Capítulo XII

La herida de Blackraven no volvió a mencionarse, y él se comportaba como si no existiera. A Melody la sorprendió encontrarlo al día siguiente a la hora del desayuno, recién bañado y vestido con formalidad. Si bien lucía sereno y de buen humor, se entreveían las huellas de una mala noche.

Blackraven no había pegado ojo, a pesar de la infusión de toronjil y valeriana que Trinaghanta le preparó. Una excitación desconocida, mezcla de ansiedad y angustia, lo mantuvo despierto, erguido en su cama, demasiado grande y vacía. “Isaura, Isaura”, repetía su mente con una tenacidad exasperante. Quería arrancársela de la cabeza, borrarla de un plumazo, pero, a mayor afán, la obsesión empeoraba. No dejaba de reprocharse que él era un hombre consumado, con responsabilidades de extrema delicadeza, y ella, sólo una huérfana desamparada.

—Maldita seas, muchacha —se quejó en voz alta—. Maldita seas, ¿qué estás haciéndome?

Todavía le duraba el fastidio por la escena en el establo con Tomás Maguire. No le importaba el tajo que le latía entre las costillas sino lo que le había marcado Somar: la torpeza en la que había caído a causa de los celos. Podría haberle costado la vida. “¡Por Dios!”, bramó. “Si ni siquiera perdí los estribos cuando supe de la traición de Victoria”.

De nada había servido alejarse del Retiro, llevar a otra mujer a su cama, empeñarse en los asuntos que lo habían arrimado a las costas del Plata. Isaura se había alojado en su cabeza, sólo tenía pensamientos para ella y no conseguía olvidar el beso compartido en el corredor noches atrás.

¿Quién era Isaura Maguire? Lo desconcertaba. A él las mujeres nunca lo desconcertaban, al contrario, le parecían criaturas previsibles, que, por dinero y posición, vendían sus cuerpos al mejor postor. Isaura era distinta, y por esa razón lo tenía en un puño. En un principio le llamó la atención su inteligencia; después lo cautivó la dulzura con que trataba a los niños, la compasión que mostraba por los esclavos, la fidelidad hacia su padre, que había odiado a los ingleses, la consideración que sentía por sí misma. Le gustaba cuando fingía fortaleza siendo que, en realidad, la acometía la debilidad. Lo confundía que pudiera amar tan plena y generosamente. La respetaba. La admiraba. La deseaba para él.

Apenas terminado el desayuno, una esclava anunció la llegada del doctor Argerich, secretario del tribunal del Protomedicato. A pedido de Blackraven, venía en compañía de otro colega, un tal Agustín Fabre. Melody se escandalizó al pensar en el costo de aquella visita. Primero, se ocuparon de Víctor, a quien encontraron en excelentes condiciones, e indicaron a Melody que continuara con el tratamiento de bromuro, que mostraba eficacia para controlar los ataques epilépticos. Después dedicaron un largo rato a Jimmy. Terminado el examen, los médicos conversaron con Blackraven a puertas cerradas.

—Nos parece altamente improbable —diagnosticó Argerich— que el paciente Maguire alcance la edad adulta. Presenta una insuficiencia coronaria irreversible. Sus pulmones parecen afectados por lo que podría ser un pobre desarrollo, consecuencia, quizá, de la debilidad coronaria.

—¿Hay algo que se pueda hacer? —preguntó Roger—. Cualquier cosa, no reparen en gastos.

—Nada, excelencia —dictaminó Fabre—. Tendríamos que quitarle el corazón y ponerle uno nuevo. Y, como vuestra merced comprenderá, eso es imposible.

—Debo admitir que me sorprende que el paciente haya alcanzado esta edad —comentó Argerich, y Blackraven rememoró las palabras de Papá Justicia: “A veces pienso que Jimmy Maguire sigue vivo a fuerza de la voluntá de su hermana”.

—Excelencia —habló Fabre—, hemos coincidido con mi colega, el doctor Argerich, en que sería conveniente medicar al paciente con una dosis de digitalina que tonificaría el corazón y mantendría estable su ritmo. Ya entregamos a la señorita Maguire la prescripción. Es un medicamento costoso —advirtió, y Blackraven, con un ademán, desestimó el problema.

