Buenos Aires, viernes 3 de enero de 1806.
Roger Blackraven extrajo su reloj del bolsillo tirando de la leontina. Cinco y media de la mañana, demasiado temprano. De seguro hallaría su casa del Retiro completamente dormida. Los criollos de Buenos Aires no acostumbraban a despertarse con el alba. Aunque el senescal, Pascasio Bustillo, y su mujer, Robustiana, no tenían un pelo de criollos; eran gaditanos de pura cepa, afectos a holgazanear, al buen vino y al cotilleo. Desde la península habían arrastrado una cáfila de vicios, y en el Río de la Plata los habían aumentado. Los despediría. No entendía cómo no lo había hecho durante su visita el año anterior.
Le interesaba la prosperidad de sus campos del Retiro. Buscaba desarrollar la agricultura industrial en esas tierras generosas, al igual que en sus posesiones de Antigua y de Ceilán. La propiedad a orillas del Río de la Plata contaba con una noria que abastecía de agua por igual a los cultivos y a la casa. Si bien el molino aceitero y las dos tahonas no habían comenzado a producir, él estimaba verlos en funcionamiento antes de dejar Buenos Aires. Convertiría las aceitunas y la linaza en aceite, el lino y el cáñamo en fibras textiles, las frutas y los vegetales en conservas, el trigo y los demás cereales en harinas, y los cueros en productos manufacturados —bridas, monturas, prendas, zapatos—. Para esto último, construía en la zona de Barracas la que se estimaría la curtiembre más moderna de los virreinatos españoles.
Sus intereses no se relacionaban exclusivamente con negocios económicos. Años atrás había llegado al Río de la Plata en una misión de delicada naturaleza durante la cual su mente se repartió entre las ventajas de invertir en una tierra de posibilidades ilimitadas y el encargo que la Corona Británica había puesto en sus manos. Le gustaban los desafíos, él se desafiaba, desafiaba n su propia fuerza, a su sagacidad, a su poder. Era inmisericorde consigo, y ambicioso. No admitía la derrota, no contaba entre sus planes. Despediría a los Bustillo. No le servían.
El camino hacia la zona del Retiro, conocido como la calle Larga, se encontraba en pésimas condiciones, empeoradas por la tormenta del día anterior. Ya habían cruzado el precario puente del Zanjón de Matorras y aún estaban vivos, lo cual no dejaba de considerarse un milagro teniendo en cuenta las dimensiones del carruaje.
Blackraven apartó el velo y miró el entorno. La aurora teñía el cielo de un rosado vaporoso. Abrió la ventanilla, y la brisa del amanecer le acarició la frente. Amaba ese momento del día. Golpeó dos veces con su estoque el techo del carruaje y sobresaltó al perro ubicado a sus pies. El familiar rostro de Somar apareció en el ventanuco que comunicaba la cabina con el pescante.
—Detendremos la marcha por un momento —indicó en inglés—. La escalerilla, por favor; voy a descender.
Somar movió la cabeza en señal de asentimiento, y el raso amarillo de su turbante contrastó con la oscuridad que todavía predominaba hacia el oeste. El coche se balanceó cuando el hombre saltó al suelo. Se escuchó el sonido metálico de los escalones al ser desplegados, y la portezuela se abrió.
Antes de descender, Roger Blackraven, con un chasquido de dedos, le indicó a su perro que lo acompañase, un terranova de magnífico porte y de gran tamaño, con el pelaje oscuro y abundante. Su talla y corpulencia intimidaban, a pesar de tratarse de un animal fiel y cariñoso.
Blackraven estiró los brazos y trató de serenarse. A pocas varas de su quinta en el Retiro, no tenía idea de con qué se encontraría. Pocas situaciones lo fastidiaban tanto como aquéllas que le provocaban inseguridad y confusión; le gustaba que nada escapase a su potestad. En el mundo complejo y traicionero en el que se movía, la falta de planificación y el azar podían costarle la vida a muchas personas. Se mantenía en permanente estado de alerta; la tranquilidad y el descuido eran lujos que no se permitía.
El día anterior, en casa de su socio, Alcides Valdez e Inclán, lo habían recibido con noticias que lo enfurecieron. El meticuloso ordenamiento montado antes de dejar Buenos Aires un año atrás se había trastornado por completo, y un gran alboroto se cernía sobre sus propiedades y su gente.
