Al entrar en la sala del piano, Melody se dio cuenta de que era la primera. Vaciló en el umbral, esperando que Blackraven advirtiera su presencia y la invitara a pasar. Leía absorto, sentado en un taburete demasiado pequeño para su cuerpo, con un tobillo en la rodilla contraria, mientras se inclinaba sobre el periódico. Un ceño le arrugaba la frente, profundizando y oscureciendo la unión de las cejas. No deseaba quedarse a solas con él, no después del lamentable episodio en el establo. Se preguntó dónde estarían los niños; se suponía que los encontraría allí. Sansón levantó la cabeza y gruñó.
—Tranquilo, Sansón —ordenó Blackraven—. Señorita Isaura, no se vaya. Pase, por favor.
Dejó el periódico sobre el piano y caminó hacia ella con la mano extendida. No quería tocarlo, no se acostumbraba entre los porteños, además la notaría fría y húmeda. No tuvo opción y le ofreció la mano a su vez. Blackraven la tomó por la punta de los dedos y la condujo cerca del sillón, donde le indicó que se sentase.
—¿Toma usted algo? —preguntó—. Siloé, como siempre, me da gusto y ha preparado una sabrosa ratafía de cerezas y un rosoli. ¿Prefiere otra cosa?
—Un poco de ratafía estará bien.
—Buena elección. Yo mismo tomaré un poco —y giró para servir la bebida.
Melody advirtió que, a diferencia de don Alcides, que siempre llevaba una peluca empolvada, Blackraven iba con la cabeza descubierta, el pelo largo, ondulado y negro recogido a la altura de la nuca en una coleta. Le observó la espalda y los hombros, macizos y turgentes, que se destacaban bajo la camisa de cotonía blanca, que parecía irle chica. Hacía calor, por eso no vestía la chaqueta, que descansaba sobre el respaldo de una silla. Su espalda se estrechaba en la cintura, y Melody se ruborizó al darse cuenta de que estaba mirándole la cola, pequeña y firme. Se quedó prendada del juego de sus glúteos que se marcaban en la pana de los ajustados pantalones cuando él movía el peso de una pierna a otra. Blackraven se acercó con las copas, y Melody pensó: “¡Qué apuesto es!”, declaración que la perturbó pues era la primera vez que un hombre le inspiraba ese pensamiento. Al principio, no había reparado en su atractivo, sólo en la firmeza de sus rasgos y en la oscuridad de su mirada, a pesar del magnífico azul de sus ojos. “Ojos de azul negro”, se dijo.
—Usted y yo hemos empezado de mala manera, ¿verdad? —pronunció con soltura, y le entregó la bebida.
Melody no contestó. Bajó la vista y sorbió apenas para no hacer ruido al tragar. Blackraven se ubicó frente a ella y la contempló con determinación. La joven insistía en eludirlo y apenas se mojaba los labios con la ratafía.
—Le pido que me perdone por el exabrupto de esta tarde.
—No lo justifico —manifestó Melody—, pero admito que tenía motivos para irritarse conmigo.
A Blackraven comenzaba a fascinarlo esa voz, que, al bajar algunos tonos, se volvía oscura y profunda, misteriosa.
—He ordenado a Siloé que reparta diariamente un vaso de leche a cada crío de las lavanderas, pero fuera de la propiedad.
Melody levantó la vista. Él también le sostuvo la mirada, y el momento pareció detenerse.
—Gracias —expresó, un segundo después.
En general, las mujeres hermosas lo excitaban, atizando su lado salvaje y primitivo. La belleza de esa muchacha, en cambio, lo sorprendía, lo dejaba callado. Al estudiarla, sus pulsaciones se apaciguaban y la piel se le erizaba, como si las puntas de esos cabellos rojizos le acariciaran el torso, la esponjosidad de sus labios le descansara sobre los ojos o, con los dedos, le recorriera la espalda.
—Ha hecho un gran trabajo con este sitio —concedió Blackraven—. Hoy he visitado la propiedad y se aprecia la mano de alguien avezado. Me decía que fue su padre quien le enseñó, ¿verdad?
Melody asintió. Jimmy y Víctor entraron corriendo, y Blackraven sujetó a Sansón por el lomo.
—James, no corras —lo amonestó Melody, y Roger notó la agitación del niño—. Ven, siéntate aquí. Vamos, respira profundamente. Huele esto —y le acercó una lata que despedía un fuerte aroma a alcanfor; resultaba obvio que siempre la llevaba a mano—. ¿Quieres un poco del tónico de Papá Justicia? —Jimmy sacudió la cabeza—. Te sentirás mejor en un momento.
