Capítulo XVII

Después de romper con Melody, Blackraven se mantuvo alejado del Retiro, en parte por orgullo, aunque también por cobarde, porque no soportaría volver a verla y saber que no tenía derecho a tocarla, a sentirla suya. La pérdida de Melody lo había dejado aturdido y, pese a que se empeñaba en sus asuntos, nunca se la quitaba por completo de la cabeza. Se encontraba pensando en ella mientras los independentistas le planteaban sus inquietudes, o cuando visitaba las obras de la curtiembre, o en compañía de alguna dama de sociedad en tanto le servían el té y lo adulaban.

De noche, en la soledad de la casa de San José, rumiaba su ira y se dedicaba a odiarla, mientras vaciaba una tras otra las copas con clarete. Ebrio, se arrastraba hasta la cama, donde soñaba con ella para despertar de un sobresalto, agitado y envuelto en sudor. Se recriminaba haberse dejado dominar por un sentimiento peligroso que lo exponía y le restaba fuerzas cuando más las necesitaba. Él conocía cuán profundo y duradero llegaba a ser ese tipo de dolor; lo había experimentado en el pasado, consecuencia de otra separación.

La actitud de Melody lo llenaba de furia y de celos, también lo desconcertaba. Anteponía su libertad a él. Una mujer no amaba la libertad, por el contrario, le temía. La libertad podía significar desprotección. Una mujer buscaba el cobijo de un hombre y el de su dinero. En ese sentido, él era perfecto y cualquier mujer habría vendido el alma al diablo para convertirse en su amante, ni qué decir en su esposa. La carte blanche del conde de Stoneville era de las más codiciadas entre las mujeres de la sociedad londinense y parisina, aunque muchas se habrían entregado a él sólo para tocar su cuerpo de marinero y gozar de sus técnicas en la cama, que, se murmuraba, las había aprendido en un harén turco.

Pero ya sabía él que a Isaura Maguire esas cuestiones la tenían sin cuidado. Le importaba poco el dinero y nada la posición. Lo dejaba sin artificios para reconquistarla, no sabía a qué argucias echar mano si una gargantilla de brillantes habría hecho tanta mella en su corazón como una ristra de ajos. ¡Oh, Dios, cómo la amaba! En ocasiones la desesperación se convertía en dolor físico, una puntada en el pecho, un nudo en el estómago. “¡Maldita muchacha!”, exclamaba con frecuencia, y descargaba su puño sobre lo que tuviera cerca. Se torturaba preguntándose cómo estaría pasando Melody esos días de distanciamiento y se lastimaba al concluir que, mientras pudiera ayudar a sus amigos los africanos, se encontraría feliz. Él valía menos que un esclavo. ¿Qué clase de criatura era Isaura Maguire? ¿De dónde había salido?

No se conformaba con haberla perdido. No admitía la derrota, no formaba parte de su vida. La recuperaría como fuera. Una jovencita de veintiún años no lo sumiría en ese estado. Nadie tenía tanto poder sobre su temperamento. Isaura Maguire podía ir olvidándose de su libertad, de sus negros y de sus caprichos. Le pertenecía porque ésa era su voluntad.

El sábado al mediodía, mientras almorzaba, un esclavo del Retiro se presentó en la casa de San José con un mensaje de la señorita Béatrice. “Tu ausencia de tantos días y la falta de noticias me inquietan. Me pregunto si tendrán que ver con la falta del solitario en la mano de miss Melody. De todos modos te recuerdo que mañana a las cinco de la tarde llegarán nuestros invitados a la tertulia. Sería una grave afrenta si el conde de Stoneville no estuviera aquí para recibirlos”.

La nota le proporcionaba la excusa para volver. De todos modos, no lo haría de inmediato, todavía quedaban cuestiones por zanjar en la ciudad. En menos de una hora, debía comparecer en el Fuerte, la residencia del virrey, donde el marqués de Sobremonte lo esperaba. Habían coincidido en casa de Santa Coloma el día anterior, y el marqués se había interesado en cambiar opiniones en privado con el enigmático conde de Stoneville, de quien había obtenido las impresiones más variadas.

El propio Sobremonte salió a darle la bienvenida a la antesala y le indicó que se pusiera cómodo en su despacho.

—¿Una copita de jerez? Es de la mejor calidad —aseguró el funcionario español.

—Con gusto, excelencia.

Rafael de Sobremonte era un hombre agradable, más apto para socializar que para administrar una colonia, con cierto talento para cuestiones militares demostrado durante sus años como subinspector de tropas y milicias de los virreyes Avilés y del Pino.

Blackraven lo notó ansioso, casi angustiado. Tocaron temas intrascendentes a pesar de los esfuerzos del virrey por abordar uno que le quitaba el sueño: la posibilidad de una invasión inglesa.

—En diciembre pasado —comentó—, naves de vuestro país recalaron en las costas del Brasil. Mis informantes aseguran que un tal Popham se hallaba a cargo de la flota. ¿Lo conocéis, excelencia?

