A la mañana siguiente, Melody se levantó al alba sintiéndose diferente, entre exultante e insegura. Necesitaba hablar con madame Odile. En la cocina, la negra Siloé ya preparaba el fuego y alistaba el desayuno. Miora sorbía el mate y remendaba unos calcetines.
—Come algo, mi niña —dijo Siloé, y le extendió una taza de café con leche y bizcochos.
—Iré a visitar a madame Odile, Miora. ¿Deseas que le diga algo?
—¿Podría llevarle unas prendas a las muchachas, miss Melody? Terminé anoche de coserlas.
De camino a lo de madame, ni un solo instante dejó de pensar en Roger Blackraven. Todavía le costaba creer que él se hubiese fijado en ella y, aunque le dolía desconfiar, se preguntaba si no la habría elegido como su próxima víctima de seducción. Si bien la noche anterior no había encontrado la voluntad para resistirlo, en ese momento se sentía incapaz de enfrentarlo. Madame Odile le daría una respuesta.
Avistó la casa color ocre y estimuló el paso de Fuoco. Como acostumbraba, entró por la parte trasera, donde se estacionaba el coche y se guardaban los bueyes. Salió a recibirla Valdemar, esposo de la negra Cleofé, y protector de las muchachas. Valdez e Inclán podía dar fe de la potencia del puño de aquel zambo. Cleofé la recibió con el cariño habitual y la invitó con mate. Apareció Emilio, el atractivo y robusto pardo que hacía de mayoral y de mensajero, que también mantenía a raya a los clientes, y que, se decía, era el amante de madame Odile. Conversaron con afabilidad, y Melody sintió nostalgia del tiempo que había compartido con ellos.
—Dice madame —informó Emilio— que la espera en su cuarto. Acaba de despertar.
Melody había entrado infinidad de veces en el dormitorio de madame Odile, tan desenfadado y ostentoso como su dueña, de colores estridentes aunque femeninos, cargado de arrequives y perifollos, e inundado de su fragancia. Apartó las gasas del baldaquín y la halló recostada entre almohadones de satén, aguardando a que le trajeran el desayuno. Melody se inclinó y la besó en ambas mejillas, y madame le ordenó que se echara junto a ella.
—¿Qué te sucede? —preguntó la meretriz—. Luces distinta, algo en tus ojos, no sé, los encuentro más brillantes. Y esa sonrisa que no se te cae de la boca. Es raro verte sonreír, querida. Me pregunto si el Emperador tendrá que ver con esta mudanza.
Melody pronunció su sonrisa. Para madame Odile, Roger Blackraven sería siempre el Emperador.
—Me besó, madame. En los labios —agregó, mientras se los tocaba—. Nunca había sentido igual. Con Pablo era distinto.
—¡Por supuesto que el beso del guerrero es distinto! Nada se le compara. Por favor, necesito detalles. Vamos, habla, no me tengas en vilo.
—De madrugada, me desperté llorando a causa de un mal sueño y él estaba allí, abrazándome y consolándome. Me sentí tan segura y reconfortada entre sus brazos…
—Los brazos del Emperador —precisó madame.
Melody le contó todo, no sólo acerca del beso en la Alameda y el del despacho sino lo que había experimentado, lo que él le había dicho, la forma en que la había mirado y tocado, y la exquisita sensación de bienestar que la había llevado a confiarse a él sin temor a las consecuencias.
—Jamás podré desnudarme frente a Blackraven —aseguró Melody, y escondió el rostro en un almohadón—. Madame, yo lo vi desnudo una vez. Él es perfecto, magnífico. En cambio yo… ¿Y mis cicatrices, madame? Cuando las vea, ¿qué dirá? Me despreciará. ¡Jamás me entregaré a él!
—Vamos, vamos —la instó madame Odile—. Cálmate y examinemos esta situación por partes. Dime, ¿te gusta el Emperador, verdad? —Melody asintió—. Y te gusta cuando te besa, según acabas de confesarme. Bien. Ponte de pie y alcánzame el déshabillé.
Madame se puso el salto de cama, tomó a Melody por el brazo y la condujo hasta un espejo de vestir trifásico, donde se reflejaron sus figuras tan dispares.
—Quítate esa ropa de hombre. Nadie puede apreciar tu cuerpo si vistes como marimacho. Anda, niña, nada de mojigaterías conmigo que lo que veré no es nuevo para mí. Para tu gobierno, he visto a más mujeres y hombres desnudos a lo largo de mi vida que con ropas encima.
—Nunca me he desnudado frente a nadie, madame.
—Pues mira, niña, tienes a tus pies a un hombre por el que nosotras daríamos cofres repletos de oro. Un hombre como el Emperador te mantendrá en la cama la mayor parte del tiempo, porque, como una vez te dije, su índole es insaciable. Entonces, es hora de que comiences a acostumbrarte a verte desnuda.
Melody se quitó las prendas y se cubrió el triángulo de vello con la mano y los pechos con el brazo. Madame los apartó con dulzura y tomó perspectiva, alejándose del espejo. La imagen le devolvía el cuerpo adorable de una mujer joven, bien desarrollada, con las proporciones justas y las curvas pronunciadas.
—¿Cómo puedes pensar que tu cuerpo no es magnífico? Serías la reina de esta casa, los clientes se pelearían por ti. Sucede que no sabes realzar tu belleza, no aprovechas tus encantos. Admira tus senos, querida. Aún se mantienen enhiestos a pesar de su gran tamaño.
—Parecen los de una vaca.
—Mon Dieu! —profirió madame, que solía caer en el francés cuando se enfadaba o se impresionaba—. ¿Te avergüenzas de tener senos grandes? Permíteme que te ilustre: los hombres enloquecen con la generosidad de los senos de una mujer. Para ellos, son símbolos de lujuria y fertilidad. La curva de tu vientre es perfecta, y adorable la tonalidad del vello de tu monte de Venus. Es sensato que conserves la costumbre de quitarte el de las piernas —comentó, mientras le pasaba una mano por el muslo—. Tienes lindas rodillas, Melody, y lindos tobillos, y tus piernas están bien formadas. —La obligó a darse vuelta—. Mira qué cabello. Mira cómo cae, copioso, hasta la cintura. Y ese color tan peculiar, que contrasta con la palidez de tu piel.
—Es pelirrojo —se quejó.
—No lo es, pero, ¿cuál sería el problema si así fuera?
—No me gusta el pelirrojo.
—Tu color no es el pelirrojo, Melody querida. Es una extraña combinación entre un castaño rojizo y el rubio. Difícil de definir —admitió—. Por cierto, ¿has contemplado tus rasgos alguna vez? —Y la tomó por la barbilla—. Digo, mientras te dedicas a salvar a los esclavos de todo el virreinato, ¿te has detenido alguna vez a admirar lo regulares que son? —Melody rió, divertida—. Tu cuerpo guarda la forma de una pera. Fíjate, eres afinada en la cintura y generosa y redondeada a la altura de tu trasero.
