Napoleón Bonaparte le dijo a Fouché, su ministro de Policía:
—Entre tú, querido Fouché, con tus espías, y Josefina, con sus vestidos, terminaréis por conducirme a la bancarrota.
Fouché festejó la broma, aunque le había caído mal. No le gustaba que el emperador pusiera en el mismo plano su trabajo y la frivolidad de la emperatriz. Napoleón debía, en gran parte, a su red de espionaje el poder que ostentaba.
—La información es costosa, majestad —arguyó.
—Está bien —concedió Bonaparte—. ¿De qué se trata esta vez?
—De nuevo el Escorpión Negro.
El emperador se puso de pie con aire de impaciencia. Le resultaba inconcebible que ése espía inglés siguiera con vida.
—Hace tiempo te autoricé a entregar una fortuna a un sicario para liquidarlo. ¿Por qué su nombre vuelve a resonar en esta sala?
—La Cobra (ése es el nombre del sicario) —explicó— todavía lo busca, majestad. Localizarlo ha sido más difícil de lo que previmos. Ha permanecido inactivo últimamente y eso complica la búsqueda.
—¿De qué se trata, entonces? —se impacientó el emperador.
—Alguien dice saber quién es el Escorpión Negro y exige una considerable suma por esa información.
—¿Cuánto?
—Treinta mil libras.
—¡Treinta mil libras! —se escandalizó Bonaparte—. Podría alimentar a toda la milicia durante un año con ese dinero. ¡Qué disparate!
—Majestad —contemporizó Fouché—, no es necesario que le recuerde los contratiempos que nos ha causado el Escorpión Negro en el pasado.
Bonaparte adoptó una actitud reflexiva que sus subalternos conocían y durante la cual elegían callar. Convencido de que, una vez destruida la monarquía británica, la Europa estaría a sus pies, el emperador analizó los beneficios de contar con un hombre que, desde el corazón mismo de Whitehall, le ayudara a derrotar al poderío inglés.
—A veces pienso que sería muy conveniente para la Francia aliarse al Escorpión Negro. El maldito bastardo parece invencible.
Fouché se puso rígido. Nadie negaba la maestría del Escorpión Negro, y quizás en el pasado hubiera acariciado la idea de transformarlo en hacedor de espías franceses. Pero desde hacía algún tiempo la cuestión entre el Escorpión Negro y él había pasado a un plano personal.
Jamás olvidaría la noche en que lo despertó un aliento acezante. “Fouché”, escuchó entre sueños. Se incorporó y encendió la bujía. Un terror como nunca había experimentado le impidió moverse. Ahí se quedó, sentado en la cama, con la traza de un palurdo, y ni siquiera atinó a apartar la gorra de dormir, llovida sobre su cara. Alguien de una altura quizás exacerbada por su desventajosa posición, vestido de negro, la cara oculta tras una máscara de cuero, le blandió unos papeles que él enseguida identificó como los documentos secretos que debía alcanzarle a Bonaparte al día siguiente en el campo de batalla. ¿Cómo los había encontrado? ¿Cómo había abierto el cofre? ¿Cómo había sorteado a los guardias que atestaban su casa y las cercanías? Pretendía resolver esas incógnitas cuando la voz del asaltante lo despabiló.
—Je suis le Scorpion Noir. Me decepciona usted, señor ministro —y Fouché se dio cuenta de que, a causa de su acento, podría tomárselo por parisino—. Estoy aburriéndome de sus tretas. Son fáciles de eludir.
Atinó a manotear el arma que dejaba sobre la mesa de noche, ante lo cual el espía expresó:
—La encontrará en el retrete —y se sumergió en la oscuridad de la casa, sin arrancar sonido alguno a las tablas del piso.
Fouché dio la voz de alerta, pero los guardias jamás vieron al espía y nunca llegaron a determinar qué dirección tomó.
Y Bonaparte le decía que lo quería entre sus filas.
—Nunca podríamos confiar en él —opinó.
