Capítulo VI

Al atardecer, Servando se escabulló del matadero donde trabajaba y se encaminó hacia la zona del río. Si Bustillo lo pillaba, lo mandaría al cepo o le daría cien latigazos. El día anterior no habría barajado esa posibilidad, pues miss Melody no hubiese permitido que se ejerciera violencia sobre él, o sobre ningún otro. Pero con la llegada del amo Roger, la vida placentera transcurrida bajo la autoridad de la dulce institutriz cambiaría por completo. Toda clase de chismes corrían entre los esclavos, ninguno alentador.

Maldijo su cruda suerte, la que lo había arrancado del seno de su tribu y vomitado en esa condición de esclavo. Él, que había sido libre como el viento. En ocasiones, en su tierra, mientras perseguía a una presa, lanza en mano, había imaginado que sus pies se despegaban del suelo, su cuerpo se volvía liviano y volaba. Aquella sensación lo había vuelto invencible. Ningún animal escapaba de la certeza de su lanza. Su fama como cazador le había granjeado un nombre entre los de su tribu. Las mujeres lo admiraban, los hombres lo respetaban, los suyos se enorgullecían. Los dioses se regocijaban en él y lo colmaban de gracias y obsequios.

Un día los dioses lo abandonaron, el día en que, mientras se enjuagaba en un arroyo después de haber cazado un ñu de cola blanca, le cayó encima una red. Luchó en vano para quitársela. El grupo de cazadores, negros igual que él, lo redujo golpeándolo y dejándolo inconsciente. Volvió en sí en una carreta con varios en la misma condición. Llamó a gritos a los cazadores. Apareció un negro joven, costosamente ataviado con una falda de tela vaporosa y brillante identificable con cierta riqueza; el corte de piel de leopardo que le embellecía la cintura confirmaba esa presunción; llamaba la atención la cantidad de anillos y pulseras que lo adornaban, como también el hermoso collar de pelotitas blancuzcas que le llegaba hasta el ombligo. Afortunadamente, hablaba su lengua. Dijo llamarse Pangú. Servando se presentó con su verdadero nombre, Babá, y aclaró que era el cazador más importante de su tribu, por quien el rey pagaría un buen rescate. Pangú desestimó la oferta aduciendo que en la factoría le darían mucho más de lo que un reyezuelo a duras penas llegaría a juntar.

—Un hombre fuerte como tú —agregó— vale mucho por estos días. Soportarás el viaje sin problemas —vaticinó, y Babá no comprendió de qué le hablaba.

Tiempo después supo que a los hombres como Pangú se los denominaba sobas, quienes, a la par de portugueses y piratas, cazaban africanos para comerciarlos en los puertos negreros del Atlántico, en especial Azamor, Agadir, Santo Tomé, Whydah o cualquier otro del Golfo de Benín.

En la carreta, las mujeres y los niños lloraban, y los hombres lucían desolados. El viaje hasta alcanzar la costa, donde se asentaban las factorías en manos de europeos, se convirtió en una pesadilla, preludio, en realidad, de lo que sobrevendría, una tortura que Babá aún se preguntaba cómo había soportado. Al llegar a la factoría, los hicieron bajar de las carretas, empujándolos y pinchándolos con palos que metían entre los adrales. Sus miembros, entumecidos después de varios días de permanecer en la misma postura, no respondían, y caían al suelo como muñecos de trapo. Hombres blancos, que les gritaban, los azotaban y arrastraban de donde se les ocurría asirlos, los tiraron dentro de la quibanga, una especie de corral construido con troncos, sin ventanas. Encima de la quibanga se hallaba la garita de los factores. Durante la noche hasta bien entrada la madrugada, los mantenía despiertos la vocinglera que surgía de sus comilonas que, a veces, a costa de alguna de las prisioneras, se convertían en orgías. Entonces, Babá se cubría las orejas y comenzaba a canturrear una vieja tonada de su tribu para amortiguar los gritos de la muchacha y los jadeos de los factores, y para acallar sus propias voces internas que se preguntaban: “¿Qué nos depara el destino?”.

El hacinamiento constituiría el común denominador de las distintas etapas que debería atravesar. Él, que había sido amo y señor de la sabana, ahora reducido a ese lugar nauseabundo y atestado de gente. Nadie hablaba su lengua, y tiempo después se enteró de que, por temor a las conspiraciones, dos hombres de la misma tribu o nación jamás compartían una quibanga.

