Capítulo XIII

Lastenia Castaneda y Cazón quedó huérfana de padre siendo apenas una niña, y en poco tiempo perdió también a su madre, no porque hubiese fallecido sino porque la señora de Castaneda y Cazón, en cumplimiento de una promesa hecha a su esposo moribundo, tomó los hábitos e ingresó en el Convento de Santa Teresa de Jesús, utilizando todos los dineros de la herencia para pagar la dote de admisión.

Lastenia, huérfana y pobre, marchó a vivir con su madrina, la señora María Josefa Basurco y Herrera, una matrona influyente y rica de Buenos Aires, alta, morena, enhiesta como una vara y de gesto imperturbable. Lastenia le temía, por eso se lo pasaba en su dormitorio, entre sus mejores amigos: los libros.

La única atracción de la casa de doña María la constituían las visitas diarias de un abogado y canónigo, Juan Baltasar Maziel, a quien la señora doña María llamaba “hijo” y le confiaba todos sus asuntos, materiales y espirituales. El canónigo Maziel, uno de los hombres más cultivados del Río de la Plata, con una biblioteca mentada por lo completa, pidió autorización a doña María para convertir a Lastenia en su pupila. Le brindó una esmerada educación, quizá la que se reservaba para los varones destinados a ocupar puestos de jerarquía, en absoluto para las niñas, a las que, en ocasiones, se negaba la posibilidad de aprender a leer y escribir para evitar que se cartearan con algún hombre.

Lastenia aprendió latín y griego, historia y geografía, literatura y teología; recitaba de memoria párrafos de la Divina Comedia y de Don Quijote de la Mancha, declamaba los versos de los clásicos —Ovidio, Virgilio, Lucano—, aunque su favorito era Góngora, y también Francisco de Medrano. Resultó talentosa para la música, y por las tardes complacía a su madrina y a su tutor ejecutando piezas en el piano o en el arpa.

A Lastenia le fastidiaba que su protectora dijese frente al canónigo Maziel: “A mi querida Lastenita no le costará nada hacerse de marido a pesar de que no cuenta con un céntimo de dote. ¿Qué niña de fuste ha recibido instrucción más acabada y completa que ella? Ninguna, a fe que ninguna. Además, es virtuosa y pía”. En una oportunidad, el canónigo Maziel agregó: “Y muy hermosa”, comentario que hizo fruncir el entrecejo de doña María y agitar el corazón de Lastenia, que moría de amor por su maestro.

Una mañana, doña María le manifestó:

—Han pedido tu mano, Lastenita, y he decidido aceptar. Conociste al caballero en la tertulia de las Escalante, la semana pasada. No exige dote y parece un buen católico, trabajador y sin vicios. Es irlandés y dueño de una próspera estancia en Capilla del Señor, a unas leguas de aquí hacia el norte. Fidelis Maguire es su nombre.

Lastenia se encerró en su habitación a llorar. Esa tarde, cuando se presentó Maziel en casa de doña María, adujo un malestar y no lo recibió. Al día siguiente, embozada y a hurtadillas, corrió a su despacho en la Catedral. Maziel se sorprendió al verla.

—¿Qué haces aquí, niña? Y sola —se enfadó—. ¿Por qué no te acompaña una de las esclavas?

—Han decidido casarme, señor. Pero no lo haré.

—Debes obediencia a tus mayores, Lastenia.

—No lo haré —se empecinó la joven—. Y no lo haré porque estoy enamorada de vuestra merced.

Maziel recibió una fuerte impresión y se dejó caer en la butaca. La naturaleza delicada y prudente de Lastenia había desaparecido. Esa joven resuelta que actuaba como loca era una extraña para él.

—Vete a casa. Ahora mismo —le ordenó de mal modo—. Lo que acabas de decir es pecado. Deberás confesarte antes del domingo.

