Capítulo XVI

Béatrice no concilió el sueño en toda la noche. Harta de la cama, se echó el albornoz sobre los hombros y salió al balcón. Desde pequeña había disfrutado del amanecer. Evocó los jardines de la casa paterna donde le gustaba aguardar la salida del sol en compañía de Roger, su primo más querido. Apenas dos niños, evadían la tutela de las criadas y corrían tomados de las manos por los laberintos de ligustro.

Suspiró y regresó al dormitorio. Aquellos años felices y lejanos formaban parte de un pasado que a veces parecía salido de su magín. Sacudió la cabeza para apartar la nostalgia y se concentró en el presente, que le daba una oportunidad junto a William Traver. Se vistió con coquetería para bajar a desayunar.

Los únicos presentes en el comedor, William Traver y Pierre Désoite, se pusieron de pie al verla. Béatrice presidió la mesa, ya que Blackraven avisó que se ausentaría. Tampoco estaba miss Melody, y una esclava le informó que los niños desayunaban en la sala de estudios con Elisea y la señorita Leonilda.

—Es probable —especuló Béatrice— que su excelencia haya ido a recorrer la propiedad y un contratiempo lo haya detenido. Espero que su brazo no le haya dado mala noche, señor Désoite —expresó, en referencia a la mordedura.

—En absoluto. He dormido plácidamente.

—¿Me permite ver la herida? —pidió Béatrice en un acto de atrevimiento que sorprendió primero y molestó después a Traver.

Como no llevaba casaca, sólo un chaleco sobre la camisa, Désoite se levantó la manga y le mostró las heridas que Trinaghanta no había vendado para promover su cicatrización. Eran cuatro cortes pequeños.

—Ahora sólo resta esperar que no se infecten —comentó Béatrice.

—Oh, no —expresó Désoite—, soy un hombre de disposición muy sana. Nunca se me ha infectado una herida.

Béatrice le sonrió y movió la cabeza con garbo para dirigirse a Traver:

—¿Es de su gusto el café, señor Traver?

—Muy bueno —replicó, cortado.

—Es de la plantación de su excelencia en Antigua.

—Es reconfortante encontrarme con unas madeleines tan exquisitas como éstas —comentó Désoite—. Me recuerdan a las de mi infancia.

—¿De veras? —se interesó Béatrice—. Para ser compatriotas, señor Désoite, usted y yo no hemos intercambiado impresiones acerca de la Madre Patria. Dígame, si no es imprudente preguntar, ¿dónde nació usted?

—En las afueras de París —respondió.

—Bellísima ciudad —acotó Traver.

—Sí —dijo Béatrice, pero su gesto apático desmintió la afirmación.

—Como toda gran ciudad —opinó Désoite—, tiene sus luces y sus sombras.

Hablaron acerca de las bondades y desventajas de ciudades como Londres y París. Traver describió las bellezas de Edimburgo, y Béatrice manifestó su deseo de conocerla algún día, lo que suscitó miradas cómplices entre ellos.

—¿Ha pensado en radicarse en Buenos Aires, señor Désoite? —se interesó Traver.

—La encuentro muy de mi gusto, pero aún no lo he decidido.

—¿Es usted avezado en algún oficio? —insistió.

—Soy dibujante y tengo nociones de arquitectura.

—¡Oh! —se admiró Béatrice.

—Su excelencia me comentaba ayer que un miembro del Consulado, el doctor Manuel Belgrano si no recuerdo mal…

—Así es —ratificó Traver.

—Pues el doctor Belgrano propició años atrás la apertura de una escuela de geometría, arquitectura y dibujo. Si bien dejó de funcionar en el 1800 por falta de apoyo económico de las autoridades, su excelencia asegura que el doctor Belgrano nunca abandonó la idea de reabrirla. Ha prometido presentarnos en la tertulia. Una escuela de dibujo es un proyecto ambicioso del cual me gustaría participar. Su excelencia me ha asegurado que le ofrecerá al doctor Belgrano costear los gastos de la reapertura y asignar un monto anual para la escuela en calidad de donación.

—Es maravilloso —se entusiasmó Béatrice—. Además estoy pensando que sería de provecho que usted, señor Désoite, le diera clases de dibujo a los niños. ¿Por qué no se queda una temporada en el Retiro? Miss Melody estaría agradecida si usted iniciase a Víctor y a Jimmy en las nociones de la geometría también.

