Capítulo V

Durante el primer almuerzo en el Retiro, Blackraven comió a solas con su prima, la señorita Béatrice. Desde la cabecera, la mesa para veinticuatro comensales lucía triste; el choque de los cubiertos sobre los platos acentuaba la impresión de vacío que reinaba en el ambiente.

Desde pequeño, en la soledad del inmenso castillo de su padre, Blackraven había buscado la compañía de los sirvientes y compartido las comidas con ellos en la cocina, propensión que enfurecía al duque de Guermeaux. Durante los incontables viajes, en cualquiera de sus barcos, en la suntuosa mesa del capitán Black, como lo apodaba su tripulación, jamás comían menos de cinco oficiales. Incluso, de tanto en tanto, como diversión, solía elegir a alguien de entre los marineros, a veces como premio por resolver un acertijo y en otras ocasiones por haber demostrado valor en batalla, para que alternara la discreta cena en el sollado con la exótica que preparaba el cocinero chino del capitán. “Es como arrojar margaritas a los chanchos”, le había susurrado Peterson, su contramaestre más antiguo, en referencia al rudo marinero que, sentado en el extremo opuesto de la mesa, tragaba un vino del Rin que había costado cuarenta libras como si fuese agua. “Déjalo”, había dicho Blackraven. “Él sabe que está bebiendo algo similar a un néctar de los dioses, más allá de que lo haga con la gracia de un puerco”.

Sonrió ante la evocación y devolvió su atención a Béatrice, aureolada por ese sello de nobleza que jamás la abandonaba, con sus modos impecables y su conversación interesante. Lo admitiría: era a la tigresa que había interceptado en el corredor esa mañana a quien deseaba en su mesa, ahí, junto a él. Miss Melody. Juzgó inapropiado el apodo. Él la llamaría Isaura, así la pensaría.

Isaura, natural de Isauria. Mr. Simmons, su preceptor, le había referido historias fascinantes acerca de esa antigua región griega habitada por saqueadores y piratas. Cuando en el siglo IV antes de Cristo, la capital, Isaura Vetus, a los pies del monte Taurus, fue sitiada por el regente macedonio Perdicas, los isauros prefirieron incendiar la ciudad antes que rendirse y caer prisioneros. Se los tenía por malvivientes, pero también por gentes de gran orgullo y valentía.

Isaura. ¿Quién le habría puesto el nombre? Quien lo hubiese hecho había acertado. Pocas veces una mirada le había comunicado tanto como la de esa muchacha. Pasión, odio, coraje, orgullo, miedo. Porque había vacilado al enfrentarse a Sansón. Existió un instante en el que su mano tembló antes de apoyarse en el hocico del terranova. Creyó que el animal le engulliría la mitad del brazo, como él lo sabía capaz. Pero Sansón había caído presa del asombro, y finalmente admitió la superioridad de la criatura que se atrevía a desafiarlo. ¿Por qué se había acuclillado y tocado a un animal de estampa tan cruel? Enseguida descartó que se hubiese tratado de un despliegue de vanidad o falsa presunción. En parte, lo había hecho para dar una lección a los niños, aunque, en el fondo, se había tratado de una contienda consigo misma. Por alguna razón, esa muchacha, casi una niña, se había prohibido sentir temor.

—No estás escuchándome —le reprochó Béatrice.

—Disculpa, querida. ¿Me decías?

—Te preguntaba cuándo llegaste a Buenos Aires.

—Hace cuatro días.

—¿Cuatro días? —se sorprendió Béatrice—. ¿Y recién ahora te presentas?

—Negocios impostergables me mantuvieron muy ocupado antes de poder informarles de mi presencia.

—Es vano preguntar. Sé que no me dirás qué negocios —bromeó Béatrice—. Te gusta el misterio.

—No me gusta aburrirte.

—Jamás me aburres. Y ahora dime, ¿cómo hiciste para entrar en la ciudad? Porque si tenemos en cuenta que la Inglaterra y la España están en guerra, jamás te habrían permitido fondear en uno de sus puertos. Incluso me sorprende que en la Aduana te hayan autorizado a ingresar en la ciudad.

Blackraven sonrió con indulgencia y acarició la pequeña mano de su prima.

—Sabes que viajo con varias banderas. Podría haber entrado en el puerto de Montevideo con la norteamericana y los papeles que así lo acreditan. Pero no lo he hecho. Decidí dejar mis barcos en Río de Janeiro y viajar hasta aquí en una goleta que alquilé. Está a mi disposición en la Ensenada de Barragán. En cuanto a la Aduana, mis contactos son siempre muy útiles, y sólo debí firmar una declaración donde aseguro ser católico.

—¡No lo eres, Roger! Eres anglicano.