Los alimentaban con el mismo potaje todos los días, vertido con grandes cucharones sobre sus manos extendidas entre los troncos del corral. A veces, muy caliente, los quemaba; entonces, lo arrojaban al suelo y lo comían como animales. En los primeros días, Babá se había negado a aceptar revoltijo tan asqueroso, cuyo solo aroma le provocaba arcadas. Lo tiraba al suelo con displicencia y otros lo devoraban. Con el correr de los días, cuando el estómago comenzó a rugir y la cabeza a darle vueltas a causa de la debilidad, terminó por engullirlo.

De tanto en tanto, el hedor de la quibanga se volvía insoportable hasta para los factores; entonces los encadenaban a unos con otros por el cuello y los tobillos y los hacían salir fuera urgiendo a los rezagados con sus látigos de cuero de hipopótamo. Limpiaban malamente y los devolvían al corral poco después. Día tras día se vio llegar a Pangú y a otros como él que, traicionando a su propia raza, cambiaban a cientos de mujeres, hombres y niños por telas, utensilios, joyas, tabaco y, sobre todo, alcohol. El odio, un sentimiento desconocido por Babá, se apoderaba de sus entrañas, volviéndolo incrédulo, desconfiado y poco solidario. Se daba cuenta de que, embrutecido como estaba, se volvía peor persona, sin intención de rectificarse, y se convencía de que, como en la sabana, se trataba de matar o morir.

Hasta que llegó el día del embarque. Los encadenaron como de costumbre y los arrastraron hacia la playa. Allí se encontró con el mar por primera vez. Aquella infinita extensión de agua de un color entre el verde y el azul le pareció la expresión más soberbia de la libertad. Ahora que lo pensaba, la consideró una jugada irónica del destino que ese mar se hubiese convertido en el medio que lo llevó hacia la esclavitud.

Sus ojos se movieron atraídos por un hombre que, cubierto por largas vestiduras negras, asperjaba agua sobre ellos, salmodiaba palabras incomprensibles y les tocaba la frente con un óleo de buen aroma. En una extraña mezcla de lenguas africanas, un factor le explicó que, desde ese momento, se llamaría Servando. “Ahora vosotros sois hijos de Dios”, expresó el hombre de vestimenta extraña, y el factor tradujo. “Ahora vais a la tierra de los españoles donde aprenderéis las cosas de la fe. No os acordéis más de vuestra tierra ni comáis perros ni ratones ni caballos. Id de buena gana”. Se trataba del discurso más estúpido que Babá, o Servando, había escuchado.

Como el barco que los transportaría aguardaba a una milla de la costa, los condujeron hasta cubierta en lanchones. Las mujeres, incluso algunos hombres que también veían el mar por primera vez, sufrieron ataques de pánico y se negaron a subir. Con unas cachiporras cortas y macizas, los golpearon en la cabeza y los echaron dentro como sacos. Ya en cubierta, los obligaron a descender a la bodega, próxima a la sentina, en la que habrían cabido de no haber estado ocupada por sacos y cajas de madera que, tiempo más tarde supo, contenían abarrotes que los negreros contrabandearían en el puerto de Buenos Aires. Al cerrarse el escotillón, Servando pensó que se volvería a abrir para sacarlo muerto.

Al analizar en retrospectiva aquel viaje, Servando concluyó que la sed había sido el peor tormento por sobrellevar, seguido por el hambre, las enfermedades, el hedor y el hacinamiento, en ese orden. Los ubicaron prácticamente unos arriba de otros, en posición fetal, encadenados por el cuello y los tobillos, que se ulceraban y que por fin se gangrenaban. De noche los mordían las ratas, aportando fiebre bubónica a las otras enfermedades que los diezmaban. ¿Cuántos murieron? En algún momento Servando creyó que todos lo harían, de alguna fiebre o de banzo, una especie de suicidio lento causado por la melancolía; el miedo y la nostalgia los quebraban y, simplemente, se dejaban morir.