—No sé si deba —dudó Désoite.

—¡Por supuesto que sí! —insistió Béatrice con un entusiasmo que Traver no le conocía.

El hombre carraspeó, incómodo, celoso. Después de eso, el ambiente se tornó tenso, e intercambiaron pocas palabras mientras acababan el desayuno. Traver bebió su último trago de café y mencionó un compromiso en la ciudad que le impedía permanecer por más tiempo en el Retiro. Blackraven se presentó en la sala cuando el escocés se disponía a partir y le reiteró la invitación para la tertulia del primer domingo de febrero. Lo acompañó hasta la entrada principal donde un esclavo sujetaba las riendas de su caballo.

—Gracias por su hospitalidad, excelencia.

—Será bienvenido cuando guste —dijo Blackraven.

—Que tenga usted buen día, señorita Béatrice.

—Nos vemos en la tertulia, señor Traver.

—Espero que reserve para mí las primeras piezas de baile.

—Será un placer.

De nuevo en la casa, Béatrice le sugirió a Blackraven que Pierre Désoite pasara una temporada en el Retiro.

—Hoy mismo marcharemos a la ciudad a buscar sus pertenencias —dispuso Roger, dirigiéndose al joven— y le anunciaremos al doctor Moreno que usted completará la traducción aquí, en el Retiro.

Melody se despertó a las doce. No recordaba haberse levantado a esa hora en su vida. Le dolían los músculos y un sopor le impedía levantar los párpados. Se tranquilizó al comprobar que Jimmy aún descansaba en su cama. Movió apenas la pesada cortina y vio el cielo límpido y el sol.

En la cómoda descubrió que Trinaghanta había llenado el aguamanil, incluso le había echado unas gotitas de esencia de azahar. Vertió el agua en la jofaina y se enjuagó el rostro varias veces, mientras cavilaba acerca de los quehaceres. Llamaron a la puerta con una suavidad que reconoció como de Trinaghanta. Abrió y le indicó que entrase. Susurrando, le reprochó que no la hubiese despertado más temprano.

—El amo Roger —se justificó la muchacha— me ordenó que no lo hiciera. Debíamos dejarla dormir, a usted y a su hermano. Lo siento.

—¿Su excelencia está en la casa?

—No, partió a la ciudad. Volverá por la tarde.

Melody se decepcionó, aunque enseguida resolvió que ponerse en movimiento sería el mejor recurso para enfrentar las horas hasta que Blackraven volviera, como también para quitarse de la cabeza la enfermedad de Jimmy.

Fue a misa y se mantuvo ocupada atendiendo a su hermano convaleciente, a Víctor y sus lecciones, y disponiendo con Miora el destino de cada género adquirido en la ciudad; la urgía terminar el atuendo para la tertulia.

Cada tanto le echaba un vistazo al solitario en su mano izquierda. ¿Por qué la quería un hombre como Blackraven? Ella lo había enfrentado y desafiado; tampoco se olvidaba del violento encuentro con Tommy en la caballeriza y del ataque a traición de Pablo. Debería odiarla. Blackraven, en cambio, decía que la amaba, y ella le creía y, de algún modo, ya no reparaba en que a él se lo tenía por libertino y mujeriego.

En rigor, Isaura Maguire era su propio escollo. A veces juntaba coraje y se sentía capaz de exponerle a Blackraven sus miedos y conflictos; minutos después se derrumbaba y decidía poner fin a la relación. En esos vertiginosos días, había pasado varias veces de la euforia al abatimiento. En definitiva, estaba aterrada.

Béatrice entró en el cuarto de costura donde Miora y Melody deliberaban acerca del diseño para el traje del sarao.

—¡Qué magnífico género! —exclamó, y lo restregó entre sus dedos—. Es una seda de superior calidad. ¡Y el color! ¡Qué azul tan intenso! Me recuerda al de la capa de los reyes franceses. Imagino que lo usarás para la tertulia. ¿Ya sabes cómo será el vestido?

Melody negó con la cabeza, al tiempo que intentaba discernir si había burla o enojo en la actitud de Béatrice.

—¿Aceptarías algunas sugerencias?

—Nada me complacería más —contestó Melody con una sonrisa.

Béatrice le tomó la mano.