Ni Blackraven ni Melody abordaron el tema de la visita de los médicos. Se mandó preparar la prescripción al mejor boticario y Jimmy comenzó a tomar el tónico, que pareció hacerle bien. Se le borró la tonalidad azulada de los labios y sus mejillas recobraron algo de color. Siloé le preparaba las comidas de acuerdo con la indicación de los médicos, y en algunas semanas ganó peso. Como le hacía bien respirar aire puro y tomar sol, a Béatrice se le ocurrió organizar almuerzos a la canasta en la Alameda. Estiraban manteles sobre la gramilla, se quitaban los zapatos y caminaban hasta el río para remojarse los pies; comían con las manos y se reían cuando los dedos se les pringaban con la mermelada de una bola de fraile.

Blackraven los acompañó en una oportunidad y, aunque creyeron que su presencia le quitaría encanto al paseo, al final del día habían cambiado de opinión, en especial Jimmy, Víctor y Angelita. Blackraven les armó barcos de papel, que guiaron con ramas de sauce; les enseñó a hacer cabrillas, para lo cual se pasaron un buen rato eligiendo las piedras adecuadas; evocaron la tarde en la Plaza de Toros, y Blackraven prometió llevarlos otra vez; después les contó la leyenda de Ícaro, y a Víctor se le ocurrió meterse en el gallinero, recoger las plumas más grandes y pedirle a la negra Siloé que se las pegara con cera; dijo que se tiraría de la torre del campanario y que sobrevolaría el río. A pesar de que los más pequeños la juzgaron una buena idea, a los mayores les arrancó una carcajada. Entre los últimos espasmos de risa, Melody y Blackraven cruzaron una mirada. Ella le sonrió con timidez, y él pensó que quería hacerla feliz.

Se acercaron unos mulequillos que conocían a Melody, y Jimmy, Víctor y Angelita pidieron permiso para jugar con ellos.

—Tomen —dijo Melody, y envolvió los restos del almuerzo en unas servilletas—. Convídenles con un poco de pollo y buñuelos.

Béatrice y Roger intercambiaron una sonrisa condescendiente. La señorita Leonilda y Elisea se excusaron y marcharon, tomadas del brazo, a su caminata habitual por la Alameda.

—Roger —dijo Béatrice—, hace tiempo, apenas llegado, mencionaste que habías viajado con un amigo y que tenías intenciones de presentármelo. ¿Cuándo lo conoceremos, querido?

—Si es conveniente para ti, había pensado invitarlo al Retiro pasado mañana.

—Sí, claro que sí. ¿Podríamos invitar al señor Traver también? Quiero que lo conozcas.

—Puedes invitarlo —consintió, y añadió enseguida—: Ya fijé la fecha para la tertulia. De regreso en la casa, te daré los detalles para que prepares las invitaciones.

—De acuerdo —dijo Béatrice.

Blackraven le habló a Melody.

—Creo, señorita Isaura, que a Fuoco le sentaría el ejercicio de un buen galope, al igual que a mi Black Jack —dijo, en referencia a su caballo—. Me gustaría que me acompañase en una cabalgata por la Alameda.

Melody arguyó que no deseaba cargar a la señorita Béatrice con el cuidado de los niños.

—No te apenes, querida —terció la mujer—. Yo los vigilaré con gusto. Además, Leonilda y Elisea no tardan en volver.

Melody y Blackraven caminaron en silencio hacia el bosquecillo donde ramoneaban los caballos.

—Deseo que montes a horcajadas —manifestó Roger, cayendo naturalmente en el tuteo—, como aquella mañana en que te vi por primera vez, la mañana en que saltaste la cerca de tunas.

Melody le dio la espalda, simulando ocuparse en la cincha de Fuoco.

—¿Por qué habría de montar a horcajadas?

—Porque voy a desafiarte a una carrera y te hallarías en franca desventaja si montases de lado.

—Estaría igual en franca desventaja. Lo he visto montar y sé que no podría ganarle. Y no me gusta perder —admitió.

—No te retaría si supiera que sería fácil vencerte —se ofendió Blackraven.

Melody se encaramó en la montura a horcajadas, levantando un poco la falda y dejando al descubierto los botines y la pierna, sin llegar a la rodilla. Se devolvieron miradas desafiantes hasta que Melody aceptó el reto con un movimiento de cabeza.

—Hasta aquel matorral de agapantos —estableció Blackraven—, después del meandro del río. Sólo de ida.