Melody se dio vuelta, se apartó los bucles, echándolos sobre el hombro izquierdo, y las cicatrices aparecieron reflejadas en el espejo. Se quedaron calladas, observándolas.
—El deseo que el Emperador muestra por ti no cambiará a causa de eso.
—Son el símbolo de la esclavitud.
—Tú no eres una esclava.
—Sí, soy esclava de estas marcas y de los recuerdos asociados a ellas.
—Si el Emperador es el hombre con el que soñé te hará olvidar esas quemaduras.
Madame Odile agitó la campanilla y apareció su doncella, a la que ordenó alistar el baño para Melody y conseguir, de entre los vestidos de las muchachas, un traje para montar y ropa interior. Melody nunca había entrado en el tocador de madame, una estancia más bien pequeña cubierta por alfombras, con una tina de cobre en medio, espejos por doquier, incluso en el cielo raso, y anaqueles abarrotados con frascos que contenían variedad de potingues, blanquetes, afeites, perfumes y lociones. Había peines, cepillos, bigudíes y presillas, también postizos y pelucas, y finas prendas regadas sobre un diván y un biombo.
Mientras Melody se bañaba, Odile, echada en el diván, le contaba “secretos”. A pesar de las desvergonzadas confidencias, Melody alimentaba una indecorosa necesidad de que madame prosiguiera instruyéndola en las artes amatorias y en los misterios del cuerpo del varón.
—No te diré más —dijo madame, y se puso de pie—. No permitiré que mis relatos te priven de tu inocencia, un néctar que el Emperador apreciará como nada y que beberá lentamente. Él será tu maestro y mentor. Y, créeme querida, nadie te enseñará mejor que él.
De regreso en la habitación, y antes de peinarla, la doncella la ayudó a ponerse la ropa interior. La suavidad del holán le acarició las piernas, y las ballenas de la cotilla le achicaron la cintura y le subieron los pechos. Madame Odile indicó el tocado y eligió un sombrero pequeño, de paño gris, con plumas de avestruz. El traje, compuesto de un guardapiés y un jubón de tercianela azul marino, con botones de bronce, le sentaba a su figura como hecho a medida.
—Mira cómo hemos reducido tu cintura con la cotilla —señaló madame—. Si puedo rodeártela con las manos.
—No podré montar tan constreñida —se lamentó Melody.
—Nadie dijo que la belleza y la elegancia sean cómodas, querida. Y ahora, el toque final: el perfume. Una mujer que se precie de tal jamás deberá presentarse ante su amante sin perfume. Recuérdalo.
Se escuchó la campanilla de la puerta principal y, momentos después, un revuelo en la planta baja. Algunas de las chicas se habían levantado y alborotaban por algún motivo.
—Habrá llegado el obsequio que el alcalde de primer voto le prometió a Ana Rita —conjeturó madame.
Se escuchó que subían, riendo. Se abrió la puerta de la habitación. Era Arcelia.
—Melody está aquí, con madame —informó a las demás.
—Por aquí, vuestra merced —indicó Apolonia.
—Muchas gracias —dijo Blackraven, y Melody se paralizó al sonido de su voz.
A punto de esconderse en el tocador, Odile la sujetó por la cintura y la mantuvo a su lado. Melody sólo atinó a quitarse el sombrero antes de que Blackraven se asomara a la puerta.
—Déjatelo —le pidió—, estás preciosa con él.
Por un breve lapso, Odile se quedó en silencio, con azorada expresión.
—L’Empereur —dijo—. El nacido bajo el influjo del dios Marte —y caminó hacia Blackraven con la mano extendida.
—Enchanté —dijo Roger, y se inclinó para besársela—. Roger Blackraven a sus pies, señora.
Continuó la charla en francés, se trataron con cordialidad y rieron hasta que las demás se quejaron porque no entendían. Melody no apartaba la vista de Blackraven, de impecables maneras, desenvuelto y natural a pesar de la comprometida situación. Percibió la codicia que suscitaba en las muchachas, el modo en que lo estudiaban y las fantasías que imaginaban. Sintió celos, y quiso sacarlo del burdel.
—Es un hermoso anillo el que luce ahí, excelencia —comentó Odile, y tomó la mano de Blackraven para mirarlo de cerca.
Se trataba de un diseño más bien simple, en forma de trébol de cuatro hojas, sin tallo, que Blackraven usaba en el anular de la mano derecha.
—Tiene un extraño engarce, algo prominente diría yo. Es un ópalo, ¿verdad?
—Así es, madame.
—Se dice del ópalo que cambia su tonalidad de acuerdo con el estado de ánimo de quien lo lleva. A juzgar por este trébol, vuestra merced se encuentra hoy de muy buen talante.
—No se equivoca, madame. Ahora que encontré a Isaura, sí, lo estoy.
—Ya deberíamos irnos, excelencia —intervino Melody.
—Bajemos —propuso madame, y la tomó por la cintura para que caminara junto a ella—. Dígame, excelencia, ¿ha nacido su gracia en el mes de noviembre?
—Así es —se sorprendió Roger—. El 10 de noviembre para ser más exacto. ¿Cómo lo supo?
—Todo indicaba que vuestra merced había nacido bajo el signo solar del escorpión. Su signo está regido por el dios de la guerra, el dios Marte, y eso los convierte…
—En los mejores amantes —la interrumpió Jimena, y las demás soltaron una carcajada, Blackraven también.
—¡Oh, Melody! —exclamó Odile—. No te muestres tan apenada. Dios te ha bendecido poniendo en tu camino a un hombre nacido bajo el signo de Escorpio.
—Mi madre —dijo Blackraven— es muy afecta a los signos zodiacales. Ella también es escorpiana.
—¡Pobre de aquél que se case con una escorpiana! —pronunció Odile—. Habrá nacido para la obediencia y la sumisión.
—Será por ese motivo —manifestó Blackraven— que mi madre nunca encontró esposo.
—En cambio, usted, excelencia —prosiguió Odile, deprisa, desestimando el comentario y atenta al estremecimiento de Melody—, es muy afortunado ya que nuestra querida niña es una mansa leona, con el corazón más grande que se haya visto jamás.
Blackraven tomó la mano de Melody y, sin apartar sus ojos de los de ella, la besó.
—Debo volver al Retiro, excelencia. Los niños ya se habrán levantado.
—Sí, debemos irnos —coincidió Blackraven—, aunque no a casa, Isaura. Hoy te llevaré de compras a la ciudad.