Le despejó la frente y lo besó. Blackraven contuvo el aliento, su mirada concentrada en los labios carnosos que se aplastaban en la frente del niño, en los párpados que caían lentamente y en las rizadas pestañas oscuras que descansaban sobre la piel diáfana. Lo alcanzó una sensación cálida, envolvente, nueva para él. La ternura de aquel gesto lo precipitó en un vacío al que prefería dar la espalda. Jimmy lo observaba; él, incómodo, se movió hacia Víctor.
—Perdón, miss Melody —dijo el niño, compungido—. Por mi culpa, Jimmy ha corrido. Ya no volveré a correr.
—No es tu culpa, tesoro —lo consoló Melody—. Jimmy sabe que no debe correr. Y tú puedes hacerlo cuando desees.
Como por ensalmo, la carita de Víctor se iluminó. Melody extendió una mano y le acarició la mejilla. A ese punto, Blackraven se dijo: “Isaura Maguire hace lo que quiere, lo que juzga apropiado, en cualquier circunstancia. Habla y procede de igual manera frente a un mendigo o a un rey. Para ella, la importancia de una persona es independiente del rango social”. Ésa era una cualidad; de hecho, a él lo fastidiaban los que cambiaban de acuerdo con las circunstancias. Su constante apreciación de la joven le provocó un sentimiento de presagio que no le gustó pues, de algún modo, intuyó que se relacionaba con pérdida de poder y sumisión.
—Permíteme ver eso —habló de inmediato para dejar de pensar en ella—. ¿Es éste el barco del que me hablabais momentos atrás?
—Sí, señor —replicó Víctor, y le alcanzó la nave construida a escala—. Me la regaló miss Melody para Navidad.
—Se trata de una fragata —aseguró, mirando la artesanía desde diferentes ángulos.
Melody advirtió, complacida, que Víctor perdía la timidez y se atrevía a preguntar a su padrino el nombre de las velas, los correajes y las distintas partes de la embarcación. Jimmy se movió de su lado para unirse a la clase de náutica.
—¿Es cierto —preguntó Víctor— que vuestra merced participó en la batalla de Trafalgar junto al almirante Nelson? —Blackraven asintió sin apartar su interés del barco, que seguía girando en sus manos bajo un atento escrutinio—. Cuéntenos, señor, por favor, cómo vencieron a los españoles y a los franceses.
La llegada de las señoritas Béatrice y Leonilda impidió que se desarrollara la crónica. Casi de inmediato se anunció la cena. Blackraven se puso la chaqueta, ofreció el brazo a su prima y pasaron al comedor seguidos por el resto. La señorita Leonilda lucía enferma de angustia. Melody le apretó la mano y le sonrió.
—Gracias —susurró la mujer.
En sus treinta y siete años, nadie le había mostrado afecto, ni con palabras ni con gestos. Miss Melody lo hacía con naturalidad y ella se permitía pensar que al menos a una persona le preocupaba su bienestar.
Melody se sentía fuera de sitio en la mesa de quien, ese mismo día, la había tomado por el cuello para acogotarla. En cuanto a los demás, a medida que se habituaban a la rotunda presencia de Blackraven, gozaban de la velada. Hablaban Béatrice y él; los demás respondían cuando el dueño de casa les dirigía una pregunta en particular.
Al mirar a su alrededor, Blackraven contuvo una sonrisa divertida. Niños y mujeres. “¡Qué entorno tan infrecuente!”, se dijo, pues si bien estaba acostumbrado a la compañía de las mujeres, éstas, en general, no abandonaban el perímetro de su cama.
—¿No comes, querida? —se preocupó Béatrice al ver el plato de Melody prácticamente intacto.
—¿No es de su agrado la comida? —quiso saber Blackraven, y cierta picardía que despuntaba en sus ojos y en las comisuras de sus labios la fastidió.
—La comida es exquisita, pero esta noche no tengo apetito.
—Estás tan callada, querida —comentó Béatrice—. ¿Te sientes bien? —y enseguida concluyó que la pesadumbre de miss Melody se debía a verse obligada a compartir la mesa con un inglés.
Se habló de la tertulia que se daría en el Retiro, de los preparativos y de los invitados.
—No es el mejor momento —insistió Béatrice—. Aún no comienza la temporada. Pero, ¿quién rechazaría una invitación del conde de Stoneville? —agregó con una sonrisa en dirección a su primo.
Blackraven se dio cuenta de que Víctor y Jimmy alimentaban a Sansón por debajo de la mesa con bocados de carne y, más tarde, con pedazos de budín. Y también cayó en la cuenta de que miss Melody se había percatado de la situación y no los regañaba. Sus miradas se cruzaron, y Melody no lo eludió. Lo desafiaba, como lo había hecho esa mañana y esa tarde. “Y bien”, pensó él, “al menos de este modo los niños harán migas con Sansón. Ya estoy cansado de sujetarlo del collar cada vez que alguien se acerca”.