—Marie, me extraña. ¿Acaso no te conté que mi madre me bautizó por el rito católico cuando contaba con días de nacido?

—Ah, sí, de veras. Lo había olvidado.

—Yo no —dijo Blackraven, risueño.

—Mi madre y mi padre fueron tus padrinos —evocó, y una sombra pasó sobre sus facciones.

—Nunca nadie ha tenido mejores padrinos —aseguró Blackraven.

—¿De veras lo dices, querido? ¿De veras los amabas?

—Claro que sí. Los amaba.

—Y ellos a ti —enfatizó Béatrice—. ¿Con cuántos de tus barcos viajaste? —dijo, muy deprisa, y sus labios sonrieron y temblaron.

—Con dos, el Sonzogno y el White Hawk.

—¿Son hermosos?

—Hermosos y poderosos —alardeó Blackraven—. Cuentan con cincuenta cañones de veinticuatro libras de calibre cada uno.

—¿Eso es mucho?

—Mucho, querida. De la más pesada artillería que surque los mares.

—¿Para qué necesitas artillería pesada? ¿En qué nueva aventura te embarcarás ahora?

—Marie, no te es ajeno que el Almirantazgo de mi país me ha concedido desde hace años una patente de corso y represalia. Sabes también que, en parte, he construido mi fortuna con esa patente. Y ahora, en guerra con la España y la Francia, el negocio se ha vuelto muy atractivo. Se obtienen suculentos botines. De hecho, mis hombres no estarán ociosos en Río sino que saldrán de corso en los próximos días.

Prefirieron tomar el café y los licores en la sala.

—¡Qué angustia me provoca imaginarte en medio de una de esas batallas en el mar! ¿Qué haríamos Víctor y yo si algo te ocurriese? Ya nadie me quedaría en este mundo.

—Si algo me ocurriese —habló Blackraven—, mi notario en Londres tiene las instrucciones necesarias para que tú y Víctor paséis el resto de vuestras vidas de modo placentero y feliz.

—¿Placentero? ¿Feliz? —repitió, con voz quebrada y una nota de enfado también—. La vida nunca volvería a ser feliz sin ti. ¿Por qué te expones? Eres tan rico que no te alcanzarán los años de vida para gastar el dinero que has acumulado. ¿Por qué te empeñas en arriesgar tu vida cuando sabes que Víctor y yo dependemos de ti? Y no me refiero al dinero. De seguro, tu tío y tu padre no aprueban tus correrías.

—Me tiene sin cuidado lo que el duque de Guermeaux opina de mí.

Béatrice se reprochó haber mencionado al padre de Blackraven. Conocía y, en parte, comprendía el rencor que su primo albergaba por el viejo duque; no había pretendido traer a colación un tema tan espinoso. Sorbió su café y meditó las palabras que dijo a continuación:

—Roger, he conocido a alguien que ha cambiado mi vida.

—Te refieres a la señorita Isaura —dio por sentado Blackraven.

—¿A la señorita Isaura? Ah, miss Melody. Sí, claro. En cierto modo, miss Melody ha cambiado mi vida también. Y la de Víctor, por supuesto. Pero, en realidad, me refería a un hombre.

Blackraven levantó la vista y la miró a los ojos.

—¿Qué piensas? —se enfadó Béatrice—. ¿Que estoy vieja para pensar en casarme y formar mi propia familia? ¿Que es un dislate que yo quiera encontrar un compañero para mi vida?

—No, no, Marie, por supuesto que no —se apresuró a aclarar Blackraven—. Me has tomado por sorpresa, de eso se trata.

—Jamás pensaste que alguien pudiese fijarse en mí, pobre y vieja como soy.

—Tú no eres pobre, Marie. Tienes mi riqueza a tus pies. Me lastimas cuando dices que eres pobre. —Béatrice se cubrió el rostro y se puso a llorar—. En cuanto a vieja, ¿qué diantres dices? Eres ocho años menor que yo. ¿Acaso soy viejo? Te aseguro que me siento mejor que nunca.

—Pero una mujer de veintisiete años que aún sigue soltera es considerada vieja. Aquí se dice que está para vestir santos. Me ha complacido que un hombre como William se fije en mí.

—Conque William —masculló Blackraven—. ¿Inglés acaso?

—No, escocés. ¿Te opones?

—Marie, querida, aún no lo conozco y ya me resulta poco para ti. Tú, que estás destinada a emparentar con las casas más importantes de la Europa, casada con un escocés. ¿Quién es este hombre? ¿A qué se dedica? ¿Cómo apareció en tu vida? Nuestra situación es compleja y peligrosa. Implica un gran riesgo intimar con quienes no conocemos.