Ese mismo día, por la tarde, Maziel parlamentó largo con doña María. Lastenia nunca supo los pormenores de la charla, aunque sufrió las consecuencias. Pocos días más tarde, conoció a su prometido, un pelirrojo alto como Goliat, de enormes ojos turquesa, de aspecto temible y maneras torpes, que a duras penas pronunciaba el castellano y que, se murmuraba, de tanto en tanto sufría ataques demoníacos que lo tiraban al suelo y le ponían los ojos en blanco.

Para fin de mes ya estaba casada y rumbo a su nuevo hogar. Nunca volvió a ver al canónigo Maziel.

Lastenia y Fidelis no congeniaron. Ella lo encontraba demasiado basto y él, demasiado remilgada. A Lastenia le molestaba que él hiciera ruido al comer, que no se lavara las manos antes de sentarse a la mesa, que entrara con las botas sucias a la sala y que confiriera a los peones, en especial al capataz, un trato de amigos. No sabía leer ni escribir en castellano, y ella dudaba de que supiera hacerlo en algún idioma. Se negaba a comprarle esclavos, y eso resultaba inaceptable.

—Jamás habrá esclavos en esta casa. Usted, que es tan culta y refinada, admite una práctica salvaje, pues salvaje es quien priva de libertad a un semejante.

—Los esclavos no son semejantes a nosotros —aducía Lastenia.

—Eso mismo dicen los ingleses de los irlandeses —argüía Fidelis.

Tampoco coincidieron en la educación de los hijos. Maguire sostenía que se perdía el tiempo entre libros y juzgaba importante aprender las cuestiones de Bella Esmeralda, la estancia. Incluso Isaura —Melody para él— debía hacerlo.

—Hará de mi única hija una criatura montaraz igual que usted —le reprochaba.

—Haré de su hija una mujer útil que sabrá defenderse y jamás morirá de hambre.

Melody se pasaba la mayor parte del día a lomo de caballo, recorriendo la estancia junto con su padre, con Domingo, el capataz, con su hijo Pablo y con su hermano Tommy, que había desarrollado un temperamento muy “irlandés”, en opinión de Lastenia, y que a veces se tornaba inmanejable, aun para Fidelis, con quien reñía a menudo.

La afición de Melody por la música y el canto proveyeron a Lastenia del único artificio para atraerla a los libros.

—¿Quieres que te enseñe a tocar el piano y el arpa? —la seducía—. ¿A modular tu voz y a cantar? Pues primero deberás aprender a leer y escribir.

Sólo James, el más pequeño, a quien llamaban Jimmy, se pasaba el día entre las faldas de su madre a causa de una salud achacosa. A diferencia de sus hermanos mayores, Jimmy era un niño tranquilo y dócil que gustaba de las historias interesantes que Lastenia leía o de jugar en el patio con muñecos de madera.

Melody tenía trece años cuando su tía Enda Feelham y su único hijo, Patrick “Paddy” Maguire, de veinte, llegaron a Bella Esmeralda para quedarse. Jimmy Maguire, hermano de Fidelis, había muerto el año anterior de una enfermedad desconocida, dejando en la pobreza a su esposa e hijo. Mediante un agente que viajó a Dublín, Fidelis les envió una carta donde les aseguraba que los recibiría con los brazos abiertos y la suma necesaria para costear el viaje hasta el Río de la Plata.

Fidelis se sabía en deuda con su cuñada, quien, años atrás, lo había encontrado medio muerto en el bosque del valle de Glendalough, Irlanda, como consecuencia de las torturas sufridas a manos de los ingleses, y le había salvado la vida tras esmerados cuidados. Si bien la gente del pueblo murmuraba que Enda Feelham practicaba la brujería, Fidelis aseguraba que se trataba de una buena mujer, excéntrica y ermitaña, pero de corazón noble.

Enda y Paddy se sumaron al círculo familiar y pronto se adaptaron a las costumbres y actividades de la estancia. Paddy se apegó a Fidelis, de quien su madre tanto le había hablado, y, al demostrarle gran habilidad en el manejo del ganado y de los cultivos, se granjeó el cariño de su tío, provocando los celos de Tommy.