—Estoy feliz por vosotros —dijo, y no dio tiempo a nada pues enseguida agregó—: El azul del vestido te sentará de maravillas, querida. Acentuará el turquesa de tus ojos y el blanco de tu piel.

—El color de mi cabello lo arruina todo, ¿verdad? —se lamentó Melody.

—¡Sandeces! Ese rojizo tan peculiar se realzará de manera extraordinaria con el azul de la seda.

Béatrice marcó los lineamientos de un modelo por el que madame Odile no habría presentado reparos. Melody lo juzgó muy escotado.

—Lo único que importa —aseguró Béatrice— es que Roger estará de acuerdo con mi elección. Ya verás. —Y se marchó en busca del señor Désoite.

—Como Trinaghanta está con Jimmy —le dijo Melody a Miora—, iré donde las lavanderas.

—Quizá —musitó la esclava—, ahora que vuestra mercé será la señora de la casa, el amo Roger no quiera que se mezcle con nosotros.

—¿Cómo lo has sabido? —le preguntó Melody sin enojarse.

—Por ai lo dicen, miss Melody, que usté y el amo Roger andan enredados en amores.

—Pues nada impedirá que siga siendo vuestra amiga —aseguró.

—Eso es bueno —farfulló Miora, y se inclinó sobre la mesa para estudiar el corte del género.

Eran las cinco de la tarde. Siloé estaría disponiendo la olla con leche para repartirla entre los hijos de las lavanderas. Hacía tiempo que no participaba de esa costumbre, desde que Blackraven prohibió que se hiciera en su propiedad. Se ató un mandil a la cintura y ayudó a cargar la olla barranca abajo. Avistaron el sitio ocupado por las lavanderas, donde las sábanas, los manteles y las demás prendas se desplegaban sobre las rocas cubiertas de verdín. Las mujeres cantaban y conversaban, a veces formaban rondas y bailaban. Nunca les faltaba el mate o la pipa. Presentaban una robusta contextura, grandes manos estropeadas por la lejía y un recio carácter. No admitían a los blancos en su imperio a orillas del Plata, a excepción del Ángel Negro, a quien recibieron con alegría.

Melody, que conocía a muchas de ellas, se interesó por sus familias y sus problemas. Habló con Polina, una joven a quien su patrón había dejado encinta y que, pese a su estado avanzado, seguía enviándola a lavar. Muchas de esas mujeres daban a luz a orillas del río, asistidas por sus compañeras. Sobrepuestas de lo peor del parto, dejaban al bebé sobre un cuero y seguían con su tarea. En general, esos niños no cumplían los siete días de vida.

—¿Hasta cuándo seguirás viniendo, Polina? —se enfadó Melody—. ¿Es que tu amo no tiene corazón?

—No lo tiene, miss Melody. Él quiere los riales que hago lavando. Eso es lo único que le importa.

—Caramba, Polina.

Melody se interrumpió al escuchar unos gritos. Alcanzó a distinguir a un grupo de muchachos que se divertían atormentando a las lavanderas. Les pisaban las sábanas limpias, les arrojaban piedras, las imitaban bailar y hablar y las escupían.

—Otra vez los mandingas —se lamentó Polina.

—Vamos, miss Melody —la apremió Siloé—. Si esos jovenzuelos la ven aquí habrá problemas.

La cabellera de Melody llamó la atención de uno de los pendencieros, que la señaló al resto. Lanzaron exclamaciones y se aproximaron casi corriendo. Formaron un círculo en torno a ellas. Melody se colocó frente a Polina para protegerle el vientre.

—¿Cómo una flor tan blanca y hermosa se deja ensuciar por tanto lodo? —habló uno de ellos.

—¡Déjennos pasar! —vociferó Siloé.

—Sí, claro —contestó otro, haciendo una reverencia, y enseguida le tiró un manotazo que le dio en pleno rostro—. ¡Yo no recibo órdenes de negras sucias!

—¡Bastardo! —masculló Melody, y abrazó a Siloé.

Otro sujetó a Polina, que comenzó a llorar. Las demás lavanderas y los niños se habían acercado para insultarlos y arrojarles bolas de barro.

—¡Malditos bribones! —se enfureció Melody—. ¿Es que ni siquiera respetáis a una mujer embarazada?

—Esto no es una mujer —dijo el cabecilla—. Es una esclava con un esclavo en la barriga. Y tú eres una preciosura a la que me gustaría hacer gritar pero no de fastidio sino de placer.

