Capítulo IX

Melody ensilló a Fuoco y lo condujo fuera del establo. Aún no comenzaba la actividad en el Retiro, y la calma y el silencio dieron un poco de reposo a su espíritu. La noche anterior, después del encuentro con el señor Blackraven en la cocina, había llorado con la cara enterrada en la almohada hasta que, vencida por el cansancio, se durmió. No se trató de un sueño tranquilo, más bien de una duermevela asolada por la misma pesadilla que, de tiempo en tiempo, regresaba. Se despertó al alba, con el ánimo caído, y se echó varias veces agua al rostro para despabilarse.

Ya en la grupa de Fuoco, el viento y la calidez del sol le devolvieron la seguridad y la hicieron sonreír. Le gustaba el cielo del amanecer y también el aroma a humedad que conservaba la naturaleza después de una noche de rocío, que brillaba en la grama y en las hojas. A la derecha, la imponencia del Río de la Plata le recordó la fuerza de los brazos que la habían sujetado pocas horas atrás. Sacudió la cabeza para apartar las imágenes, sin remedio. No podía olvidar. Lo vivido la noche anterior agitaba las memorias de una parte de su vida que deseaba enterrar para siempre y simular que jamás había existido; todo en vano, pues el pasado se abría camino y tomaba impulso como si del presente se tratase.

La voz de Blackraven la había atravesado. A pesar del timbre autoritario, la pasión con que había pronunciado su nombre la sorprendió primero, la dejó callada y quieta después. La había tocado y, aunque en un principio sólo experimentó pánico, después, al verlo tan concentrado en su boca, una sensación nueva le hizo cosquillas en las piernas. Blackraven, con su mano enorme como de labriego, le había tocado los labios con una suavidad inesperada. Los besos y las caricias de Pablo no habían causado el efecto de esa mano sobre su cuello, su mejilla y su boca. En las ocasiones en que Pablo la besó, ella permaneció consciente, nunca perdió el sentido del tiempo ni del lugar, y, aun en su ignorancia, había sabido que el frenesí que lo dominaba a él nada tenía que ver con lo que ella experimentaba. La noche anterior, aunque se había tratado de un instante, el mundo se detuvo y su corazón dejó de latir.

—¡Es inglés! —dijo entre dientes, y se recordó también que había jurado jamás estar con hombre alguno, jamás desvelar la marca de su vergüenza, todavía le quedaba orgullo para resistir.

Divisó de lejos la casa color ocre, de tejas rojas, y la inundó cierta paz, como si volviese al hogar, al abrigo de los seres amados. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y soliviantó a Fuoco que galopó el último trecho. La casa de madame Odile se hallaba camino al paraje de Los Olivos, apartada de la ciudad y de la mirada condenatoria de las gentes decentes. Era un burdel, el más refinado de Buenos Aires. Sus chicas se jactaban de hablar al menos dos idiomas, conocer de música, pintura y literatura y de estar limpias y sanas como una monja de clausura, aunque empapadas en los secretos de las artes amatorias como las heteras de alto nivel que eran.

Melody saltó del caballo y entró por la parte trasera, cuidando de no toparse con algún cliente que hubiera amanecido en el burdel y fuera conocido de don Alcides o de don Diogo, incluso del propio doctor Covarrubias. La recibió la cocinera, la negra Cleofé, que la abrazó y la besó, y empezó a llamar a gritos a las demás. Enseguida se presentó Miora, con una costura en la mano, que arrojó sobre la mesa para abrazar a Melody. Hacía semanas que no la visitaba.

—Te ha traído madame con el pensamiento —aseguró Ana Rita, la preferida de un alto funcionario del Cabildo—. Ayer mismo decía que necesitaba hablarte. Parece que anduvo estudiando la posición de tus planetas. Nada halagüeño —agregó, con mirada significativa—. Me despido, querida. Me retiro a dormir. Ha sido una noche de muchísimo trabajo.

—¿Cómo está el pequeño Jimmy? —preguntó Jimena, la más hermosa en opinión de Melody.

—Ya sabes, con sus achaques, como siempre.

—Luces muy atractiva en tus pantalones y botas de hombre —comentó Apolonia, y le puso las manos en la cintura, como si le tomara el talle.

—¡Déjala! —se interpuso Arcelia—. A ella le gustan sólo los hombres.

—No me gustan los hombres —manifestó Melody—. ¡Los odio!

—¿Y las mujeres? —quiso saber Apolonia, y le acarició la mejilla.

—Tampoco —aseguró Melody, y le retiró la mano con gentileza.

—¿Quieres que te depile? —preguntó Atalía—. Hace tiempo que no te quito el vello de las piernas.

—Lo hice yo misma días atrás. Siloé por fin aprendió a preparar la cera, tal y como me indicó Cleofé.

—¡Vaya! —se sorprendió la muchacha—. Si ahora dejará de ser costumbre exclusiva de mujerzuelas para pasar a serlo de señoritas bien.

—Yo no soy una señorita bien —se quejó Melody.

—Pero lejos estás de ser una ramera —expresó madame Odile desde la puerta, y las demás voltearon al sonido de su voz.

Melody se refugió en su abrazo de senos voluminosos y manos regordetas con uñas pintadas. Como era más alta que madame, se inclinó sobre ella, apoyó la cabeza en su hombro y se echó a llorar. Esa meretriz francesa, que aseguraba haberse destacado entre las cortesanas de Versalles, se había convertido en una madre para Melody.

—¿Qué le sucede a mi niña preciosa? —se preocupó la mujer, mientras con una mano indicaba a las demás que las dejaran a solas—. Ven, tesoro, sentémonos aquí. Cuéntame —le pidió, mientras con un pañuelo le secaba las lágrimas.

—No, madame. Usted debe de estar agotada después de trabajar toda la noche.