—¿Qué premio hay para el vencedor? —preguntó Melody, con aire travieso.

—Si tú ganas podrás pedirme lo que te apetezca.

—¿Y si gana vuestra merced?

—Tocarás para mí todas las noches, el piano y el arpa.

—No hay arpa —objetó Melody.

—Encargué una apenas mi prima me informó que la tocas con dedos de ángel. ¡Ahora! —la sorprendió, y los caballos salieron al galope.

Hacía tiempo que Melody no corría una carrera, y su espíritu se colmó de entusiasmo. Escuchaba los cascos de Black Jack, pero no lograba divisarlo. Extrañada, giró apenas la cabeza y lo descubrió detrás de Fuoco, a corta distancia. Se dio cuenta de que Blackraven sujetaba las riendas y sofrenaba al animal. Un instante después, cruzaron la meta. Melody era la vencedora.

—¡Me ha dejado ganar! —lo acusó, casi sin aliento—. Es aún más indigno que haber perdido.

Blackraven saltó del caballo y se acercó a Fuoco. La tomó por la cintura y la obligó a desmontar.

—Tu cabellera se había soltado y era un espectáculo que deseaba volver a ver, mucho más tentador que llegar primero a la meta.

No le dio tiempo a nada. La aprisionó contra el tronco de un álamo y se apoderó de su boca con una determinación que no admitía resistencia. Melody apoyó las manos en sus brazos y, al percibir el latido que comenzaba a dolerle entre las piernas, apretó las uñas en la dura musculatura y soltó un sollozo.

Se maldijo por asustarla, pero no conseguía detener lo que había desatado. Ladeaba la cabeza de un lado a otro restregando sus labios, buscando penetrarla, complaciéndose al notar su inexperiencia, porque sería él quien le enseñase el arte del amor, ningún otro.

—No me temas —le imploró.

Roger inspiraba la agitación de Melody, llenaba sus pulmones del aroma que se evaporaba de su cuerpo sudado, intentaba absorber el miedo y la confusión de ella, quería que gozara, anhelaba devolverle el placer que le daba a él. Eso era nuevo: querer dar placer. En realidad, siempre buscaba deleitar a sus mujeres aunque movido por el mezquino deseo de establecer su hombría y destreza. A Isaura, en cambio, quería hacerla feliz.

Melody abrió la boca, y aquella inocente entrega lo llenó de dicha. Le tomó la cabeza con ambas manos y la penetró con su lengua. Ella no sabía cómo proceder, el desconcierto la dejó inerte con los brazos caídos a los costados del cuerpo. Sus sentidos parecían haberse aguzado, tuvo noción de la rugosidad de los lobanillos del tronco en contacto con la punta de sus dedos, de la dureza que le empujaba la pelvis contra el árbol, de la aspereza del bozo de Blackraven, del sonido agitado de su respiración y de la loción de lavanda que usaba después de afeitarse. Enredó sus dedos en el cabello de él y se pegó a su cuerpo, gimiendo entrecortadamente, abrumada por el deseo, atormentada por la culpa de gozar con un hombre al que debía odiar.

Una luz de cordura se encendió dentro de Blackraven y lo guió hacia la calma. Su mirada se fijó en los labios de Melody, todavía entreabiertos, enrojecidos e hinchados a causa de su ardor. Ella mantenía los ojos cerrados, lo que le permitió estudiar la delicada piel de sus párpados, surcada por intrincadas y diminutas venas color violeta. Le besó la punta de la nariz y cada pómulo, y le apartó los mechones de la frente.

—Oh, Isaura —susurró él, sobre los labios de Melody—. Dulce Isaura mía.

Melody levantó los párpados y le llevó unos segundos ver con nitidez. La agobiaba una flojedad placentera, como si convaleciera de unas fiebres altas. Miró a Blackraven a los ojos y volvió a pensar: “¡Dios mío, qué hermoso es!”. Quizás era ese rastro gitano el que volvía locas a las mujeres. Él sonrió, y sus dientes blancos y parejos brillaron en contraste con la piel bronceada. Parecía que tenía delineado el párpado inferior, como si lo hubiese repasado con un lápiz de carbón, lo que destacaba el azul del iris. Era un personaje incierto y oscuro, existía algo en él en lo que, simplemente, no se podía confiar. Ella lo había padecido furioso y despiadado, y ahora lo descubría manso y seductor. No quería caer bajo su influjo.