Las chicas rodearon a Melody para aconsejarla acerca de los géneros de moda, los afeites más eficaces, los perfumes más seductores, las tiendas mejor surtidas, si convenía un blanquete o el polvo de arroz y si era más elegante un abanico de plumas o uno de encaje.
Madame Odile apartó a Blackraven y le dijo en francés:
—Excelencia, esto es un burdel y yo, quien lo regentea. Sé que no es sitio para una joven como Melody. Quizá vuestra merced ya no la deje venir aquí a visitarnos. Lo entenderé. Sólo le suplico que, de tanto en tanto, me autorice a enviar un mensajero con una carta y que a su vez le permita a Melody contestarla. Las muchachas y yo nos hemos encariñado con ella y con Jimmy, y nos gustaría conocer su suerte.
—Madame, me complace la franqueza, y con tal le responderé. Es cierto: no permitiré a Isaura regresar aquí, pero sería un honor para mí si usted nos visitase en el Retiro.
—Excelencia, su amabilidad me conmueve.
—Han sido su largueza y magnanimidad con Isaura lo que me ha conmovido. Siempre será bienvenida en mi casa. Ella me contó que usted los recibió, a ella y a Jimmy, en las peores condiciones.
—Nunca olvidaré esa noche —evocó madame—. Había sudestada, y la casa estaba vacía, ni un cliente. Nos encontrábamos solas, con la servidumbre. Alguien llamó a la puerta con una insistencia alarmante, y allí estaban esos dos polluelos, empapados, temblorosos, los labios morados. ¿Cómo ordenaría que los despidieran? ¿En qué clase de cristiana me habría convertido en tal caso? Jimmy se encontraba en malas condiciones, porque es de naturaleza valetudinaria. Mandé por el médico, pero no llegó sino hasta la mañana siguiente. Con el correr de los días, Jimmy recobró la salud y ya no tuve corazón para decirles que se fueran. Todos nos hallábamos a gusto con los nuevos huéspedes y nos habíamos encariñado con ellos. Melody era tan servicial y predispuesta, tan trabajadora. Aquí se quedaron, por largos meses, casi un año, hasta que la contrataron como institutriz de su pupilo.
Lo asaltó el mismo dolor de la noche pasada al descubrir las marcas del carimbo en la espalda de Melody. El profundo amor que ella le inspiraba lo sumergía en una intrincada red de sentimientos a los que se había negado durante años para no sufrir. Volteó para mirarla y se dio cuenta de que las prioridades de su vida, ambiciosas y trascendentes, se opacaban al brillo de esa joven.
Valdemar ató una reata al coche para sujetar a Fuoco y, mientras Blackraven daba indicaciones a Somar y a Trinaghanta, ambos sentados en el pescante, Melody abrazó a madame.
—Querida mía —expresó la mujer—, el Emperador me ha permitido visitaros en vuestra casa del Retiro. Pero no deseo que vuelvas aquí, no es bueno para tu reputación. Hazme caso, mi niña, y no discutas este punto. Sé feliz. Nada temas. Dios te ha compensado por tanto sufrimiento poniéndote en manos de un hombre como Roger Blackraven. Que tus miedos y prejuicios no te impidan ser feliz. Ve, mi niña, ve. Que Dios te bendiga, cariño.
Ya en el carruaje, Melody se asomó por la ventanilla y sacudió la mano hasta que las figuras de Odile y de las muchachas desaparecieron, y aun después se mantuvo de espaldas, tensa y avergonzada. Se sobresaltó cuando Blackraven corrió el visillo y también cuando expresó:
—Tienes una espalda adorable, mi amor, pero ahora siento una necesidad apremiante de tus labios.
Melody cerró los ojos y contuvo el aliento al sentir las manos de él deslizarse por su cintura y ajustarse a su vientre. La pegó a su pecho, le retiró la trenza y la besó en la nuca. Melody dejó escapar un jadeo, y Blackraven sonrió, complacido.
—¡Qué bien hueles! —dijo, y la obligó a darse vuelta—. Mírame, Isaura.
Blackraven la contemplaba con un apasionamiento que le tiñó las mejillas. Él volvió a sonreír, enternecido por su candor. Le apartó un mechón de la frente y, mientras la estudiaba con intensidad, se preguntaba: “¿Qué padecimientos te han tocado vivir, amor mío? ¿Quién ha osado lastimarte y hacerte sufrir? Lo destruiré con mis propias manos. Esto es un juramento”.
—¿Por qué me mira así?
—Quiero recordarte siempre como en este momento, tan hermosa, tan fresca. Tan pura y ajena a las vilezas del mundo del que soy parte. Eres como una brisa que aparta el bochorno de mi vida. Eres especial, distinta de todo cuanto conozco. Tu frescura siempre consigue sorprenderme, algo que no es fácil para un incrédulo como yo. ¿Quién eres, Isaura Maguire?
—No soy nadie, ya se lo dije ayer. Usted no me cree.
—De ahora en más, cuando alguien te pregunte: “¿Quién eres, Isaura Maguire?”, tú dirás: la mujer que le quitó la paz a Blackraven, la que él desea como a nada en este mundo, la que lo vuelve loco. —Melody rió, halagada, incómoda—. No te rías. Creí enloquecer esta mañana cuando no te encontré en la casa. Por fortuna, Miora sabía dónde estabas. ¿Por qué has ido a ver a madame Odile?
—Hablar con madame me devuelve la paz.
—¿Es que la habías perdido? —Melody bajó el rostro y asintió—. ¿Por mi culpa?
Volvió a mirarlo. Blackraven era un hombre fuerte y hermoso, con la barbilla hendida, de lineamientos recios. Le acarició el filo áspero de la mandíbula y del mentón, y le dibujó el contorno de la nariz con la punta del dedo, y también el de la gruesa línea de las cejas, y le tocó los labios, y notó que él había cerrado los ojos y que de su gesto había desaparecido la picardía.
El calor en la cabina se había pronunciado, y el sudor le empapaba el corsé. Blackraven le ajustó el brazo en torno a la cintura e inclinó la cabeza hasta que sus labios acariciaron los de ella, apenas los rozaron, tentándola, incitándola.
—Tus labios, Isaura… Nunca me saciaré de ellos —le confesó, y, como si la paciencia se le hubiese esfumado, la tomó por la nuca y la besó en la boca, penetrándola con la lengua, comportándose como un basto marinero, sabiendo que se arrepentiría de tratarla como a una mujerzuela y no como a la chiquilla asustada e inexperta que era. ¿Qué estaba ocurriéndole? ¡Por amor de Dios! No podía apartarse, un impulso irracional había tomado control de él, ¡de él!, que jamás abandonaba el sarcasmo, ahora víctima de una pasión como no había experimentado en sus años mozos.