—Pues fíjate que no. Dejé el negocio a cargo de Lila y me retiré temprano. Acabo de levantarme. ¡No sabés cuánto deseaba verte! Casi mando a Emilio con un mensaje al Retiro para que vinieras.

—¿Le ha dado Miora algún problema?

—Oh, no. Esa niña es un cordero. Cose como los dioses. Nunca hemos llevado mejores vestidos.

—Me alegro de que su presencia aquí no haya causado inconvenientes. Ha sido tan generosa, madame, en aceptarla. No sabía dónde esconderla.

—¿Y dónde la ocultarías si no es en este sitio? ¿Acaso te rechacé cuando viniste con la parda Francisca? —Melody sacudió la cabeza—. Bien. Entonces, nunca dudes de mi hospitalidad.

—Jamás —expresó la muchacha con vehemencia y le besó las manos.

—A ver, a ver. Dime ahora, ¿a qué se deben esas lágrimas? Melody comenzó con vaguedades, pero, ante una mirada de reproche de madame Odile, terminó por soltar la verdad. Detalló los encuentros con Blackraven, las discusiones, los puntos de vista tan disímiles, la violencia que se desataba entre ellos y la manera descarada en que él la había arrinconado en la cocina.

—Creí que volvería a suceder. Cuando comenzó a tocarme anoche, pensé que otra vez pasaría por aquel suplicio. Casi muero de pánico. ¿Cómo regresar a esa casa y enfrentarlo? Le temo —admitió—. ¡Es un cerdo inglés!

—Y de seguro —conjeturó la mujer—, además de cerdo inglés, es un viejo desagradable, con la narizota de un palmo y mal aliento.

—¡Oh, no! Todo lo contrario. Es muy guapo. Él no es joven, pero tampoco viejo —agregó, en voz más baja.

—El nacido bajo la influencia del dios Marte —manifestó Odile.

—¿Cómo dice?

—No lo digo yo, lo dicen mis sueños. Hace días que me inquietas, soñé contigo varias veces, y siempre había detrás de ti un hombre que vestía como el dios Marte, el guerrero, mientras tú arrancabas manzanas del árbol de oro, que significa amor y prosperidad. Estudié tus planetas y ahora quiero leerte las cartas. Veamos —y extrajo el ajado mazo que la acompañaba a todas partes—. Vamos, querida, corta.

Melody se inquietó; las sesiones de tarot solían demorarse y ella debía volver al Retiro con Miora. Cortó con la izquierda y acomodó las cartas según las indicaciones. Madame Odile dio vuelta la principal y lanzó un grito de complacencia.

—El Emperador —dijo—, el cuarto arcano mayor. Ésta es la carta que esperaba. —¿Qué significa?

—Poder —aseguró Odile—. Fuerza, aquí, representada por los carneros. Está cubierto con una armadura, símbolo de su invulnerabilidad. El Emperador es invencible. La barba y el bigote simbolizan su vasta experiencia. ¿Notas sus ojos, fijos en el horizonte? Habla de una actitud reflexiva, de quien piensa antes de actuar. La lógica y el razonamiento preceden sus decisiones.

—¿Y el cetro?

—Poder, querida, mucho poder, al igual que el trono. En cuanto al águila, representa la soberanía que ejerce sobre sus posesiones y vasallos. Él es el emperador, quien decide el destino de todos los seres, pero igualmente, como consecuencia de la responsabilidad de su poder, es clemente, benévolo y comprensivo. Ante todo, el emperador es justo. Él representa el orden perfecto, la armonía.

Una a una, las siete cartas desvelaron su significado. Aparecieron el loco, como símbolo de la insensatez y la imprudencia; los amantes, el de la atracción profunda entre dos seres; el ahorcado, entendido como sacrificio y renuncia; la muerte, que, según Odile, no debía tomarse literalmente ya que también significaba la conclusión de una situación, el cambio; y así, madame habló largo y tendido de cada arcano y de la influencia de los planetas, y se refirió a Venus, a Mercurio, y a un sinfín de cuestiones. Pero cuando comenzó a describir la personalidad del supuesto hombre nacido bajo el influjo de Marte, dios de la guerra, Melody se sintió cautivada.

—Los hijos del gran guerrero son los mejores amantes de entre los signos del Sol, y la pasión que prodigan con generosidad en la cama se halla presente en los demás aspectos de su vida. No cualquier mujer puede con tanta hombría. Son insaciables, intensos, y pueden dejarte medio muerta si no estás a la altura. Así como los domina la pasión, son de una racionalidad apabullante, por eso triunfan en casi todos los emprendimientos en que se lanzan. Si se enfurecen, de sabios es huir. Pero si deciden ser complacientes, conquistarán al corazón más endurecido. Ah, nunca olvidaré a Jean-Pierre du Renni, mi primer hombre, el único amante que tuve bajo la influencia del guerrero. El mejor, querida. Lejos, el mejor.

—Madame —pronunció Melody—, he de llevarme a Miora. Su dueño, el señor Blackraven, así lo exige.

—¿El nacido bajo la influencia de Marte?

—¡Oh, madame! Eso fue sólo un sueño.

—Es él, lo sé, lo siento aquí —enfatizó, llevando la mano al corazón—. El Emperador —expresó con grave acento—. ¡Llévasela pues! No lo hagas enfadar. —De inmediato se arrepintió—. ¿Qué será de esa pobre niña en manos de Valdez e Inclán? Vicioso, perverso. Ya sabes que le prohibí volver después de la tunda que le propinó a Ana Rita.

—El señor Blackraven prometió que nada malo le ocurriría a Miora. Creo que pretende mantenerla alejada de don Alcides. Sé que no puedo confiar en la palabra de un inglés, pero no tengo escapatoria. Es un hombre inflexible, y amenazó con encarcelarme si no la devuelvo.