Blackraven lo conocía muy bien.

—He escuchado hablar de él —contestó.

Sir Home Riggs Popham no le merecía un buen concepto. En su opinión, era un aventurero con alma de pirata que se escudaba en la honorabilidad conferida por ocupar un cargo de la Marina británica. Su amistad con otro personaje oscuro, el venezolano Francisco de Miranda, no hacía más que confirmar las sospechas. Poco más de un año atrás, en octubre de 1804, mientras Blackraven pasaba unos días en la mansión de Wimbledon de su amigo Henry Dundas, vizconde de Melville y primer lord del Almirantazgo, Popham y Miranda junto con el ministro Pitt el Joven, viajaron desde Londres para acompañarlos durante la cena. Miranda y Popham intentaron disfrazar sus verdaderas intenciones —hacerse de una parte del oro de las colonias como botín de guerra— al exponer sus planes para atacar Venezuela y las costas del Plata. En el estilo florido de Miranda, se marcó lo imperativo de una intervención de la Inglaterra para evitar que las colonias de la América del Sur siguieran financiando a Bonaparte. Tampoco se soslayó el peligro de una invasión francesa a esas tierras, de por sí atestadas con espías de Fouché.

—Hemos sabido —añadió el venezolano— que las colonias en la América del Sur exportan a la metrópoli metales preciosos por un valor de veinte millones de libras anuales. —Guardó un silencio deliberado y paseó la mirada por los rostros atónitos de Melville y de Pitt. Blackraven no lucía conmovido—. De esos veinte millones —prosiguió—, dos tercios van a parar al bolsillo de Napoleón.

Pitt, reacio a las colonias después de la experiencia con los Estados Unidos, se interesó en qué tipo de intervención británica se proponía.

—Mis informantes aseguran —habló de nuevo Miranda— que los pueblos americanos, el venezolano en especial, esperan con ansias la ayuda de la Inglaterra. El yugo español se ha tornado insoportable. No les importa pasar a ser colonia inglesa si con eso consiguen sacudirse a los españoles.

—¿Está usted seguro de eso, señor? —intervino Blackraven.

—Muy seguro, excelencia.

Blackraven ensayó un gesto elocuente que manifestó su desacuerdo.

—Permítame transmitirle mi opinión —dijo Roger, y se volvió hacia Pitt, como si Miranda no fuera digno destinatario de sus explicaciones—. Por cuestiones de negocios, mantengo estrechos lazos en varias de las colonias americanas y he llegado a conocer acabadamente la idiosincrasia de estos pueblos. Es cierto que son sumisos en sus palabras, pero renitentes y forzados en sus obras. Se equivoca aquél y demuestra conocer mal a estas gentes si espera colaboración por parte de ellos para cumplir sus propios deseos. Para convertirlos en aliados deberán asegurarles la independencia absoluta. En caso contrario, los convertirán en sus enemigos.

Popham y Miranda se disgustaron, y Melville, como anfitrión, medió para apaciguar los ánimos y propuso que se redactase un memorando en donde se expusieran los pros y contras de una intervención en la América española. Días más tarde, Blackraven se hizo con una copia de dicho documento, aunque no volvió a saber de sus autores. Y ahora Sobremonte ratificaba lo que Papá Justicia le había confiado tiempo atrás, que Popham, al mando de una flota de navíos ingleses, había merodeado las costas del Brasil.

—Supongo —dijo el virrey— que es un poco osado de mi parte preguntaros, excelencia, si vuestro país tiene planes para invadir estas tierras.

Blackraven dejó escapar una risotada abierta y franca.

—En verdad, muy osado. De todos modos, no me encuentro en posición de deciros cuáles son las intenciones del gobierno de mi país pues las desconozco. —Con una sonrisa, Sobremonte dejó en claro que no le creía—. De todos modos —prosiguió Roger—, estando nuestras naciones en guerra, sería poco prudente no pensar en la posibilidad de un ataque.

—Ciertamente —coincidió el virrey—. Estoy atado de pies y manos ya que nada puedo hacer más que meditar en esa posibilidad, en la de un ataque. Godoy —el virrey hablaba del primer ministro del rey Carlos IV— no comprende la acuciante situación en que me hallo. No tengo soldados ni armas ni municiones —se lamentó—. La invasión que sufrimos en 1801 por parte del Brasil cuando la guerra con el Portugal parece no haber servido de nada. No escarmentamos. Se muestra sorprendido, excelencia, de que os confíe estas cuestiones de estado, ¿verdad?

—Realmente sí —admitió Blackraven.

—¿Es acaso posible ocultar el estado calamitoso de mi infantería cuando vagabundean por las calles en uniformes que parecen harapos?

Para cambiar de tema, Blackraven se interesó en el libelo que, días atrás, había cubierto las calles porteñas, el que O’Maley le mostró la noche en que decidió enviar un anónimo al virrey con las señas del lugar donde se congregaban los jacobinos.