Se trataba de un beso caliente y húmedo en el cual se respiraba la anarquía de Blackraven y el descaro de sus manos enormes, que parecían no conformarse con nada pues la recorrían de la nuca a la parte baja de la cintura, y volvían a subir, y le apretaban la carne y la pegaban a su pecho como si ella pudiera fundirse en su torso y ser parte de él. Melody encontraba estimulante el crujido del cuero del asiento, los jadeos entrecortados de ambos, el frufrú de su guardapiés, la fricción de las manos de Roger sobre su jubón, el aroma de su aliento y la suavidad del cabello de él entre sus dedos.
—No —gimoteó, asustada, cuando Blackraven la sentó sobre su falda.
—Nunca vuelvas a marcharte sin avisarme —le ordenó, muy agitado, y descansó la frente sobre la de ella—. Creí que perdía el juicio al no encontrarte en casa. Nadie sabía decirme dónde estabas. El Retiro es una zona de bandidos y mal entretenidos, Isaura. ¡Si algo llegara a ocurrirte! —dijo, con vehemencia, y le tomó el rostro con una mano—. ¡Me comporto como un idiota cuando de ti se trata! ¡Maldita sea, muchacha! ¿Qué has hecho de mí?
—Lo siento, señor.
—No vuelvas a llamarme señor, no después de haber gemido a causa de mis besos. Soy Roger para ti, y prométeme que no te apartarás de mí, nunca.
Ella valoraba su libertad, pero en ese momento no se atrevió a contrariarlo.
—Lo prometo, Roger.
Blackraven abrió ambas ventanillas para que el aire se renovara dentro de la cabina. La brisa les secó el sudor y ayudó a aplacar el ardor de sus ánimos. Melody intentó volver al asiento, pero Blackraven se lo impidió.
—Acuérdate —le susurró— de que estoy en deuda contigo. Ayer ganaste la carrera y tienes derecho a pedirme lo que quieras.
—No necesito nada, de veras.
—Mientes. Ayer escuché cuando Béatrice te decía que estás prácticamente desnuda, que no tienes ropa. No es que no aprecie la idea de verte desnuda, pero eso se limitará a nuestra intimidad. El resto del tiempo te quiero bien cubierta. —Melody se sonrojó—. Amor mío, me complace tu candor, pero tendrás que avenirte a la idea de que, un día no muy lejano, te desnudarás para mí. En realidad, yo te desnudaré.
—Quizá necesite unas blusas —balbuceó.
—Está bien, pero eso no cuenta para el premio. Iremos de compras porque debes tener el guardarropa más surtido y elegante del Río de la Plata. Pero debes pedirme otra cosa, lo que quieras. ¿No hay nada que desees pedirme?
—En realidad, sí, Roger. Hay algo que deseo.
—Pídeme. Lo que quieras.
—En unos días —habló Melody, con cierta vacilación—, el señor Warnes rematará una familia de esclavos y no…
Roger soltó una carcajada.
—Isaura, quiero que me pidas algo para ti, no para los esclavos.
—Esto que te pido es para mí. A mí me hará feliz. Porque al señor Warnes no le importará vender la familia por separado, y juzgo muy cruel arrancar a dos niños del seno de su madre, cruel y poco cristiano, como si esas gentes no tuvieran sentimientos, como si fuesen animales, que no lo son, Roger, no lo son, y nadie se compadece de ellos.
—Tú lo haces, tú te compadeces de ellos —dijo, mientras le acariciaba la mejilla con el dorso de la mano—. Le enviaré mi oferta por escrito a Warnes para que me venda la familia completa.
—¡Roger, gracias! ¡Qué feliz me haces!
—Te amo, Isaura. —La sonrisa se desvaneció de los labios de Melody y se quedó mirándolo—. Te amo como jamás he amado a nadie.
Ella bajó el rostro para ocultar las lágrimas.
—Tengo miedo.
—No me temas, por amor de Dios, ya no me temas —le suplicó él.
—No te temo a ti, le temo a esta felicidad. Temo que se termine, como los sueños se terminan.
—Isaura —dijo Blackraven con una solemnidad que la llevó a levantar la vista—, ¿no crees que soy bastante hombre para protegerte y proteger nuestro amor?
—Yo no soy bastante mujer para ti, Roger. Tú no sabes nada de mi vida.
—Isaura, no existe nada acerca de tu vida o de tu pasado que pueda cambiar mi amor por ti. Quiero que seas feliz, yo quiero hacerte feliz. Olvídate de que alguna vez la tristeza fue parte de tu vida. Confía en mí. Yo me haré cargo de todo, y nada ni nadie destruirá nuestra felicidad.
Bernabela entró en la casa de la calle Santiago y arrojó los guantes y la mantilla en las manos de Efrén. A gritos, pidió a Cunegunda que buscase a su hermano Diogo.
—Si no está en la casa, lo buscas donde sea. No me importa si tienes que arrancarlo de la cama de Gabina o de alguna otra ramera. Lo espero en mi dormitorio.
Diogo apareció minutos después y caminó hasta Bela con ese aire distendido que empleaba aun cuando los problemas lo acuciaban.
—¿Me necesitas para algo, Bela querida?
—Sí. Te encargaré una comisión de gran importancia.
—¿A cambio de qué?
—¿No te resulta suficiente vivir a la sombra de mi esposo que pides más?
—Me gano lo que recibo —contestó el hombre.
—Sí, por supuesto.
Como Diogo amagó con dejar el dormitorio, Bela se puso de pie y lo retuvo por la mano.
—Está bien —cedió—. Te daré ese dinero que me pediste ayer para cancelar tus deudas de juego.
—No tienes un centavo.
—Venderé el aderezo de rubíes.
—¿Tan importante es la comisión que deseas encargarme?
—Se trata de miss Melody.
—Déjala en paz, por favor —terció Diogo—. Es una pobre muchacha, ¿qué daño puede hacerte?
—¡Cállate! No salgas en su defensa. Haría cualquier cosa sólo para vengarme por haber liberado a mis pájaros. ¡Qué no haría para apartarla de Roger!
—Son puras conjeturas y murmuraciones —tentó Diogo—. Nada cierto. No puedes creer todo lo que Sabas te dice. Es un negro mañero y mentiroso.
—Sí, puras conjeturas y murmuraciones —se burló—. Pues todo es verdad. Acabo de estar en casa de Marica Thompson y, ¿sabes cuál es la hablilla del momento? Que esta mañana vieron a miss Melody y a Roger haciendo compras. ¡Parvas de cajas y paquetes dicen que llevaba!
Diogo cambió el gesto y se acarició el mentón.
—¿Estaban solos?
—No —respondió Bela—. Trinaghanta, la sierva de Roger, estaba con ellos.
