos que piensen lo que quieran, igual sacarán sus propias conclusiones que nada tendrán que ver con la realidad.

Como era domingo, fueron a misa y después almorzaron en el comedor de diario, frugalmente en vistas del banquete que los aguardaba en pocas horas. Los niños le explicaban a Melody que el señor Blackraven los había autorizado a asistir un rato a la tertulia, hasta que comenzara el baile. Angelita se preocupaba por el vestido, en tanto Víctor y Jimmy pensaban en los manjares y en las bromas que gastarían a las niñas casaderas.

Se retiraron a descansar una hora antes de prepararse para la reunión. Melody, al ver a Servando entre los esclavos que movían muebles y acomodaban sillas, se acercó para saludarlo.

—Babá —lo llamó.

—Miss Melody —dijo el yolof, sin mirarla, retorciendo la boina entre sus manos.

—¿Qué tienes?

—Nada, miss Melody. ¿Qué desea?

—Nada en particular. Saber cómo estás, si hay alguna novedad, si alguien necesita algo. No sé, Babá, nunca tengo que justificar por qué deseo hablar contigo.

—Pero ahora que pertenece al amo Roger quizá ya no deba hablar conmigo.

Melody se quedó muda, entre sorprendida y molesta.

—Yo no pertenezco a nadie, Babá. Lo sabes.

—Se dice que usted es del amo Roger ahora.

—Vamos a casarnos.

Servando levantó la vista, y una mirada recelosa se cruzó con la de Melody.

—¿Nos abandonará, entonces?

—¡Jamás! —aseguró, demasiado pronto pues, en rigor, no había vuelto a tocar el tema de los esclavos con Blackraven—. ¿Se lo has dicho a mi hermano Tomás?

—No.

—No se lo digas, por favor. Yo misma quiero hacerlo.

—Se pondrá hecho una furia. Lo tiene bien atravesado al amo Roger.

—Lo sé, por eso te pido prudencia. Yo hablaré con él.

—Como usté mande, miss Melody. Mi primera fidelidá está con usté.

Melody apoyó su mano en la oscura del esclavo y la apretó en señal de agradecimiento. Se despidieron sin palabras. Melody caminó hacia el patio principal, aunque el calor allí resultaba tan agobiante que decidió buscar cobijo en su dormitorio. A decir verdad, necesitaba estar con Roger. Pero él había expresado que iría a su despacho a solucionar temas pendientes, y no se animó a importunarlo.

No deseaba participar de la tertulia. No pertenecía a la casta que asistiría, no la querían tampoco. La despreciaban por ocuparse de los esclavos y la despreciarían aún más cuando se enterasen de que se había enredado con el conde de Stoneville. Le parecía que el vestido azul Francia que Miora le había terminado el día anterior no era adecuado, que sus pechos se le escaparían al primer movimiento brusco. Y ella solía ser brusca, su madre siempre se lo marcaba. Tampoco sabía bailar, no recordaba las lecciones de Lastenia. Se convertiría en el hazmerreír, en el blanco de las pullas y críticas de los amigos de Blackraven.

Se tiró en su cama e intentó descansar. La despertó una caricia en la frente.

—Isaura —dijo Blackraven, al tiempo que Trinaghanta corría las cortinas y daba paso a la luz.

—Roger, mi amor —suspiró, y dejó caer sus párpados de nuevo—. ¿Y los niños? Tengo que aprestar su ropa y peinarlos.

—Descuida, la señorita Leo se ocupa de ellos. Mira quién ha venido a visitarte.

—Veo que está consintiéndola demasiado, excelencia. Se ha vuelto una perezosa.

—¡Madame! —exclamó Melody, y abandonó la cama.

—¡Mi niña!

—Las dejo a solas —anunció Blackraven y, con un ademán, le indicó a Trinaghanta que lo acompañara fuera.

Melody acercó la silla del tocador para Odile; ella se sentó en el borde de la cama.

—¡Qué magnífico solitario! Debió de costarle una talega.

—Su visita es muy oportuna —se alegró Melody—. Hoy la necesito.

—El Emperador piensa igual. Fue él quien me mandó llamar. —Melody levantó las cejas—. Me envió esta nota a casa, hoy por la mañana. Te la leeré porque está en francés.

—Al menos permítame conocer su caligrafía.

De trazos claros y grandes, algo inclinada hacia la derecha, denotaba la firmeza y decisión de su autor. En el sello de lacre, distinguió el águila bicéfala del escudo colgado en el despacho. Madame tomó el papel y leyó.

—“Mi estimada señora, espero que al recibir mis saludos se encuentre usted en perfecto estado de salud. Le escribo para rogarle, si no es inoportuno, que venga a hacernos una visita al Retiro esta tarde. Mi adorada Isaura la necesita. A sus pies, Blackraven. P. D. Mi carruaje pasará a buscarla a las tres de la tarde por su casa y la llevará de regreso”. —La señora dobló la nota y la devolvió a su escarcela—. Ah, querida —suspiró—, has sido tan afortunada al encontrar a un hombre como el Emperador. Dime, ¿por qué me necesitas? ¿Qué ha ocurrido? —La miró con intensidad, entrecerrando los ojos—. Ya eres mujer. La mujer del Emperador.

—¿Tanto se nota? —se desalentó Melody, y se cubrió las mejillas coloradas.

—Sólo una mujer como yo notaría esas sutilezas, querida, no te desanimes. Nadie más lo percibirá. ¿Estás bien? ¿Cómo te sientes?

—Muy extraña, madame. Me ha hecho cosas que ni usted, con lo poco prejuiciosa que es, aprobaría.

—Lo dudo —desestimó, con un aventón de mano—. Yo aprobaría cualquier cosa que me hiciera el Emperador. Querida, tienes que entender que, entre un hombre y una mujer, todo está permitido en tanto y en cuanto los dos lo deseen y ninguno resulte lastimado.

—Mi madre jamás me habría dicho eso.

—Ya hemos hablado de que tu madre era una mujer triste y amargada. Ahora dime, olvidando a tu madre y a todos los demás, ¿cómo te has sentido? ¿Has sido feliz entre sus brazos?

El rubor de Melody se acentuó y los ojos se le iluminaron.

—Muy feliz, madame. Oh, claro que hubo mucho dolor.

—Es normal las primeras veces. Poco a poco irás tomando confianza y no volverá a doler. Debes entregarte con fe ciega a ese hombre. Hazme caso. Él te adora, Melody. Pocas veces he visto a un hombre de la talla del Emperador mirar a una mujer con la reverencia con la que él te mira a ti. Me atrevería a decir que tú eres la primera mujer a la que Blackraven ama verdaderamente.

Melody ponderó esas palabras y se preguntó, no por las amantes de Roger, que sabía numerosas, sino por las mujeres que él había amado. Si bien le había dicho que, como a ella, jamás había amado a nadie, le pareció inverosímil que un hombre como él, en ocasiones puro fuego, no hubiese sentido antes con la misma intensidad.

—Esta tarde habrá una tertulia en el Retiro.

—El Emperador me lo informó mientras subíamos. Me dijo que era su deseo que te animase y te ayudara a prepararte.

—No quiero asistir.

—Debes hacerlo. Es tu deber como anfitriona. No me mires con esa cara. El Emperador te considera su mujer y cuenta contigo para hacer de señora de la casa.

—La señorita Béatrice es la señora de la casa.

—Tú también lo eres. Vamos, de pie.