El grupo festejó la broma soez con carcajadas que se acallaron de pronto cuando Melody se movió con la rapidez de una serpiente y le dio una bofetada. El muchacho quedó perplejo, la mano sobre la mejilla. Con lentitud deliberada, se volvió hacia Melody.

Blackraven justo alcanzó a ver cuando, de un golpe de revés, la tiraba al suelo. Lanzó un bramido áspero, inhumano, profundo. La muchedumbre, lavanderas y pendencieros por igual, se dispersaron en desordenada carrera ante la imagen de esa mole con ojos de diablo que se lanzaba sobre ellos. El que había golpeado a Melody, un muchacho alto, de complexión vigorosa, se quedó donde estaba y lo aguardó con una mueca de jactancia. Cerró los puños y extendió los brazos.

—Lo conozco —habló cuando Blackraven se plantó frente a él—. Usted es el conde de Stoneville, y ésta —dijo, señalando a Melody— debe de ser su puta, la que llaman el Ángel Negro.

Le soltó una trompada. Blackraven la atajó con la mano izquierda y le torció el brazo hasta ponerlo de rodillas. Ipso facto, descargó la potencia de su puño en el estómago y en el morro del joven, que se desplomó, inconsciente. Dos de sus amigos se precipitaron para vengarlo y, segundos después, terminaron huyendo con la nariz rota y un labio partido. Los otros mantuvieron distancia, atónitos ante semejante despliegue.

—Quiten esta basura de aquí —les ordenó mientras se limpiaba la bota sobre el pecho del que había agredido a Melody.

Regresó junto a ella. Siloé la obligaba a echar la cabeza hacia atrás mientras le cubría la nariz sangrante con su delantal.

—Amo Roger —balbuceó la cocinera.

—Está bien, Siloé. Yo me haré cargo ahora. Presiónalo contra tu nariz —le ordenó a Melody, y le pasó su pañuelo.

La tomó en brazos y la cargó hasta la casa.

—Bájame —se quejó ella—. Puedo caminar. —Al no obtener una respuesta, insistió—: ¡Bájame! Soy demasiado pesada. No podrás subir la barranca conmigo a cuestas.

—¡Cállate! Has conseguido enfurecerme, Isaura. —Con acento menos incisivo, le indicó—: Cúbrete la nariz y sujétate a mi cuello.

Melody hizo como se le ordenó y cerró los ojos. Quería sentir la fuerza de los brazos que la rodeaban y olvidar que él estaba furioso.

—Roger…

—Ahora no, Isaura. Hablaremos después.

Subió la barranca con agilidad y entró por la parte trasera hasta la cocina. Al verlos, Miora lanzó una exclamación.

—Ve a buscar a Trinaghanta —le pidió Blackraven, mientras acomodaba a Melody en una silla y la obligaba a apoyar la cabeza sobre el respaldo.

Aparecieron otras esclavas y, a una indicación, trajeron agua y paños limpios. Trinaghanta entró en la cocina, apartó el pañuelo y tanteó la nariz.

—¿Está rota? —preguntó Blackraven, con una nota de ansiedad.

—Sólo sangra.

—Termina de atenderla y después llévala a mi despacho.

—Está furioso —se lamentó Melody.

—No —dijo Trinaghanta—. Está angustiado porque la ama a usted demasiado.

Melody se quedó perpleja. Trinaghanta nunca se había mostrado locuaz, menos en referencia a Blackraven.

—Le temo a su enojo —confesó.

—El enojo del amo Roger es algo de temer. Pero con usted, miss Melody… Con usted, él es otra persona.

—¿Otra persona?

—Desde que la ama a usted, él es feliz.

Melody trató de descubrir celos en el gesto flemático de Trinaghanta. Quería preguntarle acerca de Blackraven, de su vida, de su trabajo y de sus mujeres, nadie lo conocía como esa extraña asiática. Guardó silencio; por un lado, el instinto le marcaba que Trinaghanta no revelaría nada más; por el otro, no estaba segura de querer saber.

Reclinado sobre su buró, Blackraven escribía con trazos rápidos. Trinaghanta dejó a Melody cerca de la puerta y abandonó la habitación sin hablar. Él seguía concentrado en el documento que redactaba, como si ella no estuviera allí. ¿Qué escribía? ¿Quiénes eran las personas que lo visitaban? ¿Cuáles eran sus negocios? ¿Qué sabía de ese hombre?

