NOTAS DE UN SICARIO
Entrada del día miércoles 14 de agosto de 1805
Las averiguaciones avanzan con lentitud. He vuelto a París en dos ocasiones, sin mayor éxito en mis pesquisas. De mis incursiones nocturnas en Londres no ha surgido ningún dato revelador. Definitivamente, el lacre tan peculiar de la nota del Escorpión Negro no se encuentra disponible en ninguna tienda londinense. Un comerciante nos dijo que existen caballeros con aspiraciones a alquimistas que fabrican sus propias pastas. Adquieren la goma laca, la trementina y la tintura que coincide, por ejemplo, con el color de sus escudos, para obtener un sello que los diferencie. A la luz de este comentario, la pista del lacre queda trunca. Resulta evidente que el Escorpión Negro es de estos caballeros, aunque estimo que no lo hace movido por sus aires de distinción sino para despistar. Desirée sugirió investigar a quienes compran goma laca y trementina, pero enseguida desestimamos la idea al enterarnos de que dichas sustancias son ampliamente requeridas, en especial, en medicina. Todos los boticarios y médicos de Londres pasarían a ser sospechosos, lo cual sería inadmisible.
Nos concentramos en la pista del sello del escorpión. Debe de tratarse de una pieza de orfebrería muy fina, ya que, a pesar de la pequeña dimensión de la figura, sus rasgos y perfiles están claramente tallados y delineados. Es asombroso cómo se distinguen sus patas, sus tenazas, incluso el venenoso aguijón de la cola. Inspira miedo y admiración. En estos meses hemos visitado a muchos joyeros de la ciudad sin mayor éxito, aunque ayer, un judío de la Strand llamado Isaac Lienzo nos aseguró haber visto esa figura aunque no recordaba dónde. Con el estímulo de una recompensa, el judío prometió hurgar en su memoria. Desirée le dejó su tarjeta.
Esta noche, mientras escribo, Desirée asiste a una cena en la mansión de los Musgrove, padres de Frederick Musgrove, el de la lista de Fouché. Por fin, después de tanto tiempo de espera, lady Sommers, quien arregla la vida social de advenedizos y nuevos ricos por una generosa cantidad de libras, ha conseguido que la invitaran. Se trata de una oportunidad única, pues allí se presentarán también Conrad Phillips, Simon Miles —los otros de la lista— y lord Bartleby, jefe del Departamento Exterior a cargo de los espías ingleses.
Tengo que admitirlo: Desirée es la mujer más hermosa que conozco. Desde niña fue promisoria, y el tiempo ha revelado que mis presunciones fueron sobrepasadas. Su belleza es agresiva y exuberante, como la naturaleza y el clima del lugar que la vio nacer. Suelta, la rubia cabellera le toca la cintura; ella, en público, la recoge en cintas de raso; a veces, con tenazas calientes, la llena de tirabuzones. Cuando me permito solazarme, le pido que se desnude y que se pasee frente a mí con el cabello sobre sus redondeados pechos. Enseguida dejo mi sitio para deslizar las manos bajo ese espeso manto y buscar sus pezones, duros y dispuestos.
Para la cena en lo de Musgrove, decidió llevar un vestido de seda color índigo que el modisto Worth nos cobró a peso de oro. Acepto que vale cada libra desembolsada pues pocas veces la he visto tan arrebatadora. Usó la gargantilla de pórfido en juego con las arracadas. Al ayudarla a colocarse los guantes de raso negro sentí deseos de ella, pero conseguí reprimir mis instintos. Esta noche, si tenemos suerte, Desirée terminará en la cama de alguno de los sospechosos.
Como de costumbre, con mi disfraz de cochero, me dirigí a la zona trasera para aprestar el carruaje alquilado. Allí me topé con nuestros colaboradores, Rupert y Peter, que traían una novedad sorprendente. Esta tarde, en las profundidades de Hyde Park, Peter descubrió a Simon Miles con un hombrecillo rengo, su ojo izquierdo oculto tras un parche oscuro. Rigleau, el informante de Fouché. Le había resultado imposible escuchar lo que hablaban. Terminada la secreta reunión, el francés se encaminó hacia Blackfriars, y Peter lo siguió. A pocas cuadras, demostró por qué es el hombre de confianza de Fouché cuando, al descubrir que lo seguían, se perdió sin mayor esfuerzo en los hediondos callejones. A Peter, habilísimo rastreador, sólo le quedó admitir su fracaso.