Melody se disculpó, dijo que no bebería café y pidió permiso para retirarse a descansar.
—Vamos, niños, es tarde ya.
Blackraven se puso de pie y le solicitó unas palabras en privado. Le indicó el camino a su escritorio, y Melody marchó delante de él. “Es alta”, pensó Blackraven, concentrado en el movimiento de sus caderas. La simpleza del atavío no la opacaba. La falda, sin tantas enaguas y carente de basquiña, se le pegaba al cuerpo, marcándole la silueta, más bien redondeada. No era enjuta como imponía la moda parisina, y meditó que en la corte de la emperatriz Josefina, donde una mujer nunca era demasiado delgada, se la habría juzgado como “entrada en carnes”. Blackraven imaginó la generosidad de su cuerpo saludable y joven, las piernas bien formadas, las nalgas blancas y mullidas, el vientre apenas abultado, y el ombligo, y los pechos, y sus dedos enterrados en esa carne. ¿De qué color sería el triángulo entre sus piernas? Sintió la presión contra los pantalones, que quedó oculta bajo la chaqueta.
En el escritorio, le indicó que tomara asiento. Le ofreció un poco de rosoli, a lo que Melody se negó. Él se sirvió un brandy. Melody estudió la habitación por primera vez ya que había permanecido cerrada todo ese tiempo, y Bustillo aseguraba que sólo el patrón o su ayudante Somar tenían la llave. “Se trata del sanctasanctórum de su excelencia”, lo había justificado la señorita Béatrice.
La decoración no se asemejaba a nada que Melody conociera. Los muros, revestidos de paneles de madera oscura, presentaban gran cantidad de marinas y retratos, con marcos dorados a la hoja. Detrás del escritorio, sobre la pared, se destacaba una panoplia con mosquetes, pistolas y armas de esgrima; hacia el costado, le llamó la atención un escudo de armas, con un águila bicéfala en relieve y una leyenda en latín al pie; le gustaron los colores predominantes, el azul y el plata, y se preguntó si pertenecerían a la casa de Guermeaux.
Ésa debía de ser una estufa a leña, un fireplace, como la llamaba su padre. Eran comunes en los países europeos, pero no en el Río de la Plata. Había un chispero de bronce delante para proteger la costosa alfombra de Tabriz, y el morillo de hierro no tenía leña; un conjunto de instrumentos para atizar y retirar las cenizas completaban los enseres. El sillón de tres cuerpos, forrado en cuero verde, con botones en el respaldo y en los almohadones, miraba hacia la estufa, dando al ambiente una nota de calidez. La puerta al costado de la enorme biblioteca, apenas entornada, permitía vislumbrar una inusual mesa, de aspecto macizo, con patas cortas, y cubierta por un paño verde donde reposaban bolas de colores y dos bastones de madera que se afinaban hacia la punta.
Blackraven se sentó frente a ella, vaso en mano, y le ordenó:
—Dígame cuánto le costó el barco en escala de mi ahijado. Adicionaré su valor al jornal que cobra semanalmente.
—Fue un regalo —se ofendió Melody.
—Y seguirá siéndolo.
—Dejaría de serlo si usted me entregase la suma que pagué por él.
—Es una excelente miniatura. Debió de costarle una fortuna. Dígame cuánto. Víctor jamás sabrá que le di esa cantidad.
—No acostumbro engañar a los que quiero.
—Es usted la mujer más obstinada con la cual me ha tocado lidiar.
—Lo lamento —expresó Melody—, pero no aceptaré su dinero.
Blackraven lanzó un soplido. Le pidió que le contara acerca de los avances de Víctor y le preguntó sobre las posibilidades de que en un futuro pudiera asistir a la universidad. Melody se explayó en su parecer, gratificada de que Blackraven se mostrara interesado en el porvenir del niño. Íntimamente, antes de conocerlo, lo había despreciado, no sólo por inglés, sino por el desapego al que condenaba a Víctor, que lo consideraba como a un padre.
—Víctor lo ama profundamente, señor Blackraven. —La confesión lo tomó desprevenido y no supo qué decir—. Lo echa de menos y vive triste a causa de su ausencia. Eso no es bueno para él.
—Lo que no es bueno —pronunció Blackraven, refugiándose en la ira para mantener intacto su orgullo— es que usted lo llene de arrumacos inútiles que sólo conseguirán malograrlo. Lo harán débil y melindroso. Y yo quiero un hombre. Después de todo, ¿qué sabe usted de la educación de un niño?
—Sé que un niño necesita del amor para crecer sano y fuerte tanto como necesita de los alimentos.