Al final, Melody se divirtió. Con sus escandalosas ingeniosidades, madame Odile la hizo reír y olvidar sus temores. Acomodó sobre el tocador todos los frascos y avíos que Blackraven le había comprado. Le indicó que se quitase esas ropas y que, en bata, se sentase frente al espejo. Le soltó el cabello y la estudió. Comenzó por untarle las manos, los brazos, el cuello y el escote con una mezcla de alcanfor, aceite de almendras dulces y cera de abejas que le suavizó y humectó la piel. El frío del alcanfor la refrescó en tanto que la delicadeza de madame logró serenarla. Embebió un trapo en una loción de hamamelis con el que le limpió el rostro y usó una de rosas para devolverle el brillo a sus mejillas.

—No será necesario el polvo de arroz —dictaminó Odile—. Tu blancura natural es adorable. Además, al Emperador no le gustará verte maquillada en exceso. Destacaremos esos enormes ojos que tienes y los labios, nada más. Ni siquiera añadiré carmín en tus mejillas.

Melody quedó conforme con el tocado, un rodete en la coronilla adornado con una tira de perlas; aunque algunos rizos le caían sobre las sienes, madame Odile decidió no quitarlos pues, en su opinión, le otorgaban un aspecto fresco y juvenil. La ayudó a vestirse, los calzones, las medias de seda, las enaguas, la crinolina, los chapines de raso, la almilla, el ajustado corsé y por fin el vestido. Madame no lo comentó, pero una gargantilla y un par de aretes habrían completado la estampa espléndida de Melody.

—Tengo mi perfume en el bolso. Ven, querida, te pondré un poco.

—Roger me compró un perfume —y se lo mostró.

Frangipani, ¡qué acertado! —La perfumó con generosidad, incluso en la hendidura que formaban sus apretados senos.

Blackraven entró en la habitación y la contempló en silencio con una expresión difícil de desentrañar. En realidad, se había pasmado ante la transformación de Melody, y la severidad de su mueca se debía a que no deseaba compartirla con una caterva de hombres que no apartaría la vista de su voluptuoso escote.

—¿No está adorable mi niña, excelencia? —preguntó Odile—. Será la más hermosa de la tertulia.

—Eso me temo —masculló.

—Excelencia —simuló sorprenderse la mujer—, ¿no será usted del tipo celoso y posesivo, verdad?

—Lo soy, madame.

Odile se rió y entrelazó su brazo en el de Blackraven. Con disimulo, le dijo:

—No la mire así, excelencia. Está asustándola.

—Estás preciosa, cariño. Me he sorprendido al verte.

—Te entiendo, Roger. Yo misma no me he reconocido en el espejo. ¿Qué deseas que cambie? ¿Quizá debería quitarme el color de los labios? Están muy brillantes a causa de la manteca de cacao. Tampoco debería haberme remarcado los ojos, ¿verdad? El vestido es escandaloso.

Blackraven la tomó por la cintura, y el delicado talle de Melody quedó encerrado entre sus manos. La estudió de cerca y se apartó Un poco para admirar el corte del vestido que le delineaba las curvas. Se inclinó y le besó el escote, sobre la piel desnuda.

—Llevas el perfume que te compré.

—Me lo puse para ti.

—No te descuides o devoraré tus labios como si fueran una fresa.

Melody se puso en puntas de pie y lo besó en el cuello, embriagándose con el perfume de algalia con el que Blackraven solía mojarse después de la rasurada.

—He venido a traerte esto —dijo él, y extrajo un estuche del interior de su chaqueta—. Ayer, antes de volver al Retiro, pasé a buscarlo por lo del orfebre.

Melody acarició el terciopelo verde antes de levantar la tapa. Se trataba del aderezo de brillantes y zafiros que le había prometido tiempo atrás. Se le antojó demasiado, y pensó en aquéllos que no tenían nada, en los esclavos, alimentados a mondongo y achuras, y en los niños del orfanato que solía visitar con el padre Mauro. El gesto de expectación de Blackraven, como el de un niño ansioso, le impidió mencionarle sus escrúpulos.

—Es bellísimo, Roger —y volvió a ponerse en puntas de pie para besarlo en los labios—. Gracias, mi amor. Nunca tuve algo tan hermoso.

—¡Excelencia! —se pasmó Odile—. ¡Qué soberbio aderezo! Parece comprado a propósito del vestido.

Blackraven colocó la gargantilla en torno al cuello de Melody, y Odile la ayudó con los colgantes.

—Ha hecho un excelente trabajo, madame. Isaura, sin duda, será la mujer más apetecible de la tertulia, y yo me lo pasaré espantando a los majagranzas que intenten quitármela.

—No se queje, excelencia, que tiene con qué hacerles frente —señaló Odile, y le pellizcó el músculo del brazo.

Blackraven se excusó; en breve comenzarían a llegar los invitados. Trinaghanta apareció momentos después con el servicio de té.

—Madame —suspiró Melody, mientras le pasaba una taza—, me sentiría tan tranquila si usted se quedase esta tarde. Sería un gran consuelo para mí tenerla cerca. Usted me indicaría cómo conducirme, cómo bailar. Es la primera vez que tomo parte en una reunión con gentes decentes.

—Nada me complacería más que acompañarte, querida. Pero es imposible. La mayoría de los hombres que asistirán hoy al Retiro son clientes de mi burdel. ¿Te imaginas sus mohines si me viesen entre los invitados? No te preocupes, aún queda media hora. Será suficiente para refrescar esos pasos de baile que tu madre alguna vez te enseñó.

Béatrice paseó la mirada por la sala con satisfacción. La llegada del virrey y de la virreina había marcado el momento de mayor esplendor de la tertulia. La gran sala del Retiro se hallaba atestada de gente de calidad y rango, que departían en grupos, algunos en torno a la mesa, otros más alejados, tomando mate o la gran variedad de bebidas. La orquesta del maestro Corelli ejecutaba adagios y suaves melodías, preludio del baile. Las domésticas entraban y salían con bandejas, mientras algunos mulecones abanicaban con paipais a las matronas de fuste.

Béatrice pensó que se podía adivinar la inclinación ideológica de cada invitado por el modo en que vestía. Los jóvenes criollos que en secreto pugnaban por la libertad lo hacían al estilo borbónico o francés, más bien recargado y cuidado, con calzones blancos a la rodilla, también llamados culottes, casacas de vivos colores que se abrían hacia atrás, camisas con encaje en la pechera, puños con puntilla conocidos como “llorones” pues se derramaban sobre la mano, y zapatos de taco alto y grandes hebillas doradas. Era el estilo de Manuel Belgrano, el muchacho pálido y de refinadas facciones que conversaba con Roger en el patio principal.

En contraste, los tenaces defensores de la Corona Española —Manuel de Anchorena, Gaspar de Santa Coloma y Juan Larrea— presentaban un severo atuendo de larga casaca negra cerrada hasta el cuello donde apenas asomaba una golilla blanca, y calzones, ocultos por las calcetas. Por lo general, llevaban un sombrero redondo de ala ancha. “Sólo mirarlos”, pensó Béatrice, “y ya me siento acalorar”. Otros personajes lucían atuendos privativos de su oficio: los médicos empuñaban bastones amarillos con borlas negras; los militares lucían sus trajes con veneras y medallas. Don Francisco de Lezica y don Anselmo Sáenz Valiente, los alcaldes de primero y segundo voto, enristraban sus varas de justicia a modo de lanzas al tiempo que proferían sus pareceres. Los oidores de la Real Audiencia se destacaban por sus capas cortas y encarnadas que colgaban de un hombro, además de una mueca de superioridad inherente al cargo.