Una vez por día abrían la escotilla para darles el alimento —tan repugnante que echaban de menos el potaje de la factoría— y para sacar a los muertos y arrojarlos al mar. Con la misma frecuencia que en la quibanga, les ordenaban subir a cubierta para limpiar la sentina, donde desaguaban todos los imbornales del barco. Volvían a ver el sol y a respirar aire puro, aunque el hedor se impregnaba incluso en cubierta, como si la inmundicia se apoderase del velamen, las maderas, las vergas y obencaduras, arruinándolo todo, corrompiéndolo.

Poco tiempo después Servando descubrió que el mar no sólo era libre sino poderoso. Una noche, sacudió la nave como si se tratase de una hoja. Los gritos y lamentos que a diario resonaban en la sentina, recrudecieron hasta convertirse en alaridos desesperados. Una mujer murió de miedo, el resto vomitó hasta deshidratarse. De algún modo, llegaron a destino, atracando primero en San Felipe de Montevideo y una semana más tarde en la Ensenada de Barragán, a catorce leguas al sur de Buenos Aires; sucedía que el puerto de esa ciudad era malo para fondear debido a su escasa profundidad y a los bancos de arena.

No evacuaron la nave inmediatamente. Pasaron días antes de que la papeleta se completara y el cirujano de la Junta de Sanidad los revisara y certificara la ausencia de epidemias. Servando intuía que, entre ellos, había pestes de todo tipo. Como al final consiguieron el papel con la anuencia del cirujano, él se preguntó si la entrega de una bolsita de cuero bien cargada se relacionaba de algún modo con ese rápido trámite.

El asiento negrero se ubicaba en la zona sur de Buenos Aires. Descalzos, medio desnudos, torturados por el frío y una llovizna de agua helada, marcharon encadenados por caminos legamosos. Iban cayendo, algunos muertos, otros inconscientes. Ahí dejaban a los muertos; a los otros, comprobado a golpes que no fingían, los amontonaban en una carreta. Varias horas más tarde, cruzaron un precario puente de madera que se elevaba sobre un río pequeño y de poco caudal para entrar en la propiedad de la Real Compañía de Filipinas, atestada de negros. El hambre y la sed apretaban, pero el cansancio y la debilidad los tumbaron. Servando se ubicó en un rincón y se durmió en el piso de tierra.

A la mañana siguiente les repartieron alimentos, una lonjas de carne seca que llamaban tasajo y un potaje color amarillo. Les dieron de beber un tazón con una infusión verdosa y desagradable. Horas más tarde, los condujeron al río, tan ancho que en realidad parecía el mar. Los obligaron a desnudarse y a meterse en el agua helada. Algunos se resistían y terminaban sumergidos a fuerza de garrotazos. A pesar del frío, Servando se zambulló de buen grado y se frotó la piel con una piedra buscando quitarse de encima el hedor que, creyó, se imprimiría para siempre en su piel. El agua tonificó sus músculos y le devolvió algo de energía.

De vuelta en la barraca, los empleados los ubicaron en hileras, mujeres por un lado, hombres por otro. El día anterior se habían llevado a los niños a otra locación, suscitando escenas desgarradoras cuando arrebataban a los pequeños del seno de sus madres. El hombre junto a Servando temblaba y castañeteaba los dientes, y tenía la mirada desvariada y vidriosa de los atacados por fiebre. Servando lo sostuvo para que no cayese. Al tomarlo, sintió el calor insalubre de su piel. “Pronto morirá”, se dijo, acostumbrado a ver esos cuadros en la sentina del barco. Un momento más tarde, lo acomodó en el suelo, sin vida.

Los empleados iniciaron el palmeo, la operación por la cual se medía al esclavo y se calificaba su condición para evaluarlos en pesos. Uno tomaba nota, mientras otros los medían con una varilla de madera y los revisaban. Se trató de un momento denigrante, con los dedos sucios de los empleados hurgando en sus bocas, tocando sus genitales, abriendo sus glúteos.