La casa de los Valdez e Inclán se situaba sobre la calle de Santiago, en esquina con la de San Martín, llamada así en honor al santo patrono de Buenos Aires, Martín de Tours. A pocas cuadras del Fuerte y de la Plaza Mayor, se erigía en la zona que la gente de buen ver consideraba como la mejor. Blackraven encontraba simpático el entusiasmo con que españoles y criollos por igual defendían la grandeza de una ciudad que, en realidad, parecía un villorrio. Pero debía aceptar que él mismo había caído bajo el inexplicable influjo de Buenos Aires, que carecía de atractivos y, en cambio, oponía tantas dificultades: un puerto inabordable, calles imposibles, aires mefíticos, jaurías de perros rabiosos, montones de basura y grandes poblaciones de ratas. Se preguntó si el atractivo radicaría en sus mujeres, hermosas en general, algunas cultivadas, la gran mayoría apasionadas; con seguridad, menos pacatas que las inglesas. Le gustaban las porteñas, sus modos desprovistos de artilugios y melindres, y que no se molestaban en ocultar la admiración que un caballero como él les inspiraba.
Golpeó con la aldaba dos veces y escuchó un correteo en el interior. Sesgó los labios con aire vanidoso: las muchachas Valdez e Inclán lo aguardaban con ansiedad. Esa mañana había avisado con un esclavo que se apersonaría por la tarde, alrededor de las cuatro. Al igual que el año anterior, las encontraría en el vestíbulo, formadas en fila, de mayor a menor, con sus miradas desviadas al suelo y las manos sobre el regazo. Las cuatro resultaban prometedoras, pero Elisea, la mayor, le parecía una beldad. Entre las muchachas, como una más de ellas, se encontraría Bernabela, la esposa de Valdez e Inclán, a quien llamaban doña Bela. Quince años menor que su esposo, parecía su hija. Contrastaban por varias razones, por el carácter animado de ella y el adusto de él, por la sonrisa fácil de uno y la retaceada del otro, por la piel de porcelana de ella y la gruesa y arrugada de Alcides, cuya vida de aventuras había marcado una honda huella en su rostro y en su cuerpo. Contrastaban en especial por la pasión que se reflejaba en los ojos ámbar de Bela, a diferencia de los de Alcides, de una tonalidad oscura difícil de definir, que no se avivaban con luz propia sino ante el brillo prestado del dinero.
Las mujeres de Valdez e Inclán eran, sin duda, magníficos ejemplares, pero la expectación de Blackraven se debía a otro motivo, volver a ver a su querida prima, Marie Teresse Charlotte Capet, a quien ocultaba celosamente en Buenos Aires desde hacía algunos años bajo el nombre de Béatrice Solange Laurent y la tutela de Alcides Valdez e Inclán. Vería también a Víctor, su ahijado y protegido, aunque ese pequeño de grandes ojos verdes le provocaba sentimientos tan contrapuestos que a veces lo llevaban a desear no tenerlo enfrente.
Le abrió el mayordomo, una excentricidad en esas tierras, de peluca blanca y rigurosa etiqueta, con zapatos de hebilla de bronce y tacos altos. A Blackraven lo divertía el cuadro que componía Efrén en semejante atuendo; la peluca empolvada y la piel renegrida del esclavo daban la nota más disonante; lo sorprendía que llevara sus pies calzados y se preguntó cuánto tiempo le habría llevado habituarse a ellos.
El mayordomo se inclinó y, con un movimiento de brazo, le indicó que pasara.
—Gracias, Efrén —dijo.
El negro no hizo ademán de tomar el estoque pues conocía la afición del señor Blackraven, conde de Stoneville, por empuñarlo en toda ocasión; se limitó a retirarle la ligera capa de durois. Entró Somar, el inseparable edecán de Blackraven, seguido por dos mulatos que soportaban varias cajas. El mayordomo le lanzó el mismo vistazo de aprensión que aquel infiel con turbante le había provocado años atrás. Los pequeños tatuajes en sus pómulos, justo bajo los ojos, y el sable que llevaba a la cintura eran, por demás, intimidantes.
—Dejen las cajas ahí —señaló Somar a los mulatos en un mal castellano.
—Aguárdame en el coche —ordenó Blackraven en inglés a su sirviente.
—Sí, milord —respondió Somar, y les indicó a los mulatos la salida.
Blackraven avanzó unos pasos hacia el vestíbulo y allí se encontró con el cuadro que había compuesto antes de sacudir la aldaba: las cuatro hijas, la esposa y el dueño de casa.
—¡Excelencia! —exclamó Alcides, y caminó con el brazo extendido, conocedor del hábito inglés de darse la mano a modo de saludo.