Él se puso de pie y la miró como estudiándola antes de hablar.

—Nunca más, ¿me oyes? Nunca más vuelvas a exponerte de la manera en que lo hiciste hoy en la playa.

—Roger… —Se interrumpió al verlo avanzar.

—¿Qué crees que habría ocurrido si yo no hubiese llegado? ¿No entiendes que ese maldito cobarde podría haberte hecho mucho daño? ¡Por Dios! —Le clavó los dedos en la carne de los brazos—. ¡No quiero pensar en esa posibilidad! Mira cómo te ha lastimado. Mira cómo la sangre manchó tu jubón. Sentí que algo maligno se apoderaba de mí al verlo golpearte. ¿No eres capaz de entender que me vuelvo loco de ansiedad creyendo que, en cualquier momento, podría ocurrirte una desgracia a causa de tu descuido?

Aunque Melody inclinó la cabeza, le parecía estar viendo su ceño implacable.

—¿Acaso no te ordené anoche que dejaras de velar por los esclavos?

—Sí, me lo ordenaste —admitió Melody.

—¿Entonces?

—Yo no dije que te obedecería.

A su pesar, Blackraven contuvo una sonrisa y, como en los primeros encuentros, admiró la valentía de Melody.

—¿Por qué te preocupas tanto por esas gentes, Isaura?

—Porque sé lo que sienten, sé cómo sufren. Conozco la desazón que la esclavitud causa en el alma de una persona.

—Tú nada sabes de la esclavitud.

—Eres tú quien nada sabe de mí.

—¡Pues quiero saber! —se apasionó él, y volvió a aferraría por los hombros—. ¡Cuéntame!

—¡No, no! —se asustó ella, e intentó zafarse.

—¿Por qué no? ¿Qué tengo que saber?

—¡Déjame!

—¿Qué tengo que saber, Isaura?

—¡Nada, nada! ¡Déjame ir!

—Está bien, está bien —la tranquilizó Blackraven y la abrazó—. No llores, cariño. Nada me dirás si no quieres. No llores, por favor. No puedo verte llorar.

La condujo al sillón y la sentó sobre sus piernas. Un hematoma comenzaba a tomar color en el filo de la mandíbula, cerca de la barbilla. La besó en ese lugar, y arrastró los labios hasta la comisura donde volvió a besarla, y después en la boca.

—Entiéndeme, cariño —le pidió—. Dime que entiendes mi desesperación. Necesito saber que estás a salvo, que no te arriesgas. Ya te lo dije ayer: si me faltases, el dolor acabaría conmigo. Dime que tú sientes lo mismo por mí. Dime que si yo te faltase, la vida carecería de sentido para ti.

—Claro —musitó ella—. Pero también me haría muy infeliz perjudicarte por ser quien soy. Roger, a veces pienso que, aunque este amor que siento por ti es sincero e inmenso, te perjudicará. Y te amo demasiado para perjudicarte.

—¿Me amas, entonces? —preguntó él, mientras la besaba en el cuello y le pasaba las manos por los senos.

—Sí, te amo.

—Dilo de nuevo.

—Te amo, Roger.

—Eso es lo único que cuenta. Tú jamás me perjudicarías. Quiero que lo entiendas de una vez: no te apartarás de mi lado.

La besó con el apremio que había mantenido a raya, que un poco se mezclaba con la angustia que experimentó al verla recibir el golpe. Le pasó una mano por la nuca y la empujó para penetrar en su boca. Escuchaba la respiración agitada de ella, prueba de su excitación y su desconcierto. Melody sintió la erección de Blackraven en su trasero. Él le abrió el jubón y con sus dedos le apretó los pezones apenas cubiertos por la tela de la almilla.

—Roger, por favor —suplicó—, no me toques de este modo. No puedo pensar ni hablar cuando lo haces. Y necesito decirte algo.

—Habla —dijo él.

—He decidido que no dejaré de ayudar a mis amigos los africanos.

Él irguió la cabeza, y Melody aprovechó para ponerse de pie y prender los corchetes de su jubón.

—No puedo hacerlos a un lado ahora. No sería honorable de mi parte.

Se miraron. Blackraven inspiró hondo y, apoyando las manos en las rodillas, dejó el sillón con actitud de cansancio.

—¿Los eliges a ellos y no a mí, entonces?