Servando jamás olvidaría lo que vino a continuación. El carimbado, así lo llamaban: la marca a fuego que les recordaría para siempre su condición de siervos. Al colegir las intenciones de los empleados, que se aproximaban con hierros al rojo vivo, los negros comenzaron a inquietarse, a tratar de huir, a gritar finalmente. Hubo escenas de histeria y llanto. Pero nada detuvo el proceso. La marca de la Real Compañía de Filipinas quedó impresa en el omóplato de Servando para siempre. El dolor lo hizo tambalear y caer de rodillas. Hincado, la frente sobre el suelo, volvieron a marcarlo en el otro omóplato con el sello que indicaba que, por esa “pieza”, ya se habían pagado las tasas pertinentes. Mareado, a punto de devolver el poco alimento que había ingerido, Servando sintió que le arrojaban una sustancia oleosa sobre las marcas en carne viva. Las densas gotas resbalaron por su espalda y por su vientre formando charcos en torno a él. Como en un sueño, lo alcanzaban los alaridos y el llanto de las mujeres, carimbadas en la barraca contigua. Ah, cómo aborrecía a los blancos.

No a todos. A miss Melody la adoraba, no porque fuese la primera persona que le había mostrado algo de compasión sino porque lo consideraba un ser humano. El primer día en lo de Valdez e Inclán, miss Melody en persona, con la ayuda de la señorita Leonilda y del liberto Papá Justicia, les había tratado, a él y a Miora, las heridas, que no cicatrizaban y corrían riesgo de infectarse. Les pasó un ungüento que olía mal, pero que casi de inmediato les calmó el latido, y les dio a beber una infusión amarillenta y dulce que los hundió en un sueño reparador.

Con infinita paciencia, le enseñó a expresarse en castellano y a entender cuando le hablaban. “Eres muy inteligente”, lo alentaba. “Aprendes rápido”. Sabía por los esclavos más antiguos que, gracias a ella, se habían acabado los tormentos sufridos a manos de don Alcides y don Diogo, y que no sólo socorría a los negros de la casa sino a los de los vecinos. La benevolencia de miss Melody había sobrepasado los lindes de lo de Valdez e Inclán y alcanzado las salas más refinadas de la Merced, Monserrat y el Alto. Los negros que habitaban en los barrios del Mondongo y del Tambor, ambos ubicados a la vera del río, también habían escuchado pronunciar su nombre con reverencia.

Contaba el caso de la parda Francisca como ejemplo, la esclava personal de doña Clara Echenique, quien la golpeaba cuando la acometía un ataque de mal humor. Una tarde, la esclava dejó caer el mate sobre la alfombra de la sala, provocando un desquicio. Doña Clara la azotó hasta desmayarla. La mandó encadenar a la reja cancel del patio, donde la abandonó por días, en ayunas y sometida a las inclemencias del tiempo.

La negra Mariaba, cocinera en casa de los Echenique, se armó de coraje y, en vez de ir al mercado, marchó a casa de Valdez e Inclán. Llamó por el portón de los coches y pidió hablar con miss Melody. “¡Qué bella es!”, pensó al verla, la palidez de su piel acentuada por el vestido negro, pues todavía guardaba luto por la muerte de su padre, Fidelis Maguire. “Es un ángel de negro”, se dijo, y el apodo la acompañó desde ese día.

Toda nerviosa, Mariaba no se expresaba correctamente, farfullaba y embrollaba la explicación. Miss Melody la interrumpió y le dijo:

—Llévame con Francisca.

—Es un buen momento, niña —aseguró la mujer, rumbo a lo de Echenique—. Los patrones han salido.

Al ver a la parda Francisca encadenada a la reja con aspecto de muerta, Melody corrió junto a la mujer y trató de volverla en sí.

—No te rindas —la conminó—. Te sacaremos de este sitio.

Mariaba y el resto de los esclavos nunca supieron adónde llevó miss Melody a Francisca. Al regresar, Clara comenzó a chillar y a restallar el látigo contra sus esclavos. Ninguno abrió la boca y se limitaron a asegurar que no habían visto ni oído nada. Clara pensó en ponerlos a todos en el cepo, pero su marido la disuadió. A los pocos días, un joven notario, el doctor Bruno Covarrubias, se presentó en casa de los Echenique con una demanda presentada contra Clara por maltratos a su esclava conocida como la parda Francisca. Meses más tarde, Clara fue destituida de la propiedad de Francisca, que terminó empleada en el Cabildo como doméstica.

Miss Melody le pidió a Servando que le describiera su experiencia en la Real Compañía de Filipinas; mostraba especial interés en conocer la distribución de las edificaciones, dónde se hallaba la oficina de administración, donde los asientos y depósitos. Un tema trajo a otro, y Servando termino contándole su amarga experiencia, desde el momento en que Pangú lo cazó hasta el día de la almoneda, cuando don Diogo pagó un precio exorbitante por él. En tanto el relato avanzaba, los ojos de miss Melody se arrasaban, y el brillo de las lágrimas los volvía muy turquesa.

