Pese a que la tormenta de la noche anterior no había azotado a Buenos Aires de acuerdo con lo pronosticado, Blackraven no pudo disponer la partida hacia el Retiro temprano por la mañana. Alrededor de las siete, mientras desayunaban, un grupo de esclavas se presentó en la casa de San José reclamando al Ángel Negro. Melody las congregó alrededor de la mesa de la cocina para que le explicaran el problema.
La noche pasada, en casa de los Cañarte, habían fallecido dos criaturas, el hijo menor del patrón y el bebé de Palmira, una de las esclavas. Los niños no tenían una semana de nacidos y, por las descripciones de los síntomas, Melody dedujo que se los había llevado el mal de los siete días, una especia de alferecía que atacaba a los recién nacidos y que podía evitarse colocando aceite de palo en el cordón umbilical.
La señora Cañarte inculpaba al bebé de Palmira por la muerte de su hijo; decía que le había contagiado su peste. Ordenó que vistieran a su hijito de San Miguel Arcángel y al negrito, de diablo. Palmira suplicaba y lloraba, pero la patrona se mostraba inconmovible. En el salón principal, atestado de velas y crucifijos, se colocaron los dos pequeños ataúdes, uno blanco, el otro negro, y en cada uno, un angelito y un diablillo.
—Isaura —trató de razonar Blackraven—, ese pequeño, por muy muerto que esté, es propiedad de la familia Cañarte y nada puedes hacer. Si sus amos deciden vestirlo de diablo están en su derecho.
—Por amor de Dios, Roger, no digas eso. ¿No te compadeces de esa pobre madre doblemente sufriente, por la muerte de su hijo y por la deshonra de verlo vestido como el diablo? Iré a lo de Cañarte y lo sacaré de allí.
—¡Isaura, no harás nada de eso! —se enfadó Blackraven—. ¿Con qué derecho irrumpirías en esa casa y te llevarías el cadáver? Terminarás en la mazmorra del Cabildo.
—Roger, ayúdame, por favor.
Dos horas más tarde, Blackraven volvió a su casa acompañado del procurador del Cabildo, don Benito de Iglesias, quien, conmocionado por la historia del negrito disfrazado de diablo, emitió una orden para que se le quitara el infamante atuendo. El funcionario convocó al comisario del barrio de Monserrat, donde tenía lugar el velatorio, para que los escoltase en caso de que les ofrecieran resistencia.
Melody, Blackraven, el procurador Iglesias y el comisario se presentaron en la sala de la familia Cañarte. El espectáculo resultaba tan burdo y grotesco que Melody debió reprimir su impulso de dar gritos y echar por tierra el decorado. El aire, viciado por el calor, el gentío y las velas, se volvía irrespirable a causa del incienso que dos turibularios aventaban a los cajones mientras un sacerdote, indolente al disfraz del niño y a las súplicas de Palmira, oficiaba el responso. La voz monótona del cura se mezclaba con los lamentos de las lloronas, que, contratadas para la ocasión, con sus pañuelos llenos de cebolla para atizar las lágrimas, fingían una pena que no sentían. Algunas señoras se disputaban el cuerpo del angelito porque, antes del entierro, querían que visitase sus casas y las bendijera. Melody observaba el entorno y se preguntaba si nadie era capaz de advertir que la miseria humana se había desplegado dentro de esa sala.
A la orden del procurador Iglesias, la señora Cañarte armó un jaleo de gritos y llanto hasta que su esposo intervino.
—Proceda —le indicó al comisario, y arrastró a su mujer a los interiores de la casa.
La concurrencia se acalló, incluso las lloronas enmudecieron, cuando una muchacha alta, de extraño cabello rojizo y envuelta en un chal negro, se aproximó al cajón del hijo de Palmira y lo levantó en brazos. Un murmullo se expandió por la sala; algunos se preguntaron si acaso no se trataba del Ángel Negro, ese paladín de los esclavos que muchos creían una leyenda. Los presentes seguían los movimientos de la joven, que acomodó al bebé sobre una mesa y, antes de comenzar a quitarle el traje de diablillo, lo besó en la frente. La negra Palmira, a su lado, lloraba en silencio.
Al igual que el resto, Blackraven se prendó de la paz de Melody. Se la veía serena y hermosa con el niño en brazos. Lo colocó sobre la pieza de brocado blanco que él le había regalado el día anterior y lo envolvió. Algunas mujeres comentaron que la vara de ese género se pagaba a peso de oro, otras señalaron el magnífico solitario que llevaba en la mano izquierda y ninguna perdió de vista que había llegado escoltada por el conde de Stoneville.
Roger Blackraven, por su parte, meditaba: “Quiero que esta mujer sea la madre de mis hijos. Que se alimenten de sus pechos y que hereden su nobleza y valentía”. Aquel pensamiento lo tomó por sorpresa. Él nunca había deseado tener hijos, por el contrario, al igual que Victoria, los consideraba un fastidio. Con Isaura, en cambio, todo era distinto.
—Aquí tienes a tu hijo, Palmira —habló Melody por primera vez, y le entregó el niño.
La esclava se echó al suelo y le besó los pies. Melody se acuclilló frente a ella y le insistió en que lo tomase.
—Usté es un ángel, señorita —lloriqueó la mujer—. El ángel de los esclavos.
Melody se detuvo ante el cajón del hijo de los Cañarte, lo besó en la frente y se marchó con Blackraven, el procurador y el comisario por detrás. Ya en el carruaje, se desmoronó sobre el pecho de Roger, acometida por una desazón física y espiritual. Él la rodeó con sus fuertes brazos y le susurró:
—No quiero que vuelvas a sufrir de este modo. No más Ángel Negro.
De camino al Retiro, los ánimos mejoraron gracias a la presencia de un amigo de Blackraven, un joven llamado Pierre Désoite, de alegre personalidad. A Melody la distrajo su cultivada conversación. Le gustaba la geografía y preguntó sin tregua a Blackraven acerca del Lejano Oriente. Al igual que el señor Désoite, Melody se quedó boquiabierta escuchándolo describir el puerto de Macassar, el reino del Siam, las islas de la Sonda y el Mekong y el Menam como si hubiese nacido allí.