—Usted conoce su poder con las mujeres. No lo utilice conmigo, por favor.

Su fama lo precedía. Tal vez se había enterado de sus asuntillos con la esclava Berenice, incluso del amorío con Bernabela y con algunas mujeres de la alta sociedad porteña. Su discreción era proverbial; no obstante, esas cuestiones siempre terminaban a la luz. Lo tenían por mujeriego, y era cierto. Pero habría preferido que Isaura no lo supiera. A todos sus defectos se sumaba el de tenorio, y eso, a una mujer decente, le daba miedo y desconfianza. ¿Cómo explicarle que hacía días que no tocaba a ninguna porque su cuerpo sólo respondía a ella? ¿Qué Berenice se había ofrecido y que él la había rechazado? ¿Que la última vez con Bernabela le había costado excitarse y que lo logró al imaginársela a ella, a su Isaura, desnuda debajo de él?

Le tomó el rostro con ambas manos para decirle:

—¿No te das cuenta de que eres tú quien tiene el poder entre nosotros? ¿No te das cuenta de que haría cualquier cosa por ti, lo que me pidieses si con eso lograra tenerte?

Volvió a besarla con ímpetu. Estaba muy excitado. Su miembro crecía y se apretaba bajo los pantalones haciéndole pensar en cuánto deseaba estar dentro de ella. Debía detenerse o la tomaría al pie del árbol, a plena luz del día.

Melody se aferró a sus hombros y le permitió que la besara como un salvaje, entregándose a ese primitivo impulso que le hacía abrir la boca y pegar su cuerpo al de él. Le parecía una hipocresía fingir que no gozaba. Deseaba a Blackraven, a pesar de su dudosa reputación y su nacionalidad. La entrega de él parecía sincera, pero más la pasmaba la voluntad de ella de abrirse y dejarlo entrar en su pequeño mundo, ése que había construido en torno a Jimmy, el refugio que a veces le parecía indefenso y que la hacía sentir sola y débil.

La intimidad de ese beso la abrumaba de sensaciones que jamás había experimentado. Se mezclaban la dicha, la excitación y un raro anhelo de que Blackraven la desvistiera y la tocara en sus partes ocultas. ¿La compararía con las otras? Doña Bela era hermosísima, perfecta. ¿Le marcaría sus defectos? Paddy le había dicho que tenía las caderas y las ubres de una vaca, que era una fea pelirroja a la que nadie prestaría atención. Y esas espantosas cicatrices. Se separó de él de golpe.

—¿Qué tienes? ¿Qué pasa?

—¿Por qué quiere jugar conmigo? ¿Por qué yo? Hay muchas predispuestas. A mí, déjeme en paz. ¿Cree que soy estúpida para pensar que un hombre como usted podría fijarse en alguien como yo?

—¿En alguien como tú? —se extrañó—. ¿De qué hablas, Isaura?

—Yo no soy nadie. Y usted… usted es un conde inglés. Además es rico y… apuesto. ¡Y yo soy pobre y fea! No juegue conmigo. ¡Déjeme! —y forcejeó sin lograr soltarse—. ¡Déjeme, maldito inglés embustero!

—¡Isaura! ¿Qué estás diciendo? Cálmate, por favor. —La envolvió con sus brazos—. Tú eres mejor que yo, mucho mejor.

—No —musitó ella.

—Sí, lo eres. Eres la criatura más exquisita y valiosa que he conocido, Isaura Maguire. ¿Cómo puedes llamarte fea si eres hermosa? Perfecta —le susurró sobre los labios.

Melody quería seguir disfrutando de la intimidad de ese momento aunque el espejismo, tarde o temprano, tuviese que terminar, porque jamás se entregaría, por mucho que lo deseara. La opinión de Blackraven contaba para ella, y no soportaría su rechazo o desprecio. Lo había visto desnudo y daba fe de la perfección de su cuerpo. Jamás le mostraría a un hombre como él sus vergüenzas.

—Déjeme ir.

—¿Es porque soy inglés que me rechazas?

—Sí —mintió—. No podría traicionar a mi padre, que sufrió horrendas torturas a manos de ésos…

—Lamento lo que le ocurrió a tu padre —contestó él, enfadado—, pero nada tiene que ver con nosotros. Nada tiene que ver conmigo, por cierto. No puedes culparme. Eres caprichosa e infantil al hacerlo. Y una cobarde por tratar de negar lo que sientes por mí, por negar lo que mis besos te provocan.