—Ahora soy menos que un animal —dijo Servando, con la voz quebrada.

Melody lo abrazó y él se puso tenso. Nadie lo había tocado últimamente, salvo para asestarle un golpe o pegarle en las manos con la férula porque había cometido un error. Que miss Melody, esa señorita tan blanca y hermosa, que siempre olía de maravilla, lo abrazara, a él, un negro achurador, lo incomodó sobremanera. Melody siguió abrazada a él y, llorando, le dijo al oído:

—Babá, querido Babá, lo siento. Siento tanto lo que los míos te han hecho, a ti y a tantos de los tuyos. Escúchame bien —pronunció—: tú no eres un animal. Eres un hombre magnífico. Nunca lo olvides.

Recordar las palabras de miss Melody lo conmovía. Ella le había devuelto la dignidad. Si para miss Melody, esa criatura perfecta, él todavía era un hombre, entonces debía de ser cierto. Y por ella se arriesgaba y abandonaba el matadero a esa hora del crepúsculo; sabía lo inquieta que se encontraba por conocer la suerte del joven Tomás y de Pablo. Corrió el último trecho hasta la zona de los troperos. De lejos, cerca de la orilla, divisó a las lavanderas, que recogían las sábanas extendidas sobre piedras y las acomodaban en las bateas. Sus hijos alborotaban en torno, espantando a los pájaros y haciendo cabrillas en la superficie del río. Se preguntó si habrían bebido su tazón de leche; se cotilleaba que el patrón, enfadado con miss Melody, lo había prohibido.

Los troperos conocían a Servando y lo saludaron. Al igual que los esclavos, esos hombres formaban una casta de parias. Llegaban del interior del virreinato, desde Mendoza, Córdoba y Tucumán, algunos del Alto Perú, con sus carretones llenos de mercaderías que entregaban a los ávidos comerciantes porteños. Para no volver con los vehículos vacíos, ofrecían sus servicios de transportistas en especial a los dueños de curtiembres y saladeros. En ocasiones, pasaban meses hasta que conseguían un encargo, por lo que desarmaban las carretas para usarlas como tolderías. Había muchos troperos y poco trabajo.

Años atrás, en 1783, el virrey Vértiz les había prohibido la entrada a Buenos Aires aduciendo que, con sus pesadas carretas de ruedas enormes, hollaban las calzadas, volviéndolas aún más intransitables. Se les destinó un área en la zona norte de la ciudad, despoblada a excepción de algunas quintas y del convento de los padres Recoletos; allí estacionaban y se echaban a esperar una carga para hacer el camino de regreso. Los vecinos los despreciaban, los llamaban vagos, ladrones y mal entretenidos. Los acusaban de encubrir a delincuentes y ocultar a esclavos cimarrones, los que huían de sus amos. Les recriminaban que, a causa de su molesta presencia, se había desbaratado el proyecto de extender la Alameda hasta esos parajes del Retiro.

El joven Tomás y Pablo además de troperos eran changadores, esto es, comerciantes que, en la campaña, intermediaban en la compra y venta de ganado. Los changadores no gozaban de buena reputación y se decía que, en general, vendían ganado robado.

Tomás vio acercarse a Servando y lo llamó. Junto a Pablo y otros, mateaba y se entretenía con una baraja, a pesar de que los juegos de ese tipo estaban prohibidos. Servando se sentó en el suelo y aceptó el mate que un tropero le ofreció.

—He venido porque miss Melody está loca de la angustia por usté, don Tomás.

—¿Ella está bien? —se interesó Pablo, ocultando la ansiedad detrás de los naipes.

—Sí, bien —aclaró Servando, estudiándole el perfil—. Me dijo que la salvó Fuoco, que corre tan ligerito. De no ser por ese pingazo que tiene… ¡Ay, no quiero ni pensar!

—Y de no ser por ella, que es tan magnífica jineta —agregó Pablo.

—Vamos —ordenó Tomás, cortando el juego.