—¡Oh, Roger! —suspiró Béatrice—. Ya no cuentan las casas más importantes de la Europa. Aquello quedó en un pasado glorioso que ya no existe y nunca volverá a existir. Ahora quiero vivir. Desde muy pequeña el mundo ha sido un infierno para mí. Tú me salvaste de caer aún más bajo y por ello te estoy eternamente agradecida. Pero quiero comenzar a ser feliz llevando la vida de una mujer normal, de una mujer cualquiera, porque eso es lo que soy. ¿Aceptarás conocer a William Traver?

—¿Le has contado la verdad?

—No. Pero me he sentido tentada a hacerlo.

—¡No, jamás! —se exaltó Blackraven—. Eres demasiado inocente e inexperta para conocer este juego, Marie. ¡Júrame que no hablarás de eso con nadie! ¡Júramelo!

—Lo juro. Y tú, prométeme que te avendrás a recibir al señor Traver. Por favor.

—Si tanto lo deseas, así lo haré. Bien conoces la debilidad que siento por ti.

—Gracias, querido mío, gracias.

Béatrice aceptó una copita de jerez para calmarse. El propio Blackraven se la sirvió. Bebieron en silencio.

—Entiendo que la señorita Leonilda también pasa una temporada aquí. ¿Por qué no nos ha acompañado en el almuerzo?

—Tú sabes, Roger, la intimidas tanto. La pobre no ha querido dejar su habitación desde que supo de tu llegada. Y allí le ha llevado el almuerzo Siloé.

—¡Marie, por Dios! —se exasperó Blackraven—. Jamás le he hecho nada para que me tema.

—En fin, querido, eres un poco intimidante, debes aceptarlo.

—Esta mañana he conocido a tu miss Melody. No se ha intimidado un ápice.

—Pensaba hacer las presentaciones esta tarde, mientras tomábamos el té. ¿Has visto qué ángel es?

—Tu ángel dejó bien en claro que detesta a los ingleses.

—Sí, es verdad. Entiendo que fue su padre, un irlandés, quien le inculcó esa malquerencia hacia los tuyos. Tiempo atrás, cuando supo que, en realidad, quien pagaba su salario no era el señor Valdez e Inclán sino un inglés, estuvimos a punto de perderla.

—¡Qué lástima! —ironizó Blackraven.

—Roger —se enfadó Béatrice—. Miss Melody ha traído alegría a mi vida y a la de Víctor. El niño recibe una buena educación y además cuenta que ha experimentado esos desgraciados ataques cada vez con menor frecuencia. ¿No es eso suficiente para ti?

—Sí, por supuesto —admitió Blackraven.

—Sé que doña Bela y don Alcides no opinan igual que yo, por eso juzgué propicio poner un poco de distancia y pasar una temporada aquí, en el Retiro.

—¿Quién es esta muchacha? —preguntó Blackraven más para sí—. ¿Qué sabemos de ella? Nada, según entiendo.

—Roger, por favor. Es una pobre huérfana a cargo de su hermanito enfermo.

—No tiene aspecto de pobre huérfana.

—Pues lo es.

—Alcides la definió como un “torbellino”.

—Bueno, verás, miss Melody es un torbellino —consintió Béatrice—. En eso don Alcides no se equivoca. Ya has podido comprobar, aunque someramente, lo que ha hecho con este sitio. Debes saber que, cuando llegamos dos meses atrás, encontramos a tus senescales completamente beodos. El lugar era un desquicio: los animales sin alimentar, la hierba sin cortar, el jardín se había perdido, la huerta parecía un matorral y los esclavos deambulando de aquí para allá como almas en pena. Sobre estos hermosos sillones de terciopelo picoteaban las gallinas. Deberías haber visto a miss Melody poniendo todo en su sitio. Fue un espectáculo digno de presenciar. Ni un general prusiano lo habría llevado a cabo de manera tan impecable y eficaz.

—Y don Bustillo —se interesó Roger—, ¿él se avino a que una jovencita le diera órdenes?

—Lo primero que debió hacer don Bustillo fue luchar por su vida —expresó Béatrice, y se cubrió la boca para ocultar la risa—. Miss Melody y Servando, uno de tus esclavos nuevos, lo arrastraron al abrevadero de la porqueriza y lo sumergieron por completo.

Blackraven soltó una carcajada.

—Confieso que me habría gustado ver eso.

—Ahora don Bustillo respeta a miss Melody como si fuera la dueña del Retiro. Yo creo que le teme.

—Quiero conversar con Víctor —señaló Blackraven, de repente—. Esta mañana hablamos muy poco y sólo cuando conseguí que saliera de entre las polleras de la señorita Isaura.

—A esta hora, él y Jimmy, el hermano de miss Melody, duermen la siesta. Tendrás que esperar hasta las cinco.