Le chocó la palabra “amor”, no formaba parte de su vocabulario, las circunstancias la habían erradicado de su corazón. Existió mi tiempo en el que se sintió amado, y las caricias de su madre lo hicieron feliz. La vida se ocupó de endurecerlo, mostrándole que un hombre, para triunfar, debía prescindir de las ideas románticas al igual que de los principios y de la moral.
—¡Amor! —se mofó—. ¡Puras necedades! Lo que Víctor necesita es una mano férrea que lo guíe y muchas horas de estudio.
—Las necedades son las que usted expresa tan pagado de sí, señor. Por supuesto que Víctor necesita una mano férrea que lo guíe y muchas horas de estudio. Pero para convertirlo en un caballero de corazón noble hay que enseñarle a amar y a respetar a sus semejantes, en especial a los más débiles.
—¿A los esclavos, por ejemplo?
—Por ejemplo —admitió Melody.
—No estoy de acuerdo con sus métodos, señorita Isaura. No los quiero para mi ahijado.
Melody se puso de pie y Blackraven la imitó.
—Usted, señor, no debería juzgar mis métodos con tanta prisa. Sepa que cuando me hice cargo de Víctor, él era un niño enfermizo, medroso, que lloriqueaba ante la menor dificultad y se mantenía oculto la mayor parte del día por temor a los demás; le aterraba salir a la calle. Y he olvidado mencionar los frecuentes ataques que sufría. Ahora, en cambio, tiene aspecto saludable, come con fruición, ríe a menudo, ha hecho grandes avances en sus estudios y cada vez se muestra más osado, hasta quiere aprender a montar. ¿No reparó en que se atrevió a dirigirle la palabra para preguntarle sobre la fragata y sobre esa batalla? ¿A usted, a quien más ama y teme en este mundo? Entonces, señor Blackraven, en vista de los resultados, sostengo que mis métodos no son perjudiciales para mi pupilo. Seguiré demostrándole afecto y seguiré enseñándole que lo demuestre a los demás, en especial a los débiles. Si no está de acuerdo, entonces, despídame.
En menos de doce horas, esa jovencita de veintiún años lo había dejado boquiabierto tres veces. Lo aceptaba: en ese momento se dirimía con un igual. Isaura Maguire constituía una extraña rareza: era una mujer inteligente y de principios. Volvió a dominarlo ese impulso casi violento que se debatía entre el deseo físico que ella le provocaba y el deseo de subyugarla mental y emocionalmente. Sobre todo eso, quería que ella lo admirara como las demás.
—Tome —dijo Blackraven, y le entregó las cartas de Angelita—. Son de la menor de Valdez e Inclán. Una es para la señorita Leonilda. —Melody tomó los sobres sin pronunciar palabra—. Prefiero que usted se la entregue, pues a mí parece temerme como a una alimaña salvaje.
—Qué temor tan infundado —se mofó Melody, y Blackraven le clavó la vista, perplejo.
—Mañana —pronunció con firmeza—, antes del mediodía, quiero a mi esclava de vuelta. Ahora retírese.
—Buenas noches —dijo Melody, y abandonó el escritorio.
Somar se cruzó en el corredor con la nueva institutriz y los niños. La saludó con un movimiento de cabeza y ella le respondió de igual manera. Al entrar en el despacho de Blackraven, se sorprendió al encontrarlo en el sofá, con los codos sobre las rodillas y las manos en la cara.
—Acabo de cruzarme con la institutriz de Víctor —manifestó—. Tiene una mirada arrogante y es muy bonita.
—Arrogante es, ciertamente. Me ha sacado de mis casillas tres veces desde que nos conocimos. Y eso fue sólo esta mañana.
Somar se dio vuelta para ocultar una sonrisa al tiempo que meditaba: “Será un cambio saludable que alguna te dé calabazas”. Blackraven se sirvió otro brandy. Había bebido demasiado, pero no le importaba.
—¿Un trago?
—No, gracias —dijo Somar.
—¿Dónde está Sansón? —preguntó, irritado, mientras echaba un vistazo en torno.
—Seguía a miss Melody y a los niños por el corredor. Parecía disfrutar de la compañía de sus nuevos amigos.
—Perro idiota. Lo arruinará a él también. ¿Has estado con Luis?
—Acabo de verlo —confirmó Somar—. Dice hallarse muy a gusto en “Los Tres Reyes” y que la comida es respetable. Asegura haber dormido en zahúrdas que convertirían esa posada en un palacio real. Es un gran muchacho, siempre de buen talante, le gusta ver el mejor lado aun de las peores situaciones.
—¿Milton quedó de guardia? —Blackraven hablaba de uno de sus marineros, el más rápido con el cuchillo.
—Así es, en la habitación contigua. La puerta que conecta ambas recámaras permanece abierta día y noche. A pesar del calor, ordené que mantuvieran las ventanas cerradas. Shackle —otro de los marineros de Blackraven— lo reemplazará por la mañana.