Pablo y Servando lo siguieron. Hasta el momento no habían expresado nada comprometedor. Lo que hablarían a continuación, en cambio, requería absoluta privacidad. Hacía tiempo que se gestaba un alzamiento de esclavos en el que Pablo y Tomás se habían involucrado, en parte por convicciones morales y en parte por aprietos económicos. Ambos se oponían a la esclavitud, tal como Fidelis Maguire les había enseñado, y no sólo pensaban en la de los negros sino en la que el yugo español les imponía a los nacidos en el Río de la Plata. Por otra parte, durante el ataque a los asientos negreros, se harían con la mercadería de contrabando y la revenderían en el interior, sacando buenas ganancias. Desde un punto de vista ideológico, el golpe que asestarían buscaba sacudir a la sociedad, amenazarla, extorsionarla, conseguir a fuerza de violencia lo que no lograrían de otro modo: un trato más humano para los esclavos y ¿por qué no? La abolición de la esclavitud. El desgaste del corrupto gobierno español y el impulso de las ideas de independencia contaban entre sus objetivos. El miedo se convertiría en el arma de persuasión más eficaz. El ataque, la noche anterior, en el que se habían robado los carimbos de la Real Compañía de Filipinas, constituía el preludio.

—Se ha decidido —habló Tomás— que Álzaga, Sarratea y Basavilbaso, los principales negreros de Buenos Aires, deben morir.

Servando asintió reflexivamente. Hacía tiempo que su espíritu clamaba por venganza. La posibilidad de echar el dogal al cuello de quienes medraban a costa de los suyos de ese lado del océano le pareció una buena forma de comenzar su plan. No cejaría hasta destruir cada eslabón de la siniestra cadena del comercio negrero, desandaría el camino y regresaría al África. Pangú sería su última víctima. Aunque en esta maldita tierra llamada Buenos Aires había conocido a alguien que le tenía amarrado el corazón, no se distraería. Un buen cazador jamás reposaba en la persecución de su presa. Sólo con el animal muerto, destripado y desollado, volvía su atención a cuestiones más agradables. Él no se apartaría de esa máxima.

—Me huelen mal estas conspiraciones —declaró Pablo—. Demasiada gente inmiscuida. Se torna incontrolable y nunca faltan los traidores.

—Se requiere de muchos hombres —justificó Tomás—. El golpe será ambicioso. Ya sabes, serán tres grupos los que entren en los asientos de los negreros, los saquen fuera y los conduzcan al barrio del Tambor, mientras otros tantos saquean los almacenes de los asientos.

—Dice miss Melody —comentó Servando— que, en el ataque de anoche, los guardias estaban avisados de sus intenciones. Que escaparon de purito milagro.

—Puede ser —coincidió Tomás—, pero no podemos afirmarlo con certeza.

—Sí, escapamos de purito milagro —repitió Pablo, pero antes nos dimos el gusto de vaciar una de las barracas y prenderle fuego. Los pocos negros que había huyeron por el Bajo.

—Miss Melody no me contó eso —se extrañó Servando.

—Ella no lo sabe —repuso Tomás—. No lo habría permitido.

—Disculpe, don Tomás —dijo el esclavo—, si me pongo atrevido, pero no me sabe bien que miss Melody ande en correrías con ustedes.

—No le diremos acerca de nuestros próximos golpes —admitió Pablo—. Además, como dijo Tomás, no los admitiría. Para ella, una cosa es robar los carimbos y otra muy distinta matar a esos hijos de puta. Es una hembra de corazón muy blando.

Llegó Papá Justicia, inclinado sobre el bastón de hechicero que jamás abandonaba, emperifollado con ropas elegantes aunque andrajosas y una chistera apolillada, que, paradójicamente, lo revestían de un aura de dignidad. Años atrás, todavía joven, había conseguido que su dueño lo manumitiera. Se murmuraba que don Eustaquio había firmado los papeles dominado por un embrujo que Papá Justicia nunca se avino a revertir, pues, hasta su muerte, el hombre siguió cometiendo torpezas, como liberar al resto de sus esclavos y casarse con una tercerona que le dio varios hijos. El hechizo de don Eustaquio sirvió para convertir a Papá Justicia en el brujo y curandero más célebre de la ciudad; incluso algunos le atribuían fama de talentoso zahorí. Hombre de varios mundos, en todos se movía cómodamente, con la soltura devenida del miedo, y por ende del respeto, que, por igual, les inspiraba a ricos y a pobres. A las puertas de su casa, en el barrio del Mondongo, siempre había un grupo de gente aguardando ser atendido. Le consultaban por el futuro, enfermedades, amores contrariados, fertilidad y embarazos, personas desaparecidas, maridos y esposas infieles. De noche, embozadas y a riesgo de perder la vida, las matronas se deslizaban por las calles hasta la caótica habitación de espeso aroma donde Justicia ejercía el oficio de curandero. Se afirmaba que, vendiendo brebajes y practicando conjuros, se había vuelto rico. Por demás contaban las sumas que obtenía como informante.