—Y lo hará, tenlo por seguro. Un hombre como ése ante nada se detiene.

Miora, llorando, empacó sus magras pertenencias, mientras Melody le explicaba que Blackraven había jurado protegerla. Ya en el patio trasero, montada sobre Fuoco, ayudó a subir a Miora, que se tomó a su cintura. Habían pasado las nueve de la mañana. En el Retiro la echarían de menos y se alarmarían por su demora. Traspuso el portón del burdel y salió al camino.

Allí, frente a la casa de madame Odile, montado sobre un caballo negro, se hallaba Roger Blackraven. Sus miradas se encontraron, y Melody contuvo el aliento, alarmada ante el desprecio que se filtró por esos ojos oscuros.

—Esto es un burdel —dijo— y usted, una ramera.

Picó espuelas, y el caballo salió a todo galope. Segundos más tarde, sólo se veía una nube de polvo en el camino.

Blackraven almorzó en casa de su vecino Martín Joseph de Altolaguirre, un hombre sensato y de gran influencia, siempre impecable, con su peluca empolvada de blanco, casaca y calzón encarnado y bastón de comisario de Guerra. Simpatizaba con Blackraven, incluso con su ideología, ya que ambos se declaraban fisiócratas. Solían tomar jerez, fumar habanos y realizar la exégesis de los párrafos de Tableau économique o de Droit naturel, ambos escritos por François Quesnay, fundador de la escuela fisiócrata. Altolaguirre encontraba muy estimulantes las discusiones con Blackraven y le llevó poco tiempo aceptar que contendía con uno de los hombres más inteligentes de entre sus conocidos.

Honesto como pocos funcionarios del gobierno español, Altolaguirre había ocupado hasta hacía pocos años el puesto de factor oficial de la Real Hacienda, a cargo del registro y la administración de los ingresos en especie. El órgano que controlaba a la Real Hacienda era la Contaduría de Cuentas, cuya máxima autoridad, el contador mayor, trabajaba bajo el influjo de Blackraven. En una ocasión en que, por un asunto de contrabando, se puso en duda la intachable conducta de Altolaguirre, Blackraven ordenó a Juan Bravo de Turdillo, el contador mayor, que dejase sin efecto la causa y archivase el expediente. Altolaguirre llegó a saber de la intervención de su vecino del Retiro y, agradecido, le devolvía el favor a menudo.

Por tal motivo organizó un almuerzo al que invitó a un grupo de porteños con quienes Blackraven parecía interesado en relacionarse. Al menos así le había dado a entender en el billete que le envió días atrás para informarle de su presencia en el Río de la Plata. Concepción Cabrera, esposa de Altolaguirre, y otras mujeres compartían la mesa. Una, la que se sentaba frente a Roger, muy agraciada, le echaba miradas lánguidas y le sonreía. Se llamaba Melchora Sarratea y era sobrina del anfitrión.

Blackraven le devolvía las miradas y sonrisas y pensaba en Isaura Maguire. Esa mañana, por temor a los asaltantes y a los troperos, la había seguido. El estupor que le causó verla entrar en la casa color ocre —Alcides le había contado que con ese nombre se conocía al burdel en el camino al paraje Los Olivos— casi lo tira del caballo. “Por supuesto”, se dijo, “sólo una puta es dueña de semejante descaro”. La rabia lo dominaba, pero casi de inmediato se deprimió. ¿Cuándo acabaría de sorprenderlo esa endemoniada mujer? En realidad, ya no importaba. Le había perdido la admiración. Si Isaura Maguire no contaba, ¿por qué diablos no podía quitársela de la cabeza?

—Lo cierto es —se quejó Manuel Belgrano, secretario del Consulado— que mientras la España nos exprime para llenar sus barcos con nuestro oro, la Francia se enriquece a costa nuestra para echar abajo a todas las monarquías de la Europa.

—Al entregar una parte del oro americano a la Francia, el rey no hace otra cosa que honrar el tratado de San Ildefonso —le señaló Blackraven.

—¿Acaso, excelencia —preguntó Altolaguirre—, según dicho tratado, la España no debe poner a disposición de la Francia quince barcos de guerra y no sé cuántos hombres todos los años? No recuerdo que mencione pagos en oro.

Blackraven sonrió con suficiencia antes de contestar:

—Esa cláusula del año 96 fue cambiada secretamente a pedido de Bonaparte en octubre de 1803 por una que establece que, en lugar de barcos y hombres, la España debe entregar a la Francia anualmente un subsidio cercano a tres millones de libras.

Los presentes guardaron silencio y nadie se animó a preguntar cómo había llegado su excelencia a contar con esa información.

—Como verán —prosiguió Blackraven—, la España es esclava de Napoleón, mientras los franceses se hacen cada año con una parte de vuestro oro americano.

—¿Una parte? —se quejó Juan José Castelli, primo de Manuel Belgrano—. ¡Podemos ver que son tres cuartos, señor! Eso es lo que le entregamos a Bonaparte. ¿Quién necesita enemigos con compatriotas como los que refrendaron el tratado de San Ildefonso?

—Al refrendar ese tratado —opinó Blackraven—, el canciller español se olvidó de una máxima fundamental en política: “Quien propicia el poder de otro, labra su propia ruina”. Por cierto —agregó, con sarcasmo—, el olvido resulta imperdonable.

—Veo que aprecia a Maquiavelo —intervino Mariano Moreno, el joven abogado del que le había hablado Papá Justicia.

—La pobreza en la que se está sumiendo la España —comentó Saturnino Rodríguez Peña— nos deja indefensos. Doy fe de las continuas cartas que Sobremonte le escribe al ministro Godoy pidiéndole más tropas y municiones. En la penosa situación actual, somos presa fácil de los ingleses —añadió, y de inmediato se disculpó con Blackraven.