—No entiendo por qué tengo que elegir entre ellos y tú.

—Por tu bien debes dejar de lado tus actividades con los esclavos.

—No.

—Estoy pidiéndotelo, Isaura. Por tu bien —insistió.

—Te avergüenzas de mis tratos con los africanos.

—No me conoces. Si me conocieras, no dirías eso.

—¿Por qué no puedo seguir ayudándolos, entonces?

—Porque es peligroso.

—No le temo al peligro.

—Lo sé. Yo tampoco. Pero desde que entraste en mi vida, he comenzado a temerle a una posibilidad: a perderte. No estoy dispuesto a dejar que te arriesgues por un sueño vano que a nada te conducirá. Y que tampoco salvará a los esclavos de la situación en la que viven.

Los ojos de Melody se llenaron de lágrimas.

—No elijo entre ellos y tú, Roger. Elijo entre mi libertad y tú. Mi libertad —añadió— es primordial para mí. Sin ella, creo que nunca alcanzaría la felicidad, ni siquiera a tu lado.

Se quitó la sortija.

—Si es eso lo que quieres —dijo Blackraven—, no seré yo quien insista en que cambies de parecer.

Melody le entregó el anillo y abandonó el despacho conteniendo el llanto que desbordó en la soledad del patio.

Enda Feelham entró en la cocina arrastrando los pies. El silencio de la casa le pesaba. Se echó en una banqueta y soltó un suspiro. Como de costumbre, se puso a meditar en lo que nunca habría de ser, por ejemplo, que Fidelis Maguire la amara y no su hermano James. Al mayor de los Maguire, ella sólo le había inspirado cariño y agradecimiento. Recordó por qué aceptó la proposición matrimonial de Jimmy e, incluso tantos años después, siguió pareciéndole una decisión acertada: aunque como su cuñada, prefería permanecer cerca de Fidelis, convencida de que tarde o temprano lo enamoraría.

Su plan peligró cuando Fidelis habló de abandonar la Irlanda. Después del martirio sufrido en prisión, el joven había perdido la paz, y su amada Glendalough no lo confortaba como en el pasado. Vivía escondido, esperando que, en cualquier momento, alguien lo delatara —las autoridades inglesas lo daban por muerto— y los soldados vinieran a llevárselo. A la sazón, Enda ya estaba embarazada y no logró convencer a su esposo, Jimmy Maguire, de que emprendieran todos juntos el viaje al Nuevo Continente. Enda lloró a escondidas la mañana en que Fidelis partió al puerto de Cork para conchabarse en el primer barco que lo condujese a los Estados Unidos.

Los Maguire creyeron que Fidelis había muerto en el naufragio del Saint Bridget, la única nave que zarpó rumbo a Norteamérica por esos días. Ignoraban que a último momento Fidelis había conocido a un español que le habló de la abundancia del Virreinato del Río de la Plata y lo convenció para que lo acompañase a buscar fortuna en esas tierras del sur. Pasarían años hasta que los Maguire conocieran la suerte del hijo mayor, que se había marchado pobre, con la esperanza y la voluntad como únicos bienes, para volverse un hombre de posición y dinero en unas tierras españolas del confín del mundo.

Enda lloró a escondidas, esta vez de felicidad. Su vida volvía a tener sentido porque, a pesar de adorar a su hijo Paddy, sin Fidelis nunca había vuelto a sentirse completa. Aunque su suegra sostuviese que la aparición de su primogénito se debía a un milagro de San Patricio, ella sabía que el patrono de la Irlanda no tenía nada que ver sino el poder de su magia, una fuerza milenaria, transmitida de generación en generación, que se rastreaba hasta el gran sacerdote druida, Frisio.

Jimmy dejó en claro que, aunque su hermano prosperase en otras tierras, él jamás abandonaría el valle de Glendalough. Enda no era mujer de polémicas ni discusiones. Cuando su esposo la contrariaba, simplemente invocaba a las fuerzas que la acompañaban y les pedía su intervención.

El menor de los Maguire cayó enfermo días más tarde y, a pesar del esmero de su esposa en cuidarlo, empeoró a ojos vistas. Sin dinero para acudir al único médico del pueblo, consultaron a las curanderas. Ningún brebaje ni rito parecía conjurar el mal de Jimmy, que seguía vomitando y retorciéndose en su camastro de paja.