—¿Cómo ha llegado su excelencia a conocer estas regiones lejanas del planeta? —se intrigó.
—Ante todo, señorita Isaura —dijo Blackraven—, soy un navegante. Desde muy joven me hice a la mar y a éste le debo todo lo que tengo.
Era un espléndido día estival, de temperatura moderada y cielo límpido que resaltaba el paisaje, cuya feracidad se había exacerbado con la lluvia de la noche anterior. Desde la ceja de la barranca, asomado a la ventanilla, Pierre Désoite admiró la armonía arquitectónica del Retiro y, una vez dentro de la propiedad, elogió la belleza del jardín.
—La señorita Béatrice —explicó Melody—, la prima de su excelencia, es quien se ocupa de su cuidado. Nadie como ella para hacer florecer a la más pertinaz de las especies. Las plantas parecen rendirse a sus extraordinarias manos.
—Mi madre —comentó Désoite— poseía el mismo don. En primavera, su jardín alcanzaba tal exuberancia que ella solía decir: “Es casi vulgar”.
Melody sonrió al avistar a Jimmy, que, junto con Víctor y con Angelita, jugaban con canicas en el pórtico. Leonilda, Elisea y Béatrice se congregaban en torno a un arriate de santa ritas donde unos rodrigones se habían aflojado con la tormenta. Las acompañaba un caballero, que levantó la vista al sonido del carruaje. Se trataba de William Traver.
Somar desplegó la gradilla y ayudó a descender a Melody, que corrió hacia los niños, en tanto Blackraven se ocupaba de presentar a Désoite.
—Estimado Pierre —dijo Roger—, le presento a mi prima, la señorita Béatrice Laurent. Béatrice, querida, él es el señor Pierre Désoite, el amigo de quien te hablé.
Désoite se inclinó ante la mano extendida de Béatrice y la besó con delicadeza.
—Encantado de conocerla, señorita —expresó en francés.
Béatrice no pronunció palabra y se limitó a contemplarlo con cierta perplejidad que hizo carraspear a Traver.
—Roger —habló Béatrice—, éste es el señor William Traver. Señor Traver —dijo a su vez—, permítame presentarle a mi primo, Roger Blackraven, conde de Stoneville.
Se dieron las manos al estilo inglés e inclinaron apenas el torso.
—Excelencia, es un honor conocerlo —manifestó Traver, en un pesado acento escocés—. Le agradezco su invitación. Es un día magnífico en un sitio magnífico.
—Hace unos momentos llegó el arpa —anunció Béatrice, tomada del brazo de Blackraven, mientras caminaban hacia la casa— y no sabíamos si esperarlos para el almuerzo —añadió—. Estábamos a punto de comenzar sin vosotros.
—Una contingencia de último momento nos retuvo en la ciudad.
—Nada grave, espero —se preocupó Béatrice.
—Nada grave, querida —aseguró Blackraven.
Se dispensaron una mirada significativa antes de que Béatrice susurrara:
—Necesito hablar contigo.
—Más tarde.
Durante la comida, Traver se mostró tan locuaz como taciturna la señorita Béatrice. Melody lo achacó a lo irregular de su conducta y a la escandalosa llegada junto con Blackraven. De todos modos, advirtió que no la miraba a ella sino al joven Pierre Désoite, que lucía a gusto, comía con fruición y hablaba a la par del escocés. Blackraven, por su parte, se mantenía callado y vigilante. Cada tanto, le lanzaba unos vistazos que la hacían sonrojar.
Melody los deleitó con el arpa en la sala, en torno al café y los dulces. Béatrice se dijo que el ardor con que su primo contemplaba a la institutriz hablaba a las claras de que la reclamaba como de su propiedad.
—Miss Melody —le habló Víctor al oído—, cante mi tonada favorita, por favor.
Se trataba de una canción en gaélico que su padre le había enseñado de niña y que relataba las aventuras de un duende y un hada. La voz de Melody deleitó a los invitados con ese matiz grave tan peculiar. Abstraído como estaba, Blackraven igualmente escuchó cuando Traver le susurró a Béatrice:
—¿En qué lengua canta miss Melody?
Se mantuvo sereno, y nadie habría advertido la tormenta que esa pregunta desató en su interior. ¿Qué clase de escocés era Traver que no reconocía el gaélico, lengua común de Escocia e Irlanda? Si bien era cierto que la de uno y otro país presentaban grandes diferencias, parecía imposible que un escocés no reconociera el gaélico, cualquiera que fuera su origen. Incluso él, inglés, lo habría distinguido entre miles.
—Es un día maravilloso para permanecer en la casa —puntualizó Béatrice—. ¿Por qué no le enseñamos la tahona y la noria al señor Désoite, Roger?
Traver y Désoite, junto con la señorita Leonilda y con Elisea, marcharon delante, en dirección al molino, mientras Melody se mantenía en retaguardia con los niños y Sansón, que avanzaban a paso lento en consideración de Jimmy. Béatrice se tomó del brazo de Blackraven y aprovechó el momento de soledad.
—Tú y miss Melody me teníais en ansias mortales, querido —protestó—. Si bien ayer me dijiste que no volveríais hasta el anochecer, nunca imaginé que haríais noche en la ciudad.
—La tormenta nos retuvo allí.
—¿Qué ocurre entre tú y miss Melody, Roger? —preguntó a boca de jarro.
—¿Tú qué piensas?
—Roger, por amor de Dios. Os veo llegar a los dos juntos después de que habéis desaparecido todo el día de ayer, ¿qué puedo pensar? Esto es muy irregular.
—Anoche le pedí a la señorita Maguire que fuese mi esposa. Ella ha aceptado.
Béatrice se detuvo y se quedo mirándolo.