Blackraven, de fraque negro, con camisa blanca de popelín, resultaba el más elegante. “Debido a su tamaño”, caviló Béatrice, “ese traje es la mejor elección”, y ocultó una sonrisa tras el abanico al imaginarlo en el recargado estilo borbónico, sus gruesas piernas confinadas en los culottes y las duras facciones de gitano enmarcadas en una nube de encaje. Seguía en el patio principal, ahora circundado por una pléyade que lo escuchaba con respeto. Aunque concedía toda su atención a los invitados, un ojo conocedor habría advertido que a menudo buscaba entre el gentío al objeto de su mayor interés: miss Melody.

Béatrice lo descubrió observándola en ese instante. La muchacha regañaba a Jimmy y a Víctor en una esquina del patio. Se veía muy hermosa en ese vestido de seda azul. Por cierto, su belleza desconcertaba. Muchos habrían opinado que sus fuertes rasgos —el oscuro arco de las cejas, los altos pómulos, los ojos grandes y algo rasgados, los labios gruesos, la decidida barbilla— se asemejaban a los de una mujerzuela. Ella, en cambio, los encontraba armónicos y delicados; a veces se quedaba admirándola, en especial cuando tocaba el arpa. En definitiva, aunque miss Melody tuviera labios negroides —eso solía decir doña Bela—, la palidez de su rostro presentaba la belleza inmarcesible de una princesa austríaca. ¿Se parecería a su madre? ¿Tendría algo de su padre, el irlandés? La tonalidad del cabello, sin duda. ¿Qué mezcla de sangres le habría impreso esos lineamientos tan peculiares, convirtiéndola en esa atractiva criatura de contrastes? Al verla ataviada con los mejores géneros y joyas, y ese adorable tocado, admitió que la sorprendía que, detrás de esa muchacha de ropas bastas y cabellos alborotados, se hubiese escondido una beldad que le había quitado el aliento a la mayoría de los caballeros de la tertulia.

No se engañaría: sentía celos de miss Melody, no de su belleza sino del amor que le inspiraba a Roger. “¡A Roger!”, exclamó para sí, a quien ella había juzgado un libertino incurable, incapaz de tomar a ninguna mujer en serio, excepto a ella, su adorada Marie. Siempre pensó que, para su primo, ella era la única, la más importante. Había arriesgado el pellejo para liberarla de la sórdida realidad a la que los sucesos históricos la habían condenado; se erigió como su protector, la escondía en el fin del mundo, le daba a manos llenas, la consentía. No se resignaba a compartir el corazón de Roger y, a pesar de que el amor que los unía era fraterno, la invadía ese sentimiento de envidia y celos del cual le habría gustado desembarazarse. Le vinieron a la mente las palabras de Shakespeare: “El regocijo hiere a fondo un alma torturada”, y se abatió.

Sus ojos se cruzaron con los de William Traver. Él la contemplaba con una intensidad que le calentó la sangre, tiñéndole las mejillas. Esbozó una sonrisa con timidez, escabulléndole a su mirada, sintiéndose hermosa, deseada y amada. Alguien se dirigió a Traver, y Béatrice aprovechó para darse vuelta y agitar el abanico sobre su acalorado rostro. Jamás pensó que, a esa edad, creyendo que se consagraría como solterona, un hombre la deseara, menos aún que la amara. La vida le daba una oportunidad con William Traver, y poco le importaban los recelos de su primo.

No supo si se trató de la audacia que el sentimiento de Traver le imprimió a su ánimo o de una certeza que, después de varios días de cavilaciones, la invadió al fijarse en el señor Désoite, pero terminó por aproximarse y llamarlo por su verdadero nombre.

—Luis Carlos —dijo, en un susurro apenas audible.

El señor Désoite se volvió con rapidez.

—Luis Carlos —insistió Béatrice, con ojos arrasados.

El joven la miró con una seriedad que no transmitía extrañeza sino desconfianza. Béatrice cerró su abanico, ensayó un gesto elocuente y marchó hacia los interiores. Désoite dudó un momento antes de seguirla. En el otro extremo del patio, William Traver observaba el intercambio con atención.

Como Blackraven nunca amaba u odiaba a nadie, sino que juzgaba a las personas desde el punto de vista de la utilidad, no se hallaba cómodo con ese sentimiento de profunda ojeriza que estaba experimentando por Bruno Covarrubias. En resumidas cuentas, deseaba borrarle de un trompazo la sonrisa y volarle los dientes. Había mariposeado alrededor de Melody toda la tarde. Si no hubiese estado tan furioso, se habría desternillado de risa al evocar el gesto de palurdo de Covarrubias al descubrirla en la sala. El esclavo le pedía los guantes y el sombrero, y el joven abogado seguía mirándola con ojos de besugo.

En ese momento, nada le parecía gracioso, pues Covarrubias, al sonido de la primera pieza, se había apoderado de Melody y la conducía al centro del salón para bailar un minué. Alguien le apretó la cintura con familiaridad. Se dio vuelta, medio enfadado, y se topó con Bernabela.

—¿No me invita a bailar, excelencia?

—Será un placer, doña Bela —contestó, movido por los celos.

Se dio cuenta de que Melody los observaba, y se inclinó para escuchar un comentario de su compañera y reír. Bela, a quien no escapaba la intención de Blackraven, manifestó:

—Creo que miss Melody se ofendió conmigo. —Roger arqueó una ceja—. Aunque no entiendo la causa. Yo sólo le pregunté a cuántos esclavos les compraría la libertad con ese aderezo que tú le obsequiaste.

—Bela, te lo advierto: déjala en paz.

—¿Por qué habría de hacerlo? —se fastidió—. Ella me quitó lo que más amo en este mundo.

—No sabes lo que dices.

—Por supuesto que lo sé. No admito que una jovenzuela de clase baja, fea y vulgar me arrebate a mi hombre.

—¡Baja la voz!

—¿Qué sabes de ella, Roger? —se impacientó—. No conoces nada acerca de su pasado. Bien podría ser una delincuente. Intuyo que no es trigo limpio.

Blackraven siguió inmutable, aunque un persistente aleteo de sus fosas nasales y la línea de sus cejas que se volvía más negra y gruesa la previnieron: no debía juguetear con el león.

Melody había soportado demasiado en esa fiesta: las miradas ominosas, los cuchicheos, los bruscos cierres de abanico, los comentarios solapados y los desaires, aunque nada la molestaba tanto como ver a Roger y a doña Bela disfrutando de una pieza de baile. Se preguntó de qué hablarían. La furia se agitaba en su interior y la volvía desmañada; no lograba recordar las indicaciones de madame Odile, se olvidaba los detalles de los pasos, de las entradas y las salidas, y ya había pisado al pobre Bruno tres veces.

—Miss Melody —dijo Covarrubias—, ¿podría hacerle una pregunta?

—Sí, Bruno, dígame.

—¿Es cierto lo que se dice acerca de su compromiso con el señor Blackraven?

—Sí, es cierto.

Covarrubias le apretó la mano y le hizo doler.

—¡Cómo es posible, miss Melody! ¿Usted y Blackraven? Él no la merece, de ningún modo. Usted es demasiado para ese mujeriego y libertino. ¿Sabe con cuántas de las damas que visitan hoy el Retiro tuvo asuntos ese señor? Con varias, le aseguro.

Melody trató de separarse, pero Covarrubias le apresó la mano y siguió conduciéndola por el salón.

—Usted es un ángel. Él, en cambio, es un hombre corrupto e inescrupuloso, capaz de llegar a cualquier extremo por un poco más de poder o dinero. Es insaciable. ¡Es bastardo, hijo de una ramera! —escupió al fin, y se quedó callado y agitado.