Tiempo atrás, Papá Justicia había escuchado con atención a la jovencita pálida y de grandes ojos color turquesa que, con pasión, le decía:

—No entiendo qué ha impedido que vosotros os organicéis y os volváis en contra de aquéllos que os oprimen. ¡Sois tantos! A veces pienso que hay más africanos que españoles y criollos en estas tierras.

Papá Justicia reparó en que miss Melody no los llamó “esclavos” ni “negros” sino “africanos”. La palabra “africano” brotaba de sus labios con naturalidad.

—Si conozco un poco a la gente de mi tierra —contestó el hechicero—, afirmo que se debe a que, incluso aquí, en este sitio lejano y opresor, continúan existiendo las diferencias tribales que nos mantenían desunidos en África. Temo que no será fácil que se organicen en medio de tanta discordia. Sería casi imposible hacerlos poner de acuerdo en nombrar al jefe de la revuelta.

Papá Justicia entendió que miss Melody prefiriera no insistir con ese tema. Exaltar a aquellas gentes, que en ocasiones le parecían como niños, desembocaría en una contienda despareja que de seguro perderían, por mucho que superaran en número a los blancos. Mal alimentados y desarmados, los esclavos conformarían un ejército lastimoso. La invadió una gran desazón al comprender que limitarse a mejorar las condiciones de vida de los africanos en el Río de la Plata era lo más sensato. Debía evitarse una masacre inútil. Había que esperar. Bruno Covarrubias le daba esperanzas al contarle acerca de las ideas que, poco a poco, comenzaban a ganar un lugar entre los filósofos y los políticos europeos: la esclavitud debía terminar.

—Buenas noches —saludó Papá Justicia, y levantó apenas la chistera.

Pablo le indicó que se acomodara a su lado y le convidó un mate.

—¿Cómo están miss Melody y el niño Jimmy, Servando? —se interesó el viejo hechicero—. Me enteré de que llegó el amo Roger.

—Ellos están bien, Papá. Y sí, ha llegado el patroncito nomás. Grandote y con cara de malo, tal como usté me dijo.

Tomás escupió a un lado e insultó.

—Vamos, muchacho —terció Papá Justicia—, no te ofusques. El hombre es muy rico y poderoso. Podría ser de utilidad.

—Antes de pedir ayuda a un inglés me vendo al mismísimo Satanás.

—¡Calla! —se enojó el viejo—. No llames al maligno. Es de mal agüero —y cerró los ojos para mascullar una letanía en voz baja y lengua incomprensible.

Aleccionados por las ideas revolucionarias que llegaban desde Europa, Papá Justicia, Tomás y Pablo eran los cerebros de la conjura, y de inmediato se zambulleron en una larga polémica acerca de la mejor manera de obtener armas, entrenar a los esclavos y organizar los grupos de ataque. Servando escuchaba extasiado, sofrenando a duras penas una energía postergada que pronto encontraría la salida hacia la venganza.

Se despidió momentos más tarde y caminó a tranco rápido tomando la propiedad de Altolaguirre como atajo. Escuchó el crujido de la hierba y se acurrucó bajo un seto. Alguien pasó a su lado, descalzo y con los pantalones desflecados a la altura de las rodillas. Un mal presentimiento lo llevó a seguirlo. El modo de caminar, con la cabeza echada hacia delante, los brazos zangoloteando y las piernas torcidas, le hizo sospechar su identidad. Cerca del campamento de troperos, la luz anaranjada que proyectaban las hogueras le coloreó el rostro. Como había imaginado, era Sabas, el hijo de Cunegunda. El corazón le latió velozmente impulsado por la ira al ver con qué familiaridad saludaba a Tomás, a Pablo, incluso a Papá Justicia.