—¿Así, tan súbito? Roger, hace apenas unas semanas que la conoces. —Él hizo un gesto despreocupado, y ella admitió—: Sí, ya sé, a ti no te inquietan esos argumentos. Haces siempre lo que deseas, cuando lo deseas. De todos modos, Roger, has pensado… —se interrumpió, y pareció meditar la prudencia de sus palabras—. ¿Miss Melody, la próxima duquesa de Guermeaux? —se animó a preguntar.
—Me extraña, Marie. Tiempo atrás manifestaste que esas cuestiones te tenían sin cuidado.
—Me tienen sin cuidado —aseguró—. Pienso en miss Melody y en lo que deberá afrontar al convertirse en tu duquesa. Ella no está preparada para ocupar ese sitio.
—El título de mi padre me importa un ardite. Sólo cuenta que Isaura sea feliz.
—Te desconozco.
—¿Tan vil me crees que me juzgas incapaz de amar sinceramente a una mujer?
—No te juzgo vil, y lo sabes, pero jamás pensé que las mujeres fueran de relevancia para ti, Roger.
—En verdad no lo eran hasta que Isaura apareció en mi vida.
—¿Tanto la amas? —Blackraven la contempló con el gesto severo de quien no bromea—. Entonces, sólo me resta desearte felicidad y prosperidad a su lado —y lo besó en las mejillas—. Dios te ha premiado por tu caridad para conmigo y con Víctor poniendo en tu camino a una joven como miss Melody. Créeme, querido, nunca conocí a una criatura más pura y bondadosa.
—Te creo, Marie.
Reiniciaron la marcha.
—El solitario que lleva miss Melody, ¿es el anillo de compromiso?
—No conseguí nada mejor.
—Oh, pero es magnífico. Además reparé en la cantidad de paquetes y cajas que Trinaghanta bajó del coche. De seguro no me equivoco si digo que son para ella.
—Bien sabes que prácticamente no tenía qué ponerse. Ha sido muy difícil lograr que aceptara lo que le he comprado.
—Has hecho bien en obsequiarla con largueza aunque ella se haya resistido. No deberíais vivir bajo el mismo techo ahora que vais a casaros —añadió deprisa, como si pensara en voz alta.
—Isaura es mía, Marie —dijo Blackraven, con estudiada calma—. No me separaré de ella hasta la boda por complacer las reglas de una sociedad de la cual siempre me he mofado.
—Por ella te lo pido, Roger. La destrozarán.
—Yo la protegeré. Nadie le hará daño. Jamás. —Blackraven miró a su prima de soslayo y comentó—: Aún te noto reflexiva. ¿Hay algo que te inquiete? ¿Se trata del señor Traver?
—No, no. En realidad pensaba en tu amigo, el señor Désoite.
—¿Acaso no es de tu agrado?
—¡Todo lo contrario! Me ha parecido un joven por demás agradable y animado. Sucede que, al verlo, me he puesto un poco triste. ¿Sabes, Roger? Sus enormes ojos azules y sus rizos dorados han agitado en mí los recuerdos de mi querido hermano. Incluso el modo en que se expresa, la manera en que sonríe, esos hoyuelos que se le forman junto a las comisuras. En fin, me ha parecido que mi hermano se encontraba de nuevo frente a mí.
—Quizás haya influido el que sea francés.
—Tal vez —admitió Béatrice—. Mi hermano murió hace muchos años y aún no me resigno. Pensar que un niño tan saludable, vivaz e inteligente haya terminado escrofuloso y contrahecho en una prisión como la del Temple me resulta demasiado doloroso para aceptarlo.
—Se dice que tu hermano no murió en el Temple, Marie.
—Sí, sí, ya me has dicho que se rumorea que salió con vida de esa espeluznante prisión. Pero han pasado tantos años que mis esperanzas languidecen. Hoy, al conocer a tu amigo, han vuelto a mí todos los recuerdos de los años felices. ¿Sabes, Roger? Siempre trato de imaginar cómo habría sido mi hermano Luis Carlos de haber alcanzado la edad adulta. Nos separaron cuando él tenía ocho años, y nunca más volví a verlo. Como residía en la celda de abajo, mi tía Elizabeth y yo solíamos escucharlo. Los guardias y ese grosero de Simon, su tutor, lo alentaban a beber y a blasfemar e insultar. Nosotras llorábamos y agradecíamos que mi madre no estuviera allí para atestiguar la decadencia de su hijo.
Blackraven le pasó un brazo por los hombros y la acercó a él.
—Vamos, querida, no quiero que te desanimes en un día como éste. Olvidemos el pasado que es tan doloroso, para los dos.
—Tampoco me olvido de que, al igual que nosotros, tú padeciste terriblemente. Pero eres más fuerte. Nunca te he visto quebrado.
—Tú eres una mujer fuerte, Marie. Has pasado por tanto y aquí estás, incólume y saludable, con una sonrisa para mí.
—¡Mi querido Roger! —exclamó, y se abrazó a su cintura.
Los alcanzó un griterío proveniente del molino. Algunos esclavos salieron en bandada como espantados por una aparición. Se escucharon ladridos y exclamaciones, entre las que predominaba la voz del senescal Bustillo. Blackraven se dio cuenta de que Traver y Désoite no se hallaban a la vista y corrió en esa dirección.
—¿Qué ocurre? —se inquietó Melody, cuando alcanzó a Béatrice.
—No lo sé. Escuchamos un jaleo —y señaló hacia el molino—. Roger ha ido a ver qué sucede.
—Permanezcan aquí con la señorita Béatrice —ordenó a los niños.
Se asomó al molino y divisó a Bustillo que sujetaba a su perro por el collar, mientras Blackraven le dirigía una filípica. Sentado en un fardo de forraje, con Traver, Leonilda y Elisea en torno, se hallaba Pierre Désoite, que se sujetaba el brazo izquierdo; tenía la camisa rasgada y, entre los dedos, se le escurría la sangre de una herida.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
—Ese perro endemoniado lo atacó —explicó Leonilda.
—Me pregunto si está rabioso —dijo William Traver.
—Quédese tranquilo, señor Désoite —expresó Melody—, el perro no padece de rabia. Es un animal arisco, eso es todo. Ya ha mordido a varios de los trabajadores y ninguno ha presentado síntomas de hidrofobia.
