NOTAS DE UN SICARIO
Entrada del día sábado 16 de marzo de 1805
El Escorpión Negro avanza sin dejar huella. Y yo, La Cobra, capaz de seguir cualquier rastro, me encuentro sin dirección. Es escurridizo, hábil, brillante. Comienzo a respetarlo. Sospecho que tiene a su cargo un ejército de espías que mueve como piezas de ajedrez sobre el mapa de la Europa. Hemos sabido que sus hazañas lo llevaron hasta la corte del zar Alejandro e incluso se rumorea que, disfrazado de mariscal de campo, participó en el golpe de Estado del 18 de brumario. Pero son meras especulaciones de Rigleau, a quien, por algunas monedas, le haríamos recitar el Padrenuestro en sánscrito.
A diferencia de otros espías, como la Pimpinela Escarlata o la Rosa Azul, no hay noticias de sus gestas en los periódicos ingleses. El pueblo no lo conoce, nadie sabe a quién le debe que la Inglaterra no haya sido invadida por los ejércitos napoleónicos o que Jorge III aún rija los destinos de Gran Bretaña y que su garganta no haya conocido en dos ocasiones el filo de un estilete. Él es sólo una leyenda en los suburbios de París, atestados de confabulaciones y confabulados, que pronuncian su nombre con una mezcla de miedo y admiración.
Su absoluta carencia de vanidad o necesidad de reconocimiento torna compleja nuestra tarea. Me pregunto qué lo impulsa a actuar. Nadie arriesga el pellejo sin un sólido propósito. No pienso en el dinero, lo imagino como a un personaje demasiado excéntrico para buscar ventajas pecuniarias; no lo necesita, y me atrevería a afirmar que se trata de un hombre rico. ¿Es un hombre? ¿Por qué no una mujer? ¿Existe una mujer de esa talla, de esa inteligencia y sagacidad prodigiosa? Me vienen a la mente Germaine de Staël y Julie Récamier. Las conozco. Cultivadas, seductoras, distinguidas. ¿Dónde están ahora? Entiendo que madame de Staël ha sido exiliada y ahora viaja por la Italia en compañía de Schlegel y de Sismondi. ¿Y madame Récamier? Napoleón aún la soporta en París a pesar de sus manifiestas inclinaciones por la “ancienne noblesse”. Como de costumbre, su salón seguirá constituyendo el centro de la literatura y la filosofía europeas. ¿Sería alguna de ellas capaz de despojarse de sus tocados, vestidos y joyas y convertirse en el Escorpión Negro? Ideales no les faltarían.
Sé que el hombre como especie es impredecible, sé que debo esperar lo inesperado de cualquiera, aun de mí. ¿Por qué, entonces, asumir que el Escorpión Negro es inglés y que es hombre?
La excursión en el “Paja y Heno” no fue del todo en balde. El examen del mamotreto de registro de huéspedes, de cumplimiento obligatorio desde que la Convención así lo exigió en 1793, arrojó algo de luz. Encontramos tres de los nombres del listado provisto por Fouché: lord Ridley, sir Víctor Pensomby y Simon Miles. Ya podemos tacharlos. El Escorpión Negro jamás usaría su verdadero nombre. Debe de echar mano a tantas identidades como artificios para hacerse invisible, y no me sorprendería que fuese cierta la historia que lo tiene con el uniforme de mariscal el 18 de brumario. ¿De qué otros disfraces se servirá?
No fui yo sino Desirée, con su infinita paciencia y su lánguido dedo que recorría la columna de firmas, quien notó la similitud entre, al menos, diez de ellas registradas entre 1803 y 1804. Imposible asociarlas a simple vista. Pero una mirada más atenta nos permitió detectar ciertos aspectos comunes entre algunos trazos y ringorrangos. “¿Qué sientes?”, le pregunté, sin ocultar mi ansiedad, y Desirée, apoyando la yema del dedo en una de las firmas, me dijo, pasado un silencio: “Alboroto. Demasiadas energías confluyen en este papel”. Se quedó mirando la hoja, inmutable, aunque sus ojos saltaban de una firma a la otra. “Es de naturaleza reservada y tranquila”, expresó, “aunque se trata de una pantalla. Por dentro está al rojo vivo. Pasión, pura pasión”.
Ante esas palabras, “pasión, pura pasión”, me invadió una excitación repentina, que me sorprendió y me aflojó. Cerré los ojos e inspiré hasta inflar mi pecho. “Arde”, dijo por último, y ya no habló más. Se sentó en una silla, agotada.
Sin duda, el Escorpión Negro estuvo allí.
La noticia no surtió efecto. Fouché seguía inconmovible, con la mirada fija en el austero y enorme escritorio.