El título de “excelencia” resultaba fatuo en estas tierras y en esas circunstancias, pero lo cierto era que Roger Blackraven había nacido conde y algún día se convertiría en el duque de Guermeaux, en tanto que Valdez e Inclán no llegaba ni a infanzón. Los títulos nobiliarios impresionaban a los habitantes del Río de la Plata y no importaba que se declarasen adeptos a las ideas revolucionarias de la Francia a la hora de agasajar a un aristócrata.
—Don Alcides, un gusto volver a verlo —manifestó Blackraven—. A usted y a toda su familia —agregó, con una inclinación de cabeza en dirección a las mujeres.
Doña Bela y Blackraven cruzaron una mirada, y así como la de ella fue reveladora, la de él no dijo nada. Enseguida soltó la mano de su anfitrión y frunció el entrecejo, expresión que dotaba a sus facciones de una dureza de la cual no carecían naturalmente.
—¿Y mi prima, la señorita Béatrice? —se impacientó—. ¿Y el pequeño Víctor?
—Verá usted… —se apresuró doña Bela, pero Alcides la interrumpió.
—Enseguida hablaremos de ellos, excelencia. Están bien, muy bien —agregó deprisa—. Pase, por favor, vamos a la sala donde nos aguarda el servicio de té.
—Espero que sea de vuestro agrado —pronunció doña Bela—. El té —aclaró, envolviéndolo con una mirada de ojos bien abiertos, sin pestañeos.
—Efrén —llamó Blackraven, como si fuera el anfitrión—, lleva estas cajas a la sala. Son algunos presentes para las damas.
Roger le explicó a doña Bela que el juego de porcelana provenía de su fábrica inaugurada recientemente en Truro, una ciudad del condado de Cornwall, al sur de la Inglaterra, que a su vez se abastecía del caolín extraído de las canteras que, poco tiempo atrás, un prospector había descubierto en sus tierras, en ese mismo condado.
—¿Acaso no aseguró vuestra merced —preguntó Alcides— que en sus tierras había minas de cobre?
—Y las hay —dijo, sin alteraciones en la voz—. Pero los míos son terrenos muy vastos. Las canteras de caolín se hallan a varias millas de las minas de cobre. Como sé —prosiguió sin pausa— que a las niñas les gusta más el chocolate que el té, les he traído el mejor que existe, el de Jamaica.
Entregó la caja de madera con el preciado contenido a Elisea, que lo tomó con manos inseguras y párpados que aleteaban sin atinar adónde mirar. “Es bellísima”, pensó, aunque, contemplándola con detenimiento, notó que cierta palidez malsana había borrado la lozanía de sus carrillos y el tono carmesí de sus labios. Doña Bela hizo sonar la campanilla con brío e increpó a la esclava por no haber servido el té aún.
—Nosotros lo tomaremos en el estudio de don Alcides —indicó Blackraven—. Si doña Bernabela así lo permite —agregó, con una ligera inclinación de cabeza.
Roger Blackraven no era el tipo de hombre al que se le negara nada. Valdez e Inclán se puso de pie al mismo tiempo que su invitado y lo siguió hasta la habitación que llamaban “el escritorio”. Sabía que la ausencia de su prima, la señorita Béatrice, y la de su protegido, el niño Víctor, lo fastidiaban y que sólo la presencia de las mujeres había impedido que perdiera los estribos. Apenas servido el té, Valdez e Inclán se apresuró a preguntar:
—¿Hace mucho que llegaste?
—Tres días.
Alcides levantó las cejas. Usualmente, Blackraven se presentaba apenas arribado a Buenos Aires.
—¿Tuviste algún problema en la Aduana? Ahora la Inglaterra y la España están en guerra —observó.
—No, ninguno.
Se hizo un silencio. Alcides iba a romperlo cuando la voz grave y profunda de Blackraven inundó la estancia.
—Me dirás dónde están mi prima y mi ahijado. Ahora.
El imperio de aquel hombre lo abrumaba. Era como un césar, temido y admirado, con aquel cuerpo de galeote y ese rostro de pirata. La impresión que causaba no nacía de su ringlera de títulos nobiliarios ni de su patrimonio, que nadie sabía a ciencia cierta dónde terminaba. Se trataba de una firmeza inconmovible en su mirada y de un aire reflexivo que mantendría en las situaciones más desesperadas, de su voz carente de inflexiones que utilizaría de igual modo para halagar e insultar, de su desapego para seducir o condenar a muerte. Por otro lado, su fino sarcasmo, su propensión a la broma y una locuacidad vivaz que convencía al más resuelto también formaban parte de sus matices.