—Todos tenemos un precio —estableció Bonaparte—. Algunos se ofrecen por menos, otros son muy costosos, pero finalmente todos le ponemos valor a nuestra persona. ¿Cuál es el precio del Escorpión Negro?
—Es difícil conjeturar cuando no sabemos nada acerca del hombre. Algunos lo tienen por un patriota, un héroe nacional, en tanto que otros lo acusan de inescrupuloso hombre de negocios.
—Nadie es patriota, Fouché. Quien mueve un dedo lo hace siempre con el fin de obtener un beneficio personal.
Viniendo de Napoleón Bonaparte, pensó Fouché, el comentario resultaba muy intrigante. Guardó silencio y se limitó a esperar. Él sólo quería las treinta mil libras y marcharse de allí para seguir con su trabajo.
—¿Qué sabes del sicario que contrataste para liquidar al Escorpión Negro? —se interesó el emperador—. ¿La Cobra dijiste?
—Así es, majestad.
—¿Qué ha logrado hasta ahora? Hace meses que lo contrataste —se quejó.
—Hasta ahora, no ha obtenido nada de importancia. Creemos que se encuentra en Londres haciendo averiguaciones. Informó que iba tras una pista. No sé más —admitió—. Tiene un modo peculiar de trabajar, pero se dice que es infalible.
—¿Qué seguridad tendremos de que el nombre del Escorpión Negro que nos vendan sea verdadero?
—Ninguna hasta comprobarlo. De todos modos, la fuente es de fiar. Se trataría de un allegado al espía que, por alguna razón, quiere vengarse de él.
—Bien podría decir que es el papa Pío VII para convencernos.
—Cualquiera pensaría dos veces antes de venderme información falsa —dijo Fouché, y Bonaparte sonrió con benevolencia antes de preguntar:
—¿Por qué debemos comprarle la información? ¿Por qué no atraparlo y quitársela a la fuerza?
—El hombre no es estúpido —admitió el jefe de Policía— y ha tomado precauciones.
Bonaparte volvió a encerrarse en sí. Caminaba con una mano en el mentón, el brazo izquierdo apoyado en la parte baja de la espalda y la mirada en el suelo. Fouché comenzó a inquietarse. Por experiencia intuía que habría cambios de planes y no le agradaba lo que olfateaba.
—Te daré las treinta mil libras y obtendrás el nombre del Escorpión Negro. Contactarás a La Cobra y le entregarás la identidad del espía, pero le ordenarás que lo traiga con vida. Es un hombre demasiado valioso para matarlo sin darle la oportunidad de que sirva al emperador de la Francia.
—Hay un inconveniente —confesó Fouché—. No es fácil ubicar a La Cobra. Quizá para este momento haya liquidado al Escorpión Negro.
—En ese caso —pronunció Bonaparte—, habré perdido treinta mil libras y a un potencial aliado. Pasemos a otra cuestión. ¿Qué sabes de los hijos de Luis XVI? Me informan que el conde de Provence sabe que su sobrino Luis XVII salió con vida de la prisión del Temple y ha contratado a un sicario para matarlo.
—Así es, majestad. Ya tomé medidas en el asunto. Uno de mis mejores espías, Le Libertin, dice haber ubicado a la verdadera Madame Royale que, espera, lo guíe hasta su hermano.
—No quiero errores en este asunto, Fouché —advirtió el emperador—. Pase —dijo, cuando llamaron a la puerta—. Ah, monsieur Talleyrand, es usted. Adelante. Queda excusado, Fouché.
—Gracias, majestad. Con su permiso.
Caminó hacia atrás al tiempo que practicaba cortas inclinaciones hasta dejar la estancia. Se dirigió deprisa a su despacho mientras examinaba las acciones por seguir. Si obtenía la identidad del Escorpión Negro, le enviaría mensaje a La Cobra, pero lejos de sus intenciones estaba mencionarle que lo trajera con vida.