Melody soltó la mano de su compañero y se alejó de la hilera de bailarines. Covarrubias la siguió con gesto afligido y la detuvo por la muñeca. Blackraven dejó a Bela y se desplazó por el borde de la pista con la actitud de un depredador, concentrado en la mano del abogado que osaba tocar a Isaura.

—Melody —pronunció Bruno, en tono de súplica.

—Suélteme.

—Le ruego que perdone mi exabrupto. Usted sabe que yo la amo, con todo mi corazón, y el dolor de saberla en manos de un hombre como Blackraven está matándome.

—Lo que me apena es que usted haya resultado un prejuicioso. Si el señor Blackraven es bastardo me tiene sin cuidado. Por otra parte, no creo en las acusaciones que usted, con tanto descuido, pronuncia acerca de su persona.

—Perdóneme. Volvamos a la pista de baile.

—Lo siento, Covarrubias —dijo Blackraven, y el abogado se apartó con un sobresalto—, mi prometida bailará el vals sólo conmigo.

Guió a Melody hasta el centro del salón. En lo que iba de la tertulia, se había mantenido alejado de ella, y los chismes acerca de su relación parecían carecer de fundamentos. Una de las matronas, doña Rosario de Lavardén, apelando a la autoridad que sus años y su alcurnia le otorgaban, le preguntó a boca de jarro si había pedido a miss Melody en matrimonio. Blackraven le dispensó una sonrisa entre condescendiente e irónica antes de hablar.

—¿Vuestra merced lo desaprobaría?

—Bueno —balbuceó la señora—, yo no conozco… Es una hermosa joven, por cierto. De todos modos, yo no sé… En fin, ¿qué podría decir?

—Disfrute la tertulia, doña Rosario —pronunció Blackraven, y se alejó después de una inclinación.

En ese momento, las habladurías tomaron un nuevo cariz. De algún modo, hasta los menos perceptivos y observadores percibieron el halo de sensualidad que envolvía a la pareja, incluso notaron el sentido de posesión de esa mano sobre la cintura de la muchacha.

—Estás angustiada —dijo Blackraven—. ¿Qué te dijo Covarrubias para ponerte en este estado?

—Nada. Es que tú quieres que baile el vals y yo no sé hacerlo. No quiero avergonzarte frente a tus amigos.

—Estas personas no son mis amigos. Y no me avergonzarás. Sólo relájate y déjate conducir por mí. La palabra vals proviene del alemán, walzen, que significa girar. Esta danza no es más que eso, Isaura, girar y girar sobre nosotros mismos.

En especial los más viejos se alborotaban con ese “baile de abrazo”. Lo consideraban indecente por lo intimista. Las generaciones jóvenes, en cambio, lo encontraban de su agrado y comenzaban a imponerlo. Entre los brazos de Blackraven, mientras bailaban al compás de una exquisita música, Melody se sintió etérea. “Uno, dos, tres, uno, dos, tres”, repetía y giraba. Blackraven la conducía con una habilidad que se contraponía a su corpulencia. Los valses se continuaban, y ellos seguían danzando, despreocupados de las miradas y de los cuchicheos tras abanicos. La mirada de Blackraven nunca se apartaba de la de Melody y, en tanto la joven ganaba confianza, su cuerpo se relajaba.

A continuación del patio principal, en dirección a la zona de la servidumbre, había un pequeño cuarto donde Béatrice solía retirarse a leer o a coser. Allí la encontró el señor Désoite, sentada en su mecedora, la vista fija en una miniatura de engaste de oro y piedras preciosas. Entró y cerró la puerta. Béatrice levantó la mirada y le sonrió.

—¿Cómo sabe usted mi verdadero nombre? —preguntó en francés—. ¿Acaso se lo ha mencionado el señor conde?

Béatrice dejó la mecedora y se acercó.

—¿Te acuerdas de esto? —y le entregó la miniatura con el retrato de una mujer rubia.

Désoite se la colocó en la palma de la mano y la observó por algunos segundos. Las lágrimas le bañaban las mejillas cuando habló.

—Al igual que las demás pertenencias de mi madre, la creí perdida durante los días de la Revolución.

—¿Te acuerdas del secreto que guarda esta miniatura?

Sin vacilar, el joven la dio vuelta y enseguida halló el mecanismo que, al accionarlo, levantó una tapa ovalada. Dentro había tres mechones de un rubio casi platinado.

—Ella me la entregó antes de que la confinaran en soledad —explicó Béatrice—, antes de que la enjuiciaran.

—¿Acaso tuvo usted acceso a la celda donde la tenían prisionera? —inquirió Désoite—. ¡Dígame, por favor! —suplicó, con la voz cargada de desesperación conmovedora.

—Yo no tenía acceso a la celda. Yo vivía en la celda, junto con ella y con mi tía, madame Elizabeth.

A pesar de que la tertulia se desarrollaba a pocos metros, el silencio que sobrevino se asemejó al de un páramo en invierno. Désoite había dejado de respirar; contenía el aire al igual que la pregunta que no se atrevía a formular. Béatrice volvió a sonreírle y le acarició la descarnada y húmeda mejilla.

—Mi adorado hermano Luis, mi pequeño y dulce Luis. Soy yo, tu hermana mayor, Marie Teresse Charlotte, a la que solían llamar Madame Royale. Tú y yo somos los hijos de Luis XVI, rey de la Francia y Navarra, y de María Antonieta Josefa Juana de Habsburgo-Lorena, archiduquesa de Austria y reina de la Francia y Navarra.

La palidez se pronunció en el semblante de Pierre Désoite como reflejo de su turbación. Soltó un soplido, una exclamación también y cayó en la mecedora. Se tomó el rostro con las manos y lloró con profunda amargura. Béatrice se precipitó a su lado y lo acunó. Más tranquilo, el joven volvió a levantar la vista y, mientras estudiaba a esa mujer, las memorias de la infancia, de los años felices, lo aturdían.

—¿Cómo no te he reconocido, Marie? —se preguntó.

—Eras muy niño cuando nos separaron en la prisión del Temple, y yo he cambiado.

—No, ahora que te miro advierto que sigues siendo la misma. Dime, ¿acaso el conde te dijo quién era yo?

—Nuestro primo Roger no me ha dicho palabra. Supongo que te ha traído aquí para que te reconozca, algo que hice sin dificultad.

—El conde aún duda de que yo sea Luis XVII.

—No puedes culparlo, Luis. Los impostores le han hecho difícil tu búsqueda. Te ha traído hasta aquí para protegerte porque considera que es muy probable que tú seas el hijo de Luis XVI.

—¿Cómo me has reconocido, Marie?

—Apenas te vi, sentí la más profunda emoción. Y no se trataba de que fueras francés, detalle que Roger había deliberadamente soslayado al informarme de que pronto nos visitaría un amigo. Supongo que no deseaba predisponer de ningún modo mi imaginación. En fin, al verte días atrás descender del carruaje, sin haber escuchado siquiera tu voz, el corazón me dio un vuelco porque pensé: “Éste es mi hermano Luis Carlos”. Callé, por prudencia, decidí sofocar mis expectativas y esperar. Más tarde, cuando el perro mordió tu brazo y pude ver esa marca de nacimiento que tienes cerca de la muñeca, ya no albergué duda alguna.

—La marca que se asemeja a la flor de lis.

—Eso solía decir nuestra madre con orgullo, ¿recuerdas? —El muchacho bajó la vista—. Los días en tu compañía sólo han servido… Luis, ¿qué tienes? ¿Por qué lloras, querido? No, por favor, no más lágrimas.

—¡Perdóname, Marie! —sollozó—. Por mi culpa murió nuestra madre.