—Señores —pronunció el aludido—, yo soy ciudadano del mundo. Por mis venas corre sangre italiana, española, austríaca e inglesa. ¿A qué nación pertenezco? Podría decirse que, por llevar un apellido inglés, lo soy. En realidad, amo a la Inglaterra por ser el país que es y no por ser la cuna de mi padre.

—Su excelencia no parece inglés —comentó Melchora, con audacia—. Los ingleses son, generalmente, rubios, de ojos claros.

—Nació usted en la Francia, ¿verdad, excelencia? —se interesó Altolaguirre para acallar a su sobrina.

—Así es, señor. Allí viví los doce primeros años de mi vida.

Nadie siguió indagando acerca de las circunstancias que rodearon el nacimiento de Blackraven porque todos, aun aquéllos que lo veían por primera vez, habían escuchado que era bastardo.

—Tenemos algo en común —manifestó Manuel Belgrano—, pues por mis venas también corre sangre italiana. Mi padre era genovés.

—La Liguria —dijo Blackraven—, tierra de grandes comerciantes y navegantes. En mi camino hacia Ceilán, siempre echo anclas en el puerto de Génova. Allí se encuentran los mejores calafateadores del mundo. No exagero.

—¿De qué ciudad italiana proceden sus antepasados? —se interesó Belgrano.

—Mi abuela era siciliana, nacida en la ciudad de Palermo. Mi madre, en cambio, nació en Nápoles.

—Y usted en la Francia —se sorprendió Nicolás Rodríguez Peña, hermano menor de Saturnino—. Nadie puede negar su naturaleza cosmopolita, excelencia.

—Ah, la Francia… —suspiró Altolaguirre—. Hace más de quince años que esa bendita nación viene alborotando al mundo con sus ideas, decisiones y hechos.

—¿El mundo civilizado contra la Francia? —se preguntó Martín de Thompson, el esposo de Marica Sánchez—. ¿O debería decir: la Francia iluminada contra el mundo corrompido de la aristocracia?

—Ni lo uno ni lo otro —declaró Blackraven—. Cuando hay guerras, señores, no son los ideales los que las motivan sino las cuestiones económicas. Los conceptos filosóficos desaparecen ante la mención de esta palabra: dinero. Hay un viejo proverbio francés que dice: L’argent c’est le nerf de la guerre. Y el dinero, señores, es necesario para sostener el poder. Los verdaderos mentores de una guerra son, entonces, los poderosos que desean consolidar ese poder. Los políticos y los militares se convierten en… ¿cómo se dice en castellano? Puppets.

—Títeres —tradujo Hipólito Vieytes.

—Gracias. Títeres —retomó Blackraven— de quienes verdaderamente ostentan el poder.

—Pero, excelencia —se sorprendió Nicolás Rodríguez Peña—, ¿no es acaso Napoleón Bonaparte militar y político y al mismo tiempo el hombre más poderoso de la Europa?

—Napoleón Bonaparte es el hombre más ambicioso de la Europa, no el más poderoso. Creo que, después de Trafalgar, quedó claro que no es tan invencible como él desea que el mundo lo vea. Quiere ser poderoso, pero aún no lo consigue. Es una lucha estéril —agregó—, los poderosos de la Inglaterra no se lo permitirán.

Y más de un comensal se preguntó si Roger Blackraven, futuro duque de Guermeaux, no formaría parte de ese selecto grupo de “los poderosos de la Inglaterra”. Sus riquezas e influencia eran de leyenda.

—Acá nos alcanzó la noticia de que la armada franco-española hundió a once de los barcos ingleses durante la batalla de Trafalgar —manifestó Saturnino Rodríguez Peña.

—Señores —pronunció Blackraven—, puedo asegurarles, porque estuve allí, que ni un solo barco inglés se perdió, en tanto que veinte de los comandados por Villeneuve conocen hoy el fondo del mar.

Blackraven se explayó en los pormenores de la batalla, explicando la magistral estrategia del Almirante Horatio Nelson que, al mando de una armada más pequeña que la franco-española, destruyó la idea de Napoleón Bonaparte de invadir la Inglaterra.

—Villeneuve —explicó Roger— hizo formar a sus naves en una sola línea de ataque, de norte a sur, mientras que Nelson lo sorprendió agrupando a las suyas en dos flotillas que atravesaron la línea de Villeneuve, demoliéndola.

Los comensales le hicieron varias preguntas, interesados en los pormenores de una batalla que ya empezaba a considerarse “estratégicamente perfecta”.

—Bonaparte —se quejó Vieytes— habrá desistido de atacar a la Inglaterra, pero aún persigue sus sueños de grandeza, mientras nosotros nos empobrecemos a ojos vistas, tal como indicaba momentos atrás mi amigo Manuel.

Con malicia, Blackraven dijo:

—Me viene a la mente el año 83 y la Paz de Versalles. —Se hizo un silencio, pues el resto sospechó lo que vendría a continuación—: ¿Qué pensasteis vosotros, nativos de una colonia española, cuando vuestra Madre Patria apoyó a los Estados Unidos de Norteamérica para que lograra independizarse de la Inglaterra?