—¿Concertaste las entrevistas con O’Maley y con Zorrilla?
—Mañana por la noche, a la misma hora, en los lugares de siempre. —Blackraven asintió con aire ausente—. ¿Ya viste a Papá Justicia?
—No aún. En un momento lo veré en el cuarto patio. Me apremia hablar con él. Siempre tiene información suculenta.
Dejó el vaso sobre la bandeja, se mesó el cabello y se acomodó la camisa dentro del pantalón.
—Verifica que todas las puertas y ventanas estén cerradas —le ordenó a Somar, mientras se calzaba la chaqueta y empuñaba su estoque—, después márchate a descansar.
—¿Algo en especial para mañana?
—Quiero que te quedes aquí, en el Retiro. Me ausentaré gran parte del día y no confío en Bustillo para verificar que todo marche de acuerdo con mis órdenes.
—Oh, pero está miss Melody —bromeó el turco.
Cinco años atrás, Roger Blackraven había fundado en Londres una sociedad secreta, The Southern Secret League, la Liga Secreta del Sur, y, acompañado por los aristócratas y burgueses más poderosos de Gran Bretaña, se disponía a dominar el hemisferio sur del planeta, en su opinión, el más fecundo en recursos naturales, base de la pujante industria inglesa. El imperio económico que había construido tras años de intenso trabajo y la influencia política derivada de dicho poderío y del título de duque asociado a su nombre, lo volvían osado, capaz de emprender cualquier desafío, incluso uno tan complejo como el de gobernar tras bambalinas la mitad del mundo.
A diferencia del sistema colonial, que desplegaba una fuerza militar en la zona de interés, Blackraven se proponía una dominación sutil, casi imperceptible por parte del vulgo, apoyada por un minúsculo grupo nativo, una élite de hombres preclaros con poco poder económico, que adhiriesen a los propósitos de la liga y que, al mismo tiempo, como consecuencia de dicha adhesión, se volviesen ricos.
En general, le interesaban grandes regiones pobremente desarrolladas que, en la mayoría de los casos, ni siquiera conocían la opulencia natural que poseían. Por ejemplo, la América del Sur presentaba vastísimas extensiones de terreno ideal para la explotación ganadera, en tanto la región de los Andes escondía minas de incalculable riqueza; no había que soslayar la zona del Paraguay, donde proliferaban árboles de maderas duras y nobles que a diario probaban su utilidad en la construcción de barcos.
Estas regiones del hemisferio sur se hallaban por lo general bajo el ala de países europeos, otras, sumidas en condiciones cercanas al primitivismo; no resultaría difícil convertirlas en países en apariencia soberanos desde un punto de vista político, aunque dependientes en lo económico y financiero. Guiado por la que él consideraba la obra sublime en materia de estrategia y política, El Príncipe de Maquiavelo, pergeñaba con meticulosidad los movimientos que realizaría para poner en marcha lo que algunos menos visionarios juzgarían “una quimera”.
Para el mejor logro del proyecto, los miembros de la liga se habían dividido en cinco grupos en función de las áreas por dominar. Cada grupo contaba con un primer oficial al que reportaban, pero, en definitiva, las decisiones finales las tomaba el consejo de la liga constituido por los seis hombres más importantes, entre los cuales Roger Blackraven ostentaba el título de “gran maestro”. Además, era el primer oficial de su grupo, el que se ocupaba de América del Sur, Central y México.
Su obsesión por la planificación lo llevaba a revisar una y otra vez los pasos por seguir como también a convertirse en un tirano de sus compañeros de liga. La empresa exigía la dedicación más atenta, la compenetración más profunda, el conocimiento más extenso, la mente en ebullición buscando los posibles puntos de fuga por donde pudiera escurrirse el plan. Blackraven repetía como un lema: “Años de planificación, pocas horas de eficaz ejecución”. El secreto del éxito se basaba en el conocimiento acabado de la región y de la sociedad por dominar. Todo contaba: los aspectos históricos, sociales, religiosos, geográficos, políticos y económicos. En este marco, la información y los informantes constituían el bien más valioso. Él sabía, por ejemplo, que la antipatía por los peninsulares en el Río de la Plata se acentuaba en la medida del creciente número de criollos que quedaba excluido del manejo de la cosa pública.
Papá Justicia emergió de las sombras del cuarto patio, se quitó la chistera descubriendo una mota rapada y blanquecina, e inclinó el cuerpo en señal de respeto.
—Amo Roger, Somar me dijo que quería verme.
—Gracias por haber venido, Justicia. Ven, hablemos cerca del murallón, al final de la propiedad. Aquí duermen los esclavos.