—Deberían sacrificarlo —espetó Traver.
—Es un gran cazador de ratas, mantiene este lugar libre de ellas. El culpable es Bustillo, que lo suelta durante el día para amedrentar a los trabajadores.
—Vamos a la casa —indicó Blackraven, contrariado—. Allí Trinaghanta sabrá cómo curar esa herida.
En la sala, Blackraven, de un golpe seco, abrió en dos la manga de la camisa de Désoite y le descubrió el brazo. Varias cabezas se inclinaron para estudiar la herida. Aunque se trataba de unas insignificantes cortaduras donde el perro había hincado los dientes, Béatrice soltó un corto quejido, se incorporó de inmediato y se retiró algunos pasos.
—¿Ocurre algo, señorita Laurent? —se preocupó Traver—. Luce muy pálida.
—La herida me ha impresionado, eso es todo —masculló—. Iré a mi dormitorio a recostarme un momento.
Después de las curaciones, el grupo permaneció en la sala donde se dedicaron a jugar al tresillo. Melody, que no compartía el gusto por las cartas, tocó el piano. El día anterior había comprado varias partituras que deseaba ensayar.
Antes de la cena, Blackraven se excusó y marchó a su escritorio. Somar llamó a la puerta segundos después.
—Esta noche, cuando todos se hayan marchado a dormir, saldré para la ciudad. Necesito que alistes a Black Jack.
—¿Qué ocurre? —se inquietó el turco—. Te noto preocupado.
—Es a causa de William Traver. Lo he invitado a pasar la noche en el Retiro y ha aceptado. Por lo tanto aprovecharé para ir a su casa e investigar quién es en realidad. Por cierto, no es escocés como asegura. Quiero que, en mi ausencia, te mantengas ojo avizor y montes guardia cerca de las habitaciones. Si es necesario, le pides a Servando que te eche una mano.
—¿Te quedarás en la casa de San José?
—No, regresaré apenas termine mi investigación. —Somar se disponía a dejar el despacho cuando Blackraven le ordenó—: Dile a Isaura que quiero verla.
Melody lo encontró en la sala de billar, con la pierna izquierda apoyada en una esquina de la mesa verde, mientras aventaba las bolas con la mano. Lucía abstraído y no se animó a llamarlo. Al verla bajo el umbral, Blackraven salió a recibirla.
—Somar dijo que querías verme.
La tomó por la cintura y cerró la puerta. Sin que mediaran palabras, la apoyó contra la pared y comenzó a besarla. Melody le echó los brazos al cuello y se abandonó a ese apasionado momento. Blackraven cargó el peso de su cuerpo sobre el de ella y la mantuvo prisionera contra la pared, y Melody enseguida percibió el bulto que crecía a la altura de su vientre.
—Sí, deseaba verte —dijo Roger—. Deseaba tocarte. Ha sido un tormento tenerte cerca el día entero y no poder estrecharte entre mis brazos. Sabes a las cerezas del rosoli. Eres tan dulce, tan mía.
—Roger —suspiró Melody cuando Blackraven apartó su boca de la de ella y le pasó los labios por el escote—. No —musitó sin firmeza al advertir el derrotero de sus manos.
Echó la cabeza hacia atrás, ofreciéndose, reprochándose no mostrarse escandalizada mientras los dedos de Blackraven le tocaban los pezones que asomaban a través de la delgada muselina del jubón. No podía detenerlo, había perdido el mando sobre su voluntad y, por extraño que pareciera, no sentía pudor. Blackraven la manejaba a su antojo; ella, simplemente, caía víctima del sortilegio que las manos y la boca de él operaban sobre su cordura. Entendió la emoción que inspiraba en las otras mujeres y no se atrevió a volver a juzgarlas.
Era la primera vez que acariciaba los pechos de Isaura, la primera vez que apreciaba su generosidad de hembra joven y fértil. Se los imaginó llenos de leche, a sus hijos saciándose con ellos, y la erección se intensificó de un modo doloroso. Pronunció un insulto en inglés y se quedó quieto, a punto de desgraciarse. Jamás le había ocurrido, ni en sus épocas de zagal. Las imágenes que acudían a su mente no lo ayudaban a conservar el precario equilibrio, y si seguía pensando que deseaba penetrar en lo más profundo de ella se humillaría.
Melody abrió los ojos y detuvo las manos de Blackraven cuando intentaba quitarle el jubón.
—No —dijo, con desesperación súbita—. No quiero que me veas desnuda. Nunca.
—Tu cuerpo es mío ahora —declaró él—. Te veré desnuda y te gozaré así cuando y donde quiera, cuantas veces quiera.
—No —repitió—. Estás haciéndome sufrir con lo que dices.
—Así que estoy haciéndote sufrir —se molestó Roger y, casi con torpeza, la obligó a voltear.
Melody sintió la tersura del panel de madera sobre la mejilla y apoyó ambas manos a la altura del rostro para sostenerse, aunque, en rigor, era el cuerpo de Blackraven el que la mantenía contra la pared, con un brazo en torno a su cintura. La besaba en la nuca, le mordisqueaba el cuello y le chupaba el lóbulo de la oreja, mientras su mano le acariciaba la curva de las nalgas, un acto que, por impensable, la dejó muda. Sin importarle su turbación, Blackraven insistía en que ella le pertenecía, que pronto la convertiría en su mujer y que, con sus manos y su lengua, la conquistaría palmo a palmo; que nadie tendría derecho a ella excepto él y que mataría a quien osara siquiera mirarla con apreciación.
—¡Lo mataré! ¡Lo juro! —aseguró, mientras le levantaba la falda y le pasaba los dedos por la pierna con la misma vehemencia de su declaración.
Melody contuvo el aliento cuando Blackraven aflojó la jareta de su calzón y se deslizó dentro, acariciándole los glúteos, buscando la entrepierna, internándose con delicadeza.
—¡No, por favor!
—Calla —le ordenó él, y enseguida agregó con gentileza—: Eres suave aquí abajo. Y estás húmeda. Preparada para mí.