—¿Qué hay con la señorita Isaura? ¿Ella también duerme la siesta?

—¡No, claro que no! Es demasiado inquieta e industriosa. La encontrarás con los esclavos, en el cuarto patio, o tal vez en el molino, o en los campos —y Béatrice se abstuvo de mencionar que bien podría hallarla entre las lavanderas, a orillas del río—. ¿Por qué la llamas señorita Isaura?

—Me apetece así —desestimó Blackraven—. Entiendo que le ha tomado un gran cariño a los esclavos —prosiguió, y de nuevo echó mano de esa veta irónica tan común en sus modos.

—Verás, querido. Es muy extraña la manera en que miss Melody se conduce con ellos, con una paciencia y dulzura casi maternales. A pesar de que saben que miss Melody, por nacimiento y condición, es superior, se sienten a gusto en su compañía y le cuentan sus problemas y buscan en ella refugio.

—Quería contarte que en esta oportunidad he viajado con un amigo —comentó Blackraven, y Béatrice no supo si el tema de miss Melody y los esclavos lo fastidiaba o le importaba un ardite.

—¿De veras?

—Sí. Me gustaría que lo conocieras. Hablaremos más tarde. Quiero organizar una tertulia una de estas noches. ¿Eso te complacería?

—Mucho, querido. Aunque no olvides que la temporada se abrirá a fines de marzo. Durante los meses estivales, las gentes decentes se retiran a sus quintas. No encontrarás a nadie en Buenos Aires. Ahora bien, si esperas hasta fines de marzo —propuso Béatrice, en la esperanza de retenerlo más tiempo— todos estarán encantados con una tertulia.

—Supongo que haré valer las prerrogativas que me concede ser el futuro duque de Guermeaux. ¿Acaso no crees que saldrían de sus escondites veraniegos y vendrían a lomo de burro hasta la ciudad al saber que el conde de Stoneville los convoca?

Béatrice sonrió como lo hacía habitualmente, cubriéndose la boca, no por recato sino porque juzgaba mala su dentadura.

—En ese caso, ¿podré invitar al señor Traver, verdad?

—Veremos.

—¿Te vas? —preguntó, cuando Blackraven se puso de pie.

—Sí. He decidido recorrer mi propiedad y evaluar qué desmanes ha provocado tu querida miss Melody.

Fidelis Maguire amaba su valle de Glendalough natal, al este de Irlanda. A pesar de no haber viajado, sostenía que ningún sitio podía ser más bello. Desde las colinas de piedemonte de la cordillera Wicklow, le gustaba pasar largo rato admirando las ondulaciones verdes —de ese verde que sólo existía en Irlanda—, el azul cobalto de los lagos y el cerúleo del cielo, tan límpido que agitaba el aliento y avivaba las emociones.

Si bien los Maguire no contaban entre los clanes más importantes, poseían una parcela de tierra que habían trabajado con denuedo a lo largo de los siglos. La tierra y sus frutos constituían su mayor orgullo y el legado para las generaciones futuras. Jamás entró en sus cálculos perderla hasta que las regulaciones inglesas impusieron tasas cada vez más onerosas, y los Maguire se encontraron en la encrucijada de luchar por su único patrimonio o perder la tierra y el orgullo y perecer de hambre.

Seamus Maguire, jefe del clan, decidió que él y sus dos hijos mayores, Fidelis y Jimmy, formarían parte de una cofradía secreta de resistencia que comenzaba a ganar preponderancia en la isla. A pesar de su juventud, Fidelis se daba cuenta de que en aquellos encuentros clandestinos se reunían hombres llenos de indignación y resentimiento, pero sin poder ni dinero para hacer frente al Imperio Británico. “Puras baladronadas”, mascullaba, y seguía participando pues no se atrevía a contravenir una orden del patriarca.

Hasta que llegó el momento de la acción. Después de tantos meses de polémicas estériles, los cofrades decidieron atacar al enemigo. Eligieron al conde inglés Grossvenor, a quien pagaban la renta para acceder al derecho de trabajar su propia tierra, y que también les vedaba la caza en los cotos que les pertenecían desde la época de San Patricio.

Sabían que el conde de Grossvenor solía viajar a Dublín una vez al mes para concurrir a la ópera. Atracarían su carruaje, lo secuestrarían y pedirían rescate. El dinero se había convertido en la savia de la rebelión: armas, municiones, fondos para costear informantes, transportes y tantas otras cuestiones fundamentales para que aquella quijotada se convirtiera en una lucha verdadera. En cuanto a la suerte del conde inglés, habían decidido ajusticiarlo y entregar la cabeza en una caja a su familia. Fidelis formaría parte del grupo que asaltaría el carruaje, lo tomaría prisionero y se alejaría con él hacia la guarida. Revisó el plan varias veces sin encontrar ninguna falla.