Caminaron un trecho en silencio. Blackraven acortaba sus zancadas para acompañar el ritmo del negro. Habló Papá Justicia:
—Se está armando una revuelta, amo Roger.
—¿De quién contra quién?
—De los esclavos contra los negreros más importantes.
Blackraven se detuvo y estudió las facciones oscuras de su informante al mortecino resplandor de la noche.
—¿Estás detrás de eso?
—Sí. Unos troperos y yo. Un grupo numeroso de esclavos nos apoya.
—¿Y qué hay con ese grupo de franceses del que me hablaste tiempo atrás? ¿Están ellos contigo en esto?
—No.
—¿A quién atacarán?
—A Álzaga, Sarratea y Basavilbaso.
—¿Los tres al mismo tiempo?
—Sí.
—¿Cuándo será?
—No sabemos bien. Necesitamos armarnos primero y entrenar a los esclavos en el uso de las armas. Usté sabe, amo Roger, les está prohibido empuñar armas de cualquier tipo, y por eso son bien torpes. No están acostumbrados. Tenemos que enseñarles todo —agregó.
Blackraven bajó la vista y se acarició el mentón en actitud reflexiva. Papá Justicia lo miró con detenimiento. Era el único hombre blanco al que temía y admiraba, al único que llamaba “amo”, y al que nunca habría intentado hechizar. Conocía el límite de su magia y sabía que no lograría quebrar la voluntad de un hombre como ése. Lo habría intentado con veinte años menos, pero no en el crepúsculo de su vida.
Blackraven meditó que nada resultaría más conveniente para desgastar al gobierno colonial que una revuelta, de la naturaleza que fuera. Pensó en Álzaga, el gran defensor del virreinato y de la España. El vasco debía su riqueza al contrabando, producto del monopolio impuesto a las colonias americanas por la metrópoli. Su ejercicio era común y generalizado, e incluso las autoridades hacían la vista gorda si sus bolsillos se mantenían llenos. A Blackraven le constaba que los funcionarios de la Aduana fomentaban el comercio ilegal y que el ministro de la Real Hacienda, Félix Casamayor, prestaba su anuencia. El contrabando y sus ganancias desaparecerían en caso de decretarse el libre comercio y la baja sustancial en los derechos de importación y exportación. Definitivamente, Álzaga y los demás contrabandistas, al igual que su corte de sostenedores, combatirían la idea independentista. Mejor si perdían poder. Al fin de cuentas, la revuelta de esclavos colaboraría con el plan de la liga.
—Les proporcionaré armamento —dijo—, pero mi nombre no se deslizará entre tus compañeros.
—Así será, amo Roger.
—Daré indicaciones a Somar. Él será tu contacto de aquí en más. Lo informarás del plan. Quiero saberlo todo. —Papá Justicia asintió—. Ahora dime, ¿qué extranjeros han ingresado en Buenos Aires en el último tiempo?
El contacto en la Aduana le informaría los nombres, las nacionalidades y las fechas exactas de ingreso de cada persona en el Río de la Plata. Blackraven, de todos modos, deseaba escuchar el punto de vista de Papá Justicia.
—De importancia —aclaró el anciano—, un comerciante escocés, William Traver, que le arrastra el ala a su prima, la señorita Béatrice. Dos franceses, hermanos, Didier y Jean-Baptiste Chermont. Compraron campos en el Entre Ríos para cultivar arroz. Hace poco llegó un italiano, pintor, que le hace retratos a las damas y a sus niños, incluida doña Bela. Se llama Piero Mascartti. Olvidaba al peluquero, un francés, que llegó hace casi un año. Se llama Just Levant, pero tuvo que fugarse por ladrón. Mientras peinaba cabezas, se dedicaba a birlar las joyas de las señoras. Entiendo que se cambió el nombre y vive en Montevideo.
—¿Aún se reúnen esos criollos para hablar sobre sus ideas independentistas?
—Sí. Se les han sumado algunos más. Hay uno con una lengua muy afilada. Su nombre es Mariano Moreno. Llegó hace poco de Chuquisaca, donde se hizo doctor de las leyes.
Blackraven lo interrogó acerca de cada criollo que participaba en las reuniones secretas —nombres, situaciones personales, ocupaciones— y le preguntó también por el virrey, el marqués Rafael de Sobremonte, que desde la declaración de guerra entre la España y la Inglaterra se ocupaba en reunir a un ejército de soldados empobrecidos, indisciplinados y mal entrenados. De todos modos, Sobremonte no se animaba a proporcionar armamento a los soldados por creerlos influenciados por el partido independentista que, como una niebla, ganaba preponderancia. Le escribía una y otra vez a Manuel Godoy, primer ministro de Carlos IV, informándole que Buenos Aires no resistiría un ataque inglés y pidiéndole reclutas, municiones y armas. Godoy le contestaba que no podía acceder a su pedido y que se arreglara con lo que tuviera. Desde un punto de vista militar, el gobierno español, superado por las contingencias europeas, había abandonado a sus colonias.