—Oh, eso —dijo Sobremonte, con aire apesadumbrado—. Gracias a mi trabajo de inteligencia —remarcó—, llegamos a saber dónde se escondían esas sanguijuelas francesas. En el sótano de la propiedad habían instalado una imprenta. Apresamos a tres de ellos, aunque no son todos, e incautamos panfletos del mismo tenor que pensaban repartir en breve.

—¿Ya se conoce quiénes siguen en libertad? —se interesó Blackraven—. ¿Acaso se sospecha de alguien?

—Los prisioneros no tardarán en confesar —respondió, evasivo, y ocultó que los tres habían muerto a causa de las torturas, sin quebrarse. Eso, Blackraven ya lo sabía.

Conversaron por algunos minutos antes de que Roger se pusiera de pie para despedirse.

—Os reitero la invitación a la tertulia que mi prima Béatrice está organizando para mañana a las cinco en el Retiro.

—Allí estaremos, excelencia —dijo Sobremonte—, la señora virreina y yo.

“Otro día sin Roger”, pensó Melody y se metió en la cama. Rezó y se dispuso a dormir sin conseguirlo, aunque habría debido de sentirse exhausta ya que desde hacía varias noches no conciliaba el sueño con facilidad.

Agradecía la presencia del señor Désoite porque no tenía cabeza para ocuparse de la educación de Víctor. Tampoco la entusiasmaban las lecciones para los hijos de las lavanderas y había delegado por completo en Siloé y en Trinaghanta la tarea de repartir el vaso de leche por la tarde. Estaba ocurriendo lo que había sospechado: la vida sin Roger era incompatible con la dicha.

Ese día se había angustiado cuando la señorita Béatrice comentó que temía que Blackraven hubiese dejado Buenos Aires.

—¿Sin despedirse? —se extrañó la señorita Leo.

—Usted no conoce a su excelencia —replicó Béatrice—. Él es impredecible.

—Quizás está en Montevideo —conjeturó Elisea— y sólo se trata de un viaje de pocos días. Solía hacerlo en el pasado.

—Mañana es la tertulia —se preocupó Béatrice—. Le enviaré una nota a San José. Con la ayuda de Dios, quizá se encuentre allí. Lo conminaré a regresar de inmediato.

Melody guardó silencio durante el intercambio de impresiones, esforzándose por mantener la calma y por mostrarse ajena y desinteresada. Más tarde, no se animó a preguntarle a la señorita Béatrice si había recibido contestación a su nota.

Dejó la cama al escuchar que Víctor la llamaba. Otra pesadilla, de seguro. Cruzó aprisa el corredor que separaba las habitaciones que daban sobre el balcón con las que miraban hacia la parte posterior de la propiedad.

Blackraven, recién llegado de la ciudad, se desvestía en su dormitorio cuando escuchó la voz del niño. Se asomó por la puerta entreabierta del cuarto de Víctor y los vio conversar.

—Era un perro gigante el que quería comerme, madre —dijo Víctor.

—De seguro no tan grande como Sansón.

—Sí, mucho más grande. Sansón no podía con él. Yo tenía mucho miedo, madre.

—Fue sólo un sueño y tú sabes que los sueños no son de verdad. Están en tu cabecita y nada más. Vamos —lo instó—, a dormir ahora.

Melody se inclinó para besarlo y Víctor le echó los brazos al cuello y la abrazó con fervor.

—La quiero mucho, madre.

—Yo también te quiero, hijo.

Melody arropó al niño, sopló la vela y dejó la habitación. Blackraven la esperaba en el pasillo. Del susto, se llevó la mano a la boca y dio un paso hacia atrás. Descalza como estaba, recibió la impresión de que él era aún más alto. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros, y tenía el salto de cama apenas atado a la cintura y abierto a la altura del pecho.

—¿Por qué permites que te llame “madre”?

—Hace tiempo me lo pidió y no tuve corazón para negarme.

—Nunca tienes corazón para negarte a nadie excepto a mí.

Melody bajó el rostro, pero Blackraven la obligó a levantarlo.

—¿Por qué lloras? —preguntó con frialdad.

—Lloro porque estoy feliz de que hayas vuelto. Estos días sin ti han sido un tormento.

—No fui yo quien se apartó de tu lado. Fue tu decisión.

—Ya no estoy segura de que haya sido la decisión correcta. ¡Oh, Roger! No quiero pensar que sin ti mi vida no tiene sentido.

—¿Por qué no? —se enfureció él y, tomándola por los brazos, la sacudió con rudeza—. ¿Por qué no, si yo siento lo mismo? ¿Cómo demonios crees que han sido mis días desde que dijiste que no me querías a tu lado? Un infierno es poco. ¡Ah, Isaura! ¡Maldigo el día en que te conocí si con tu indiferencia me sumirás en algo peor que un infierno!

—¡No maldigas ese día! Yo te amo, Roger. Te amo tanto que a veces pienso que no puedo respirar si no te veo.