El golpe salió mal. Varios perecieron. Fidelis y dos de sus compañeros fueron tomados prisioneros. Alguien los había delatado, un infiltrado que conocía los detalles a la perfección. Eran tiempos de hambruna, y unas cuantas monedas en la mano de un campesino convertía al irlandés más patriótico en un espía y traidor. Fidelis cobró conciencia de la posibilidad de haber sido traicionado al zambullirse dentro del carruaje aún en movimiento y encontrar que, en vez del conde, tres de sus guardias ocupaban la cabina. Paseó la mirada incrédula por aquellos rostros desconocidos antes de caer inconsciente de un culatazo. Afuera, el caos se apoderaba de la escena. Gritos, tiros, relinchos.

Durante el tiempo en que Fidelis permaneció en manos de sus captores, deseó morir. Pero lo necesitaban vivo para extraerle la información que los ayudaría a desbaratar el complot que se había vuelto una espina clavada en el flanco de las autoridades inglesas. Lo torturaban hasta dejarlo inconsciente para despabilarlo minutos más tarde y proseguir, sin éxito, pues las técnicas aberrantes que le laceraban la carne, le arrancaban las uñas y le descoyuntaban los huesos, no consiguieron quebrarlo. En medio del dolor, un dolor que jamás creyó posible experimentar, una claridad se colaba entre los resquicios de su mente enturbiada: si hablaba, en pocos días su padre y Jimmy padecerían la misma ordalía. Por fin, los torturadores se dieron por vencidos y lo abandonaron en el bosque para que zorros y chacales se disputaran el despojo en que se había convertido.

—Pero Dios creyó que yo merecía otra oportunidad —solía asegurar Fidelis a sus hijos mayores, Melody y Tommy— y por eso envió a Enda, que me encontró medio muerto en el bosque y me curó y cuidó durante semanas.

Aunque nunca lo vio descalzo, Melody sabía que a su padre le faltaban tres dedos en el pie derecho, que esa renguera que lo acompañaba y que él disimulaba a fuerza de puro orgullo irlandés se debía a los padecimientos sufridos en el potro, y que las crisis epilépticas que lo asaltaban de tanto en tanto habían comenzado después del cautiverio. A veces deseaba que Fidelis no le hubiese contado acerca de su tormento a manos de los ingleses, pero casi de inmediato se avergonzaba de ese pensamiento y su espíritu se levantaba más enfurecido que antes: ella jamás debía olvidar quiénes habían torturado a su adorado padre.

—Las tres maldiciones de Irlanda —declaraba Maguire a menudo— son: los ingleses, la religión y la bebida.

Melody apretó los ojos y tensó el cuerpo al imaginar el gesto de sorpresa y decepción de Fidelis al enterarse de que su hija trabajaba para uno de esa maldita raza de piratas y usurpadores de tierras. Buscaba excusas, señalaba posiciones, analizaba circunstancias, evaluaba pros y contras; elaboraba una justificación y casi de inmediato ella misma la desbarataba. Trabajaba para un inglés, y nada enmendaría semejante traición.

Aunque, en verdad, Roger Blackraven no tenía cara de inglés. Bien habría pasado por gitano. Los ingleses, en realidad, con esos aires de gentes respetables, se caracterizaban por figuras desgarbadas, vestimenta sobria, pero elegante, la piel demacrada y los ojos celestes. Por ejemplo, el señor William White, el comerciante amigo de don Alcides, era del tipo anglosajón. Blackraven, en cambio, tenía la traza de un salteador de caminos. Lo recordó en el pasillo, esa mañana, ocupándolo por completo, como si la autoridad que comunicaban su cuerpo y su prestancia hubiese invadido el espacio de cada uno, intimidando a los niños, a ella también. Enseguida pensó: “Es tan alto como mi padre”, a quien ella había considerado la persona más alta de sus conocidos. Pero, a diferencia de Fidelis, Blackraven ostentaba una corpulencia nada aristocrática, una solidez concentrada en los hombros tan anchos y en las gruesas piernas.

Lanzó un suspiro y siguió repasando el lomo de Fuoco con la almohaza. Los niños, sentados en el suelo a pasos de ella, repetían la tabla del cuatro.

—¿Cuatro por tres?

—¡Doce! —respondían a coro.

—¿Cuatro por cuatro?

—¡Dieciséis!

Movió apenas la cabeza para mirarlos. Componían un cuadro adorable, ahí, quietecitos en el suelo, con sus caritas morenas y sucias atentas a cualquier movimiento o decir de ella. Los niños le devolvían la esperanza que la vida se empeñaba en arrebatarle.