Siguió una polémica en la cual Blackraven se dedicó a estudiar a los invitados de Altolaguirre. No le llevó mucho tiempo comprender que se hallaba entre los líderes del partido independentista, como tampoco le costó identificar que Manuel Belgrano, a pesar de su voz afeminada y carácter sensible, era el hombre capaz de llevar a los criollos a la victoria, no por sus dotes de estratega militar, de los cuales, se notaba, carecía absolutamente, sino por la claridad de sus ideales y propósitos. La seguridad y elocuencia con las que se expresaba resultaban envidiables. De contextura delgada y tez pálida, su erudición lo destacaba de entre los demás. Rara vez Blackraven se había topado con un hombre tan culto. Sus sólidas teorías acerca de la riqueza y el desarrollo económico nacían de la conjunción de las distintas corrientes que imperaban en la Europa desde principios del siglo XVIII. En su discurso se identificaba la influencia de Adam Smith, Quesnay, Dupont de Nemours, Turgot y Gournay. Citó el Informe en el expediente de la ley agraria, de Jovellanos, y reprodujo párrafos Del contrato social de Rousseau. Habló de extender la educación primaria a los labriegos y de enseñarles modernas técnicas de cultivo. Condenó al gobierno español por mantener tierras ociosas y propuso la enajenación de los terrenos baldíos por venta o enfiteusis, objetivo que pretendía llevar a cabo desde su puesto en el Consulado.

Blackraven también comprendió que, en ese grupo de jóvenes conspiradores, la otra cara de la moneda la componía Mariano Moreno, el abogado que el año anterior había regresado de Chuquisaca, ciudad que abandonó conminado por amenazas después de haber enfrentado a las autoridades españolas, en especial con relación a la práctica de la mita, el trabajo esclavo de los indios, al cual se oponía.

Así como Belgrano se destacaba por su vasta cultura, Moreno brillaba a la luz de su inteligencia. Después de haberse comportado como una esfinge durante la primera parte del almuerzo, cuando habló descollaron la contundencia de sus comentarios y también cierta tendencia a un fanatismo similar al de los jacobinos. Se quejaba de la indolencia y de la corrupción de los funcionarios españoles.

—Es necesario destruir los abusos de la administración —dijo— y desplegar una actividad completamente nueva en estas costas. Se debe transformar la sociedad aplicando la razón y la inteligencia que son inherentes a nuestra naturaleza. Hay que conseguir excitar el espíritu público, tan deprimido por estos días, y dirigirlo hacia la idea de un suelo libre de cadenas. Educar al pueblo, como dice el doctor Belgrano, es de vital importancia. A ningún lado llegaremos con seguidores ignorantes y salvajes.

La esposa de Altolaguirre, cansada de temas de política, comentó acerca del incidente acaecido en la Real Compañía de Filipinas.

—Hay quienes aseguran —dijo Melchora Sarratea— que fue el Ángel Negro quien llevó a cabo el ataque a la barraca de la Real Compañía.

—¿El Ángel Negro? —se interesó Blackraven, a quien el apodo le sonaba familiar.

—Me extraña, excelencia —replicó la joven—. El Ángel Negro es la institutriz de su ahijado, el pequeño Víctor.

Altolaguirre intervino de inmediato.

—¡Qué dices, muchacha! Que miss Melody se preocupe por el bienestar de los esclavos no la convierte en una delincuente. ¡Es una dama!

—Una dama —porfió Melchora— que monta como hombre.

—¿Qué ocurrió exactamente en la Real Compañía? —demandó Roger—. Y cuándo.

—¿No lo leyó vuestra merced en mi periódico? —preguntó Vieytes en referencia al Semanario de Agricultura, Industria y Comercio.

—Lo siento —se disculpó—. He llegado hace pocos días y no he contado con demasiado tiempo para leer los periódicos.

—El jueves por la noche —explicó Altolaguirre—, o mejor dicho, el viernes por la madrugada, un grupo de delincuentes invadió la Real Compañía que está sobre el Riachuelo, robaron los carimbos e incendiaron una barraca, dejando escapar a varios esclavos que esperaban ser vendidos al día siguiente. Los guardias estaban atentos y controlaron el incendio rápidamente. De todos modos, quienes atacaron resultaron hábiles y lograron infligir algún daño antes de escapar.

Blackraven escuchaba parcialmente mientras evocaba al diestro jinete que, el día anterior, había admirado desde el camino y que terminó por revelarse como una mujer: Isaura Maguire. Le pareció que había transcurrido largo tiempo desde esa mañana, y que entre él y ella se había sedimentado una sólida relación, como de años. “Además de ramera, es el adalid de los esclavos”, se dijo.

Antes de despedirse, Blackraven consiguió que Nicolás Rodríguez Peña lo invitase a su casa en la calle de Las Torres, donde se congregaban los partidarios de la independencia, y que Mariano Moreno le pidiese visitarlo en su quinta del Retiro.

—Estoy traduciendo Du contrat social —explicó el joven— y, como imagino que vuestra merced debe tener un manejo impecable del francés, me atrevo a pedirle su ayuda con algunos párrafos un tanto complejos.

—Será un gusto recibirlo mañana —aseguró Roger—. Aunque lo haré en mi casa de la ciudad, en la calle de San José número 59.

¿Le viene bien a la hora del almuerzo? Luego revisaríamos esos párrafos.

Blackraven orientó su caballo hacia el Retiro que lindaba con lo de Altolaguirre. Cruzó el portón principal al trote y, a pasos del pórtico, le dio las riendas a un esclavo y entró. Ya desde afuera, lo recibió el sonido del piano y, a medida que se adentraba, voces y risas se sumaban a la música.

Permaneció en silencio a la puerta de la sala mientras contemplaba a Melody, a Víctor y a Jimmy, los tres al piano, que intentaban ejecutar una rápida melodía de la ópera Salomón, de Haendel. Melody, sentada entre los niños, se reía ante los yerros de sus alumnos y les impartía indicaciones sin dejar de tocar. Víctor se ocupaba de las notas graves y Jimmy de las agudas, en tanto que los dedos de Melody volaban sobre las teclas del medio.

—Vamos, desde el principio —los instaba, y comenzaban la alegre pieza otra vez.

—¡Esta vez se equivocó Jimmy! —se quejó Víctor.

—¡No, fuiste tú! —se defendió.