—¿Qué derecho se arroga para hablarme y tratarme de este modo?

—El derecho que me concede haberte elegido como mi mujer.

Melody corrió hasta Fuoco y se alejó en dirección de Béatrice y los niños. Él, después de verla desaparecer en el recodo, montó a Black Jack y galopó en sentido contrario. Comparó a Isaura con una dríade, la ninfa de los bosques que jugueteaba y serpenteaba sin dejarse atrapar. “La primera mujer a la que realmente deseo y que no puedo tener”, se dijo, incrédulo, amargado.

Volvió al atardecer, cuando las campanadas les anunciaban a los esclavos el fin de la jornada. En grupos, los vio abandonar sus lugares de trabajo y recogerse en los cobertizos donde con certeza armarían una juerga para bailar el candombe hasta quedar exhaustos. El baile estaba prohibido, so pena de varios azotes, amenaza que no hacía mella en los negros, que se aventuraban con tal de zamarrear el cuerpo al son de los tambores, como en el África.

Entró por la parte trasera y le pasó las riendas a Bustillo. Al alcanzar el patio principal, se detuvo cuando divisó en el otro extremo, sentados bajo las glicinas, a Melody y a Covarrubias. El abogado le tomaba una mano y la retenía cerca de sus labios, al tiempo que le dirigía palabras en voz baja. Ella mantenía un gesto indefinido. Irrumpió sin ninguna consideración a las normas de urbanidad.

—Buenas tardes, Covarrubias —saludó, y el susto los puso a ambos de pie—. Lo espero en mi despacho.

Pasó sin mirarla, odiándola. Covarrubias lo siguió con actitud obsecuente que marcó la diferencia entre uno y otro.

Horas más tarde, terminada la cena, Melody se encontraba en ansias mortales. Blackraven se había excusado, dijo que atendería asuntos urgentes y se encerró en su escritorio. Ni siquiera los acompañó después, mientras bebían café. Para atraerlo, tocó el piano y, aunque no tenía ánimos, cantó también, sin ningún resultado.

Dejó a las mujeres en la sala y marchó a la planta alta para acostar a los niños. Cumplida la faena, pensó en acostarse también, pero una excitación angustiosa la mantenía insomne. Volvió a la planta baja y, como las mujeres ya se habían retirado, emprendió la vuelta a su dormitorio muy desilusionada.

Se topó con Trinaghanta, que llevaba la garrafa de brandy vacía. Sus miradas se cruzaron, y la joven, envuelta en esa excéntrica pieza color naranja, le sonrió de nuevo, y Melody volvió a preguntarse si sería otra de las amantes de Blackraven. A veces tenía esa impresión al verlos juntos; la muchacha conocía bien a su amo, y éste le daba a entender lo que deseaba con la mirada o con un simple ademán.

Al pasar frente al escritorio, vio una raya de luz que se filtraba por debajo de la puerta. “Aún sigue allí”, se dijo, aliviada, pues imaginó que había partido hacia Buenos Aires. Apoyó la mano sobre el picaporte y se quedó pensando en la insensatez que estaba a punto de cometer.

Abrió. A pesar de que la habitación estaba iluminada, no había nadie. Lo encontró en la sala contigua, la de la mesa enorme forrada de lienzo verde. Inclinado sobre ésta, Blackraven golpeó una de las bolas con la vara, produciendo un sonido seco y agradable. Otra recibió el impacto y desapareció en un orificio de la esquina.

Lucía desgreñado, se había soltado el pelo y llevaba la camisa desabotonada fuera del pantalón. Como si advirtiera su presencia, él se volvió con rapidez, y Melody se sobresaltó. Se dio cuenta de que la atemorizaba con la ferocidad de su gesto, y eso lo complació. Si no la hubiera amado tanto, la habría destruido con sus propias manos.

—¿Qué desea, señorita Maguire? —le preguntó, y ella bajó el rostro para ocultar que la había lastimado al no tutearla ni llamarla Isaura.

—Yo… No lo sé, señor —admitió, y su sinceridad apaciguó en parte a Blackraven, que dejó el taco sobre la mesa y avanzó.