—¿Por qué me has hecho sufrir de este modo, entonces? —La exaltación con la que hablaba traslucía el rencor que aún lo dominaba—. ¿Por qué me has obligado a pasar estos días de amargura pensando que te había perdido? ¡Podría matarte con mis propias manos!

—¡Perdóname! ¡He sido una cobarde! ¡Una cobarde! —y se puso a llorar.

Él se llevó una mano al rostro y se apretó los ojos con la punta de los dedos.

—Ven —le dijo—. Hablemos en mi dormitorio. Aquí terminaremos por despertar a los niños.

Melody caminó sin pronunciar palabra, deseando que él la abrazara o que, al menos, le pasara una mano por el hombro. Blackraven cerró la puerta tras de sí, le indicó un asiento y arrastró una silla frente a ella.

—Isaura —dijo, y su voz profunda y varonil le erizó la piel—. Isaura, mírame. —Le obedeció—. Dime por qué rompiste nuestro compromiso. Quiero la verdad. Si no tienes valor para decirme la verdad, entonces no digas nada.

Melody se pasó la manga por la nariz y él enseguida le alcanzó un pañuelo.

—Gracias —musitó.

—¿Quieres tomar algo?

—No, gracias. Sólo estoy juntando fuerzas para contarte la verdad.

—Isaura —repitió él, y la ternura con que dijo su nombre le hizo levantar la vista—. Isaura, mi amor, háblame. Soy yo, el hombre que te ama más allá del entendimiento, el que una vez te rogó por el don de tu confianza. ¿No vas a concedérmelo? ¿Crees que no sería capaz de comprender cualquier cosa que tuvieras para decirme? Isaura, he vivido en este mundo lo suficiente para conocer todas las miserias humanas. He atestiguado situaciones que me han arrebatado la capacidad de sorprenderme. Nada de lo que digas me escandalizará o hará que te ame menos.

—¿Me lo prometes? —quiso saber ella, y la expresión de niña asustada lo alcanzó en el corazón.

—Tienes mi palabra.

—¿Sabes, Roger? Mi libertad es muy importante para mí. Y no mentí cuando te dije que, sin libertad, no puedo ser feliz. Pero no fue eso lo que me llevó a romper nuestro compromiso. Ésa fue una excusa que yo misma me esforcé en creer hasta que me animé a enfrentar mis fantasmas y entender que son ellos los que me separan de ti. Los fantasmas de mi pasado. Quiero compartirlos contigo, Roger. Necesito tu fuerza para sacarlos de mi vida. Ya no soporto más el dolor, los remordimientos y la humillación. Quiero que me ayudes, por favor.

—Te ofrezco toda la fuerza de la que soy capaz. Te daría mi vida, y lo sabes.

Melody le acarició la mejilla. Él le besó la mano y le sonrió. Después, sin mirarlo, desató el cinto de la bata y la hizo resbalar hasta su cintura. Apartó la trenza, se bajó el tirante del camisón y se movió hacia un costado para mostrarle la espalda.

—Mira, Roger. Yo las llamo los estigmas de mi vergüenza.

Él acercó la palmatoria y simuló estudiar las marcas del carimbo por primera vez. Intentó tocarlas, pero Melody se apartó.

—¿Quién te hizo esto?

—No puedo creer que esté mostrándotelas. No sé de dónde sale este valor.

—De nuestro amor, Isaura. Confía en él. Ahora dime, ¿quién te hizo esto?

—Mi primo, Paddy Maguire.

—Dime dónde vive. Ahora mismo salgo a buscarlo. Ese maldito infame no verá el nuevo día.

—No, Roger.

—¿Me pides que no acabe con él después de lo que te hizo?

—Paddy está muerto. Yo lo maté.

Blackraven se quedó callado, mirándola.

—Deseo contártelo todo, desde el principio. Sé que compartiendo contigo esta carga será más liviana de ahora en más.

Durante el relato, Blackraven dejó la silla varias veces. Pero Melody lo necesitaba cerca; entonces, estiraba la mano y él volvía a sentarse frente a ella. Las maldades de Paddy Maguire le arrancaron insultos y lágrimas y, al ver la pena y la impotencia reflejadas en sus ojos azules, Melody se cuestionó si aquella necesidad de aliviar su conciencia no era, en realidad, un gran acto de egoísmo. Al final, terminaron abrazados, llorando como niños.

—¡Isaura! ¡Amor mío! —repetía Blackraven, incapaz de hallar las palabras, agobiado ante la sórdida confesión. Que la mujer que amaba hubiese sido víctima de un ser tan vil resultaba intolerable. El dolor amenazaba con quebrarlo. Su dulce y frágil Isaura en manos de un gusano como Paddy Maguire. Blackraven se dio cuenta de que, ni en los peores momentos de su vida, había experimentado tamaña desolación.

—Temía que después de revelarte la verdad me despreciaras. Temía que dejaras de amarme.