—¡Roger, por favor!
Después de esa desesperada súplica, Melody no consiguió articular palabra. Se mordió el labio y apretó los ojos. Sus sentidos se habían cerrado, no veía, no escuchaba, no olía, sólo el tacto parecía haberse aguzado hasta el punto de hacerle creer que su cuerpo se reducía a ese pequeño y abultado órgano que los dedos de Blackraven manipulaban como si lo conocieran desde hacía tiempo.
—Dime —le susurró con ironía—, ¿estoy haciéndote sufrir?
Melody admitía que, en alguna ocasión, según cómo se moviera sobre la montura, había experimentado un peculiar e intrigante cosquilleo. Las caricias de Blackraven convertían aquellas cosquillas en raudos espasmos que se entremezclaban con una dolorosa puntada.
¿Por qué agitaba la pelvis? ¿Por qué lanzaba quejidos? Sus manos se aferraron a la moldura del panel en busca de sustento, las piernas le tallaban, sus articulaciones se quebraban, el caos le gobernaba el cuerpo, la mano de Blackraven se agitaba a un ritmo creciente en torno a ese bulto secreto que ella acababa de descubrir. De algún modo intuía que aquel rito presagiaba un final apoteósico.
Ocurrió al mismo tiempo: se le secó la boca, un grito murió en su garganta y el cuerpo se le convulsionó al efecto de una súbita descarga del más exquisito y puro placer, que se propagó en ondas circulares por sus extremidades. Comenzó a gemir como si fuera presa de un dolor agudo, y entendió a medias cuando Blackraven le habló al oído.
—¡Isaura, qué magnífico es escuchar tus gemidos! Nunca me cansaré de hacerte gozar. Algún día tus gemidos y los míos se confundirán. Entonces, tu carne y mi carne serán una sola.
Melody mantenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás sobre el torso de Blackraven, mientras sus pechos agitados golpeaban la pared. Junto a los últimos estremecimientos fue diluyéndose la tensión de sus miembros. Se soltó de la moldura y sus manos se deslizaron por la pared hasta quedar laxas a los costados de su cuerpo. Sólo la fuerza de Blackraven la sostenía en pie.
Roger la dio vuelta y se asustó al verla tan pálida; incluso sus labios habían perdido la coloración. La cabeza le pesaba y tenía el cuerpo desmadejado.
—Isaura, abre los ojos —le ordenó, pero ella se limitó a levantar las comisuras en una lánguida sonrisa.
La cargó en brazos y la llevó hasta el sillón. Le acercó el borde de un vaso y la obligó a beber un sorbo de brandy, que le quemó la garganta. Tosió y volvió a echarse sobre el respaldo. Se llevó la mano a la entrepierna, donde un latido, que se debilitaba, era el último rastro de la sensación que la había dejado medio inconsciente.
Blackraven se sentó junto a ella, la acomodó sobre su pecho y le besó la sien.
—¿Qué me ha sucedido, Roger? ¿Qué ha sido eso que he sentido?
—Tu primer orgasmo, algo que se repetirá una y otra vez cuando esté dentro de ti. Esto es un anticipo, para que nunca dudes de que, conmigo, jamás sufrirás, sólo gozarás.
La arrogancia y el desparpajo de Blackraven la estremecieron.
Se incorporó a medias y lo observó como si estudiara sus lineamientos para retratarlo.
—Fue maravilloso lo que acabamos de compartir —dijo él—. Eres tan apasionada. Te permitiste gozar libremente y me diste todo lo que pensaba tomar de ti.
Melody desvió la mirada, afectada por ese momento de intimidad, escandalizada por las palabras de Blackraven, un poco insegura, también avergonzada. Le pasó la punta del dedo por la hendidura de la barbilla y por el filo de la recia mandíbula, y descubrió que la nariz, recta, algo ensanchada a la altura de las fosas nasales, le confería un aire primitivo al conjunto. Le acarició los labios, y notó que el superior era delgado en contraposición a la generosidad del inferior. Ya le crecía el bozo, otorgándole a las mejillas aquella tonalidad azulada que ella encontraba tan varonil. Se acordó de la ocasión en que lo vio desnudo en la playa. Si cerraba los ojos, volvía a tenerlo frente a ella, la piel brillante de agua, los músculos tensos bajo la piel bronceada, los anchos hombros, las gruesas piernas, el tatuaje.
—¿Qué pasa?
—Nada —dijo Melody.
El silencio cayó de nuevo sobre ellos. Los ojos de Blackraven se habían puesto negros y la seguían con una atención que ella no se animaba a enfrentar. Le habló sin mirarlo:
—¿Se supone que está bien que un hombre toque a una mujer ahí, donde tú me has tocado?
—Sí —contestó él—, ahí y donde más le plazca.
—Ah —musitó, y enseguida se apresuró a señalar—: Tus cejas no se separan en el entrecejo. Forman una única línea muy oscura sobre tus ojos.
—Legado de algún antepasado siciliano —dijo él.
—¿Siciliano?
—No deberías odiarme tanto por ser inglés, amor mío, sólo un poco, pues por mis venas también corre la sangre de sicilianos, españoles y austríacos.
—No te odio. Eres maravilloso para mí.
—¿De veras, Isaura? —dijo en un tono de inocente expectación que la hizo sonreír.
—De veras, Roger. Me gustas mucho, muchísimo. Eres el hombre más apuesto que conozco. Aunque no me refería sólo a eso. Pensaba en lo que hiciste esta mañana por Palmira y su bebé.
—Lo hice por ti.
—No importa. Fueron ellos dos, pobrecitos, los que se favorecieron con tu acto de bondad.
—Gracias a ti no iré al Infierno, adonde seguro habría ido si no te hubiese conocido.
—No —expresó Melody, con ímpetu—, tú jamás habrías ido al Infierno.
Blackraven le pasó la mano por la nuca y la atrajo hacia su rostro. La besó con delicadeza, en los labios, en los párpados, en las mejillas. Isaura le había entregado el don de su confianza y lo amaba a pesar de sus defectos, lo redimía de las oscuridades del pasado y del presente.