El año anterior Sobremonte se había asustado al enterarse de que naves inglesas al mando de un comodoro, un tal Popham, habían entrado en Bahía, Brasil, para hacerse de provisiones. No sólo el virrey, el pueblo entero creyó que les había llegado la hora de conocer el célebre fuego británico. Pero la escuadra desvió su rumbo hacia el África y nada aconteció. Los ánimos se relajaron.
—¿Popham has dicho?
—Sí, amo Roger. Así sonaba. Popham.
Blackraven le preguntó acerca de los movimientos de ciertos personajes que él juzgaba sospechosos. En primer lugar, los hermanos Liniers, de origen francés, establecidos en Buenos Aires con enraizados intereses económicos y personales; el menor, Santiago, a cargo de la paupérrima flota del virreinato, era capaz, en opinión de Blackraven, de vender su alma al diablo a cambio de fortuna y admiración. Por demás le interesaban los movimientos del comerciante norteamericano William White, gran amigo de los Liniers y de la familia Perichon de Vandeuil, a quien también mantenía vigilada no sólo por francesa sino por los fuertes intereses que la ligaban a aquéllos que habrían deseado una intervención napoleónica en Buenos Aires, más allá de que Armando Perichon se proclamase realista.
Blackraven podía olfatearlo en el aire: Buenos Aires se había convertido en un hervidero de espías franceses, ingleses y portugueses. Resultaba imperioso identificarlos y neutralizarlos. Ya se había desembarazado del irlandés Burke, muy relacionado con Thomas O’Gorman, esposo de la menor de los Perichon, y amigo de algunos de los muchachos del partido independentista —los hermanos Rodríguez Peña y Castelli—, como también del virrey, a quien le había dicho que era un oficial prusiano.
A lo largo de su vida, Blackraven había desarrollado un agudo instinto para individualizar a aquéllos en quienes confiar y aquéllos que se habrían vendido al mejor postor. Su parecer le dictaba que Buenos Aires, como tierra de oportunidades fáciles, se había llenado de espías de la segunda clase, fueran estos ingleses o franceses. Debían desaparecer porque enturbiaban la escena. Él veía a Buenos Aires como un tablero de ajedrez con varios jugadores y cientos de piezas cuyos movimientos podían resultar devastadores para los contrarios.
Su mente analizaba la información suministrada por Papá Justicia, sopesaba alternativas, detectaba peligros, reconocía a potenciales aliados. En medio de esa tormenta de datos, el nombre de Isaura Maguire se coló entre sus pensamientos.
—Entiendo que has provisto al hermano de miss Melody con un tónico. —Papá Justicia lo contempló con extrañeza—. ¿Es de gravedad la enfermedad que padece?
—Sus pulmones. Están debilitados.
—¿Tisis?
—No. Miss Melody dice que están poco desarrollados, como si no le alcanzaran para airear todo el cuerpo. Respira con dificultad y se enferma seguido.
—¿Morirá?
—A veces pienso —caviló Papá Justicia— que Jimmy Maguire sigue vivo a fuerza de la voluntá de su hermana.
La confesión afligió a Blackraven.
—¿Qué puedes decirme de miss Melody, Justicia?
—Es del campo, según entiendo, aunque muy refinada, como vuestra merced habrá visto. Al quedar huérfana, debió procurarse el sustento para ella y su hermano, por eso vino a la ciudad. No sé mucho más, amo Roger. Miss Melody es reservada.
Papá Justicia guardó silencio, y Blackraven intuyó que el anciano no le confiaba todo lo que sabía.
—Aquí tienes —dijo, y le entregó un pequeño saco de cuero con monedas—. Es muy tarde ya. Quédate a dormir en la barraca, junto a los demás. Te haré llevar un plato de comida.
—Gracias, amo Roger. Me voy pa’l río, a dormir con los troperos.
—El asiento de los troperos está lejos de aquí.
—Es una buena noche pa’caminar.
Blackraven se despidió y enfiló hacia la casa en dirección a la parte trasera. En verdad, era una noche magnífica aunque calurosa; se quitó la chaqueta y aflojó la lazada permitiendo que la tenue brisa le secase la piel. Caminó, tranquilo, hacia los interiores de la casa. Ya en la cocina, escuchó pasos ligeros en el patio. Podía tratarse de cualquier esclavo. De igual modo, dejó la chaqueta sobre la mesa, sacó la espada que ocultaba en el estoque y miró por la ventana. Alcanzó a distinguir una sombra que se movía en su dirección. Se abrió la puerta de la cocina y el extraño avanzó con el evidente propósito de seguir hacia el interior de la casa.