—Luis, ¿qué dices? Tú no tienes culpa alguna, querido. Ya cálmate.

—La culpa me agobia desde tan temprana edad —se lamentó—. Sí, fue a causa de esa confesión que Hébert me hizo escribir y rubricar donde infamaba tan injustamente a nuestra madre, que ella murió guillotinada. ¡Fui un cobarde! —exclamó, apretando los dientes, castigando con su puño la mesa—. Me amenazaron con el cadalso y me quebré. Desearía estar muerto.

—¡No digas eso! ¿No te das cuenta de que me has devuelto la alegría de vivir? Sólo deseo que vivas, y que vivas para siempre conmigo. Nunca volvamos a separarnos, Luis. ¡Tantos años de desdicha! Roger ha propiciado nuestro reencuentro. Ahora viviremos felices.

Béatrice lo abrazó con fuerza, como si, al aferrarse a su hermano menor, se aferrase a la vida misma. Se escuchó un golpe, el de la puerta que batía contra la pared. William Traver miraba el cuadro con ojos inyectados de odio. Le había tomado mucho rato encontrarlos, se había perdido varias veces en los laberínticos pasillos de esa mansión, pero al fin había dado con ellos para descubrir lo que sospechaba: eran amantes.

—¡Señorita! —exclamó, ciego de ira.

—¡William! —prorrumpió Béatrice—. ¡No es lo que cree! ¡Aguarde! Puedo explicárselo.

Luis se quedó solo, con la miniatura en la mano. Accionó el mecanismo y abrió la tapa de nuevo. Pasó el dedo por los delicados mechones rubios que pertenecían a los tres hijos de Luis XVI y María Antonieta: Madame Royale, Luis José, muerto a los ocho años, y Luis Carlos, o Luis XVII, rey de la Francia y Navarra.

Melody escuchó que Blackraven y unos hombres mencionaban al comerciante vasco Martín de Álzaga.

—La reciente muerte de su sobrino le ha impedido asistir esta tarde al Retiro —informó Manuel de Anchorena.

—Entiendo que se trató de un asesinato —comentó Blackraven.

—Sí —replicó Gaspar de Santa Coloma, con cierta incomodidad y sorpresa ya que su amigo Martín deseaba que el asunto no adquiriese estado público.

—Ojalá apresen al culpable —deseó Roger, y los demás asintieron.

—De todos modos —expresó Juan Larrea—, el señor de Álzaga le ruega a su excelencia que lo reciba en su casa de San José cuando nos visite en la ciudad.

—Oh, pues bien —dijo Blackraven—, mañana tengo planeado ir a la ciudad. Iré yo mismo a la casa del señor Álzaga, si eso no es inoportuno para él.

—¡Claro que no! —aseveró Santa Coloma, y su entusiasmo demostraba que, cualquiera que fuera el negocio que su amigo Álzaga tuviera entre manos, una tajada terminaría en su faltriquera.

Melody los vio alejarse con aprensión. No le gustaba Martín de Álzaga, en realidad, lo despreciaba. Había labrado su fortuna, que algunos estimaban vastísima, gracias al contrabando y al comercio negrero. Se lo tenía por hombre de férrea voluntad, de rápida inteligencia y objetivos claros, capaz de las acciones más inescrupulosas para alcanzarlos. Tiempo atrás, Papá Justicia le había contado que El Joaquín, un barco negrero propiedad de Álzaga, había partido desde Mozambique hacia las costas del Plata con un cargamento de trescientos un africanos. Al tocar puerto en Montevideo sólo quedaban treinta. Las autoridades de la Junta de Sanidad, lideradas por el doctor Juan Cayetano Molina, con el apoyo del gobernador Ruiz Huidobro, pusieron en cuarentena a El Joaquín hasta descartar la posibilidad de una peste. Álzaga, que peleaba por la liberación del barco y del resto de la carga, alegaba que los negros no habían muerto a causa de una peste sino de sed. A Melody la estremecía la liviandad con la cual el comerciante admitía que su carga había perecido torturada a causa del racionamiento del agua, situación que ocurría con frecuencia debido a que, en los puertos del África, se cargaban menos toneles con agua dulce para dar espacio a los productos que se contrabandearían en Buenos Aires. No deseaba que Roger hiciera negocios con Álzaga, pues su dinero estaba manchado con la sangre de los africanos.

Melody se quitó el vestido con la ayuda de Trinaghanta. A pesar de la almilla, le quedaron las marcas de las ballenas del corsé impresas sobre la piel. Contempló en el espejo la gargantilla de brillantes y zafiros, admirada de la perfección de las gemas y de lo hermosa que se sentía con esa alhaja. Doña Bela le había preguntado a cuántos esclavos le compraría la libertad cuando la vendiese. Apretó las piedras, decepcionada de sí pues de pronto le pareció que no podría deshacerse del obsequio de Roger ni siquiera para comprar la libertad de aquéllos por quien tanto se preocupaba.

Se trataba de una noche calurosa, por lo que aceptó de buen grado que la cingalesa la asistiera con un rápido baño de esponja. Estaba a gusto en compañía de la exótica sirvienta, no la embarazaba que la viese desnuda ni que le confiriera el trato de una princesa; lo hacía sin obsecuencias ni exageraciones. Entre ellas se había entablado un tácito acuerdo de confianza, y resultaba asombroso que se hubiesen conocido apenas semanas atrás. Hacía días que no se preguntaba si era o había sido la amante de Blackraven y deseaba ganarse su amistad.

Cómoda y limpia, sentada frente al espejo, Melody se dejó desarmar el peinado y trenzar el cabello. Cerró los ojos, aletargada por las manos de Trinaghanta, por la acción sedativa del sonido de su respiración y por el cansancio que comenzaba a mellar sus fuerzas.

Los últimos invitados, los hermanos Rodríguez Peña, se habían ido cerca de las nueve de la noche, una hora peligrosa para enfrentar el camino a la ciudad. Blackraven les ofreció habitaciones en el Retiro, pero don Saturnino adujo que su cochero era un gran baqueano, conocedor de la zona y que no había riesgo. Melody agradeció cuando la puerta se cerró tras ellos. Habría preferido que Béatrice tomase el lugar de anfitriona; ella y la señorita Leo eran dos inexpertas.

—¿Y mi prima, la señorita Béatrice? —había preguntado Blackraven a Trinaghanta, una vez despedidos los Rodríguez Peña; la muchacha le respondió que no sabía de ella—. Búscala. Dile que deseo verla en mi despacho. —Después, se dirigió a Somar—: Asegúrate de que todo esté en orden y luego vete a descansar.

Melody salió al balcón. Todavía escuchaba a Trinaghanta en el dormitorio que recogía las prendas y acomodaba el tocador con sigilo para no despertar a Jimmy. Se desató la bata, extendió los brazos e inspiró. Había comenzado a soplar una leve brisa que se enredaba en la batista de su camisón y le hacía flamear el salto de cama. Miró en dirección al río, y la imponencia de aquel paisaje oscuro, con destellos blancos de luna llena, le dio miedo y la cautivó también, sensaciones antagónicas como las que le producía Roger Blackraven.

Covarrubias lo había acusado de libertino y de don Juan, lo había llamado inescrupuloso y deshonesto. Como estimaba a Bruno, la inquietaba que un hombre de sólidos valores opinara en esos términos de Blackraven. Se convenció de que lo movían los celos. De igual manera, la aterraba dudar y desconfiar. Las palabras de Covarrubias estaban afectándola más de lo que se atrevía a admitir. Necesitaba ver a Blackraven para que sus vacilaciones se esfumaran. Volvió al dormitorio y le habló a Trinaghanta en voz baja.