Alcanzaron la coda que ejecutaron sin errores, y la melodía terminó de modo impecable. Blackraven, desde su posición, no veía quiénes aplaudían, pero identificó una voz masculina, la de Bruno Covarrubias. Un instante después, el joven abogado apareció ante sus ojos mientras se dirigía al piano, donde aplaudió un poco más. Melody lucía agitada y sonrojada; los niños reían; Béatrice y Leonilda seguían golpeando las palmas.

—Ha sido una exquisita interpretación de La llegada de la reina de Saba, miss Melody —comentó el abogado—. Los felicito —dijo, al tiempo que apoyaba las manos sobre las cabecitas de Víctor y Jimmy—. Me ha comentado la señorita Leonilda que nadie como usted para cantar el aria Voi, che sapete. ¿Podría deleitarnos, por favor? Sería un honor para mí.

Melody inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y los niños dejaron el taburete. Las primeras notas sonaron y casi de inmediato Melody cantó. Entonces Blackraven supo por qué la llamaban “melodía”. Su voz le produjo una honda conmoción. A lo largo de su vida había tenido oportunidad de escuchar a los mejores cantantes líricos, pero nada se comparaba con la exquisitez de esa voz, de una gravedad cautivante. Sin duda, Isaura Maguire habría triunfado en cualquier escenario europeo.

—Buenas tardes —saludó, mientras los demás aún aplaudían.

Su entrada causó un efecto que lo fastidió.

—Roger, querido —dijo Béatrice, y salió a recibirlo.

—Excelencia —habló Covarrubias, con nerviosismo, y abandonó su sitio junto a Melody—. Un placer saludarlo.

—Me habría gustado saber de su visita, doctor —manifestó Blackraven—. De otro modo, no me habría comprometido para esta tarde.

—El doctor Covarrubias es asiduo visitante del Retiro desde que estamos alojados aquí —explicó Béatrice—. Por favor, Roger, siéntate. Haré traer café para ti.

Blackraven seguía a Melody con la mirada. Ella había dejado su silla y recogía las partituras, dispuesta a abandonar la sala.

—Vamos, niños —la escuchó susurrar.

—Deseo que os quedéis —ordenó Blackraven.

Melody levantó el rostro y lo miró. No había miedo ni timidez en sus ojos, por el contrario, mostraban provocación y orgullo.

—Víctor debe continuar con sus lecciones, señor —interpuso en un tono diplomático que desmentía el peso de su mirada.

—Lo hará más tarde. Es mi deseo que ahora permanezca aquí.

—Muy bien —cedió—. Ve, querido, siéntate cerca de tu padrino. Vamos, Jimmy —agregó, y lo empujó en dirección a la puerta.

—Vosotros también os quedáis —insistió Blackraven.

Melody se acomodó cerca de Leonilda. El ambiente se había transformado. Nadie hablaba, y parecía inoportuno que el piano volviera a sonar.

—Acabo de enterarme de su llegada, excelencia —dijo Covarrubias.

—¿Valdez e Inclán no le envió aviso?

—No. Hace días que no veo a don Alcides.

—Su visita ha sido oportuna, entonces —señaló Blackraven—. Hay cuestiones que deseo conversar con usted. Más tarde, en mi escritorio.

Béatrice comentó a Covarrubias acerca del sarao que darían en pocas semanas en el Retiro, y le preguntó adónde debía enviar la invitación para su familia, pues, en general, durante la época estival, los porteños dejaban la ciudad y marchaban hacia sus quintas en San Isidro o en San José de Flores. Covarrubias le informó del destino de la mayoría de las familias de fuste y acerca de otros detalles de importancia, como las preferencias en materia gastronómica de las señoras más destacadas; le sugirió servir mate dulce para Cirila Martínez de Hoz, amargo, con un poco de cedrón, para doña Edelmira Otárola y con una cucharada de café para la señora del funcionario virreinal Cornelio Saavedra; le aconsejó contratar a la orquesta del maestro Corelli y que las velas fueran las de don Ponce, hechas con la mejor cera de abeja.

Los ánimos se relajaron y la conversación tomó un giro ameno y dinámico. Blackraven, que guardaba silencio, prestaba atención a las miradas lánguidas que, de tanto en tanto, Covarrubias le destinaba a Melody; ella las devolvía con una sonrisa tímida, de ojos huidizos. “¡Qué bien juega a la virgen!”, se enfureció.

Lo dominaban unos celos negros. “¡Celos de una puta!”, se reprochó, pero no podía dejar de sentirlos. La habría tomado por el cuello y se lo habría apretado hasta que el destello turquesa de sus ojos se hubiese extinguido y el aire, escapado entre esos labios obscenos. ¿Por qué miraba con tanta dulzura a un majagranzas como Covarrubias y no a él, un hombre capaz de hacerla alcanzar el placer más exquisito que no experimentaría en los brazos de ningún otro? Formular esa pregunta atizó su mal humor. Se puso de pie.

—Covarrubias, a mi despacho, por favor.

El abogado se acomodó frente a Blackraven, al otro lado del escritorio, consciente de la hostilidad de su patrón. Enseguida dedujo el motivo.

—¿Qué asuntos lo relacionan con la institutriz de Víctor?

—¿Asuntos, excelencia?

—Valdez e Inclán me informó que usted ha ayudado a Isaura Maguire en ciertas cuestiones relacionadas con los esclavos.

—Sí —admitió Bruno, y su desparpajo molestó a Roger; de pronto, no parecía el pelmazo de costumbre—. Ella acudió a mí hace tiempo para consultarme sobre el destino de una esclava maltratada por su dueña. Desde aquella oportunidad la ayudo en cuanto puedo.

—Veamos, doctor Covarrubias, ¿en qué la ayuda por estos días? —ironizó.

—En dos causas.

Blackraven levantó las cejas, sorprendido.