Se contemplaron con intensidad. Blackraven se instó a regresar con sus invitados, pero no hizo ademán de dejar el sillón. No podía apartarse de la mirada de Melody, y advirtió que sus ojos pasaban de una tonalidad casi turquesa a un profundo verde esmeralda.
—El color de tus ojos se asemeja a los matices del Mediterráneo en un día soleado. —Le acarició la mejilla con el dorso de la mano, y Melody la buscó con sus labios y la besó.
—¿Siempre seremos así de felices?
—Siempre —respondió Blackraven—. Te amo, Isaura. No puedes imaginar cuánto.
—Roger, amor mío.
Melody volvió a descansar sobre el pecho de Blackraven, meditando que nunca se había sentido tan segura y protegida, ni siquiera en vida de Fidelis. Sus fantasmas se desvanecían en las brumas del pasado, y el futuro ya no se presentaba como un monstruo invencible.
—Le has contado a la señorita Béatrice acerca de lo nuestro, ¿verdad? —Blackraven dijo que sí—. Está disgustada conmigo.
—¿Por qué habría de estarlo?
—Porque cree que soy poco para ti.
—No cree semejante cosa. Y si lo creyera, ¿qué más daría? A ti sólo debe importarte lo que yo piense. Los demás no existen. ¿Está claro? —Melody asintió—. Isaura, sé que no te gustará escuchar lo que te diré, pero me complacería que lo entendieses porque lo digo por tu bien. No deseo que vuelvas a exponerte como lo hiciste hoy en casa de los Cañarte. Es cierto que te ayudé a conseguir que le quitaran ese disfraz al pequeño y que tomé cartas en el asunto porque te vi muy afectada. En el futuro, no volveré a hacerlo. Hubo personas en ese salón que juzgaron tu acto de arrojo como una afrenta. Eres demasiado inocente para entender la bajeza humana. Pero debes saber que, cuando alguien ve amenazada su posición, reacciona de manera imprevista. Tú, ayudando a los esclavos, estás poniendo en evidencia algo que nadie quiere ver ni cambiar. Y terminarán haciéndote daño para detenerte. Por supuesto que nadie te tocará un pelo porque yo lo impediré, pero no quiero que te expongas inútilmente.
—No me expongo inútilmente. Lo hago por los africanos, que tanto padecen.
—¿Y no piensas cuánto padecería yo si algo te ocurriese?
Blackraven conocía la índole humana y sabía que, al estallar la rebelión de los esclavos, la mayoría se volvería contra el Ángel Negro. Dirían que los había soliviantado, que les había llenado la cabeza de ideas de igualdad, libertad y justicia.
—¿Qué podría ocurrirme? —preguntó Melody.
—Nada bueno, por cierto.
—No tendré corazón para despedirlos si acuden a mí con algún problema.
—Lo harás por mí. Por Jimmy, si por mí no es suficiente.
—Eres tan fuerte —dijo Melody, mientras deslizaba sus manos bajo las mangas de la camisa y le acariciaba los poderosos antebrazos—, me resulta imposible creer que algo podría quebrantar tu espíritu. En realidad, tú eres invencible.
—Pero tú eres mi debilidad —y le puso las manos en los hombros al decir—: ¡Si algo llegase a ocurrirte! No quiero pensar en eso pues enloquecería.
—Nada malo me ocurrirá. Exageras.
—No soy un hombre de naturaleza alarmista, Isaura. Lo que te digo tiene su fundamento. Quiero que me obedezcas en esto.
—Esas pobres gentes no tienen nada; tú, en cambio, lo tienes todo. Eres egoísta al pedirme que los abandone.
—Soy conocido por ser egoísta —se endureció—. Tú no sabes cuán posesivo soy con aquello que me pertenece. Y tú eres mía, lo más valioso que poseo.
—No soy de tu propiedad. Haré lo que quiera. No le temo a esos pacatos de la ciudad. Seguiré ayudando a mis amigos los africanos.
—No lo harás —dictaminó Blackraven, y se puso de pie.
Llamaron a la puerta. Era Trinaghanta. La cena se serviría en pocos minutos. Melody marchó a su dormitorio para cambiarse y Blackraven se quedó en el despacho, enojado.
Elisea se escabulló hacia la torre, trepó la escalera caracol que ya conocía de memoria y se precipitó en el campanario. Servando la recibió en sus brazos y la besó.
—Sólo cuento con un momento antes de la cena —advirtió la joven.
Servando la acostó sobre el jergón que desde hacía tiempo les servía para yacer y le quitó la ropa con manos impacientes. Aunque hacían el amor a diario, el imperioso ardor se desataba en él cada vez que veía a Elisea, como si veinticuatro horas antes no se hubiesen amado con el mismo ímpetu. Después permanecían echados, los cuerpos bien juntos, mirando el badajo inmóvil y escuchando el arrullo de las palomas. Elisea traía las sobras del mediodía que escamoteaba cuando Siloé se recluía en su pieza a fumar la pipa, más allá de que Servando le aseguraba que en el Retiro se comía bien, al contrario de lo de Valdez e Inclán, donde los esclavos se las arreglaban con mondongo y otras achuras despreciadas por los blancos.
—¿Cuándo nos fugaremos? —preguntó Elisea—. Ya no soporto esta situación.
—Hay cosas que debo hacer primero —explicó Servando, con paciencia.
—¿Qué cosas? Siempre respondes lo mismo y no me dices qué cosas son ésas.
—Será porque no debes saberlas.
Elisea se incorporó, disgustada, y Servando la obligó a volver a su lado.
—No te vayas aún, no quiero separarme de ti. Cuéntame algo agradable. Cuéntame qué hiciste hoy, por ejemplo.
—No te gustará lo que tengo para contarte. Se trata de tu adorada miss Melody.
—¿Qué ocurre con ella?
—Su rumorea que es la amante del señor Blackraven.
—¿Qué dices? ¿Por qué la calumnias?