—¿Sabes si su excelencia está en su habitación?

—No creo, miss Melody. De seguro, aún se encuentra en la biblioteca.

De hecho, no lo encontró en el dormitorio. Se dirigió a la planta baja, cruzó el patio principal y entró en la casa, oscura y silenciosa. Los esclavos, después de poner un poco de orden en la sala, se habían retirado a descansar. Abrió la puerta del despacho y Sansón caminó a su encuentro.

—Ve a cuidar de Jimmy —le indicó, y cerró tras el terranova.

Escuchó el golpe seco del taco contra la bola y se dirigió a la sala contigua. Blackraven circundaba la mesa estudiando el próximo tiro.

Llevaba el torso desnudo y el pelo suelto. A pesar de la intimidad compartida, su semidesnudez y corpulencia la turbaron, e hizo un esfuerzo por mantener la ecuanimidad. De algún modo, el tatuaje que lucía en el brazo izquierdo la llevó a pensar en los calificativos con que Covarrubias lo definía. Había algo sórdido en torno a ese dibujo, como si se tratara de la expresión visible de la parte oscura.

Blackraven levantó la mirada y la vio esperando en la puerta. Le sonrió con una calidez reconfortante. Dejó el taco sobre la mesa y se acercó. La envolvió en sus brazos y la apretó contra su pecho, embriagándose del aroma a frangipani y a jabón, percibiendo la vulnerabilidad y los recelos de ella. La tertulia la había afectado.

—Tenía tantos deseos de ti. Pero no quería molestarte esta noche. Imaginé que estarías muy cansada.

—Estoy muy cansada. De todos modos, necesitaba verte. Yo también tenía deseos de ti —admitió, en voz baja.

Blackraven volvió a abrazarla, sonriendo, dichoso. La separó un poco y le tomó el rostro entre las manos.

—Mi dulce Isaura. Has tenido que soportar tanto a lo largo de esta tarde por mi causa. Perdóname, no debería haberte expuesto a esta feria de hipócritas.

—Nada me molesta si tú me dices que me amas, si tú me dices que soy importante para ti.

—Isaura —se emocionó Blackraven—. Te amo tanto que a veces me asombro. Yo, que había perdido la capacidad de sorprenderme, desde que te conocí no he hecho otra cosa que sentirme vivo. Reconozco que soy un hombre frío y calculador, evito los vicios porque no deseo que nada domine mi mente ni mi cuerpo. Me gusta estar en control de todo. Y ahora, que tú tienes el control sobre mí, me siento dichoso.

—Yo no deseo dominarte, Roger. Sólo deseo hacerte feliz.

—Lo haces, amor mío. Tú quizá, por ser tan joven, no comprendes el valor que tu entrega tiene para mí. Me has dado todo al confiarme tu inocencia, al convertirte en mi mujer. Soy un hombre de grandes riquezas, Isaura, pero cuando pienso en mi posesión más preciada sólo tu nombre viene a mi cabeza. Isaura, Isaura… Podría repetir tu nombre mil veces.

La besó con pasión. Ella necesitaba de su intensidad y urgencia porque de ese modo se convencía de que ella era todo para ese hombre tan poderoso, con eso se conformaba, nada le importaba de su origen, de sus negocios y ambiciones. Las dudas se desvanecían, sus palabras sonaban sinceras y borraban las pronunciadas por Covarrubias esa tarde.

—¿Qué es ese juego que juegas? —preguntó Melody—. Siempre quise saber.

Blackraven levantó la cabeza y miró en dirección a la mesa de billar. De pronto, le gustó la idea de enseñarle.

—En inglés se llama billiard. En castellano, billar.

—¿Es un juego muy difícil?

—Yo siempre digo —manifestó Blackraven— que en el billar se combinan dos destrezas: la puntería necesaria para el arco y la flecha, y la rapidez mental del ajedrez. ¿Te gustaría aprender?

Melody asintió. Blackraven le entregó un taco y le explicó cómo asirlo, cómo colocar los dedos, cómo y dónde pegarle a la bola blanca. Melody se inclinó sobre la mesa; Blackraven, ubicado detrás de ella, le indicaba al oído a cuál bola debía apuntar.

La lección duró poco. Melody enseguida sintió el miembro endurecido de Roger contra sus nalgas y la lascivia de sus dedos. Cerró los ojos y se mordió el labio. Se quedó quieta, inclinada, con el taco en la mano, indefensa ante el deseo turbador que nacía de sus piernas, abrumada por el erotismo de ese hombre al que esa noche necesitaba agradar. Ella quería ser la mejor, la única.

Blackraven, asido a los pechos de Melody, le susurró al oído:

—Sabía que el frangipani era tu perfume. —Le apartó el cabello y le buscó la nuca para mordérsela con delicadeza—. Es como tú, dulce e incitante. —Le tomó el cuello y la obligó a volver la cara para besarle los labios—. Eras la más hermosa esta tarde. No podía quitar mis ojos de ti.

—La más hermosa era Anita Perichon —contradijo Melody, movida por los celos, pues había escuchado a Melchora Sarratea cuando mencionaba que Blackraven y la mujer de Thomas O’Gorman habían sido amantes.

—No tiene tu porte ni tu cabellera de diosa pagana. Ninguna mujer del salón se comparaba a ti, Isaura. Ninguna mujer que conozco se compara a ti. Tú eres única. He recorrido el mundo y visitado lugares exóticos, he visto increíbles fenómenos y conocido a personas muy interesantes. Sin embargo, el día en que te vi por primera vez me dejaste boquiabierto. Tú eres única —repitió, mientras la besaba en los hombros.

Melody sonrió, aunque sus labios pronto abandonaron la sonrisa para entreabrirse y dejar escapar un quejido cuando los dedos de Blackraven le apretaron los pezones y él comenzó a refregarse en su trasero.

—¿Sabes? —dijo él—. Deseaba que la tertulia terminara porque sólo pensaba en hacerte esto. Te has vuelto mi obsesión.

—Soy tu vicio —le recordó Melody.

—Mi vicio, sí, tú eres mi vicio, algo de lo que no puedo prescindir para vivir.

Comenzó a quitarle la bata, y ella se movió para facilitarle la tarea. Con una mano impaciente, él empujó las bolas hacia los extremos y la obligó a recostarse sobre la pana verde. Aún llevaba el camisón, el de fino linón que le había comprado en la ciudad. Deslizó la mano por la cara interna del muslo de Melody hasta alcanzar la húmeda tibieza de sus labios.

—Roger —balbuceó, al asalto de una inesperada corriente de placer.

Blackraven le quitó el camisón, dejándola desnuda sobre la mesa. Guardó un silencio reverente mientras admiraba su piel surcada por venas azules y el níveo cutis en contraste con el rojo de sus labios. No la asustó la gravedad de esa mirada ya que había cierta vivacidad en sus ojos azules, un brillo peculiar que decía que, más que serio, estaba extasiado. Blackraven le rodeó los tobillos y la obligó a levantar las piernas y a apoyar los pies sobre el borde de madera.

—Separa los talones —le indicó.

Primero lo sintió en su vientre, después le pareció que le besaba el pubis y que le olía el vello. Medio se incorporó, asustada y escandalizada, al percibir la boca de Blackraven entre sus piernas. La renegrida cabellera de él le bañaba los muslos. Se quedó muda, confundida, tratando de entender lo que estaba viendo. Esa práctica debía de ser pecado. La avergonzaba.

—Roger, no —y, con una mano, trató de apartarlo.