Enda, por su parte, callada y seria, desaparecía la mayor parte de la jornada y se presentaba sólo para las comidas. Lastenia le tenía ojeriza y algo de miedo, porque a veces la hallaba como en trance, con insólitos aparejos entre las manos. Nadie le quitaba de la cabeza que, desde la llegada de Enda y Paddy, extraños sucesos tenían lugar en la estancia: ruidos durante las noches, inexplicables muertes de animales, preñeces malogradas, nacimientos de terneros con deformidades, súbitas y violentas tormentas eléctricas, cosechas estropeadas, malestares y enfermedades.

Melody perdió a su madre a los quince años y, aunque nunca habían congeniado, le costó aceptar su muerte, en especial porque Lastenia sufrió una lenta y dolorosa agonía, víctima de una indigestión causada por un hongo. Después de una noche de lluvia, el campo amanecía poblado de diversas setas, que la cocinera y Lastenia recogían para preparar sabrosos estofados, ambas dotadas de una gran destreza para distinguir entre los inofensivos y los venenosos. Alguna falló en esa última oportunidad, echando a la canasta uno letal que terminó en el plato de Lastenia. Después de la muerte de su esposa, Fidelis prohibió el consumo de hongos en su casa.

Acostumbrado a la compañía de su madre, Jimmy resultó el más afectado y, desde ese momento, Melody abandonó las actividades en el campo y se ocupó de la educación y el cuidado de su hermano menor. En un principio no dio crédito a los comentarios de Tommy y de Pablo en cuanto al comportamiento artero de su primo Paddy. Según los muchachos, el irlandés mostraba una cara a Fidelis que en nada se condecía con su verdadera naturaleza. Era cruel con los peones, manoseaba a las mujeres y encontraba solaz en torturar a los animales. Le prendió fuego al perro de Pablo, que quedó en mal estado y debió ser sacrificado; le gustaba emborrachar gallinas, hacer chillar a los puerquitos, patear a los gatos y quemar insectos con su cigarro. Había hecho migas con el comisario de Capilla del Señor, Gotardo Guzmán, personaje oscuro que manejaba un grupo de abigeos que asolaba los campos de la región.

A Paddy le gustaba apostar en los reñideros, a los perros y a los gallos, y emborracharse en la pulpería del pueblo para terminar en la cama de alguna mujerzuela. Hábil intrigante, consiguió malquistar a Fidelis con su hijo Tommy y así pasar a ocupar el sitio preponderante en la administración de la estancia; ya ni Domingo, el capataz, conservaba sobre Fidelis el mismo ascendiente.

La muerte de Lastenia pareció sentarle a Enda, porque, de silenciosa y distante, se volvió locuaz y participativa, hasta coqueta. Melody sospechaba que planeaba llevar a su padre al altar. Con el transcurso de los años, quedó claro que Fidelis no compartía esa idea. La había acogido en el seno de su familia, la protegía y la mantenía, a ella y a su hijo, movido por el agradecimiento, pero nada más. El matrimonio se hallaba fuera de discusión.

El trabajo de la estancia le pesaba a Fidelis, que comenzaba a delegar ciertas responsabilidades y decisiones en Paddy. A Melody la alarmaba que su padre, fuerte como un toro, de salud inquebrantable, se pasara días enteros en la casa, flojo y desanimado. Montaba con dificultad a causa de los dolores reumáticos en las articulaciones y se cansaba con rapidez. Tenía mal semblante, una palidez enfermiza, y comía con frugalidad, a pesar de que tiempo atrás había engullido con la avidez de un joven. El médico le recetó un tónico y una dieta especial, que parecieron empeorar su estado.

Una mañana en que no pudo dejar la cama, se dijo: “Creo que se aproxima mi hora”, y, como no quería morir ab intestato, mandó comparecer al notario del pueblo y le indicó que redactara su última voluntad. Los bienes se dividirían por partes iguales entre sus tres hijos y su sobrino, Paddy Maguire, a quien, además, nombraba como albacea y tutor de Melody, Tommy y Jimmy. Días más tarde, murió.