NOTAS DE UN SICARIO
Entrada del día miércoles 22 de mayo de 1805
Hemos viajado a aquellos lugares donde nos conduce la pista del Escorpión Negro, pero es en París donde más se lo conoce, entre los perdularios de los barrios bajos. Se dice de él que domina varias lenguas, sin acento; es un maestro del disfraz; maneja con destreza cualquier arma, blanca o de fuego. Gran confabulador, astuto comandante, sus planes nunca fallan, sus espías lo veneran. En círculos muy exclusivos, se lo tiene por un héroe casi mitológico. A medida que vamos conociendo sus andanzas, mi respeto y admiración por el Escorpión Negro crecen. Su mente trabaja con rapidez, no pierde detalle, saca conclusiones de hechos que pasarían inadvertidos para uno menos avezado.
Estudia las costumbres de los sitios en donde se mueve hasta apropiárselas y pasar por un lugareño, ventaja que lo mantiene oculto de la mirada de la autoridad. Nada deja al azar, es en extremo meticuloso. Puedo sentir la pasión que lo consume al emprender una misión, la misma que me consume a mí que estoy tras su pista.
Cruzamos el canal. Nos encontramos en Londres. Antes de embarcarnos en Calais, volvimos a visitar el hospedaje “Paja y Heno”. En nuestra pesquisa anterior, habíamos arrancado las páginas del registro de pasajeros donde encontramos aquellas rúbricas con trazos similares. En París, las sometimos al análisis de un experto en caligrafía que confirmó nuestra presunción: pertenecen a la pluma de la misma persona. Infortunadamente, no se logró determinar si las rúbricas del libro de registro eran compatibles con los restos de caligrafía de la nota del Escorpión Negro, aquella medio chamuscada que, de mala gana, me entregó Fouché tiempo atrás; el fuego sólo dejó algunos rasgos insuficientes para la comparación.
Si, como suponemos, el Escorpión Negro se hospedó en “Paja y Heno” en varias oportunidades con distintos nombres, concluí que debió hacerlo ocultándose tras un disfraz, a menos que el dueño de la fonda, M. Randieu, lo protegiera. Si éste estuviera en tratos con el Escorpión Negro, habríamos podido hacerlo hablar y eliminarlo después a riesgo de que la muerte del tabernero lo pusiera sobre aviso de que alguien está buscándolo. En rigor, esto es lo último que queremos, por eso decidimos usar un método menos drástico para saber hasta qué punto se hallaba involucrado en esta guerra silenciosa.
La noche antes de embarcamos hacia Dover, tomamos habitaciones en “Paja y Heno”, y Desirée logró meterse bajo las sábanas de M. Randieu. Conozco sus manos, el poder de su lengua, el ardor de su piel, el modo en que su lascivia libera, excita y conduce por fin a un orgasmo que corta la respiración y endurece los miembros. Saciado y beodo, M. Randieu se convirtió en presa fácil. Mostró sin reparos su fidelidad por la causa de la Revolución y su admiración por el emperador Bonaparte. Como si lo enorgulleciera, dijo saber que su hospedaje era un nido de espías, tanto ingleses como franceses, y que hacía años que colaboraba con los subalternos de M. Fouché; gracias a su intervención, aseguró, habían caído muchos traidores. Desirée lo incitaba a beber, escanciaba sin tregua la ginebra, y lo sumergía en una niebla de alcohol que se evaporaría al romper el día junto con las confesiones pronunciadas.
Con respecto al Escorpión Negro, el tabernero expuso su propia teoría: era un inglés, Simon Miles, a quien tiempo atrás habíamos eliminado de la lista, “¿Por qué crees que Simon Miles es…? ¿Cómo has dicho que se llamaba ése espía tan especial?”, Desirée simuló no recordar. “Escorpión Negro”, repitió el posadero con una mueca ridícula por lo solemne, y añadió: “Simon Miles se hace pasar por un estudioso de la literatura francesa y va de la Ceca a la Meca sin dificultad. Es amigo de medio París, frecuenta el salón literario de esa traidora, la Récamier, y, con la excusa de su oficio, trae arcones cargados de libros a los que nadie presta atención. Estoy seguro de que los usa para traficar mensajes cifrados. Nadie me cree”, concluyó, y se hundió en esa patética melancolía de los borrachos.