Él la ignoró y siguió hurgándola con la lengua. Un espasmo la devolvió sobre la mesa cuando los labios de Blackraven envolvieron y succionaron el pequeño bulto que la hacía gritar. Frenética de placer, Melody gemía, se aferraba a las troneras y movía la cabeza de un lado a otro, el cabello ocultándole la cara. “Busca volverme loca”, pensó, y se imaginó sobre la mesa de billar, en aquella postura humillante, la cabeza de Blackraven hundida entre sus piernas, los gemidos que ella profería y los ruidos que él hacía con la boca, y le dio por reír al pensar en la mueca de la señorita Béatrice si acertase a entrar en aquel instante.

Él la abría con los dedos y la penetraba con la lengua, lamía los pliegues de su carne, y volvía a chupar. El placer era tan acendrado que pronto la despojó de cualquier pensamiento que no fuera la intimidad con ese hombre. Se curvó, como si le ofreciera los pechos, y se aferró a la cabeza de Blackraven buscando intensificar aquella confluencia de energías poderosas. Respondiendo a su súbito ardor, las manos de él se deslizaron bajo sus glúteos para atraerla y profundizar la penetración.

Melody se mordió el puño cuando la envolvió aquella oleada de placer devastadora, y enseguida sintió el peso de Blackraven que se inclinaba sobre ella, le apartaba la mano de la boca y la besaba, con labios mojados y calientes, compartiendo con ella su propio sabor. Quedó laxa, los ojos cerrados, la boca entreabierta, los puños aún apretados; sus piernas se resbalaron hasta colgar de la mesa, descansó los brazos en cruz sobre la pana y dejó caer la cabeza a un costado. Entremezclado con su propio jadeo, le pareció escuchar el golpe de la hebilla del cinto de Roger contra la madera y el roce de la tela de sus pantalones cuando se los bajaba. Sintió después el imperio de sus manos que la tomaron por la cadera y la acomodaron cerca del borde. La penetró con gentileza, y las palabras que le dirigió se entrecortaron a causa de breves agitaciones que lo asaltaban.

—Así es —la alentó—, relájate para que pueda entrar completo dentro de ti. Estás tan tibia y apretada. ¡Qué difícil es dominarse contigo! —Retuvo el aliento y apretó los ojos hasta lograr el dominio—. Nunca he deseado a una mujer tan intensamente. Isaura, mi amor. —Se frenó, soltó el aire y volvió a hablar—. ¿Puedes sentirme? Siénteme entrar dentro de ti, Isaura, quiero llegar profundo dentro de ti. Dime si te hago daño.

Ella no participaba. Desmadejada y sin fuerzas, se dejaba tomar y besar. Blackraven le levantaba las piernas, le apretaba la carne de los muslos, se hundía dentro de ella y la llenaba.

—Isaura, mírame.

Melody abrió los ojos y le acarició las ásperas mejillas.

—Estás temblando.

—Sí —admitió Roger—. Ya te dije que me vuelves loco.

Levantó las piernas, ajustó los pies en la espalda de Blackraven y comenzó a menearse en armonía con las acometidas de él, que adquirieron un ritmo salvaje, como si nunca llegara a penetrarla lo suficiente.

—¡Isaura! —exclamó, y lo repitió hasta que sus palabras se convirtieron en roncos gemidos que se mezclaron con los de Melody.

Después de aquel orgasmo, no hubo momento de relajación. Permanecieron quietos, tensos, aferrados uno al cuerpo del otro, él todavía dentro de ella, las respiraciones agitadas golpeando sus pieles húmedas, las piernas de Melody cruzadas en la espalda de Roger y sus brazos apretados en torno al cuello de él.

—No puedo retirarme de ti ahora. No aún.

—No lo hagas —le pidió ella—. No soporto la idea de separarnos. —Le pasó los labios por la cara y, al oído, le susurró—: Te amo, Roger Blackraven.

—Me has hecho gozar el orgasmo por el que todo hombre daría la mitad de sus bienes.

Blackraven rió de dicha y la besó en las mejillas, en los párpados, en los labios.

—Pocas veces te vi reír. Y me gusta cuando lo haces. Eres tan hermoso. Me cuesta creer que seas mío.

Blackraven pareció desestimar su escrúpulo. Se incorporó y la ayudó a levantarse. Melody se quedó sentada en el borde de la mesa mientras él se abrochaba el pantalón.

—¿Eres mío, Roger? ¿Sólo mío? —insistió, y enseguida se puso colorada—. Tus invitadas de esta tarde… Esas señoras… pues algunas de ellas te deseaban, lo sé. Ana Perichon es muy delicada, ¿no crees? Parece una muñeca.

Blackraven echó la cabeza hacia atrás y explotó en una carcajada.

—Recuerdo cómo solía sacarte de quicio apenas nos conocimos. Ahora eres tú quien me fastidia. ¿De qué ríes?

—Estás celosa, y eso me complace. Dime, ¿quién anduvo hablándote pestes de mí? ¿El mastuerzo de Covarrubias? ¿Qué te dijo para predisponerte en mi contra? ¿Te habló de nuevo de amor? ¿Se atrevió después de saber que eres mi prometida?

—No —le mintió—. Se limitó a asegurarme que eras un mujeriego y un libertino, pero eso yo lo sabía. A mí no me causa gracia alguna escuchar decir a Melchora Sarratea, que te contempla con cara de bobalicona y agita sus pestañas cada vez que la miras… Sí, es cierto, no te hagas el tonto. En fin, ella asegura que tú y Ana Perichon fueron amantes.

Aunque no tuvo reparos en sacar a colación el amorío de Blackraven con la esposa de O’Gorman, al pensar en doña Bela se sintió incómoda y supo que no se lo mencionaría, como si el asunto fuera demasiado perverso para tomarlo a la ligera. Por instinto concluyó que así como el devaneo con Ana Perichon carecía de importancia, el amorío con la mujer de Valdez e Inclán revestía un carácter distinto.

Blackraven levantó el camisón y la bata del suelo y la vistió como si se tratase de una niña.

—Eres demasiado joven e inocente —apuntó— para comprender que esto que tenemos, esto tan profundo y verdadero que sentimos el uno por el otro, está más allá de las frivolidades que mencionas. Ni la belleza cuenta ni el refinamiento ni la casta social. Ni siquiera mi pasado. Aquí sólo contamos tú y yo, Isaura y Roger, desnudos en cuerpo y alma, compartiendo una intimidad plena que pocos han llegado a conocer. ¿Entiendes que mi amor por ti es un tesoro de valor inconmensurable que no arriesgaría por nada ni por nadie?

Melody levantó la mirada y se encontró con los ojos de Blackraven. No había dureza en su expresión, más bien pesar.

—Roger, lo siento.

—No vuelvas a dudar de mí.

La calzó antes de ayudarla a bajar de la mesa. Él cambió el gesto, le acarició los hombros y se inclinó para hablarle.

—El aire está estancado en esta habitación y el calor resulta agobiante. Me apetece un baño en el río. Acompáñame.

—No sé nadar.

—No importa. Yo soy buen nadador. Aprendí en aguas turbulentas. Créeme, Isaura, nada te sucederá si estás conmigo.

Aunque no la atraía la idea de sumergirse en las fangosas profundidades del Plata, asintió y caminó junto a él en esa noche de luna llena. Mientras se dirigían a la barranca tomados de la mano, conversaban con tranquilidad, y Melody tuvo la impresión de haber conocido a ese hombre toda su vida. Lo miró de soslayo y se dio cuenta de que la fortaleza de él la hacía sentirse confiada en medio de ese paraje desolado.