—Ninguna calumnia. Ayer desaparecieron el día entero y pasaron la noche en la ciudad. Regresaron esta mañana, los dos juntos en el carruaje, con muchísimos paquetes y cajas. Ella llevaba en la mano izquierda, con mucho descaro debo decir, un solitario que habrá costado una fortuna. Angelita me contó que Jimmy le preguntó a su hermana quién se lo había regalado.
—¿Y?
—Miss Melody respondió que había sido el señor Blackraven.
—¡Carajo!
—¿Y a ti por qué te importa?
—No te das cuenta de que está forzándola.
—¿Cómo lo sabes? Hoy lucía muy feliz.
—Está forzándola, sé lo que te digo. Es imposible que miss Melody haya aceptado como amante a un hombre que, además de poseer esclavos, sea inglés.
—Tú no conoces nada de la naturaleza de las mujeres. Nadie podría creer que una joven como yo se haya enamorado de un negro como tú. Y bien, aquí me tienes cada día, entregándome a ti para que te preocupes por miss Melody como no lo harías por mí.
Se separaron disgustados. Elisea se fue y Servando permaneció echado en el jergón con la cabeza apoyada en las manos. Meditaba. Habría preferido no enterarse de la intriga de miss Melody con el amo Roger. Ahora se debatía entre ocultárselo a su amigo, Tommy Maguire, por su bien, o confesarle lo que sabía.
Pierre Désoite, algo soñoliento gracias a la infusión de adormidera de Trinaghanta, se excusó apenas acabada la cena. Blackraven llamó a una esclava y le ordenó que lo acompañase y asistiera. Los demás permanecieron en la sala, escuchando las interpretaciones de Melody en el arpa.
Blackraven la seguía con ojos insistentes. En un momento ella alzó la cabeza y sus miradas se cruzaron. La expresión de tristeza en el semblante de la muchacha lo afectó y debió ahogar el impulso de tomarla entre sus brazos y de susurrarle que olvidase lo que acababa de ordenarle, aunque él sabía que, con la sublevación en puertas, las correrías del Ángel Negro debían terminar; quizá ya era demasiado tarde y no se libraría de las sospechas. Las autoridades y los hombres de fuste comenzaban a impacientarse, en tanto que el rumor de que el Ángel Negro había tomado parte en el incendio de la Real Compañía de Filipinas adquiría fuerza. Así se lo había marcado su espía Zorrilla.
Se la veía frágil y etérea, allí de perfil junto al arpa, sus dedos acariciando las cuerdas, arrancándoles sonidos acuosos, y el espléndido cabello suelto hasta la cintura. La deseó y supo que no sólo la reclamaba con su cuerpo sino también con su alma. La indiferencia a la que lo había condenado esa noche le demostró el influjo que ella ejercía sobre su ánimo, y pensó en hacer los arreglos para la boda dentro del mes. Más allá de eso, no pasaría mucho hasta llevarla a su cama.
Melody y los niños se retiraron a descansar, y los demás no tardaron en seguirlos. Las esclavas terminaron de cerrar ventanas y postigos, y, poco a poco, el Retiro fue silenciándose. Blackraven dejó su dormitorio, se dirigió a la planta baja y, de allí, a la zona de las caballerizas, donde Somar sujetaba a Black Jack por las riendas.
—Designé a Traver la última habitación del ala este —le informó—, bien apartado de Isaura, de Marie y de Luis. No te muevas de la planta alta, mantente cerca de ellos.
Montó de un salto y se aventuró en la noche. Si no se presentaba ningún contratiempo y si Black Jack mantenía un buen ritmo, alcanzaría el centro de la ciudad en media hora. De acuerdo con la información suministrada por O’Maley, Traver alquilaba dos habitaciones en la residencia de una viuda en la calle de la Piedad, detrás de la Catedral. No le costó ubicar la casa, en esquina con la calle de la Santísima Trinidad, adonde daban los fondos. Con la misma agilidad con que trepaba los mástiles de sus embarcaciones hasta alcanzar la cofa, se subió a un árbol cuyas ramas invadían la propiedad de la viuda. De pie sobre la tapia, saltó al vacío y cayó sobre un lecho de esponjosas plantas. Sacó el puñal de su bota y se dirigió hacia la casa, que presentaba un aspecto de lúgubre abandono.
Pese a que hacía tiempo que no se dedicaba a irrumpir en propiedades ajenas, lo invadía la misma excitación de épocas pasadas. Encendió su yesquero. Se movía de modo austero y silencioso, y avanzaba con la misma elegancia de un gato negro. No le costó sortear la primera puerta, cuyo cerrojo cedió a la ganzúa. Sabía que Traver ocupaba las dos habitaciones que daban a la calle de la Piedad, por lo que debió cruzar todo el largo de la casa.
Una vez en los dominios de Traver, se atrevió a encender varias velas; si la viuda o alguno del servicio doméstico se levantaba, creería que se trataba del inquilino. Se tomó varios minutos para memorizar la disposición de los muebles y demás elementos. Ambas habitaciones, una que hacía de dormitorio y la otra de recibidor, amobladas con sobriedad, presentaban un aspecto inocente. Una pesquisa concienzuda pronto le reveló que Traver no era un comerciante. Los pocos volúmenes de su biblioteca estaban escritos en francés, y no había ningún libro de caja ni contables. No halló cartas de créditos ni recibos ni facturas, nada que le indicara que ese hombre se dedicaba a algún tipo de actividad comercial. Requisó entre sus ropas, la mayoría de sastres parisinos. Le llamó la atención un arcón a los pies de la cama y no se equivocó al sospechar que tenía un doble fondo, donde se topó con varias armas de fuego.