Blackraven lo sujetó por detrás, apoyando el filo de la espada en su cuello, ahogando un grito del extraño que salió como un débil chillido.
—¡Por favor, no me haga daño!
—¡Isaura! —se pasmó Blackraven, y de inmediato la dio vuelta y la empujó contra la pared, donde la mantuvo sujeta con una mano en el hombro.
Aunque lo invadieron muchas ideas nefastas, lo enfureció la certeza de que había salido a encontrarse con su amante. Una mujer como Isaura Maguire no podía estar sola. ¿Quién sería el hombre que le abriría las piernas y se enterraría en su intimidad? Sufrió una erección, la segunda del día a causa de esa condenada, como le habría ocurrido a un descontrolado mozalbete y no a un hombre consumado. Se sintió ridículo, y eso no ayudó a su mal genio.
—¿Qué está haciendo a estas horas fuera de la casa?
—No podía dormir. Salí a tomar el fresco. —Pero Roger no le creyó y le ajustó aún más la mano en el hombro—. Me hace daño. Déjeme ir a mi habitación.
—¿De dónde viene? ¿Con quién fue a encontrarse?
—Con nadie. Ya le dije que fui a tomar el fresco. No podía conciliar el sueño.
Trató de apartarlo, pero, cuando sus manos dieron con el pecho de él, supo que no lo lograría. Blackraven era duro, pesado, inamovible. Una sensación de ahogo le cerró la garganta, enmudeciéndola. La mantenía acorralada, a su merced. Era tan alto, ya nada veía más allá de sus espaldas. El pánico se esparció por su cuerpo, aflojándole las piernas, convirtiéndola en un ser débil, privado de razón.
La luz de luna, que se filtraba por los cristales, le bañaba las facciones. “¡Qué bella es!”, pensó, mientras la estudiaba con interés, olvidando lo irregular de la situación. Su mano abandonó el hombro de la muchacha y vagó por su cuello hasta el mentón, le rozó después el labio inferior, tan lleno como el de una africana pero del color de una fresa. “¡Qué boca tan poco común para una blanca!”, se dijo, e imaginó cómo sería besarla. Le tocó el labio superior, de marcado dibujo, como de corazón; se respingaba apenas para enseñar la blancura de los dientes y dejar escapar el aliento agitado y agradable, que le golpeaba la barbilla.
—Isaura —musitó.
La escuchó sollozar y se impresionó al ver que el gesto altanero se había convertido en uno de pánico.
—No temas —le pidió, pero ella siguió mirándolo como si esperase que él la matara.
—¡Déjeme! —suplicó en un hilo de voz.
La Isaura Maguire desafiante e imprevisible de horas atrás había desaparecido. En su lugar se materializó una muchacha temblorosa que suplicaba con el llanto y la mirada. Actuaba como una virgen cuando él habría apostado que acababa de encontrarse con su amante. Quizá no. Eso le provocó una sensación de alivio y la dejó ir. Melody salió corriendo hacia su habitación.
Blackraven maldijo entre dientes y, con un movimiento preciso, envainó la espada en el estoque. No sólo lo invadía la furia sino que aún no salía de su asombro. Una fuerza superior a la de la razón lo manejó en el instante en que apoyó su mano sobre el hombro de Isaura, despertándole sensaciones tan disímiles y gratas.
Ciertamente, Isaura Maguire era hermosa, pero él había conocido y amado a mujeres más deslumbrantes y sofisticadas que ella y nunca había perdido el juicio. Se preguntaba entonces qué diantres se había apoderado de él. Aún persistía la erección que lo humillaba. Se reprochó que debería estar pensando en el comodoro Popham, en los partidarios de la independencia, en los franceses jacobinos que infestaban Buenos Aires y en la rebelión de los esclavos. “En fin,” se dijo, “debería estar pensando en asuntos de relevancia”.
—Amo Roger —escuchó a sus espaldas.
No necesitó darse vuelta; se trataba de Berenice. Se preguntó cuánto tiempo habría estado allí, escuchando y viendo. Sintió las pequeñas manos que le subían por la espalda y se detenían en sus hombros.
—¡Qué fuerte es usté, amo Roger! ¡Hágame suya otra vez! ¡Por favor!
Blackraven esbozó una sonrisa entre amarga y sarcástica. Habría deseado que Isaura Maguire pronunciara esas palabras, y que lo hiciera con esa voz grave que lo cautivaba.
Se volvió bruscamente, asustando a la muchacha. Le envolvió la cintura con un brazo y, sin esfuerzo, la levantó para sentarla en el borde de la mesa. Ella comprendió enseguida y se quitó la blusa, mientras Blackraven se desabrochaba el pantalón.