Los pueblerinos desconfiaban de Enda Feelham, quien, hasta su matrimonio con James Maguire, había llevado la vida de una asceta en el bosque. Regresaron los comentarios que la tenían por bruja, e incluso hubo quienes aseguraron que sabía de venenos. Seamus Maguire y su esposa no dieron crédito a las habladurías. Enda era una buena mujer, que había salvado la vida de Fidelis y ahora intentaba salvar la de Jimmy. Pero Jimmy murió.

Por fin liberada, Enda no perdió tiempo y le envió una carta a su cuñado Fidelis pidiéndole ayuda. “Después de la muerte de mi adorado James, Paddy y yo hemos quedado sumidos en la mayor de las miserias. Por eso te ruego, querido hermano, que nos acojas a tu sobrino y a mí en el seno de tu hogar, donde te seremos de gran utilidad”. Casi un año más tarde, llegó la respuesta de Fidelis junto con una suma de dinero que hablaba de su riqueza.

Enda llegó a Bella Esmeralda, la estancia de Maguire en Capilla del Señor, y enseguida sufrió el primer revés al conocer a su esposa, Lastenia Castaneda y Cazón, una criolla de belleza indiscutible y maneras de princesa.

—En tus pocas cartas —le reclamó Enda—, nunca nos hablaste de que habías contraído nupcias y de que tenías tres hijos.

—Mis padres esperaban que yo regresase a la Irlanda para buscar esposa —se justificó Maguire—. Jamás me habrían perdonado que hubiese tomado una mujer de estas tierras. Por eso se los oculté y lo seguiré haciendo.

Enda descubrió, alejado del casco de la estancia, un bosquecillo donde acudía de noche a convocar a los espíritus para que la ayudasen. Se deslizaba con sus enseres de magia y potingues y amanecía en trance salmodiando maldiciones contra Lastenia, que parecía tener un espíritu fuerte y voluntarioso pues sus hechizos no lo quebraban. Rebotaban y se convertían en cosechas perdidas, tormentas feroces, partos malogrados, terneros deformes.

Una mañana muy temprano, Enda se embozó y salió a caminar. Necesitaba meditar. Ningún conjuro resultaba para deshacerse de Lastenia y comenzaba a perder la paciencia. Se internó en el bosque y se sentó sobre un tocón. Desesperada y frustrada, cerró los ojos y convocó al espíritu de Frisio con tal devoción que, al volver en sí, no se acordaba dónde estaba. Levantó los párpados y miró en torno, maravillada ante el espectáculo del suelo cubierto por setas que momentos atrás no existían. El corazón le dio un vuelco al recordar que Lastenia y la cocinera los juntaban a menudo para preparar guisos.

Enda conocía de hongos y sabía diferenciar los buenos de los malos. Esa mañana, en el bosque, la mayoría de las setas eran inofensivas. A punto de perder las esperanzas, al pie de un tronco, escondido bajo una hoja, halló un muscaria, con alcaloides tan poderosos como para matar a un caballo. Lo escondió en su delantal y volvió a la casa.

De acuerdo con su presunción, Lastenia y la cocinera habían estado recogiendo hongos, maravilladas de la abundante cosecha. Los lavaron y trozaron y prepararon un guiso que sirvieron al mediodía. En un momento de distracción, mientras la cocinera servía las porciones, Enda dejó caer minúsculos pedazos del muscaria en un plato con guiso.

—Déjame ayudarte, Cándida —le propuso a la cocinera—. Yo llevaré los platos a la mesa.

—Gracias, señora Enda —contestó la mujer, sorprendida.

A pocas horas del almuerzo, Lastenia se recostó a causa de una indigestión y pidió un té de boldo.

—Usted no debería comer sandía —le reprochó Fidelis—. Tiene un estómago muy refinado.

La indigestión empeoraba, y Lastenia comenzaba a presentar signos de deshidratación. Al médico sólo le tomó unos minutos pronunciar su diagnóstico: intoxicación por ingesta de seta venenosa. Se le prescribieron purgantes y lavativas y una sangría que sólo agravaron el cuadro. En medio de dolorosos retortijones, Lastenia murió siendo aún muy joven. Fidelis expresó su pena con un arranque de ira que hizo volar los frascos con hongos y, a gritos, los prohibió.