Igualmente, Roger Blackraven podía alcanzar exacerbaciones extremas. No se caracterizaba por la tolerancia ni la paciencia. Su carácter, naturalmente afable, se convertía en una tormenta, rugiente e inclemente, cuando sus órdenes no se cumplían o no hallaba satisfechos sus deseos. Una vez desatada, su furia era un espectáculo imponente de contemplar.
Se habría afirmado, entonces, que en Roger Blackraven habitaba su propia antítesis. De todos modos —y esto era lo admirable en opinión de Valdez e Inclán—, cualquier acto de descomunal descontrol que a ojos de un inexperto podría tomarse como espontáneo, resultaba de un plan deliberado y prolijamente trazado. Ninguna explosión de sentimiento, ninguna expresión de indignación o placer le hacían latir el corazón con más frenesí que ante una taza de té, apoltronado en un sofá, como en ese momento.
En definitiva, a ciencia cierta sólo podía asegurarse que Roger Blackraven era un maestro de la simulación.
—Verás, Roger —comenzó Valdez e Inclán, y Blackraven percibió el temor de Alcides.
Lo miró por sobre el borde de la taza para desestabilizarlo aún más. Le gustaba jugar al gato y al ratón.
—Ellos están bien, realmente bien —insistió.
Blackraven bajó la vista para ocultar una sonrisa cargada de burla. Todavía recordaba la primera vez que se topó con Alcides Valdez e Inclán, borracho y lloroso en un club de mala fama de Londres donde acababa de perder su último penique. Le habló en castellano y ofreció llevarlo a casa. Incluso Somar lo ayudó a subir los peldaños y a acertar con la llave. Esa noche conoció a su esposa, Bernabela, una jovencita por aquel entonces, y a las pequeñas Elisea y Marcelina, cuyas miradas de desolación lo conmovieron. Antes de marcharse, habiendo dejado a Alcides roncando en un sillón de la sala, entregó su tarjeta a Bernabela.
Valdez e Inclán no era un jugador empedernido; simplemente había buscado paliar sus desaciertos económicos con los naipes y, sin experiencia alguna, se había convertido en bocadillo de los tahúres, que lo desplumaron. En realidad, se trataba de un hombre de aguda inteligencia, poco propenso a hablar y observador atento. Blackraven le ofreció cubrir sus deudas para salvarlo de la prisión de Newgate a cambio de unos servicios de poca monta, y Valdez e Inclán aceptó. Bajo su tutela, el español se reveló como un hábil y celoso administrador, y pronto se puso de manifiesto que poseía otra gran virtud: la discreción. Ésta cobró importancia sobre las demás, y Blackraven le sacó provecho para sus asuntos de mayor complejidad. Día a día, Alcides Valdez e Inclán se volvía más útil e importante.
La relación entre ellos no se llamaba amistad. Blackraven no lo respetaba. Lo usaba, al igual que Valdez e Inclán se servía de su posición, su dinero y su talento para los negocios. Entre ellos se había establecido la perfecta sociedad en la cual ninguno bajaba la guardia por temor a salir estafado. Blackraven conocía los secretos más perversos de Valdez e Inclán, y éste, algunos de los más delicados de aquél. Hacía años que convivían en esa especie de matrimonio por conveniencia y nadie dudaba de que lo harían por varios años más.
Entre ellos, era Roger Blackraven el que pisaba fuerte. Su absoluta dependencia económica volvía a Valdez e Inclán vulnerable y dependiente. La casa donde vivía, los esclavos que lo servían, las prendas dispendiosas que vestía, los platos exquisitos que se llevaba a la boca, todo provenía del bolsillo inagotable de Blackraven, que atizaba dicha dependencia como el medio más eficaz para someterlo. Valdez e Inclán atendía sus asuntos, se hacía cargo de situaciones complejas, figuraba como su testaferro en más de un negocio, y él lo recompensaba con magnanimidad. Si Alcides Valdez e Inclán hubiese mostrado el mismo celo para administrar sus dineros, a esa altura sería rico. Pero casado con una mujer de la talla de Bernabela Coutinho, siendo el padre de cuatro coquetas hijas, a cargo, además, de una cuñada solterona y un cuñado manirroto y vago, debilidad de doña Bela, el dinero se escurría como el agua entre las manos.
—Vamos, habla —se impacientó Blackraven, que se puso de pie, con el estoque bajo el brazo.
—Te lo contaré desde un principio, para que comprendas.