—Quiero que sepas —dijo Blackraven— que además de intercambiar lánguidas miradas con Melchora Sarratea, esta tarde cumplí uno de tus deseos. Finalmente llegué a un acuerdo con Warnes y le compré la familia de esclavos.

Melody lo detuvo y le arrojó los brazos al cuello. Él la levantó en el aire y la hizo dar vueltas.

—Así que deberé comprar la mitad de la población negra de Buenos Aires para que mi mujer me demuestre un poco de cariño.

—¡Gracias, amor mío! ¿Cuándo los traerán? ¿Cuándo llegarán?

—En unos días, supongo, cuando la papeleta quede resuelta. Vivirán en la casa de San José, donde pronto se llevarán a cabo algunas reformas. Dice Warnes que Ovidio, el esclavo, es un buen escayolista. Será útil en San José, entonces.

Alcanzaron la orilla y se mojaron los pies. Melody admitió que el agua estaba deliciosa, y se quitó la bata y el camisón mientras Blackraven se despojaba de sus botas y de los pantalones. Cuando ambos quedaron desnudos, él la tomó por los hombros y la pegó a su pecho.

—Amo el contacto de nuestras pieles y el olor que se les impregna después de habernos amado.

La cargó en brazos y se adentró con ella en el río. En las partes más profundas, Melody se trepaba a la espalda de Blackraven y, tomada de su cuello, chapaleaba para ayudarlo con el peso. Donde Melody hacía pie, jugueteaban y se arrojaban agua, se abrazaban y se besaban. Él desaparecía de la superficie y la asustaba acariciándole el trasero, y también le gustaba sostenerla en brazos, con las piernas de ella ajustadas a su cintura, y girar y girar, como si bailaran el vals.

—Tienes frío —señaló Blackraven—. Vamos, ya es tiempo de salir.

Melody corrió, instándolo a atraparla. Él estuvo sobre ella en dos zancadas, y rodaron sobre la marisma como un solo cuerpo. Melody se acercó al oído de Roger y le dijo:

—Quiero hacerte lo mismo que tú me hiciste sobre la mesa de billar. Quiero sentirte en mi boca, conocer tu sabor. ¿Es eso posible? ¿O se trata de una práctica que sólo los hombres les hacen a las mujeres?

—Me volvería loco de excitación si lo hicieras, pero quiero saber si es tu deseo. No te obligues a complacerme de ese modo.

—Deseo hacerlo con todo mi corazón. Aunque temo que no sé cómo. ¿Y si no logro complacerte?

Blackraven le sujetó la mano y la guió hasta su sexo.

—Tócalo. Siente cómo está. Sólo con mencionar que deseas satisfacerme de ese modo has conseguido ponerme así. ¿Qué no lograrías con tu lengua y tus labios?

Pabló abandonó la tienda que compartía con Tommy Maguire y caminó para alejarse del ruido y del calor del campamento de troperos. En su prisa por ganar la paz de la noche, trastabilló varias veces y profirió insultos, algo que no acostumbraba. Ese día, su carácter se había alterado por completo y, de apacible y callado, se había convertido en un intratable capaz de golpear a quien se interpusiera en su camino. A Tommy Maguire, para empezar, que, desde la desaparición de la medalla y la cadena de oro, lo importunaba con un humor de perros. Tommy insistía en que no lo lamentaba por el valor material de la joya sino por el sentimental ya que era el único bien que le quedaba de Lastenia, su madre. Algo supersticioso, lo consideraba un mal augurio y hablaba de posponer el ataque a los asientos negreros.

Ante esa idea, Pablo se le opuso por primera vez en años. Hacía meses que planeaban el golpe, no tirarían por la borda semanas de adiestramiento y planes a causa del robo de una simple medalla que en nada se relacionaba con los acontecimientos del futuro. Llevarían a cabo el ataque y se harían de un buen botín que los ayudaría a salir de pobres. Ya no toleraba llevar esa vida nómada, plagada de carencias y miserias. Por demás contaba Melody, a quien se había propuesto recuperar. No lo haría vistiendo harapos y conduciendo una carreta.

Alcanzó las estribaciones del Retiro, la propiedad donde ella trabajaba. Subió la barranca y contempló la mansión. En alguna de esas ventanas descansaba Melody. Lo sorprendió una añoranza por el pasado que le llenó los ojos de lágrimas. Se volvió hacia el río, buscando apartarse de las imágenes de Bella Esmeralda.

Avistó a alguien en la playa. En realidad, había dos personas allí, una pareja de esclavos amantes, acostados sobre la marisma. Chasqueó la lengua y se dispuso a retirarse. Ni de chico le había gustado husmear en la intimidad ajena. Volvió a mirar; algo en aquella mujer atrapó su atención. Con sigilo, buscando mimetizarse en la oscuridad, descendió por la barranca hasta alcanzar una maleza donde ocultarse.

La mujer se hallaba a horcajadas de su amante y, con el torso inclinado, parecía deleitarlo al lamerle las tetillas. El hombre se contorsionaba y gemía y apoyaba sus manos sobre la espalda de ella. La mujer se incorporó y, al llevar la cabeza hacia atrás, su larga y espesa melena se derramó sobre las piernas del hombre. La luz de la luna dio de lleno sobre los bucles cobrizos que Pablo habría conocido entre miles.

Cayó de rodillas y se cubrió la cara con las manos, de repente mareado y descompuesto. Sollozó el nombre de Melody, agitando la cabeza, apretando los ojos. No quería volver a mirar, sabía que no debía hacerlo, por su bien, por el de ella. Una curiosidad malsana lo llevó a apartar las manos y observar aquel espectáculo, su delicada Melody sometida a la lascivia de ese aristócrata inglés, decadente y corrompido, que la obligaba a lamerlo en sus partes íntimas. Eso era cosa de putas. Se notaba su impericia; él, sin embargo, estaba enloquecido de excitación. ¿Cómo lograría extorsionarla? ¿Con qué la habría amenazado para forzarla a ese acto aberrante? Había sido un estúpido al no reparar en la pretensión de Blackraven sobre Melody la noche del establo. Lamentó no haberlo matado con aquel puntazo.

Debería intervenir y arrebatarla de las manos de ese sucio inglés, pero no tenía valor. Le pareció que Blackraven era un contrincante invencible. Pablo lo había visto en aquella sola ocasión, la del establo, oculto tras el almiar, y todavía recordaba cómo lo había impresionado. El inglés parecía envuelto en un aura intangible de peligro y violencia.

Al dolor se sumó la humillación por la cobardía. Ciego de ira e impotencia, comenzó a barajar las posibilidades. Blackraven estaba desnudo e inerme; él, en cambio, llevaba un puñal en la faja; quizá no se tratara de un dislate hacerle frente si lo tomaba por sorpresa. Se puso de pie y desenvainó el arma cuando la orden de Blackraven lo alcanzó con nitidez.

—¡Isaura, detente! No explotaré en tu boca.

La asió por las caderas, la levantó en el aire y la hizo deslizar por su miembro erecto con un gemido ronco. Melody lanzó un quejido que no pareció de dolor y enseguida pronunció las palabras que se clavaron como espadas en el pecho de Pablo.

—¡Roger, amor mío!

La imagen de aquella magnífica y desconocida mujer que se mecía sobre la pelvis de ese hombre, hacia los costados, hacia atrás y hacia delante y que actuaba como poseída por un demonio, lo dejó boquiabierto. Ésa no era su dulce e inmaculada Melody. Blackraven la tocaba en todas partes, el frenesí de sus grandes manos reflejo del delirio que lo dominaba. Lo doblegó la pena y se quedó allí, de rodillas, la cabeza echada hacia delante, el puñal aún en la mano, llorando.