—Quizá compraba ropa y enseres para los niños.
—¡Por favor! —se exasperó Bela.
—¿Qué quieres que haga?
—Quiero que averigües todo acerca del pasado de miss Melody. Sabas se enteró de que vivía en Capilla del Señor, al norte de Buenos Aires. Deseo que viajes hasta allí y consigas más información. Mi instinto me dice que algo turbio se oculta en el pasado de esa muchacha.
—Necesitaré dinero para el viaje.
Bela metió la mano en su escarcela y extrajo algunas monedas.
—Con esto te bastará.
—Para mi regreso —habló Diogo— habrás vendido los rubíes y me entregarás, peso sobre peso, la cantidad que te pedí ayer. En caso contrario, la información que haya recabado en Capilla del Señor se irá conmigo a la tumba.
El joven Manuel Belgrano y su primo, Juan José Castelli, montaban a tranco apacible en dirección a la casa de Roger Blackraven, sobre la calle de San José.
—No sabía que el conde de Stoneville había vuelto del Retiro —comentó Castelli.
—Mis hermanas lo vieron esta mañana en el bazar de Infiestas. Enseguida mandé una nota pidiéndole que nos reciba y accedió. —Manuel Belgrano sacó su reloj del chaleco—. Ya son las cuatro, hora de la cita. Apuremos el paso.
—¿Te fías de él? —preguntó Juan José.
—Me fío de que sus intereses y los nuestros no se contraponen. En todas las entrevistas que hemos sostenido con el conde de Stoneville nos ha dado a entender que coincide con los ideales del partido independentista y que estaría dispuesto a apoyarnos económicamente.
—¿Qué quiere a cambio?
—Lo que todos los ingleses: libre comercio.
—¿Sólo eso?
—Ha propuesto la construcción de un puerto en Buenos Aires —continuó Belgrano—, uno en que los barcos de gran calado puedan fondear sin problemas. Así terminaríamos con la preponderancia de Montevideo —aclaró—. Ha exigido guardarse el derecho del cobro de los cánones por el uso de dicho puerto hasta la recuperación del capital invertido en la obra.
—No me gusta que un extranjero se inmiscuya en las cuestiones que hacen a la organización interna del gobierno —opinó Castelli.
—Juan, tienes que entender que para llevar a cabo el plan que nos hemos trazado debemos contar con mucho dinero. Sin él, nos reducimos a un grupo de hombres con nobles ideales y nada más. Para la concreción de nuestro sueño de libertad, necesitamos del vil metal, por muy abyecto que parezca. Con hombres como Álzaga en contra de nuestros planes, no tenemos otra opción que asociarnos a alguien como Blackraven.
—Dicen que el conde de Stoneville es un hombre muy poderoso —comentó Castelli, no con admiración sino con desconfianza— y que, a la muerte de su padre, heredará un título de mucha enjundia.
—Entiendo tu aprensión, pero aliarte con un hombre débil no te serviría de nada.
—Dice don Martín José —Castelli hablaba de Altolaguirre, el vecino de Roger— que Blackraven es un fisiócrata interesado en la explotación de los recursos naturales del virreinato. Que incluso ha hablado de organizar expediciones a lugares vírgenes.
—Sólo con hombres industriosos y emprendedores que aporten al bien común construiremos un país en donde sus habitantes sean felices y prósperos, Juan. Ya se habla de que la producción agrícola del Retiro será excelente, que su cosecha de aceitunas y lino será la más grande de entre las quintas de la zona. Y bien sabes que esa propiedad, años atrás, era un lamentable desperdicio.
Blackraven los recibió en la sala y les ofreció café y bebidas fuertes. De inmediato notó que Manuel Belgrano lucía más a gusto que su primo pero, como advertía la preponderancia del secretario del Consulado sobre los demás, no se preocupó por el prejuicio de Castelli. En el proceso de independencia del Río de la Plata, era Belgrano la cabeza pensante y el iniciador de la idea de libertad, probablemente instilada por sus lecturas de los autores prohibidos nacidos de la Revolución en la Francia.
—He sabido de la sugerencia que el administrador de la Aduana de Buenos Aires, el señor Giménez de Mesa, le ha hecho al rey Carlos —mencionó Blackraven, y percibió el fugaz gesto de sus interlocutores—. Me imagino que el Consulado no está de acuerdo —prosiguió.
—No, por supuesto que no —replicó Belgrano, algo sorprendido porque la propuesta elevada al rey por Giménez de Mesa no era de conocimiento público—. Cerrar la Aduana de Buenos Aires y que sólo funcione una en Montevideo es una patarata.
—Estoy de acuerdo —dijo Blackraven—, pero debemos admitir que las cargas y descargas de mercancías se llevan a cabo en aquella ciudad debido a la incapacidad del puerto de Buenos Aires para recibir a los barcos de envergadura. El señor Giménez de Mesa tiene un punto bastante fuerte en su propuesta —puntualizó— y es probable que el rey Carlos dé lugar a su pedido porque, además, sabe que Montevideo le es más fiel.
Siguieron departiendo. La admiración y sorpresa de los criollos iba en aumento en tanto Blackraven les revelaba los secretos que conocía y sus estrategias.
—No se trataría de un protectorado inglés —contestó al comentario de Castelli—. Yo no hablo en nombre del gobierno de mi país. Considero que el Virreinato del Río de la Plata cuenta con hombres suficientemente preclaros para conformar un gobierno propio, libre de la intervención de la metrópoli, que lleve a esta región a una situación próspera. Yo estaría dispuesto a apoyar la revolución de ideas que vosotros deseáis implantar aquí a cambio de ciertas condiciones, de las más accesibles.
—Lo importante en este punto —señaló Castelli— es definir qué tipo de gobierno queremos una vez lograda la independencia.
—Una monarquía parlamentaria —propuso Belgrano—, como la que rige a la Inglaterra.
Después de Belgrano y Castelli, Blackraven atendió a dos comerciantes interesados en adquirir los frutos de su quinta en el Retiro; se dedicó a poner al día la correspondencia atrasada, y no se olvidó de enviar por escrito su oferta al señor Warnes por la familia completa de esclavos; recibió a Alcides Valdez e Inclán y visitó a Luis en su hospedaje, a quien reiteró la invitación para el día siguiente; el joven se mostró entusiasmado en conocer el Retiro ya que empezaba a fastidiarlo el confinamiento porque, pese a que ayudaba al doctor Mariano Moreno en la traducción de Du contrat social, las horas le parecían eternas.