—Señor —insistió el agente—, Le Libertin cree haber encontrado a Madame Royale.
Se refería a la hija del decapitado Luis XVI. Entre los miembros del gobierno, incluso entre los realistas —los emigrados y los que aún vivían de incógnito en la Francia—, se murmuraba que la joven que sostenía ser la legítima princesa descendiente en línea directa del gran Rey Sol, era una impostora. Se sospechaba que la verdadera había sido sustituida por esa muchacha de modos toscos, facciones exageradas y piel engrosada llena de marcas; en especial, quienes habían departido con los Borbones en los años previos a la Revolución se oponían a creer que ésa fuera Madame Royale, hija de la delicada María Antonieta.
Y, de hecho, no lo era. Algunas técnicas persuasivas de los agentes de Fouché la llevaron a confesar, entre espasmos histéricos y lágrimas, que había sido obligada a adoptar esa nueva personalidad. En cuanto al destino de la verdadera princesa, ella nada sabía. Es más, jamás la había visto. Un día su vida era la de una campesina de manos llagadas y ropas andrajosas y, al siguiente, vestía sedas y brocados y habitaba, junto con algunos sirvientes, en una casa de la campaña a las afueras de Laon, apartada del mundanal ruido.
—Muéstreme el mensaje —dijo Fouché de repente.
En el mensaje cifrado, el espía Le Libertin —el libertino—, de los más astutos y eficaces del régimen, aseguraba haber ubicado a la verdadera hija de Luis XVI, pero no aclaraba nada respecto a las circunstancias de su hallazgo. Fouché sonrió con un sesgo amargo. “Típico de Le Libertin”, pensó, “guardarse información para no quedar jamás desprotegido”. Lo asaltó una idea perturbadora: ¿Sería Le Libertin en realidad el Escorpión Negro? ¿Sería Le Libertin espía de los ingleses y de los franceses al mismo tiempo? Habían pasado semanas desde el último contacto con La Cobra y aún no obtenía ninguna información. Comenzaba a impacientarse.
Llamaron a la puerta. El agente se apresuró a abrir. Se trataba de Rigleau, un informante y espía con sólidos contactos en los arrabales de París; de hecho, Rigleau había concertado el encuentro entre La Cobra y Fouché, misión nada simple. Rigleau, a pesar de su pierna más corta, su ojo tuerto que cubría con un parche y su voz afeminada, lo había logrado. Al verlo, Fouché pareció recuperar el interés. Se puso de pie y le preguntó:
—¿Has estado con La Cobra?
—No con La Cobra, señor. Jamás con él. Con su mensajera.
—¿Qué te ha pasado en el rostro? —se interesó el ministro de Policía.
Rigleau se palpó el tajo recién cosido en la mejilla izquierda. El barbero le había asegurado que la marca no se borraría jamás.
—Me lo ha hecho la mensajera cuando intenté seguirla, como usted me ordenó, señor.
—Entonces —caviló Fouché—, no sabes dónde se ocultan.
—No, señor —admitió el informante—. Después de herirme, se escabulló en la noche. Ya no volví a verla.
Fouché insultó por lo bajo.
—Dime qué hablaste con la mensajera. ¿Dónde te citó?
—En una calleja en el barrio de Saint-Honoré. Demasiado oscura para verla bien —se adelantó Rigleau—. Bajo la capucha llevaba una de esas máscaras que se usan en los Carnavales.
—¿Y bien? —se impacientó Fouché—. ¿Qué te dijo? ¿Ya descubrieron algo sobre el Escorpión Negro?
—Nada de importancia. La Cobra descartó a tres de los nombres de la lista que usted le entregó, aunque no explicó los fundamentos en que se basó para tomar esa determinación. A lord Ridley, a Simon Miles y a sir Victor Pensomby, señor.
Fouché se alegró interiormente. Él mismo había descartado a esos tres tiempo atrás. Que su percepción coincidiera con la de La Cobra lo ponía de buen humor, en realidad, lo halagaba.
—La Cobra —prosiguió Rigleau— dejará París en pocos días. Su mensajera no quiso decirme hacia dónde. Siguen una pista. Es todo lo que me aclaró.
—Sólo resta esperar —manifestó Fouché entre resignado y molesto.
Despidió al informante y al agente y se acomodó en su butaca. Era pasada la medianoche y estaba levantado desde muy temprano. Pero aún no podía retirarse a descansar. Pronto llegaría la emperatriz Josefina del teatro y él debía cuidar que no importunara al emperador en su habitación. Napoleón no se hallaba solo. La amante de turno le concedía sus favores en la esperanza de darle lo que la emperatriz no había conseguido hasta el momento: un heredero al trono.