—¿Cuatro por cinco? —No hubo respuesta—. ¿Cuatro por cinco? —insistió—. Vamos, vosotros lo sabéis. Ayer lo habéis dicho sin dudar. ¿Recordáis el secreto? Debéis sumar cuatro al resultado anterior. ¿Cuánto es dieciséis más cuatro? —Nadie contestó—. ¿Qué ocurre? —preguntó, y se dio vuelta, almohaza en mano.

Roger Blackraven se hallaba en la puerta de la caballeriza. Vestía traje de montar y tenía una fusta en la mano que golpeaba contra el taco de la bota. Melody pensó: “Lleva en prendas lo que a mí me costaría ganar en varios años”.

Los ojos de Blackraven abandonaron al grupo de niños y se detuvieron en ella. Melody también lo miró, con fijeza, sin ánimo de desafiarlo, nuevamente prendada de la fortaleza de su cuerpo. Se dijo: “Es un hombre oscuro”, aunque no pensaba en su piel bronceada ni en el pelo negro. Su condición de oscuro se la confería esa expresión dura, reflejo de un alma compleja, llena de intersticios, de mirada profunda, enmarcada por una línea de cejas negrísimas que apenas raleaban en el entrecejo, donde no se separaban por completo. Se trataba de la cara agresiva de un guerrero.

—¿Qué significa esto? —preguntó Blackraven, y señaló con la fusta al grupo de esclavos, sin quitarle la vista de encima.

Al sonido de su voz, los niños se pusieron de pie para amontonarse en torno a Melody. A ella le molestó que los asustara y que los hiciera sentir incómodos.

—¿No lo ve? Un grupo de niños aprendiendo la tabla del cuatro.

—No sea impertinente —dijo Blackraven.

Melody se ruborizó; aquellas palabras pronunciadas con acento tan medido la alcanzaron con la precisión de un látigo.

—¿De dónde han salido? —insistió, y caminó hacia ellos—. No recuerdo haberlos visto el año anterior.

—Juan Pedro y Abel son hijos de Tecla, que sí es su esclava. Los demás son hijos de las lavanderas, que trabajan a la orilla del río.

—Sé perfectamente dónde trabajan. ¿Por qué están aquí estos niños si no son de mi propiedad?

—Son mis alumnos —manifestó Melody, y Blackraven se preguntó si en verdad lucía atemorizada—. Les enseño en mis horas libres —se apresuró a informar.

—¿Alumnos? ¿Desde cuándo los esclavos deben aprender a leer y escribir, o a multiplicar, como parece ser éste el caso?

Melody lamentó que los niños escucharan un comentario tan hiriente. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Soltó la almohaza y los congregó entre sus brazos.

—Vamos, queridos —dijo, y Blackraven percibió una nota de inseguridad en su voz—. Vuelvan con sus madres. No llores, Camila —y, acuclillada, le pasó la mano por las mejillas—. Mañana regresarán, ¿verdad? —Blackraven soltó un juramento—. Vamos, tomados de la mano. No olviden regresar más tarde, antes de que el sol se ponga. Siloé les dará un vaso de leche.

—¡Un vaso de leche! —se exasperó Blackraven.

—¿Quiere callarse? —le espetó Melody en inglés, y se volvió para enfrentarlo—. ¿No tiene corazón que trata a estos niños como si fueran bestias?

Blackraven se desconcertó, se avergonzó después, sensación que no experimentaba usualmente. “¡Condenada muchacha!”, exclamó para sí, sofrenando el impulso de golpearla. Pero el impulso murió casi al tiempo de nacer, dando paso a una extrañeza y curiosidad que lo llevó a preguntarse: “¿Qué clase de mujer es ésta que no me teme ni me admira?”.

—Es fácil desprenderse de los bienes ajenos —manifestó, una vez que quedaron a solas—. Porque he de suponer que la leche que tan generosamente les regala no proviene de vacas de su propiedad. ¿O me equivoco, señorita Isaura?

—No, no se equivoca, señor Blackraven.

—Dentro de poco tendré a toda la negrada de Buenos Aires mendigando un plato de comida.

—Ahora entiendo —pronunció Melody— por qué Jesucristo aseguró que sería más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que un rico entrara en el Reino de los Cielos.

—¡Basta! —vociferó Blackraven, y Melody retrocedió hasta chocar con Fuoco—. Ha dicho usted suficiente. De ahora en más, nada de leche para esos niños que no son de mi propiedad.

—Señor Blackraven, por favor, es la leche que sobra, la que queda después de alimentar a la población del Retiro. En ocasiones se echa a perder. Por favor, no prive a esos niños de, quizás, el único alimento…

Blackraven la mandó callar con un movimiento de su fusta.