—Su noviecito de pacotilla ya se retiró, imagino.

—El doctor Covarrubias no es mi novio —murmuró.

—Pues componíais un cuadro encantador esta tarde, sentados uno junto al otro, bajo la enredadera de flores, tomados de las manos.

—El doctor Covarrubias y yo sólo somos amigos —insistió, en voz baja.

—Entonces —habló él, y la sacudió por los brazos, clavándole los dedos en la carne—, ¿por qué le permitiste que sus ojos te mirasen con codicia, que tocara tu mano y la besara cuando sólo yo tengo ese derecho? Eres mía, Isaura, entiéndelo. Mía —repitió, y volvió a sacudirla, apenas—. Covarrubias no es demasiado hombre para ti y jamás te dará el placer que encontrarás en mis brazos, en mis besos —y su boca cayó sobre la de ella con furia, porque aún estaba resentido y lastimado.

Lo dejó hacer para que su enfado se consumiera.

—¿Por qué me resistes? —le preguntó con más tristeza que disgusto—. ¿Porque soy inglés? No es mi culpa, Isaura. Ni yo ni nadie de mi familia torturamos a tu padre. Lo siento, de veras lo siento, pero no es justo que me achaques las culpas de otros, por más que sean mis compatriotas.

A esas alturas quería confesarle que le importaba un comino que fuera inglés; en realidad, se trataba de ella.

—Yo no soy nada —dijo, con voz quebrada.

—Lo eres todo.

Melody levantó la vista, y él leyó la sospecha que se filtraba por sus ojos.

—Isaura, concédeme el don de tu confianza.

Al sonido de esas palabras, la invadió una profunda sensación de paz y, como si fuera natural y juicioso, decidió entregar su confianza a ese hombre al que tanto había recelado. El alivio le ablandó el cuerpo y la hizo sentir ligera y más pequeña. Apoyó la mejilla sobre el pecho desnudo de Blackraven y con sus manos le acarició la oscura vellosidad que lo cubría.

—¿Seré suficiente para ti? —dudó.

—Lo serás todo para mí —la reconfortó él.

—Roger —musitó, y, abriéndole la camisa, lo besó sobre el corazón.

—Sí, llámame Roger, siempre.

Se besaron, y la entrega de Melody conmovió a Blackraven. Aún percibía el temor y la vulnerabilidad de ella, pero confiaba en su naturaleza valerosa, ésa que a él lo había cautivado, la que, al fin de cuentas, acabó por derribar los miedos y las dudas para aceptarlo.

Se abrió la puerta que daba al corredor. Era Trinaghanta, que volvía con la garrafa llena de brandy.

—Mejor me retiro a descansar —dijo Melody, y trató de separarse de él antes de que la sirvienta entrase en la sala de billar.

—Sí, ve a descansar —accedió, aunque le costó apartar sus manos.

Horas más tarde, Roger Blackraven aún no lograba conciliar el sueño. Desde la balconada de la galería superior a la que daban las habitaciones principales, sentado en el suelo, las piernas recogidas y la espalda contra la pared, apreciaba la serena noche de verano que no armonizaba con su ánimo. Inquieto y preocupado, meditaba acerca de los cambios acontecidos en tan poco tiempo. Se llevó la ocarina a los labios, y le arrancó unas notas lentas y melancólicas.

Sansón, echado a su lado, se levantó de pronto y gruñó. Enseguida apareció Jimmy y se quedó de pie, mirándolos. Blackraven, pasmado, soltó la ocarina.

—Muchacho, no te oí aproximarte.

—Escuché la música —se justificó el niño.

—No vuelvas a acercarte tan sigiloso en medio de la noche. Podría haberte lastimado.

—¿Por qué? —se sorprendió Jimmy.

—Porque habría sospechado que eras un ladrón y te habría golpeado.

Jimmy se rió, y Blackraven sintió una gran simpatía por él, tan parecido a su Isaura.

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás durmiendo? Si tu hermana despierta, se alarmará al no verte en tu cama.

—Mi hermana está llorando —dijo Jimmy—, y a mí no me gusta cuando llora. Por eso me alejo.

Blackraven se puso de pie.

—Ve a la recámara de Víctor —le ordenó—. Te metes en su cama y te duermes allí. Vamos.