Blackraven se despidió de Luis cerca de las ocho de la noche, ansioso por regresar a su casa. Allí lo esperaba Isaura. Habían pasado juntos la mañana y las primeras horas de la tarde, y él no recordaba un momento más placentero y divertido. Le había comprado géneros, zapatos, sombreros, guantes, abanicos y cosméticos y, si bien la había obsequiado como a muchas de sus amantes, la experiencia le pareció por completo novedosa. Una sonrisa de Melody hacía la diferencia; la ilusión que se adivinaba en sus ojos valía las horas pasadas de tienda en tienda. Quería que ella supiera que él podía dárselo todo, que nunca volvería a pasar necesidad.
—Estas tiendas están mal provistas —le comentó—. Cuando estemos en París, desmantelaremos las más famosas de la rue de Rivoli.
—¿París? —se sorprendió Melody.
—Sí, París. Amarás París, Isaura, ya lo verás.
Blackraven entró en la casa de San José por la parte trasera, donde se topó con Somar que ajustaba las sopandas del carruaje. El turco asió las riendas de Black Jack y le comentó:
—No podremos volver al Retiro esta noche. Dicen que habrá sudestada. Es riesgoso aventurarse.
—Es verdad —dijo Blackraven—, acabo de ver los nubarrones que se extienden hacia el norte. Haremos noche aquí y, si los caminos no están anegados, marcharemos al Retiro mañana por la mañana. Luis vendrá con nosotros. ¿Dónde está Isaura?
—En la sala. Hace un momento llegó el arpa que encargaste.
Los acordes lo alcanzaron desde el patio principal. Se deslizó en la sala, y ni Melody ni Trinaghanta lo escucharon. Permaneció a cierta distancia, con los ojos cerrados, mientras la música lo envolvía y serenaba. Al terminar de tocar, Melody lo vio y corrió hacia él.
—¡Roger! —exclamó—. ¡Es bellísima! ¡El arpa más bella que he visto!
Blackraven la apretó y le apoyó la mejilla sobre la cabeza.
—Es tuya, la compré para ti.
—Gracias. Me has dado tanto que no sé qué decir.
—Sólo bésame.
Trinaghanta se escabulló cuando Blackraven buscó los labios de Melody y comenzó a besarla con pasión.
—Te eché tanto de menos esta tarde —dijo él.
—Yo, en cambio —bromeó ella—, nunca me acordé de ti —y rió ante la mueca de Blackraven—. Es su culpa, excelencia, por haberme comprado tantas cosas hermosas con que entretenerme. El día ha pasado como un suspiro. Acabo de caer en la cuenta de que ha oscurecido y que debemos regresar al Retiro.
—No regresaremos al Retiro. Pasaremos la noche aquí.
—No —se opuso Melody, y trató de apartarse.
—Isaura, en breve la ciudad será azotada por una fuerte tormenta y no es conveniente aventurarnos. Regresaremos mañana cuando escampe.
—Jimmy jamás pasó la noche lejos mí. Tendrá miedo, no sabrá qué hacer. Se preocupará. Pensará que algo malo me ha ocurrido. Ya debe de parecerle extraño que me haya ausentado el día entero.
—Amor mío, no quiero que te inquietes. Jimmy estará bien. Béatrice y los niños se darán cuenta de que la tormenta nos ha impedido regresar.
—No tendré sosiego, Roger. Si Jimmy sufriera un ahogo en medio de la noche, nadie lo escucharía. Regresaré, ahora mismo.
—Isaura —dijo Blackraven, y la detuvo por los brazos—, ¿tú confías en mí? —Ella asintió sin mirarlo—. Mírame y dime si confías en mí.
—Sí, confío en ti.
—Entonces créeme cuando te digo que nada malo le ocurrirá a tu hermano. Mañana lo encontrarás mejor de lo que lo dejaste. Béatrice es una mujer juiciosa y sabrá cómo conducirse con él.
Melody se abrazó a Blackraven y escondió la cara en su chaqueta. Pese a que la intranquilidad la abrumaba, no quería traicionar su voto de confianza. Dijo una rápida oración, encomendando a Jimmy a la Virgen, y se apartó de Blackraven. Lo miró y le sonrió.
—Es mi deseo verte siempre así, con una sonrisa para mí.
Durante la cena, habló Melody mayormente. Le contó que sus amigos habían acudido a visitarla, y Blackraven no necesitó que le aclarase que se trataba de una cáfila de esclavos llenos de achaques y problemas. Ella lucía tan contenta mientras le refería las anécdotas que él disfrutaba por igual. Después del postre, Blackraven puso sobre la mesa una pequeña caja y un estuche azul. Melody los contempló antes de preguntar:
—¿Son para mí?
—Son tu premio por haber ganado la carrera ayer.
—Ya me diste el premio al prometerme que impedirías que el señor Warnes separase a esa familia.
—Y cumplí mi promesa. Esta tarde le envié por escrito mi oferta. Pero eso no cuenta como premio. Sabía que tú no me lo pedirías y lo compré por ti. Abre este primero —y señaló la caja.
Contenía una pequeña botella con extracto de perfume. Blackraven tomó el frasco de mano de Melody y lo abrió.
—Es extracto de frangipani —dijo—, una de mis fragancias preferidas —y acercó el tapón de vidrio a la nariz de Melody.
—Es exquisita de verdad. Gracias.
—Sabía que te gustaría.
Le pasó el tapón por las venas de las muñecas y en la base del cuello.
—Algún día sólo llevarás este perfume para mí.
Melody bajó la vista como si pudiera cerrarse a ese pensamiento y Blackraven le levantó el rostro por el mentón.
—Abre tu otro regalo, cariño.
Melody lo abrió y se quedó mirando el contenido del pequeño estuche en perpleja actitud. Se trataba de un solitario. El brillante, del tamaño de un garbanzo, arrojaba destellos a la exposición del pabilo.
—Habría deseado comprarte algo mejor —adujo Roger—, pero eso fue lo más adecuado que conseguí en vistas de la escasez del lugar. De todos modos, le encargué al orfebre un aderezo de zafiros y brillantes que te sentará de maravilla. Lo lucirás durante la tertulia.
—Roger —musitó Melody—, es bellísimo. Bellísimo —repitió—. Pero no puedo aceptar. Es demasiado para mí. ¿Por qué…? No puedo aceptar.
Blackraven sacó el anillo del estuche y lo deslizó en el dedo de Melody.
—Isaura —expresó—, ¿me harías el honor de convertirte en mi esposa?
Las lágrimas bañaron las mejillas de Melody. La vista se le nubló por completo y el brillo del diamante bajo el influjo de la luz la encandilaba. Blackraven se puso de pie y la tomó entre sus brazos.
—¿No vas a darme una respuesta? —le habló al oído.
—Yo no soy nadie —logró articular.
—Ya te dije que lo eres todo para mí.