—Usted, señorita Isaura, no está en posición de exigirme nada. Ha provocado tantos desmanes entre mi gente y en mis propiedades como para merecer la cárcel. De una vez se lo pregunto: ¿dónde esconde a mi esclava, la que me costó casi cuatrocientos pesos?

—En la ley cuarta, título veintidós, de la partida número cuatro del Código Negrero —citó Melody— se establece que si una esclava es vejada o convertida en prostituta, el señor la perderá.

A Blackraven le causó gracia la importancia que la muchacha le otorgaba a esa letra muerta. De seguro, había sido el pelafustán de Covarrubias quien se la había enseñado.

—Veo que es usted una ilustrada en la materia y que se anima a pronunciar palabras que en mi tierra ninguna dama se atrevería siquiera a pensar. La felicito. Pero eso no viene a cuento de nada. Insisto: ¿dónde está mi esclava? Es de mi propiedad y la quiero de vuelta.

—Su esclava, señor, se llama Miora. Y está escondida. Sí, yo la escondí. Y lo hice para ponerla a buen resguardo. ¿Qué clase de hombre es usted que deja a su propiedad en manos de un par de inescrupulosos como don Alcides y don Diogo? Miora fue vejada, y su derecho de pudor violado. ¿Cómo me pide que la devuelva a quien le infligió daño semejante?

—Será mi decisión, no la suya, qué hacer con esa esclava. Ahora dígame dónde la esconde.

Melody quiso volver a quejarse, pero Blackraven avanzó en su dirección tan rápidamente que la dejó callada. Le puso la fusta sobre el mentón antes de hablarle casi en voz baja:

—No se equivoque conmigo, señorita. Yo no soy Valdez e Inclán.

Melody contuvo la respiración. Había algo siniestro, casi peligroso en su modo deliberado.

—Entiendo que a él lo amedrentó con demandas y escándalos. A mí me tienen muy sin cuidado el escándalo y cualquier litigio legal. Si en usted existe un mínimo de juicio, dejará de lado las necedades y me devolverá la esclava. En caso contrario, yo mismo la denunciaré por hurto. No quiero pensar qué será de su hermano con usted en prisión. ¡Suéltese el cabello! —ordenó de inmediato.

Melody se quedó mirándolo.

—Le digo que se suelte el cabello.

—¿El cabello?

—¿Lo hará usted o lo haré yo?

Se movió hacia ella con una actitud intrínseca de comando que hizo imposible rehusarlo. Se llevó las manos a la nuca y se quitó las presillas que le sujetaban el rodete.

—Sacuda la cabeza —exigió Blackraven—. Quiero que caiga sobre su espalda. Vuélvase. Vamos, hágalo.

Melody así lo hizo y enseguida sintió que, con la fusta, Blackraven le desparramaba la cabellera.

—¿Qué cree que está haciendo? —protestó, tomándose el pelo con las manos, retorciéndolo.

Blackraven sesgó los labios en una sonrisa llena de vanidad.

—Era usted la que, esta mañana, cabalgaba como si el demonio la persiguiera. Vestida de hombre y a horcajadas —agregó—. ¿De qué o de quién huía?

—De nada —respondió Melody—. ¿De qué habría de huir? Salí a cabalgar, eso es todo.

—¿Simplemente a cabalgar? ¿Vestida de hombre? ¿Tratando de ocultarse bajo una capucha? Lo dudo —concluyó, con una seguridad que la acorralaba.

—Me crié en el campo, señor. Pasaba la mayor parte del día montada a caballo ayudando a mi padre en las tareas de la estancia. Haberlo hecho con faldas habría sido muy inconveniente. Aunque le parezca un dislate, he vestido como hombre desde que era pequeña.

—¿Y su madre lo aprobaba?

—No, por supuesto que no. Ella era una refinada dama de ciudad. Pero la voluntad de mi padre dictaba que yo aprendiera a llevar adelante la estancia. Mi madre no tenía autoridad alguna en ese aspecto, y yo recibí la educación y la libertad de un muchacho.

Quedaron en silencio. La tensión crecía e incomodaba a Melody, y decidió no volver a hablar. Blackraven, por su parte, no lucía afectado en absoluto.

—Debo confesarle, señorita Isaura, que es usted una fuente inagotable de sorpresas.

Melody no supo si tomarlo como un halago o un insulto. Se quedó callada, mirándolo. Pensó: “¡Qué azul tan maravilloso!”, refiriéndose al de sus ojos. A pesar de tratarse de un azul oscuro, se diferenciaba del negro del iris. Para un hombre tan varonil, con cejas gruesas y oscuras que le daban el aspecto de malo, sus pestañas resultaban demasiado largas, pobladas y vueltas, como las de un niño. Pero más allá de esa característica que mitigaba la dureza natural de su mirada, Roger Blackraven transmitía una arrolladora masculinidad con cada movimiento, cada gesto, cada aspecto de su cuerpo. Ya se advertía el bozo en sus mejillas cuando ella recordaba que esa mañana las llevaba recién afeitadas. Se preguntó si su torso sería muy velludo.