—Te amo más aún, si eso es posible —aunque, en realidad, lo que había recrudecido en él era el sentido de la posesión y de la protección que ella le inspiraba.

Melody quedó floja entre los brazos de Roger, la mejilla húmeda pegada a su pecho. Él le acariciaba el cabello y le besaba la coronilla. Con suavidad, la obligó a incorporarse. Se miraron con fijeza y en silencio, y los ojos de Melody volvieron a llenarse de lágrimas.

—Isaura, quiero absorber tu dolor. Quiero hacerlo mío y librarte de él.

—Ya lo has hecho, Roger. Por primera vez en mucho tiempo, me siento libre de verdad.

—A mi lado serás feliz, Isaura. —Hablaba con el tono incisivo de quien está acostumbrado a mandar y a ser obedecido—. Olvidarás el pasado y disfrutarás el presente. Yo me encargaré del futuro. Nunca volverás a padecer necesidad alguna. Te daré a manos llenas, a ti y a Jimmy. Vivirás protegida y cuidada como una reina. Serás la dueña de mi vida y yo, el dueño de la tuya.

—¡Te eché tanto de menos estos días! —sollozó Melody—. Creí que enloquecería de angustia y de tristeza.

—No llores. Ya estoy aquí y nada me apartará de tu lado.

—Perdóname por no haber sido sincera contigo, por haberte hecho sufrir a causa de mi cobardía.

—A la luz de tu historia, comprendo tantas cosas —caviló Blackraven—. El pánico que veía en tus ojos cada vez que intentaba tocarte o besarte; tus pesadillas; tus ansias de libertad; tu compromiso con los esclavos; el valor que te empeñas en mostrar cuando, en realidad, mueres de miedo. No eres cobarde, cariño, por el contrario, eres muy valiente. —Se quedó callado, como en trance; de repente, exclamó—: ¡Qué hermosa eres! Como si la pureza y la bondad de tu alma se reflejasen en la nobleza de tus facciones. ¿Qué he hecho para merecerte? Nada, de seguro. Por alguna arcana razón, Dios me ha premiado enviándote a mi vida. —Melody le sonrió—. Ven aquí —le dijo, y la obligó a sentarse sobre sus rodillas.

Le apartó los mechones de la cara y la besó en la frente, sobre la sien, en la mejilla, en el mentón, le acarició la espalda pasando la mano por la parte más delgada de su talle y la tomó por la nuca para besarla en los labios, de un modo exigente, tratando de extinguir el deseo y la angustia de los días pasados. Ella entrelazó sus dedos en el cabello de Blackraven y respondió abriéndose para él, buscando su lengua con timidez primero, pero, a medida que la pasión se intensificaba y que Blackraven la estrechaba con más fuerza, se dejó llevar por el erotismo y la lujuria permitiendo que él penetrase en su boca con fiereza. Sus respiraciones agitadas y el roce de las manos de Blackraven sobre la bata eran los únicos sonidos. Melody gimió en la boca de Roger, entre asustada y excitada. La erección de él crecía, y eso la aterraba. Blackraven se apartó, y ella aprovechó para ocultar la cara en su hombro.

—Estoy tan cansada —mintió.

—Entonces te llevaré a descansar.

Apagó la vela de la palmatoria, la cargó en brazos y la depositó en su cama. Ella, de un salto, se puso de pie al ver que él se quitaba la bata y quedaba desnudo.

—No —dijo.

La habitación se hallaba a oscuras, apenas iluminada por la luz de la luna. Una sombra bañaba el cuerpo de Blackraven volviéndolo más oscuro. Melody se quedó mirándolo con el mismo descaro de la mañana en que lo descubrió nadando en el río. Blackraven la atrajo hacia él.

—Estoy en desventaja, cariño —le susurró sobre los labios—. Es la segunda vez que me ves desnudo y yo no conozco más que tus hombros.

—¡No! —se desesperó Melody cuando la bata cayó a sus pies—. ¡Por amor de Dios, no me quites el camisón!

—Isaura, por favor, cálmate. No haré nada que no desees, pero necesito saber qué te ocurre.

Blackraven le permitió que tomara distancia.

—No quiero que me veas desnuda —y siguió caminando hacia atrás, en dirección a la puerta.

—¿Por qué? Eres mi mujer, tengo derecho —dijo, y avanzó hacia ella.

—Tu cuerpo es perfecto y yo odio el mío. No quiero que tú lo odies también. No soportaría la vergüenza —aseguró aprisa, y trató de escapar, pero Blackraven cerró la puerta con el pie y la obligó a regresar a sus brazos.

—Escúchame bien, Isaura Maguire: me tiene muy sin cuidado lo que tú pienses acerca de tu cuerpo. Yo lo encuentro magnífico y tentador como un dulce. Te deseé desde el primer momento en que te vi, cuando aún no sabía que eras tú, aquella mañana que, montada sobre Fuoco, saltaste la cerca y tu gloriosa cabellera se sacudió con el viento. Ahora, definitivamente, el deseo se ha vuelto una obsesión y si no te hago mía esta noche saldré al balcón y comenzaré a aullar como un lobo, ¿entiendes?