—Dice la señorita Béatrice que quien se case contigo algún día se convertirá en duquesa. —Él hizo un ceño y asintió—. Pues yo no sabré comportarme como una duquesa. Ya sabes tú cómo soy. Mi madre siempre decía que yo era una salvaje. Niña montaraz, me llamaba. ¡Mírame! ¿Qué clase de duquesa tendría este pelo, y estas facciones tan poco delicadas, y este cuerpo tan poco agraciado? ¡No soportaría avergonzarte, Roger! No sabría cómo conducirme entre los tuyos ni cómo vestirme, menos aún cómo preparar una mesa ni…
Blackraven la abrazó con pasión y la acalló con un beso. Sin apartarse de sus labios, le exigió:
—Respóndeme, Isaura. Dame la respuesta que quiero escuchar. Di que serás mi mujer para siempre, que lo jurarás ante Dios. ¡Dilo!
—Te avergonzarás de mí.
—¡Necia! —pronunció con un ímpetu que la asustó—. ¿Es que no te das cuenta de que estoy loco de amor por ti? ¿Que no vivo desde que te conocí? ¿Que me has trastornado por completo? ¿Que sólo pienso en ti, noche y día, que actúo sólo por ti? Ni siquiera yo entiendo la profundidad de este amor. ¡Respóndeme! —le exigió.
—Sí, seré tu esposa. Tuya para siempre.
—Isaura, amor mío. ¡Amor mío! —repitió, mientras le cubría el rostro de besos.
Horas más tarde, Blackraven seguía en su despacho, reclinado sobre el escritorio, sujetándose la cabeza con ambas manos. Pensaba en Melody, dormida en una habitación alejada. Pocas veces necesitó tanto de su voluntad para dejarla ir cuando sólo deseaba tomarla entre sus brazos, llevarla al dormitorio y amarla hasta el amanecer. Pero ella no estaba preparada para recibirlo.
Escuchó el pregón del sereno: las doce de la noche con cielo nublado. Se puso la chaqueta, empuñó su estoque y caminó hasta la parte trasera de la casa. Abrió el portón de la cochera y salió. Se dirigió hacia el Bajo por la calle de Santiago y, cerca de la Alameda, de acuerdo con lo convenido, se encontró con O’Maley, su espía, el que se mezclaba con las clases bajas. Zorrilla, en cambio, su otro informante, lo mantenía al tanto de las actividades de la alta sociedad y de los funcionarios de gobierno.
El irlandés O’Maley habló por algunos minutos en ese duro inglés que Blackraven escuchaba entre sus marineros.
—Buenos Aires amaneció con este pasquín en sus calles —dijo el espía, y se lo pasó.
De contenido revolucionario, el libelo exigía el fin del dominio español y la libertad para la región del Plata. Blackraven lo leyó un par de veces y concluyó que los independentistas nada tenían que ver con ese mensaje.
—Ha sido el grupo de jacobinos —opinó O’Maley.
—¿Sabes dónde los imprimen?
—No con exactitud —admitió el irlandés—. Creo que cuentan con una imprenta en el sótano de la casa en donde se reúnen.
—¿Has vuelto a ver a Traver en esa casa? —Se refería al festejante de Béatrice.
O’Maley le contó sobre las actividades del comerciante escocés. Un comentario, algo que para otros habría pasado inadvertido, llamó la atención de Blackraven.
—¿Me dices que Traver ha comenzado a frecuentar “Los Tres Reyes”? —El espía asintió—. ¿Qué hace allí?
—Concurre todos los días, a la misma hora, las cuatro de la tarde. Se sienta a la misma mesa, bebe café, a veces chocolate, lee el Telégrafo Mercantil, departe con algún parroquiano. No más que eso.
Si bien no existía una razón válida para dudar de aquella conducta, Blackraven no creía en las coincidencias. Allí se hospedaba Luis y eso bastaba para alarmarlo. Se preguntó por qué un hombre que no acostumbraba a concurrir a “Los Tres Reyes” decidía comenzar a hacerlo en ese momento y, para peor, a las cuatro de la tarde, la hora en que se encontraban Mariano Moreno y Luis para trabajar en la traducción del libro de Rousseau. Volvió al tema de la logia jacobina y del libelo.
—Tengo que quitarme a estos franceses de encima —declaró Blackraven—. Están enturbiando la escena. Enviarás un anónimo al virrey donde le sugerirás acerca de las posibles actividades de los franceses. Le indicarás el lugar donde se reúnen. Veremos qué sucede.
Entregó unas monedas al espía y se alejó hacia la zona del Mondongo, el barrio a orillas del río que ocupaban los negros. No se detuvo a pensar en lo oscuro y tenebroso del lugar y se adentró por sus calles de tierra. No sabía dónde quedaba la casa de Papá Justicia y caminó sin rumbo en la esperanza de toparse con alguno que le indicara. No era noche de candombe, y el silencio volvía más lóbrego aquel arrabal de casuchas de adobe y zarzo y olores nauseabundos.
Un ruido casi imperceptible llamó su atención. Podía tratarse de algún animal, aunque no desechó la posibilidad de que fueran atracadores. Siguió caminando al tiempo que pugnaba por identificar el origen del sonido. Segundos más tarde, una figura corpulenta le salió al paso, y supo que tenía, al menos, un hombre a sus espaldas. Evaluó las posibilidades y permaneció quieto en medio de la calle. El hombre avanzó hacia él. Si no hubiese llevado una camisa blanca se habría confundido con la noche. Se trataba de un negro de estatura media, pero de sólido porte. Blandía un arma punzante en la mano derecha, probablemente de asta.
—Vamos —dijo—, deme todo lo que tenga.
—Dime dónde se encuentra la casa de Papá Justicia —habló Blackraven— y no será esta noche la que te toque morir.
Se escucharon unas carcajadas, y calculó que, detrás de él, había, en realidad, dos o más hombres, a corta distancia. El corpulento comenzó a aproximarse y Blackraven, a retroceder. Lo circundaron los tres salteadores que echaban fintas con sus rudimentarias armas blancas, mientras el que parecía el jefe repetía su exigencia.
—Les daré mi reloj de oro —ofreció Blackraven, y metió la mano dentro de su chaqueta.
Los sorprendió. Sin volverse, lanzó hacia atrás el cuchillo que llevaba a la cintura, que terminó hundido en el pecho de uno de los ladrones. Enseguida desenvainó la espada oculta en su bastón y, con movimientos veloces, redujo a los otros dos. Uno, herido en el estómago, se escapó dando tumbos hasta desaparecer en la oscuridad. El otro, el jefe, permaneció en el suelo con la bota de Blackraven atravesada en la garganta.
—Dime dónde se encuentra la casa de Papá Justicia y te dejaré vivir —le exigió, mientras le apoyaba la punta del estoque en la mejilla.