Partimos a la cena con nuevas perspectivas. A punto de eliminar a Simon Miles de nuestra lista de sospechosos, descubríamos que el inglés pasaba a ocupar el primer sitio. Al igual que a Musgrove y a Phillips, lo habíamos investigado en profundidad sin hallar pistas que, de algún modo, lo relacionaran con la red de espías, ni la inglesa ni la francesa. Es un hombre de alcurnia aunque la fortuna de su familia ha conocido tiempos mejores. De hecho, trabaja para acrecentar su magra renta. De aspecto intelectual, dedica su tiempo libre y su dinero a la literatura. La francesa es su debilidad, lo que explica los viajes a París, las estrechas relaciones con hombres de letras franceses y las asiduas visitas al salón literario de madame Récamier. Originario de Cornwall, es soltero y conduce una vida apacible, sin excesos. Alquila un apartamento en la planta superior de una pensión de la calle Cockspur, no tiene prometida y su vida sexual se limita a una visita semanal a un burdel de St. Giles-in-the-fields. Se dice que no se repone de un amor contrariado de la adolescencia. La dama en cuestión se habría casado con un amigo suyo que la hizo muy infeliz, para volverse una adúltera al sucumbir a los ruegos amorosos de Miles. Se desconoce el final de la historia, aunque estiman que no es halagüeño, ya que nuestro sospechoso se mudó a Londres para olvidar. ¿Qué clase de personalidad tiene, en realidad, Simon Miles? Con ese aire intelectual y distraído luce inocuo.
Entrada del día jueves 15 de agosto de 1805
Anoche, Desirée consiguió captar la atención del sufriente amante de Cornwall al recordarle, en perfecto francés, pasajes enteros de “L’école des femmes” de Molière. Miles le reveló que sus obras preferidas son “Le mariage forcé”, “Le Tartuffe” y “Le sicilien”, a lo que ella respondió con una declamación de los diálogos más ocurrentes de dichas obras. Miles no salía de su asombro. Conversaron lo que duró la cena. Después, mientras los caballeros se apartaban para fumar sus vegueros y beber oporto, Miles incurrió en una gran falta al protocolo cuando prefirió la compañía de esa exótica mujer que sabía de Moliere quizá más que él.
Los beneficios reportados por la invitación de los Musgrove no se limitaron a la conversación con Simon Miles. Como era de esperarse, en presencia de lord Bartleby, jefe de los espías ingleses, las damas le inquirieron acerca de los famosos Pimpinela Escarlata y Rosa Azul, dos héroes a la altura de Horatio Nelson. Una declaró que encontraba al espionaje como el oficio más “romántico”. Lord Bartleby, quizás algo entrado en copas, quizá para presumir frente al auditorio femenino, aseguró que no eran ésos los espías más valiosos de la Inglaterra. Desirée dio un respingo y el corazón le palpitó con fuerza al escuchar las palabras que Bartleby pronunció a continuación: “Nadie conoce al Escorpión Negro, y sus proezas son secretas. Pero es a él a quien debemos la salvación y gloria actual de nuestro reino”. Un murmullo atónito cruzó la sala. Era la primera vez que se mencionaba el nombre del Escorpión Negro en un lugar distinto de los barrios bajos de París.
“Oh, sí”, pronunció sir Musgrove, el anfitrión, “usted mencionó al Escorpión Negro tiempo atrás en el club”. Varios caballeros asintieron. Bartleby, que sólo buscaba lucirse con las damas, prosiguió: “Boney —así llaman los ingleses a Bonaparte— nos habría invadido varias veces y con éxito, debo agregar, si el Escorpión Negro no lo hubiese impedido”. Enseguida quisieron conocer la identidad del espía, a lo que Bartleby respondió con solemnidad: “Si lo supiera, no lo diría. Aunque debo confesarles que la identidad del Escorpión Negro y la de los cinco espías que trabajaban a sus órdenes se fueron a la tumba junto con mi antecesor. Por supuesto, como es norma de este oficio, no quedaron registros de ninguna naturaleza”. Siguió un prolongado recuento de las gestas señeras del Escorpión Negro. Las damas se abanicaban con vigor y lanzaban suspiros de tanto en tanto, mientras los caballeros bebían y escuchaban con extrema atención.
Frederick Musgrove hizo una sugerencia: “En vistas de las dificultades que estamos atravesando con la Francia y de las amenazas que nos acechan, ¿no sería oportuno encontrar y convocar al Escorpión Negro para que se reintegre a nuestras huestes? Su experiencia sería de un valor inconmensurable”. “Estamos trabajando en ello”, fue la enigmática respuesta de lord Bartleby.
¿Con cuánto recompensaría el Departamento Exterior a quien le revelase la identidad del Escorpión Negro?
Suena la campanilla de la puerta principal. Voy a abrir. Un mensajero. Recibo el sobre y dejo caer unos chelines en su mano. Es para Desirée. Lo abro, deprisa. “Encantadora señora, ¿sería usted tan complaciente y se dignaría a acompañarme a cenar esta noche, a las siete, en mi residencia del 8 de la calle Cockspur? Ansío mostrarle mi biblioteca. Prometo que podrá tomar el libro que guste. Su humilde servidor, Simon Miles”.