Melody no salía del estupor. Su padre no podía estar muerto. Los primeros días después del entierro se lo pasó vagando por la casa, buscándolo, creyendo que oía su voz, que lo encontraría en la próxima habitación. No contó con demasiado tiempo para llorarlo ya que las circunstancias la devolvieron de golpe a la realidad cuando el comisario amigo de Paddy vino a buscar a Tommy y a Pablo. Sobre ellos pesaba una denuncia por robo de ganado; aguardarían el juicio en prisión y, en el mejor de los casos, terminarían en la frontera condenados a trabajos forzados.

Melody corrió a alertar a su hermano y a su antiguo novio de la situación. Tras reunirse con apremio, Domingo y otros peones, que sospechaban que “don Patricio”, como llamaban a Paddy, dirigía el entuerto tras bambalinas, determinaron que los muchachos debían huir.

—Los dos, el comisario y don Patricio —pronunció Domingo—, se han ganado el irrespeto de muchos por estos lares. Más de uno se la tiene jurada. No ha de faltar mucho pa’que se conviertan en ánimas del demonio gracias al facón de algún valiente.

La vida se volvió un infierno para Melody, dividida entre la desazón por la huida de su hermano y el asedio de su primo, que quería casarse con ella. Hacía tiempo que Paddy se había fijado en Melody. Apenas llegado a la estancia, le pareció una pelirroja fea y desgarbada, con el cuerpo y los modos de un varón. Después, al ocupar el lugar de Lastenia y al comenzar a llevar sus vestidos, Melody se reveló como una mujer preciosa, de formas generosas y apetecibles. Lo empezó a preocupar que, cada vez que se llevaba a una ramera a la cama, pensaba en su prima. La espiaba cuando se bañaba, cuando leía en la sala, cuando jugaba con Jimmy, cuando caminaba por la estancia. Melody se convirtió en su obsesión.

—Cásate con ella —le aconsejó Enda— y todo esto será tuyo. Jimmy no durará mucho tiempo y Tommy jamás volverá. Yo me haré cargo de eso.

Pero Melody lo rechazó. Le dijo que no lo amaba. Paddy, que no se caracterizaba por la paciencia, desplegó un cortejo digno del más pulido caballero, que no sirvió de nada pues Melody se mantuvo firme en su postura.

—Si no serás mi esposa, entonces te convertirás en mi esclava.

—¡Tendrás que matarme primero! —se resistió Melody.

—No, tú eres demasiado preciosa para mí. No te mataré. En cambio, sí mataré a Jimmy. Con una sola mano.

Mandó quemar su ropa y la obligó a vestir prendas de sirvienta, a comer en la cocina de los peones, a fregar y a lavar, a quitarle las botas cuando terminaba la jornada, a masajearle los dedos de los pies y la espalda, a leerle luego de la cena. A veces, durante alguna comida, le ordenaba sentarse en el suelo y le tiraba bocados que le obligaba a comer. Disfrutaba manosearla e insultarla, llamarla fea pelirroja, vaca tetona y epítetos por el estilo.

—¿Quién te querrá con ese pelo de puta y esas ancas de vaca? —y la golpeaba en las asentaderas—. Estás sucia y vistes harapos. ¿De veras crees que alguien pedirá tu mano? Tienes suerte de que yo lo haga, por la promesa que le hice a tu padre de que cuidaría de ti y de tus hermanos.

Enda adoptaba una actitud indiferente, como si aquel espectáculo no ocurriera bajo sus narices. Cada tanto, apartaba a su sobrina y la prevenía:

—Paddy no claudicará en su decisión de esclavizarte. Es terco y duro como una mula empacada. Mejor te avienes a su deseo y te casas con él.

—¡Jamás! Yo también puedo ser terca y dura como una mula empacada.

Sus fuerzas flaqueaban. El estado al que la había reducido Paddy y el temor constante de que lastimara a Jimmy comenzaban a hacer mella en su cuerpo, en su espíritu y en su mente. Dormía mal y con un cuchillo bajo la almohada. Había perdido peso y lozanía. Tenía el cabello opaco y el rostro demacrado. Las manos le temblaban y, a veces, le costaba modular.