Simon Miles. ¿Lo hallaremos en Londres? ¿Será fácil acceder a él? No, no lo será si, en verdad, es el Escorpión Negro. Un hombre (insisto: ¿por qué no una mujer?) como el Escorpión Negro se mantiene en alerta las veinticuatro horas. Lo veo colocando un cuchillo bajo su almohada, una pistola a mano en la mesa de noche y algunas otras en sitios estratégicos. Su sueño debe de ser liviano, fácilmente quebrado por cualquier sonido que su instinto no reconozca como habitual. ¡Ah, qué daría por una conversación con tan extraordinaria criatura! ¿Quién podría vencernos si él y yo nos uniésemos?
Londres. Amo Londres. Ciudad cruel y magnífica. Hemos tomado habitaciones en un lujoso edificio de Belgravia, en el corazón de la ciudad. Rupert y Peter vuelven a estar a nuestro servicio, unos ladronzuelos con dedos de prestidigitador capaces de desembarazar a cualquier caballero de su billetera; son hábiles seguidores, con una asombrosa capacidad para mantenerse a pasos de la víctima confundidos entre la gente, mimetizados con el entorno. Les hemos ordenado que sigan a los dos hombres remanentes de la lista: Frederick Musgrove y Conrad Phillips, y también a Simon Miles, quien ha vuelto a ocupar el sitio de sospechoso después del comentario de M. Randieu.
Estamos visitando papelerías y tabaquerías, las más famosas de Londres y las más pequeñas de los alrededores —incluso hemos llegado hasta Hampstead—, donde preguntamos por el posible origen del lacre con el cual selló la nota el Escorpión Negro. Se trata de una pasta peculiar, de una tonalidad inusual, un rojo profundo difícil de definir, algo entre el borgoña y el azul oscuro. En cuanto al papel, es de estraza, áspero y basto, y podría comprarse en cualquier parte. Los tenderos nos miran con desconfianza, formamos un extraño dúo preguntando dónde es posible conseguir un lacre tan curioso.
Nos ocupamos también del sello del escorpión. Podría tratarse de la obra de algún artista. Es sabido que los nobles solicitan la creación de sus sellos y joyas a ciertos orfebres en los cuales depositan su confianza para evitar el robo de metal y la sustitución de piedras preciosas.
Es imperioso que Desirée recupere su vida social en Londres. Concurrirá a los Salones de Almack, los Jardines de Vauxhall y el mercado de Tattersall. Necesito que la inviten a una velada donde departa con lo más selecto de Whitehall; encontrarse con lord Bartleby, jefe del Departamento Exterior, es primordial. Dejará su tarjeta en casa de lady Sommers, avisándole de su estadía en la ciudad, para que la vieja aristócrata se ocupe de organizar su agenda a cambio del pago de algunas abultadas deudas.
Rupert y Peter no pierden tiempo. Ya saben dónde residen los tres caballeros. Simon Miles es amigo de lord Bartleby, aunque nunca lo visita en las oficinas del Departamento Exterior. Conversan en el club de la calle Saint James, en las tertulias, incluso Miles lo ha invitado a cenar a su apartamento de la calle Cockspur. En apariencia, su relación se limita a una amistad entre caballeros, en nada vinculada con las actividades de Bartleby como jefe de los espías ingleses. En cuanto a Musgrove y Phillips, han comparecido en Whitehall en varias oportunidades a lo largo de diez días. Parecen compartir una fecunda amistad, en tanto por sus residencias desfilan no sólo Bartleby y otros miembros del Departamento Exterior sino el propio primer ministro, Pitt el Joven.
Pues bien, esta noche y las que siguen me convertiré en La Cobra para deslizarme en sus mansiones y ver qué puedo encontrar. El instinto me marca que ninguno de ellos es el Escorpión Negro. Igualmente, presiento que estoy cerca.