—¿Qué mira, señorita?

—A usted, señor.

Blackraven soltó una carcajada y, echando la cabeza hacia atrás, rió abiertamente, sacudiendo su prominente nuez, mostrando dientes blancos y parejos, enredando las pestañas de arriba con las de abajo al entrecerrar los ojos. Le había hecho gracia el modo de la respuesta, dicha sin intención de desafiarlo, más bien con sinceridad y algo de perplejidad por tener que responder a algo tan obvio.

—Será mejor que vuelva a la casa —dijo Melody—. Víctor despertará dentro de poco.

—Víctor cenará conmigo esta noche. —Melody asintió—. Y usted también.

—No.

—¿Por qué no? —quiso saber Blackraven—. ¿Porque usted jamás compartiría la mesa con un inglés? ¿Es eso? No la imaginaba prejuiciosa, menos aún racista.

—Me he negado porque no quiero que mi hermano coma solo. Eso es todo.

—Pues su hermano será también bienvenido en mi mesa esta noche y las noches que dure mi estancia en Buenos Aires. La he dejado sin excusas. Lamento que no sea de su agrado mi invitación, pero lo es para mí. Usted aprenderá, señorita Isaura, que siempre se hace lo que a mí me complace. —Y con ese modo que lo caracterizaba de saltar, sin pausa, de un tema a otro, exigió—: Dígame dónde está mi esclava. Hoy mismo enviaré por ella.

—¿No la regresará a lo de Valdez e Inclán, verdad?

—No estoy acostumbrado a que se cuestionen mis mandatos, se lo advierto.

—No volverá a ver a Miora si no promete mantenerla lejos de don Alcides.

—¡Es usted una desvergonzada! —se encolerizó Blackraven, la afabilidad anterior pérdida—. ¡Dígame dónde está!

—¡No!

Con una sola mano, la tomó por el cuello, espantando a Fuoco que se alejó en dirección de los otros caballos. Aunque Melody sabía que, con poco esfuerzo, Blackraven podía rompérselo, no se permitió flaquear, tampoco intentó quitarse la mano de encima, y se mantuvo quieta y erecta, la mirada fija en la de él, respirando agitadamente en tanto aumentaba la presión en torno a su garganta.

Blackraven pensó: “Al igual que con Sansón esta mañana, me teme, pero prefiere morir antes que demostrármelo”. Su cuello le pareció esbelto y pequeño, cabía todo en su mano, y el contraste entre la blancura de ella y la tonalidad morena de sus dedos lo llevó a pensar en la delicada feminidad de esa muchacha.

Ella tenía tanto que perder y tan poco que ganar. El bienestar de Miora, eso era todo. Día a día se violentaban cientos de esclavas en Buenos Aires y ella se preocupaba por tan insignificante criatura. Nadie se atrevía a contradecirlo, ni los poderosos de la Inglaterra ni el marinero más raso de sus barcos. Esta muchacha, en cambio, lo provocaba como si detrás de ella se ocultara un ejército multitudinario. A pesar de sí, la admiró. La admiró porque, temiendo, no lo demostraba. Tiempo atrás, un sabio de la India le había dicho: “No es valiente quien no teme, sino quien, temiendo, arrostra ese temor”. Dejó caer la mano y se alejó de ella.

—¿Por qué es usted así? —preguntó con pasión, y ya ni siquiera la auténtica vehemencia que usó, tan ajena a su carácter, lo irritó.

—¿Y por qué —objetó ella— es tan poco importante para usted que una mujer sufra una vejación horrible a manos de un desalmado?

Levantó deprisa la cabeza y la miró a los ojos. ¿Quién era Isaura Maguire? ¿Cómo había sido su vida? De pronto lo asaltó una necesidad bullente de conocerla hasta la saciedad; quería dominar todos los aspectos de su pasado, y los de su presente también.

—Le prometo que ningún mal caerá sobre la esclava mientras sea de mi propiedad. Le doy mi palabra de honor.

—Yo misma iré a buscarla —manifestó Melody—. Mañana la traeré aquí.

—Bien.

Blackraven volvió a admirar ese cabello que le cubría como un manto la espalda hasta la cintura. Rizado, abundante, pictórico de luz rojiza. Con la soltura que su temperamento despótico admitía, pensó: “Quiero ver esa gloriosa cabellera derramarse sobre el cuerpo desnudo de la señorita Isaura”.