A pesar de sí, Melody rió, con la cara oculta de nuevo en su pecho. Él le deslizó los dedos por los brazos hasta alcanzar las tirillas del camisón. Tardó unos segundos antes de desnudarle los hombros. Se inclinó para besarlos, primero uno, luego el otro, demorándose, golpeándole la piel con el aliento, en tanto sus manos tiraban el camisón hacia abajo. Melody había cerrado los ojos para individualizar cada sensación, cada caricia, la de los labios, la de sus dedos, la de su respiración. El linón le lamió la cintura y las piernas hasta terminar en el suelo. “Estoy desnuda”, se dijo, pegándose a Blackraven hasta sentir el vello de su torso sobre los pezones. Aquel contacto la fascinó y le pareció que resumía la rotunda hombría de él y la tímida feminidad de ella.

—Entiendo tus temores, cariño, pero son infundados. Eres perfecta.

—Está oscuro y no puedes verme —se empecinó Melody.

—Estoy viéndote con mis manos. ¿No sientes la pasión con que te recorren? La forma de tu cuerpo me evoca a un reloj de arena.

—Nunca vi un reloj de arena.

—Un reloj de arena —susurró Blackraven— es así —y le pasó las manos por los costados del cuerpo—. Tan afinado aquí —y le apretó la cintura—, tan generoso en otras partes —y ahuecó las manos para contener sus nalgas—. Quiero que disfrutemos este momento, Isaura. Por favor, te imploro, deja de lado tus miedos. Amémonos sin que nada importe, excepto tú y yo.

En señal de asentimiento, Melody le pasó los labios por los pectorales, mientras con sus manos le recorría los brazos, le apretaba los músculos, seguía la línea de sus tendones. La fuerza que despedía Blackraven tenía que ver con un poder animal y primitivo que la desestabilizaba. Enseguida se dio cuenta de que una energía se apoderaba de él, transformándolo del hombre lógico que todos conocían en un ser irracional. Temblaba de excitación y hacía ruido al respirar por la boca. Le mordisqueaba los hombros y le humedecía la piel arrastrando los labios por la base del cuello. Le sostenía los pechos con las manos y, con sus dedos, le tocaba los pezones. Melody no se animó a detenerlo; le temía en ese momento.

—Me vuelves loco —le dijo, con voz ronca—. Estoy loco por ti. ¿Qué estás haciéndome, muchacha? Eres como una hechicera, me tienes a tu merced. Ansiaba tu cuerpo hasta sentir dolor, y ahora es mío. ¡Dios, tú eres mía!

Cayó de rodillas sobre la alfombra de lana, y sus labios se apoderaron de un pezón. Melody, azorada, veía cómo él lo chupaba con la misma fruición de Jimmy cuando Lastenia, su madre, lo amamantaba. Le pareció la escena más íntima que ella y Roger pudieran compartir. El estómago se le tensó y un dolor punzante le invadió la entrepierna, obligándola a aferrarse a la cabeza de Blackraven.

Soltó el pezón y recorrió el vientre de Melody, besándoselo, mordiéndoselo también, hurgando en su ombligo con la lengua; sus manos le acariciaban los glúteos y descendían al lugar recóndito que ya le había enseñado.

—Estás tan húmeda y caliente —lo escuchó jadear, mientras sus dedos se entretenían en esa parte secreta—. Te deseo tanto que temo hacerte daño.

Melody le imploró:

—Basta, Roger. No me sostengo en pie.

—Déjate caer —le ordenó, y la obligó a echarse sobre la alfombra.

Se recostó sobre ella, evitando cargar todo el peso de su cuerpo, y volvió a besarla en los labios con exigencia.

—Roger, te amo tanto.

—Me fascina la coloración que toma tu voz cuando estás excitada. Grave, profunda.

Su boca volvió a la de ella, en tanto con los dedos le restregaba el pequeño bulto entre las piernas. Era tan hermoso cómo la tocaba, cómo sus cuerpos se amoldaban. Ya no podía pensar ni temer. Llevaba la cabeza hacia atrás, arqueaba la espalda, le ofrecía todo su cuerpo que de pronto le parecía hermoso.

—Isaura, escúchame —le pidió, mientras le apartaba el cabello de la cara—. Te haré cosas esta noche que te escandalizarán. Pero es mi deseo que te aflojes y que me permitas prepararte. Lo que haré será para que el dolor sea el menor posible.

—¿Voy a sufrir?

—Sólo esta vez. Después, te aseguro que todo será placer.

—Tú eres muy grande allí abajo. Lo recuerdo del día de la playa.

—Lo sé, cariño. Trataré de hacerte el menor daño posible.

—Confío en ti, Roger.