Un día, mientras baldeaba el solado del patio, una sirvienta la sobresaltó.

—Casi me matas del susto, Brunilda. ¿Qué ocurre?

—Se trata de don Patricio. Acaba de llegar de la ciudad y viene con una hilera de esclavos. Negros como el carbón, mi niña.

Melody pensó en muchas cosas: en que su padre había jurado que jamás compraría esclavos; en su propia condición de sierva; en el trato inhumano que les brindaría Paddy y en el odio que, día a día, se multiplicaba en su interior.

Corrió hacia el granero donde, según Brunilda, habían sido conducidos esos infelices. Allí estaban, formados en fila, temblando de frío y de hambre, medio desnudos, lastimados y flacos. Se llevó la mano a la boca al darse cuenta de lo que estaba sucediendo: Paddy, con la ayuda de sus peones y un hierro al rojo vivo en la mano, marcaba a los esclavos como ella tantas veces lo había hecho con el ganado. Ciega de furia se abalanzó sobre él, tomándolo por sorpresa.

—¡Bestia maldita! ¡Monstruo asqueroso! ¡Hijo de mala madre! —prorrumpió, al tiempo que lo golpeaba en el pecho.

A Paddy no le costó someterla. Le sujetó ambas muñecas con una mano y la obligó a hincarse frente a él. Le asestó una cachetada de revés que le partió el labio. Quedó medio atontada e incapaz de luchar mientras su primo le rasgaba la blusa y le desnudaba la espalda.

—¡Me has cansado! —lo escuchó vociferar—. Ahora entenderás que todo este tiempo te he tenido una paciencia que tú no has valorado. Debes entender que me perteneces, que eres mía, al igual que estos negros mugrosos. ¡Mía, mía, mía! —repitió con furia y, a cada exclamación, la marcó con el hierro caliente en la espalda.

Melody lanzó un grito, se arqueó en una postura antinatural y cayó sin sentido. Despertó en su cama, boca abajo y desnuda. Advirtió la presencia de su tía Enda, que le colocaba paños fríos y emplastos para calmar el latido de las quemaduras. La cuidó durante días, la alimentó con una cuchara y le dio de beber con una bombilla, sin intercambiar palabras.

Después del salvaje ataque, Paddy cayó en una aguda depresión en tanto las botellas de chicha y ginebra se vaciaban todas las noches. Melody le temió más que antes, ahora que la culpa lo atormentaba, segura de que, en su demencia, terminaría descargando en ella sus remordimientos. Lo eludía, pero él la buscaba para insultarla y golpearla. No cabía duda de que su índole perversa se había desatado por completo, y no pasaría mucho tiempo hasta que aquella situación terminase en tragedia. Sola, sin dinero y con un niño enfermo a cargo, aunque aterrada ante la idea de huir, se convenció de que no le quedaba otra salida si quería seguir viviendo.

Una noche, Paddy, muy beodo, se metió en su dormitorio con la furia de un toro embravecido. Le quitó la manta de un jalón y la arrastró por los talones fuera de la cama. Melody cayó al suelo y se golpeó la cabeza. Aturdida, comenzó a gritar y a pedir auxilio hasta que Paddy le metió un trapo en la boca. Le rasgó la camisa de noche con su facón y comenzó a manosearle los pechos, el vientre, entre las piernas. Su aliento a ginebra le golpeó la cara cuando le dijo:

—Esto es lo que debí hacer desde un principio. Es lo que estás necesitando, una buena revolcada conmigo que te deje tranquila y mansa. Así sois todas vosotras, unas putas. Te tendré en la cama varios días, te la meteré una y otra vez hasta que grites de placer y me ruegues que vuelva a poseerte.

Melody agitaba los brazos y las piernas, sacudía la cabeza de un lado a otro y contorsionaba su cuerpo sin lograr mover a Paddy. Él era robusto y pesado, y muy fuerte. Melody recordó el cuchillo que había quedado bajo la almohada, y lágrimas de frustración rodaron por sus mejillas. Pensó: “Señor, ¿por qué me has abandonado?”, y se apaciguó, dejó de convulsionarse y permaneció inerte.