—¿Dos causas son?

—Una referida a la compra de una casa en el barrio del Tambor por parte de un esclavo. Como nunca escrituró, el antiguo dueño quiere echarlo y recuperar la propiedad. El otro caso es el de una joven esclava, Felipa, que ha acusado a su patrón de obligarla a ofrecer sus servicios carnales a amigos y parientes mediando pago.

—¿Cómo llega a enterarse de estas situaciones la señorita Maguire? ¿O debería llamarla el Ángel Negro?

Covarrubias sonrió.

—Así la han apodado los esclavos. En un principio la llamaban el ángel de negro, pero el mote fue cambiando. Ahora la conocen como el Ángel Negro. En cuanto a su pregunta, excelencia, debo decir que la bondad de miss Melody es conocida entre ellos. Acuden a verla por cualquier problema. La abordan a la salida de la iglesia, en el mercado, o simplemente llaman a la puerta de la casa de don Alcides y piden una palabra con ella. A veces, alrededor de las tres de la tarde, cuando se sabe que la familia Valdez e Inclán hace siesta, se juntan por docenas en la parte trasera y miss Melody los atiende.

—¡No lo puedo creer! —se indignó Blackraven, y se puso de pie—. La casa de mi socio convertida en un hospicio. ¡Y ésta también! Ayer mismo el establo estaba lleno de mulequillos.

—Miss Melody les enseña a leer y escribir.

—Usted parece conocer todo acerca de miss Melody —apuntó Blackraven—. Ahora quiero saber acerca de las dos causas que tiene entre manos. Nombres de las partes, circunstancias, todo.

Covarrubias se explayó en los detalles mientras Blackraven tomaba nota y le hacía preguntas.

—De ahora en más, yo me haré cargo de estas causas y de cualquiera que se presente en este sentido.

—Excelencia —protestó el abogado—, la ayuda que ofrezco a miss Melody no es en desmedro de las cuestiones que vuestra merced me ha encomendado. Lo hago en mi tiempo libre y para nada perjudico a mis otras responsabilidades.

—No lo dudo, doctor.

—Puedo hacerme cargo de ambas cosas.

—No, no lo hará. Este asunto del Ángel Negro se ha salido de madre y no puedo permitirme un escándalo. Yo me haré cargo —concluyó.

—¿Podré seguir visitando a miss Melody en esta casa? Mis intenciones son serias, excelencia. Deseo convertirla en mi esposa —añadió, con una gallardía que Blackraven vislumbraba por primera vez.

—Lo que usted y la señorita Maguire hagáis con vuestras vidas es asunto que a mí no me concierne. Lo único que os digo es esto: no seguiré admitiendo que mi nombre o el de mi familia se relacione de modo alguno con los escándalos en los que se empeña la señorita Maguire. Y ahora, Covarrubias, a lo nuestro. Ya he perdido demasiado tiempo en boberías.

Esa noche, Blackraven convocó a Somar a su despacho. El sirviente turco lo encontró estirado en el sofá mientras Trinaghanta, la joven cingalesa que desde hacía años se encargaba de su cuidado personal, le masajeaba los pies.

—¿Trajo a la esclava? —habló Blackraven, sin abrir los ojos.

—Sí, esta mañana. Se llama Miora.

—¿Estuvo con los mulequillos en el establo?

—No. Ella bajó al río.

—Supongo que no tuvo problemas con las lavanderas.

—No. Parecen apreciarla —admitió Somar, y Blackraven rió con burla.

—Claro. El Ángel Negro es el adalid de los esclavos.

—¿Así la llaman?

—Así la llaman. ¿Te ocupaste de que los niños recibieran el vaso con leche?

—Sí.

—Te harás cargo de dos asuntos —indicó Blackraven—. Dentro de mi cartapacio encontrarás el papel con las indicaciones. —Somar se acercó al escritorio y lo leyó—. Al primero, el que intenta quitarle la propiedad al esclavo, le harás una visita en su casa. Lleva a Milton o a Shackle contigo, pero no descuiden a Luis en la posada.

—No, por supuesto que no.

—Le harás firmar la escritura que encontrarás ahí mismo y luego se la llevarás a Covarrubias para que la legalice. En cuanto al segundo, le ofrecerás doscientos pesos por la esclava Felipa. Si no accede a la venta, lo convencerás con otros medios, pero en este caso no le darás ni un cuartillo. Quiero estas dos cuestiones resueltas en cuatro días, no más. Ahora prepara mi caballo. En dos horas me encontraré con O’Maley y Zorrilla.

—¿Deseas que te acompañe?

—No. Comienza con el primer asunto. Hazle una visita esta misma noche. No volveré a dormir aquí, me quedaré en la casa de San José —informó.

Blackraven, asistido por Trinaghanta, tomó un baño rápido y se vistió con prendas cómodas para montar. En el corredor advirtió la silueta de Melody, que se deslizaba en la habitación de Víctor seguida por Sansón. Logró verla a través del resquicio de la puerta, sentada en el borde de la cama. El niño sollozaba tomado a su cuello. Resultaba obvio que había tenido una pesadilla. Melody le hablaba y le pasaba la mano por la espalda. Más calmado, Víctor aceptó volver a acostarse y la institutriz lo arropó. Le cantó una canción en gaélico y esperó a que se durmiese para volver a su dormitorio. Blackraven le salió al paso.

—Sansón, vete de aquí —ordenó en voz baja.

—Hazle compañía a Víctor —dijo Melody, y le palmeó la enorme cabeza.

Blackraven alternó una mirada azorada entre la muchacha y el perro que, con el hocico, empujó la puerta del dormitorio del niño y se metió dentro.

—En vista de los acontecimientos de esta mañana, creo que usted, señorita Isaura, me debe una explicación.