La luz de luna caía sobre la piel de Melody, acentuando su blanca untuosidad. Él pensó en cuánto la amaba, en qué inexperta era, le preocupaba lastimarla. Sin desviar sus ojos de los de ella, movió los dedos hasta penetrarla. La sintió estremecerse y vio su mueca de inquietud. Melody le empujó los hombros en un acto inconsciente por quitárselo de encima.

—Tranquila —le ordenó, y, mientras sus dedos seguían penetrándola, con el pulgar le acariciaba donde la hacía gemir y olvidar—. Eso es —la alentó—, cierra los ojos y siénteme.

Melody entreabrió la boca y dejó escapar el aire, después jadeó y enseguida gimió. Esa respuesta lo llenó de satisfacción, e inspiró cada uno de sus ahogos. Se dio cuenta en qué momento Melody perdía contacto con la realidad; podía saberlo por el movimiento inconsciente de sus manos, que le apretaban la carne y le clavaban las uñas, por el modo en que sacudía la pelvis, por su cabeza que se movía de lado a lado y su ruidosa agitación. La escuchó suplicar: “¡Por favor, Roger!” al tiempo que su vagina se tensaba en torno a sus dedos previendo el inminente orgasmo. Cuando por fin la tensión explotó en el cuerpo de Melody y ella expresó su desahogo entre gemidos de goces lascivos, Blackraven se quedó contemplándola, absorto.

Aún permanecía agitada, con los ojos cerrados, cuando Blackraven le tomó la mano y se la guió hasta su miembro. Los dedos de Melody se cerraron en torno a algo suave y duro, y Blackraven tembló y profirió un sonido ronco y sofocado. Se acomodó sobre ella y, con delicadeza, le indicó que separase las piernas. La penetró milímetro a milímetro, esforzándose por contenerse, aunque le resultaba difícil, ella era muy estrecha y él estaba muy excitado.

—No, por Dios, no te muevas —le rogó.

Blackraven apretó los ojos y se detuvo. La idea de estar hundiéndose en la tibieza húmeda de esa mujer, la más deseada, la más amada, dominaba su mente y su cuerpo, y el control se volvía casi imposible. Siguió penetrándola hasta hallar la barrera esperada. Entonces, se retiró para regresar con una embestida sorda y firme que la desbarató de su virginidad con un rasgón que lo hizo estremecer como si experimentase el dolor de ella. Melody gritó y le clavó las uñas y los dientes en los hombros hasta quedar tensa y quieta, con la cabeza echada hacia atrás. Blackraven se mantuvo inmóvil, temiendo hacerle más daño.

—¿Aún me amas?

—Sí —musitó ella, con la garganta tirante.

—Eres tan estrecha —se justificó—. Pero ahora será más fácil.

—Siento un latido ahí, donde tú estás.

—Yo también lo siento. Intenta calmarte, ya pasará. Piensa en algo bonito.

—En ti.

Blackraven rió, evitando moverse demasiado, y le besó la frente.

—Recuerda el día del picnic con los niños.

—El día que me retaste a una carrera —evocó ella, siempre con los ojos cerrados.

—Sólo quería alejarte para apoderarme de esos labios que tanto me tentaban. Que tanto me tientan —y le dibujó el contorno de la boca con la punta de la lengua—. Ah, tu boca, Isaura… Aún sigues siendo un misterio para mí. Tu cuerpo confiere la idea de lujuria cuando, en realidad, eres una niña en tu corazón. Mi dulce niña —expresó, con una nota de emoción.

—Pero ya soy una mujer. Tú acabas de hacerme mujer.

—Acabo de hacerte mi mujer. No lo olvides.

Al notarla más relajada, se inclinó sobre su boca y la penetró con la lengua. El beso se volvió ardoroso a medida que las embestidas se reiniciaban. Alcanzó uno de sus pechos y se llenó la boca con un pezón suave y protuberante y lo succionó. Eso pareció enloquecerla.

Quería que olvidara el sufrimiento, y estaba lográndolo. La vagina de Melody se convulsionaba en torno a su miembro, apretándolo, conteniéndolo, incitándolo. Sus cuerpos se movían a un ritmo salvaje, iban y venían, adentro y afuera. Melody se aferraba a la espalda de Blackraven como si temiese caer a un abismo. Aun doliéndole y latiéndole, no podía frenar el movimiento de sus caderas y acallar los lamentos que brotaban de sus labios.

—Rodéame la cintura con las piernas —le ordenó, sin aliento.

Algo en él cambió. Melody levantó los párpados y lo miró. Blackraven se había apartado y, con los brazos extendidos a los costados, seguía moviendo la cadera, golpeándola, empujándola, cada vez con mayor ímpetu y velocidad. Melody se sacudía, Blackraven la movía con cada embestida. Echó los brazos hacia atrás y se tomó a las patas de la mesa de noche como si se preparara para un desenlace peligroso. Blackraven lucía tan concentrado, con los ojos apretados y esa mueca de dolor. Melody pensó que jamás lo había sentido tan suyo. Una emoción le oprimió el pecho, la intimidad que compartían la pasmaba, él dentro de ella, sus cuerpos desnudos tocándose, cada centímetro de su piel en contacto con cada centímetro de la piel de Roger. Ya era su mujer, ¡cómo la turbaba ese pensamiento! Levantó la cabeza y dirigió la mirada al punto en donde sus cuerpos se unían, ahí donde el vello renegrido de Blackraven se enredaba con el rojizo de ella, donde el vientre sudado de él se aplastaba contra el agitado de ella, una y otra vez. Cerró los ojos y subió aún más las piernas.