Jimmy obedeció, seguido por Sansón, mientras Blackraven corría al dormitorio de Melody. Antes de cruzar la puerta, ya lo alcanzaban los lamentos angustiosos y el llanto. Estaba sufriendo una pesadilla. Debía de tratarse de un sueño espantoso a juzgar por el mohín y la forma en que se contorsionaba; tenía las mejillas húmedas de lágrimas.

Se sentó en el borde de la cama, la recogió entre sus brazos y le pegó la cabeza a su pecho desnudo.

—Vamos, amor mío, despierta. Es sólo una pesadilla. A nada debes temer, aquí estoy.

Melody despertó, confundida; aún temblaba y sollozaba. Levantó la vista y, al reconocer a Blackraven, le echó los brazos al cuello y se largó a llorar.

—¡Oh, Roger!

—Cálmate, Isaura, fue sólo una pesadilla. Aquí estoy, ¿qué podría sucederte?

Alguna vez esa pesadilla había sido realidad, de la que nunca se desharía, sus estigmas la acompañarían para siempre. Quiso contárselo, pero la vergüenza y el desánimo la acobardaron. Prefería seguir acurrucada sobre su pecho, en silencio.

—¿Quieres contarme qué soñabas? —Como ella negó con la cabeza, él propuso—: Vamos, recuéstate e intenta dormir. Mira.

—¿Qué es eso?

—Un instrumento musical. Ocarina es su nombre. La tocaré para ti.

La dulzura de la melodía la hizo sonreír. Volvió a evocar al cuarto arcano, el Emperador, y al dios Marte, el guerrero, y se convenció de que madame Odile no se había equivocado. Blackraven era un emperador, un guerrero, pero para ella reservaba una suavidad que a otros ocultaba, quizá para preservarse. Ella misma, al conocerlo, había creído que Blackraven era pura prepotencia y ferocidad. Ahora sabía que en él confluían la pasión y la razón, y se preguntó cómo lograba equilibrarlas. Resultaba admirable que su naturaleza se rigiese tanto por el intelecto como por las emociones. Él podía ser tormenta y calma.

Melody entendió que lo que sentía por Roger Blackraven iba más allá de la admiración y de la fascinación. Lo amaba profundamente, con sus facetas terribles y su lado suave, y se convenció de que la vida sin él sería incompatible con la dicha.

Se durmió al sonido de la ocarina. El ritmo de su respiración cambió. Lucía tranquila y hermosa, ahí en la cama, con el delgado linón pegado al cuerpo. Él le pasó una mano por el brazo desnudo, pues la camisa de noche no tenía mangas, y le apartó la tirilla hasta descubrir el hombro. No quería despertarla, pero el deseo lo llevó a inclinarse sobre el hombro y a besarlo. Melody permaneció quieta, y eso lo alentó. Le descorrió la cabellera de la espalda y, al hacerlo, sus dedos rozaron, a la altura del omóplato, una depresión de textura diferente, más tersa aunque irregular.

La única luz la aportaba la luna, y Roger no conseguía distinguir con claridad. De algo estaba seguro: se trataba de una cicatriz. Encendió una vela con el yesquero y ocultó el pabilo detrás de su mano al pasarlo cerca del rostro de Melody. Lo aproximó a su espalda. Una cicatriz, como había sospechado, una quemadura, en realidad. Muy peculiar, por cierto. Sintió un apretón en el estómago y una dolorosa sequedad en la garganta al entender que se trataba del sello de un carimbo, el hierro que, al rojo vivo, se usaba para marcar a los esclavos. Y junto a ése, en mitad de la espalda, había otro igual, y justo sobre el omóplato izquierdo, en la misma línea, otro más. Isaura había sido marcada tres veces en la espalda con el carimbo.

Se mordió el puño para no gritar de rabia y dolor, y dejó la palmatoria sobre la mesa de noche porque las manos le fallaban. Los ojos se le habían nublado y la cara le dolía de contener el llanto. Se incorporó con dificultad; la sangre le golpeaba las sienes y se había mareado. Abandonó el dormitorio y caminó a trancos irregulares hasta su habitación. Salió a la terraza en busca de aire fresco y apoyó ambas manos sobre la balaustrada, con la cabeza echada entre los brazos. El cuerpo le temblaba y aún se mordía el labio para resistir, hasta que se deslizó por la pared y cayó al piso donde se echó a llorar como un niño.