—Pues yo no lo creo así, señor. Usted dejó en claro que yo soy una ramera. ¿Qué más puedo agregar? Si así lo desea, mañana mismo dejaré esta casa.

Blackraven la acorraló contra la pared.

—Dígame, ¿qué hacía en ese lugar?

—¿No soy acaso una ramera? ¿Qué haría en un burdel si no lo fuera?

—¡Usted no puede ser una prostituta!

—¡Pues no lo soy! —exclamó Melody, con los dientes apretados para no gritar—. Pero desearía que algunas de las mujeres más refinadas y católicas de Buenos Aires fueran tan generosas como esas rameras que nos acogieron a Jimmy y a mí cuando estábamos por morir de hambre y de frío. Ahora, déjeme pasar. Es tarde y estoy cansada.

—Por favor —suplicó Blackraven, y la sujetó por los brazos.

El contacto los afectó por igual. Atrapados en la intensidad del momento, se miraron a los ojos, pero la agresividad de antes se había esfumado. La delgada tela del salto de cama le permitía sentir la carne mórbida de Melody. Ella temblaba, y lucía tan pequeña y desprotegida que de nuevo alentó en él las fuerzas primitivas de un macho en celo. Necesitaba mostrarle su poderío, quería marcarla como de su propiedad, y al mismo tiempo lo urgía protegerla, apartarla del mundo que tanto daño podía causarle y de quienes la reclamaban —los esclavos, Víctor, Covarrubias—, porque Isaura Maguire le pertenecía a él.

Sí, que ella le perteneciera a él, pero él también quería pertenecerle a Isaura Maguire; quería que lo acogiese en ese mundo de alegría que se formaba en torno a ella y que él destrozaba con decir “buenas tardes”. Su fuerza e imperio lo convertían en un hombre torpe y mundano en el trato con la única mujer bondadosa que conocía. Mientras las demás lo halagaban haciéndolo sentir un Adonis, ella lo reducía a una escoria. No soportaba su mirada de desprecio ni la condena en sus ojos. Si ella llegase a admirarlo, él volvería a sentirse completo.

Todo acontecía demasiado aprisa. Esos sentimientos eran tan súbitos y tan nuevos que lo enmudecían. Las ansias que experimentaba —de dominarla, de protegerla, de pertenecerle, de lograr su beneplácito—, tan disímiles unas de otras y tan ajenas a su temperamento, lo exponían en carne viva con una mujer que lo desdeñaba. Ella no lo sabía pero contaba con el poder para herirlo. Aquella certeza lo inquietó. “¿Por qué está pasándome esto?”, e hizo un esfuerzo por zafar del encadenamiento en el que lo sumían esos ojos turquesa.

Su mirada cayó en la boca de Melody, y se preguntó cómo un ángel podía tener la boca de una puta. Su excitación comenzó a elevarle las pulsaciones.

Melody intuyó que Blackraven quería decirle algo pero que no acertaba con las palabras. Ella no se animaba a desviar los ojos de él, le parecía que si lo hacía algo se haría añicos. Sus manos seguían sujetándola con firmeza, sin dañarla. Pablo la había tocado muchas veces y no le había hecho sentir nada. Se había dejado envolver por sus brazos pensando que de eso se trataba, de no sentir nada. Ahora entendía que se había equivocado. Las manos de ese inglés parecían quemarla, al tiempo que agitaban una corriente a veces fría, a veces cálida, que le surcaba el cuerpo.

Al verlo inclinarse con el propósito de besarla, alcanzó a murmurar un “no”, pero cuando él le suplicó al oído: “No me odies”, un aflojamiento se apoderó de ella, echó la cabeza hacia atrás hasta encontrar la pared y cerró los ojos. Se habría deslizado al suelo si los brazos de Blackraven no hubiesen pasado por su talle para sostenerla. “¡Qué agradable sensación!”, pensó, ya del todo relajada, distanciada de sus problemas. Aquellos brazos y la fuerza que transmitían habían expulsado sus demonios. Por primera vez en mucho tiempo se sentía segura y la cercanía de un hombre no la aterrorizaba.

Lanzó un leve quejido al sentir los labios de Blackraven sobre los de ella. Habría preferido permanecer así toda la noche, en silencio, sostenida por su fuerza, los brazos desfallecidos al costado del cuerpo, adormecida por la caricia de la respiración de él en el escote, envuelta en su aroma varonil. De todos modos, le permitió que la besara, dejó que sus labios se apoyaran en su boca y que la acariciaran. Casi de inmediato se dio cuenta de que había cometido un error. Blackraven comenzó a agitarse, y sus manos, que le apretaron la cintura, le confirieron la idea del desenfreno que se apoderaba de él. Le temió. Ahora sus labios devoraban los de ella y, con la lengua, pugnaba por penetrar en su boca. La mordisqueaba, la lamía. No lograría detenerlo, no a él, un hombre con la contextura de un gladiador.

Blackraven arrancó su boca de la de Melody y arrastró los labios por sus mejillas. Entonces notó que lloraba. Se apartó y, sosteniéndola por los brazos, le estudió el rostro. Mantenía los ojos apretados, pero las lágrimas seguían brotando entre sus párpados. Temblaba de miedo, igual que la noche anterior.

—No, Isaura, no, por favor —le suplicó.

La cargó en brazos y la llevó al dormitorio. La dejó sobre la cama y la cubrió con la sábana. Ella se había acurrucado y seguía temblando y sollozando en silencio, de seguro para no despertar a Jimmy, dormido en un camastro junto a la ventana. La compasión lo invadió. Se habría acostado junto a ella y pegado a su cuerpo si no hubiese sospechado que él era el motivo de su quebrantamiento.

Salió del dormitorio. Segundos atrás se había creído pleno y dichoso. En ese momento quedaba un vacío perturbador.