Blackraven se tensó, arqueó la espalda y llevó la cabeza hacia atrás. Tenía el cuello enrojecido y los tendones tirantes e hinchados; su nuez de Adán sobresalía y se movía con rapidez. Entonces, empezó a gritar y a sacudirse como víctima de una convulsión. A Melody le pareció que transcurría un largo tiempo de gemidos y estremecimientos, y temió que la voz ronca de él despertase a todo el Retiro. Por fin, Blackraven se desplomó, jadeando como si hubiese estado ahogándose, y exclamó en inglés: “¡Oh, Dios!”.

“¿Qué fue eso?”, se preguntó, sin advertir que su cuerpo aplastaba a Melody. ¿Era posible que él hubiese vivido una experiencia nueva en el sexo? ¿Él, que ya lo conocía todo? Porque, sin duda, lo que acababa de sentir era nuevo. A la luz del amor de Isaura, todo lo demás palidecía. Tuvo miedo de perderla, y él no sabía cómo enfrentar ese temor. La abrazó posesivamente, le cubrió el rostro con besos y pensó: “Que nunca me faltes porque ya nada tendría valor”.

Sabas contó las monedas y las escondió en el sitio donde guardaba sus tesoros. Le habían prometido cincuenta pesos por el encargo que estaba a punto de realizar; acababan de darle la mitad y los veinticinco restantes se los darían una vez cumplida la misión. Se calzó la boina, empuñó el cayado para espantar jaurías y se dirigió hacia el norte, a la parte de la costa ocupada por los troperos. Aún no amanecía, una hora conveniente para llevar a cabo el trabajo, y ni se detuvo a meditar cómo lo haría pues lo juzgaba fácil, casi un juego de niños.

En cambio, se dedicó a pensar en el día en que él y su madre consiguieran los papeles de la libertad. Le faltaban alrededor de cuatrocientos pesos, una cifra fabulosa, que pronto reuniría ya que la información con la que contaba bien valía esa fortuna, aunque debía hacerse de datos más precisos como el día exacto y la hora de la revuelta.

Volvió sobre el tema de la libertad. No sólo se trataba de sacarse de encima el yugo de la esclavitud; también había que contemplar cuestiones fundamentales como dónde vivirían y de qué trabajarían. Había visto a demasiados libertos implorar el cobijo de sus antiguos amos porque no podían mantenerse y no tenían dónde alojarse; incluso sabía de esclavos que morían como perros en la calle, hambrientos y desnudos, pues sus antiguos patrones no los admitían de regreso. Nadie se ocupaba de esos pobres infelices. Ciertamente, la libertad podía convertirse en una trampa más peligrosa que la esclavitud.

Acudiría a Papá Justicia. Él le haría un sitio en su casa, la mejor del barrio del Mondongo. Sabía que Justicia y su madre, Cunegunda, habían sido amantes en el pasado. Incluso fantaseaba con que él era el fruto de ese amor a pesar de que Cunegunda lo negaba. A Sabas lo tenía sin cuidado; él idolatraba a Papá Justicia y lo creía su padre. ¿Qué no podrían conseguir juntos Cunegunda y Justicia, los hechiceros más temidos de Buenos Aires?

Lo molestaba que Papá Justicia se hubiese unido a los cabecillas de la conjura de esclavos. En realidad, estaba celoso, no sólo de su amistad con Tomás Maguire sino de la consideración y el afecto que mostraba por el yolof Servando. Al final, Servando se quedaba con lo más precioso que tenía en su vida: Papá Justicia y la niña Elisea. Llegaría el tiempo de la revancha, y él se cobraría una a una las afrentas.

El campamento de los troperos se hallaba en silencio. Se movió con cautela entre las tiendas. Como había supuesto, la carreta de Tomás Maguire y de Pablo estaba vacía, pues era la hora en que los muchachos acostumbraban a darse un baño en el río. Levantó el cuero y se deslizó dentro. Esperó a que sus ojos se habituasen a la penumbra antes de lanzarse a la búsqueda en un espacio reducido, aunque caótico. A punto de perder las esperanzas, un brillo captó su atención. Se acercó y sonrió con alivio y satisfacción al descubrir la cadena y la medalla de oro de Tomás Maguire colgada de un gancho, junto a su cabezal. El joven jamás se separaba de ella excepto para bañarse. Sabas la descolgó y la ocultó en el ruedo de su boina. Antes de abandonar la carreta, se cercioró de que nadie lo viese.