El negro, frangollando, le dio las señas. Blackraven retiró la espada y caminó hacia el que aún permanecía tendido en el suelo. Le desenterró el cuchillo de un jalón y limpió la hoja en su camisa. Al pasar cerca del jefe de la banda, le señaló a su compañero y le aconsejó:
—Será mejor que lo lleves con algún quimboto o morirá desangrado —y se alejó sin volver la vista atrás.
La casa de Papá Justicia era de las pocas construidas con argamasa y tejas. Llamó a la puerta y debió esperar algunos minutos hasta escuchar que alguien se acercaba. Papá Justicia se llevó una gran sorpresa al verlo y, sin pronunciar palabra, se hizo a un lado y le indicó que entrase.
—Amo Roger, qué honor —dijo—. Creí que nos comunicaríamos a través de Somar.
Le señaló una silla y le ofreció una porción de casabe.
—No he venido a indagar acerca de la revuelta de esclavos. Otro asunto me trae hasta aquí.
—Pregunte nomás, amo Roger.
—¿Qué sabes de Isaura Maguire?
—Ya le dije todito lo que sabía, amo Roger.
—¿Qué sabes de su hermano, Tomás Maguire?
—Lo conozco —admitió el anciano—. Es tropero, de los que acampan cerca del río.
—Y a su amigo Pablo, ¿lo conoces también? —Justicia asintió—. ¿Qué puedes decirme de ellos? ¿En qué andan esos dos?
Papá Justicia caviló antes de confesar:
—Tomás y Pablo están conmigo en la revuelta, amo Roger.
Blackraven se puso de pie de modo súbito.
—¿Qué tienen que hacer esos dos imberbes en una revuelta de esclavos?
—Tommy dice que no es una revuelta de esclavos solamente. Él dice que es una revuelta por la libertá de todos, de esclavos y criollos. Tommy es un buen muchacho, amo Roger, un poco exaltado, lleno de ideas de igualdá y libertá. Él dice que odia a los que someten a otros.
Hablaron acerca de la evolución de la revuelta, de los preparativos, de la estrategia y, sobre todo, de la participación del joven Maguire. Si bien Blackraven conocía los pormenores, que el hermano de Melody tomase parte en la conspiración echaba una luz inesperada a la información.
—Como hasta ahora —indicó, al tiempo que se dirigía a la puerta—, mantenme informado a través de Somar. Buenas noches, Justicia.
—Buenas noches, amo Roger.
Sabas se agachó detrás de unos tiestos a la espera de que Blackraven se despidiese y abandonara la casa de Papá Justicia. Le habría complacido asaltarlo por detrás y degollarlo para hacerle pagar los ochenta verdugones que le marcaban la espalda. Pero no tenía valor para hacerlo; había visto cómo ése solo hombre se deshacía de tres salteadores con poco esfuerzo. Le bastaba con la conversación entre Papá Justicia y Blackraven, ya sabría él cómo sacarle provecho.
Comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia cuando Blackraven llegó a su casa. Eran alrededor de las tres de la mañana. No solía dormir muchas horas, ni siquiera lo hacía profundamente, pero esa noche lo seducía la idea de un buen descanso. Hacía calor, así que, mientras cruzaba el patio y la sala, se iba quitando la chaqueta y desanudando la lazada. Al entrar en su habitación, ya llevaba la camisa en la mano.
—Festejo que te muestres tan ansioso por desnudarte —dijo Bela, desde la cama—. Ven aquí, querido, yo te quitaré los pantalones.
Envuelto en un silencio ominoso, Blackraven abandonó su dormitorio y, a grandes zancadas, se dirigió a la habitación donde Melody descansaba. Se acercó a la cama y corrió la gasa del dosel. La muchacha dormía con serenidad, con la mano izquierda cruzada sobre el pecho. No se había quitado el cintillo y eso lo complació. Ansiaba besarla en los labios, pero se abstuvo por temor a despertarla.
En el corredor lo esperaba Bela, apenas cubierta con una bata translúcida.
—¿Por qué no me preguntaste cómo se encontraba miss Melody? Apenas llegué, yo misma me molesté hasta su habitación para verla dormir como un ángel.
Blackraven la arrastró hasta su dormitorio. Echó el cerrojo antes de hablar.
—Dame la llave de esta casa —le exigió.
—Roger, querido…
—No vuelvas a entrar sin mi autorización.
—¿Es por esa muchacha, verdad? Es por ella que me apartas de ti.
—Bela, sabes que no soy un hombre paciente. Dame la llave y vístete.
—No. Yo soy tu mujer y tengo derecho a entrar aquí cuantas veces me plazca.
—Lo nuestro ha terminado —manifestó Blackraven, y Bela se quedó mirándolo, con expresión pasmada—. No puedo arriesgarme. Tarde o temprano, Valdez e Inclán terminará por saber lo que hay entre nosotros y eso no me conviene. Vamos, dame la llave y vístete. Despertaré a Somar para que te acompañe de regreso.
—No. No quiero irme. Quiero estar contigo. Quiero que me hagas el amor.
—Bela, por favor, tienes que entender. Si tu esposo se entera de lo que hay entre nosotros…
—Antes parecía no importarte que yo estuviera casada.
—Fue una equivocación enredarme con la mujer de mi socio. No deseo tener problemas con él.
—Valdez e Inclán no vivirá para siempre, Roger. Está viejo y achacoso. No le queda mucho tiempo. Entonces, tú y yo podremos casarnos y ser felices. —Blackraven la miró, alarmado—. ¿Crees que soy estúpida? ¿Crees que no me doy cuenta de que me dejas por miss Melody? Nada te importa de Valdez e Inclán. Es por ella que me haces a un lado. Yo soy tu mujer, no esa salvaje protectora de negros. ¿Qué puede darte ella? No tiene refinamiento alguno, es una criolla sin clase ni estilo. ¡Jamás permitiré que me abandones por alguien tan vulgar! Antes de verte con ella, la destruiré.
Blackraven se precipitó sobre Bela, la sujetó por los brazos y la sacudió con violencia.
—Jamás he golpeado a ninguna mujer, Bernabela, pero en este momento me siento muy tentado de hacerlo. Olvídate de mí, lo nuestro fue una aventura. Yo no te amo y jamás me casaría contigo. En cuanto a Isaura, no te atrevas a acercarte a ella o conocerás de lo que soy capaz.
—Tú conocerás de lo que soy capaz. Te demostraré que tu dulce miss Melody no es el ángel que te tiene hechizado.
—Vamos, vístete —ordenó, mientras le alcanzaba el vestido—. Te quiero fuera de aquí. La llave —exigió de nuevo.
Bela la tomó de su escarcela y se la arrojó a la cara. Poco le importaba; tiempo atrás había mandado hacer una copia.