Dos años más tarde, Enda no lograba su propósito. Fidelis, prisionero de la memoria de Lastenia, no advertía sus esfuerzos para conquistarlo, aunque llegaron a ser tan evidentes que su cuñado terminó por manifestar que no volvería a casarse. Enda vivió el rechazo como un insulto, y el amor que había gobernado su vida transmutó en odio. Sólo le quedaba Paddy, hacia quien orientaría sus esfuerzos para convertirlo en dueño de Bella Esmeralda. Se dijo: “Con Fidelis muerto, nada me costará manipular a sus tres hijos”.

Debido a la prohibición de cocinar hongos, Enda debió aguzar su imaginación y su conocimiento acerca de los tósigos para eliminar a su cuñado. “¡Si tan sólo me hiciera de un poco de arsénico!”, se lamentaba, un veneno similar al azúcar o a la harina, que, en dosis pequeñas y constantes, mata a la víctima sin dejar vestigio. En nada reparó para conseguirlo, ni siquiera la detuvo que el boticario fuera un viejo desagradable y grosero cuando lo sedujo para acceder con libertad a sus redomas llenas de polvos y hierbas.

En general se creyó que el dolor por la pérdida de Lastenia quebrantó la salud de Fidelis, un hombre a quien muchos conocían por “Toro” debido a su recia contextura. Aunque algunos sospecharon, entre ellos Domingo, el capataz, que una mano negra operaba en contra de la familia Maguire, Fidelis fue enterrado sin que mediaran denuncias ni intervenciones oficiales. No habría valido de nada, se convencía Domingo, pues el comisario y el juez de paz eran deshonestos además de compañeros de juerga y delitos de Paddy Maguire.

Enda no contó con que su hijo se enamorara de Melody y, pese a que no aprobaba la relación, terminó por aceptar que simplificaba su plan. Ya se habían quitado de encima a Tommy calumniándolo de abigeato, y poco faltaba para que Jimmy le hiciera compañía a sus padres. Una vez desposados, Melody quedaría, junto con sus bienes, bajo la tutela de Paddy. El plan era perfecto.

Pero Enda tampoco contó con la obstinación e intrepidez de Melody Maguire, que en una noche destruyó los sueños de felicidad de su hijo al atacarlo con un cuchillo y darse a la fuga junto con Jimmy. ¿Qué había sido de ella? ¿Adónde había ido a parar? ¿Habrían muerto a manos de alguna banda de salteadores o entre las garras de una alimaña? Sus sentimientos eran contradictorios pues, por un lado, le deseaba toda clase de tormentos, en tanto que por el otro anhelaba que aún viviese.

Levantó la mirada y se percató de que la cocina había quedado en la oscuridad. La noche cayó sin que ella se diera cuenta. Dejó la silla como si el cuerpo le pesara y se embozó con una mantilla negra, cubriéndose el rostro por completo. Le habían asegurado que un señor de la ciudad, Diogo Coutinho decía llamarse, alquilaba una habitación en lo de doña Novela y que, antes de marcharse a dormir, le gustaba beber unas ginebras y jugar a los naipes en la pulpería de Sixto. No le costaría encontrarlo. Había llegado a Capilla del Señor días atrás y le daba por merodear la estancia y preguntar por Melody.

Enda se apostó cerca de la pulpería aunque lejos de la luz que echaba un fanal, y esperó. El trapo que servía de puerta se abrió una y otra vez para dar paso a los parroquianos hasta que salió un hombre alto, más bien fuerte, al que Enda jamás había visto. Era él, con ropas finas, atildado a pesar de que la bebida lo hacía caminar medio ladeado.

—¿Señor Coutinho?

Diogo entrecerró los ojos y no logró distinguir quién lo llamaba. La pequeña figura de negro avanzó hacia la luz. Se quitó la mantilla y le mostró el rostro.

—¿Señor Coutinho? —insistió.

—Diogo Coutinho a sus pies, señora —respondió, junto con una inclinación.

—Mi nombre es Enda Maguire. Soy tía de Melody. Dicen que su gracia anda preguntando por ella.

—Es verdad, señora.

—¿Usted la conoce?

—Claro que la conozco.

—¿Está bien ella?

—Muy bien, señora.

—¿Podríamos hablar en un lugar más apropiado, señor Coutinho?

—¡Con el mayor de los gustos, señora! Doña Novela no se opondrá si ocupamos su sala por un momento. Por favor, sígame.