Aunque las intenciones de Traver de ocultar su verdadero origen e identidad podían ser muchas, algunas inofensivas, Blackraven, por experiencia, supo que se relacionaban con su prima Marie. Le urgía contar con una prueba incontestable para actuar. Volvió a mirar a su alrededor, buscando el sitio en donde él habría ocultado sus secretos más peligrosos. Sin cuadros en el dormitorio ni en la pequeña sala, sólo crucifijos, las posibilidades se reducían. Ningún tablón del piso presentaba hendeduras o se mostraba flojo. Examinó el escritorio y los cajones, el ropero, el arcón de nuevo, el colchón relleno de lana, hasta que sus ojos descansaron en el ornamentado respaldo de la cama, coronado por dos bolas de sólida madera de jacarandá. Enseguida supo cuál guardaba los secretos de Traver: en la parte posterior de la bola izquierda, un cabello pegado con saliva servía de testigo. Levantó la bola, ahuecada ex profeso, y encontró un rollo de papeles: cuatro mensajes donde se combinaban palabras en francés y números, sin duda, en un lenguaje cifrado. La caligrafía coincidía con la de la nota que Traver le envió a Béatrice aceptando la invitación al Retiro.
Le llevaría días desentrañar el criptograma. Leyó las notas hasta memorizarlas y volvió a enrollarlas, las acomodó con precisión, colocó la bola en el espaldar y pegó el cabello con saliva. Antes de abandonar la estancia, la recorrió con ojos atentos. “Todo en su sitio”, concluyó. Apagó las velas, las metió en su faltriquera y volvió a internarse en la oscuridad de la casa.
Hacía días que no dormía varias horas. El cansancio y las emociones comenzaban a hacer mella en su cuerpo y en su mente. Se dijo que podría pasar la noche en la casa de San José, a unas cuadras de la pensión de la viuda; de todos modos, siguió camino al Retiro. No se trataba de Traver; confiaba en la habilidad de Somar para mantenerlo a raya. Volvía por Isaura. Una urgencia dominante lo guiaba hasta ella aunque se negara a necesitarla de aquel modo. Se exponía, y eso resultaba inaceptable.
Se dedicó a analizar los propósitos de Traver. La nacionalidad del sujeto estaba fuera de discusión: era francés, probablemente espía de Bonaparte. Hasta ahí su intervención parecía inocua, ninguna sorpresa. Ya sabía él que, desde hacía algunos años, Buenos Aires y Montevideo, como puntos codiciados por la Inglaterra y la Francia, se encontraban plagados de espías.
En este caso, el olfato le indicaba que las pretensiones del falso escocés iban más allá del espionaje. ¿Por qué acercarse a Marie cuando existían porteñas ricas y agraciadas? Marie no era hermosa, se la tenía por una arrimada que vivía a expensas de un pariente y que carecía de dote. Por supuesto que podía alegarse amor, a pesar de que a él le costara creer en las casualidades. Una oscura idea cruzó por su mente y le sacudió la somnolencia: su peor enemigo conocía la verdadera identidad de Marie ya que había tomado parte en su rescate. Trató de convencerse de que Simon Miles respetaría el severo código que marcaba que las cuestiones de faldas no se mezclaban con el trabajo. Aquel nombre y los recuerdos asociados lo llevaron a apurar a Black Jack. Se topó con Somar en la planta alta.
—Ninguna novedad —informó el turco—. Aunque miss Melody tuvo una noche agitada.
—¿Qué sucedió? —preguntó, alarmado, mientras marchaba hacia la habitación de Melody.
—Tranquilo, ella está bien —dijo Somar, y le pasó un candelabro—. Se trata de Jimmy. Se descompuso en medio de la noche.
—¡Maldición!
—Él está dormido ahora. Miss Melody hizo lo que los médicos le indicaron para estos casos. Le dio su medicina y logró tranquilizarlo. ¿A ti cómo te fue?
—Ratifiqué mis sospechas. Mañana te explicaré. Ahora ve a descansar.
Blackraven abrió la puerta del dormitorio de Melody sin arrancar un chirrido de los goznes. Levantó la palmatoria y la escena que vio lo emocionó hasta calentarle los ojos: Melody, sentada en el suelo junto a la cabecera, dormía con los brazos apoyados sobre la cama de Jimmy. Al acercarse, notó que los hermanos tenían las manos tomadas y las cabezas muy próximas. Sintió celos, convencido de que Isaura, por su hermano, haría cualquier cosa; por él, en cambio, se había negado a abandonar a “sus amigos, los africanos”.
Se arrodilló junto a ella y le apartó los mechones que le cubrían la frente. La joven se movió sin despertarse. La cargó en brazos y la llevó hasta su cama, la acomodó y la cubrió con la sábana. Se inclinó y la besó varias veces.
—Roger —musitó Melody, sin despegar los párpados, reconociendo su perfume.
—Aquí estoy, mi amor, aquí estoy.
—Jimmy —dijo, y comenzó a sollozar, abrumada de sueño y dolor.
—No llores. Jimmy duerme, él está bien. Descansa ahora, cariño. Estás extenuada.
—Roger, no pienses mal de mí. No estés enfadado conmigo, por favor.
Blackraven se mordió el puño mientras un nudo le cerraba la garganta. Apoyó sus labios sobre los de ella y la besó apenas. Sintió que las manos tibias de Melody le buscaban las mejillas.
—No estoy enfadado contigo. Te amo demasiado para estarlo. Eres mi vida, Isaura, lo más importante para mí. Sólo deseo que seas feliz.
—Tú me haces feliz, Roger.
—Isaura —susurró, la frente apoyada en la de Melody, los ojos cerrados, de pronto agobiado por el cansancio y las miserias de su vida—. Ámame, Isaura, ámame siempre.
—Sí —musitó ella, casi dormida.
Blackraven permaneció unos minutos contemplándola. Parecía una niña, simple, ingenua. “Eres un misterio para mí, Isaura Maguire. ¿Cómo has conseguido que un cínico como yo, mundano e impenitente, albergue por ti este sentimiento tan puro que algunos llamarían amor? Ni siquiera entiendo lo que me sucede contigo”. Tiempo atrás Victoria le había dicho que el amor no era bonito sino poderoso, capaz de quebrar la voluntad más férrea, torcer la moral de un calvinista y suavizar la naturaleza de un malvado. En aquella instancia, él se había mofado. En ese momento entendía que Victoria había estado en lo cierto.