Ante la claudicación de su prima, y como anhelaba besarla en los labios, le sacó el trapo de la boca. Fue un error, porque Melody lo atacó con los dientes y le arrancó un pedazo de mentón. Paddy gritó y se echó hacia atrás sosteniéndose la barbilla con ambas manos. Melody se arrastró sobre sus antebrazos hasta quitarse de encima a su primo y se puso de pie. Se precipitó sobre la almohada y tomó el cuchillo, se abalanzó sobre Paddy y le hundió la afilada hoja en el costado izquierdo. Él alcanzó a levantar el rostro y a mirarla con una expresión incrédula que la perseguiría en sueños casi todas las noches desde ese día. Después, cayó muerto.

Melody se quedó de pie junto al cadáver, medio desnuda, la boca llena de sangre y el cuchillo aún en la mano. No conseguía apartar la vista de ese cuerpo sin vida, azorada de su propio arrebato: le había quitado la vida a un ser humano. Evocó el sonido de la hoja al enterrarse en la carne. Una neblina de sus confusas emociones, se coló la voz de Jimmy, que gritaba su nombre y lloraba. De seguro se habría despertado a causa del estrépito de la puerta y de los gritos de Melody. Actuó deprisa. Se quitó la camisa de noche y se echó encima la bata. Antes de correr al dormitorio de Jimmy, se enjuagó la boca y se quitó los vestigios de sangre de las mejillas y el mentón. El silencio y la calma le dieron a entender que la servidumbre no se había percatado del ataque y que su tía Enda no se encontraba en la casa sino en otra de sus escapadas nocturnas.

—Jimmy —le dijo—, debemos huir. Ahora mismo.

—¿Qué ocurre?

—No tengo tiempo de explicártelo. Necesito que te vistas solo, sin mi ayuda, y que pongas sobre la sábana tu ropa, en especial la de lana, y la anudes. Arma un lío con ella. ¡Vamos, deprisa!

De regreso en su dormitorio, Melody se vistió y se ató el pelo. Abrió el baúl donde guardaba sus pertenencias e hizo lo mismo que había indicado a Jimmy. Debían abrigarse porque afuera helaba. Antes de ir al establo, pasaron por la cocina y se hicieron de provisiones. Montados sobre Fuoco, el magnífico alazán que Fidelis le regaló cuando cumplió quince años, huyeron a campo traviesa hacia cualquier sitio, sólo contaba poner distancia de Bella Esmeralda.

Vagaron por la campiña durante días, evitando los pueblos, temiendo que los interceptase una cuadrilla del comisario de Capilla del Señor y los encerrase. Las provisiones se acabaron, tenían sed y frío, estaban sucios y malolientes. Jimmy mostraba alarmantes indicios de deshidratación, y Melody luchaba para no perder la conciencia y caer del caballo.

La noche del quinto día se desató una tormenta con vientos que los arrastraban y copiosa lluvia que los caló en segundos. Fuoco se movía con dificultad, a riesgo de caer en un pantano que los tragara. Jimmy se había desvanecido y Melody no tenía fuerzas para sostenerlo. Elevó la vista al cielo suplicando piedad y, al bajarla, avistó una luz en la lejanía. Maniobró las riendas con esfuerzo y obligó a Fuoco a encaminarse en esa dirección. Le pareció que jamás alcanzarían la luz, como si se tratase de un espejismo, hasta que, tras la cortina de agua, distinguió una solitaria casa que se levantaba a la orilla de un camino. Desmontó. Le temblaban las piernas y los brazos, le castañeteaban los dientes y tenía las manos ateridas. Apoyó la cabeza en el costado de Fuoco para recuperar el equilibrio. Tomó a Jimmy en brazos y caminó hasta el zaguán. Pateó la puerta, varias veces, hasta que apareció un hombre bajo el dintel y la sostuvo con presteza.

Días más tarde, en condiciones de dejar la casa para tomar sol e inspirar aire fresco, Melody se dio cuenta de que estaba pintada de un color muy particular: color ocre.