Cinco meses después del seminario, Maybridge fue a pasar sus vacaciones con Meg en los Alpes Julianos. La elección del lugar había sido cosa de Meg, influenciada por el librito que Barker había escrito sobre Yugoslavia y que acababa de ser publicado. El hecho de que Barker y su opúsculo tendieran a recordar a Maybridge el seminario que él trataba afanosamente de olvidar, era desafortunado, pero nada podía hacerse. Meg era muy aficionada al esquí y nunca había estado en esa región. Ansiaba ir. Más tarde —había prometido a Maybridge—, a fines del verano, irían a una playa llana, calurosa y aburrida, para tumbarse y empaparse de sol.
Para Maybridge, aburrirse era infinitamente mejor que desafiar a la muerte en las laderas de las montañas. Él no esquiaba ni tenía el menor deseo de intentarlo. Cuando Meg salía, él pasaba el tiempo en el hotel leyendo, o paseando por lugares seguros, cubiertos por nieve bien apisonada. Se había traído unos prismáticos, pero no los utilizaba. Había muchos anoraks de color rojo vivo como el de Meg, y los chiflados que lucían prendas idénticas y del mismo color, asumían todos ellos tremendos riesgos montanos. Si uno de ellos era su esposa, prefería no saberlo.
A Meg, que lo adivinaba, le costó explicarle lo del accidente, pero era forzoso informarle antes de que otros se lo contaran. Eligió el mejor momento, cuando se sentía apaciguado después de una buena cena regada por un Karlovacki Bermet con sabor a almendras.
—Esta mañana, una de las esquiadoras ha sufrido un percance —le dijo—. Bueno… para decirlo sin circunloquios, ha muerto.
—¡Jesús!
Puso la mano sobre las suyas, bruscamente, presa de un súbito temor. ¿Por qué diablos habían ido los dos allí?
Ella movió los dedos bajo su presa y sonrió.
—Ya lo ves —dijo—, yo estoy aquí. No tienes motivo para apretarme con tanta fuerza. No me ha ocurrido a mí.
—Es un pasatiempo propio de locos.
—No, si se tiene cuidado.
—Pronto cumplirás los cincuenta.
—¿Y esto qué tiene que ver? Esa mujer…
—No me importa ninguna mujer… Si una quiere matarse, es cosa suya. La única que me preocupa eres tú.
Meg persistió.
—Tal vez conocieras a esa mujer. Yo estaba con las demás esquiadoras de mi grupo cuando bajaron su cadáver. Algunos esquiadores la conocían… y también a su marido. Estuvo casada con sir Geofrey Grant.
Maybridge retiró lentamente la mano. A pesar del cálido ambiente del comedor del hotel, sentía frío. La impresión extinguió todos los ruidos a su alrededor. El mundo exterior, y también el que le rodeaba, estaba blanco y silencioso, hecho de hielo. No había visto a Fay desde el seminario. Pocas veces había pensado en ella. Pudo haber asistido al entierro de Grant, pero no lo creyó oportuno. No buscaban al asesino de Grant. Había puesto fin a su vida, sumido en un estado de shock, después de haber asesinado a Haydon. No había razón alguna para pensar en otras probabilidades. Y de haberla habido, no había ninguna prueba, nada a qué agarrarse.
Y sin embargo, lo había hecho Connors, consiguiendo con ello el botín…, y ahora el miserable había matado a Fay.
Ignoraba que la rabia le había moteado la cara, y que el sudor bañaba su frente.
Meg le miró con curiosidad. No tenía la intención de inducirlo a error. Supo que estaba pensando en la otra.
—Es la primera señora Grant —explicó—, la que estuvo casada con él antes de que recibiera el título. Estaban divorciados. Ahora, es la señora Martin. Se casó con uno de los escritores poco después de morir su marido.
Le fue imposible ocultar su sensación de alivio. La sala volvía a ser la de siempre. Llena de luz y de calor.
Meg asintió con la cabeza, como si se autoconvenciera. No se había engañado. Aquella mujer había agradado a su marido. Y mucho. Sin embargo, carecía de importancia… ya que su amor sólo se lo dedicaba a ella.
—Creo que se llamaba Gina, ¿la conocías?
Maybridge, que era todavía un fumador empedernido, sacó su paquete de cigarrillos y encendió uno con impaciencia.
—No.
Trató de recordar lo que Connors había dicho de ella. Era la madre de las hijas gemelas de Grant, dos adolescentes. Grant le pasaba una pensión generosa y ella había de heredar una suma sustanciosa —¿había dicho sustanciosa?— a la muerte de su marido. Según el testamento, en el que Connors había firmado como testigo y del que Grant había hablado. Tanto él como Claxby habían considerado esta explicación como un esfuerzo de Connors para que la herencia de Fay pareciera menos importante. Desde luego, importante había sido.
—¿Conocías a su marido? —preguntó Meg—. ¿Asistió al seminario?
—Ya lo creo —contestó Maybridge—, Trevor Martin estuvo presente. Un tipo muy corriente, sin nada en él que llamara la atención. Un maestro de escuela. En sus novelas, trataba de deshacerse de los cadáveres con baños de ácido, pero no sabía una palabra de química.
Recordó el diagnóstico de Barker durante el análisis de escrituras: «Si quisiera hacer desaparecer un cadáver, se aseguraría de conocer a fondo la química.» ¿Qué más había dicho acerca de él? No mucho, pero sí lo suficiente para trazar el retrato. Un descontento extremo.
Maybridge se sirvió otra copa de licor, tratando de recordar. El descontento podía inducir a la acción a ciertas personas. La noche en que murió Grant, Martin había estado merodeando por el lugar —tomando un vaso de leche en la cocina, había explicado— y hablándole al mayor Haydon. Debió de tener un susto al ver a Haydon allí. Por lo tanto, admitió que se había levantado. Incluso quiso dirigirse a Claxby y a él mismo, aquel día en la cantina. Se lo había explicado antes de que pudiera hacerlo Haydon, y al mismo tiempo había arrojado sospechas sobre Haydon. Un buen trabajo. Cuidadosamente calculado.
Pero Grant se había suicidado, y con razón. ¿Por qué dudar al respecto?
—No me has ofrecido una copa —se quejó Meg—. Cuando tu mente de policía empieza a trabajar, te olvidas incluso de mi presencia.
—Lo siento —dijo, cogiendo su copa.
La llenó demasiado y ella tomó unos breves sorbos con cuidado, antes de decirle lo que él quería saber.
—Parecían formar una familia llena de afecto, Trevor Martin y su flamante esposa y las hijastras. Los cuatro esperaban ayer ante el telesilla. Gina tiene más o menos mi edad… tal vez unos pocos años de diferencia. Es regordeta y de aspecto agradable. Se tiñe los cabellos de color castaño rojizo. Las chicas llevan trenzas largas y rubias. Dentro de unos años, se harán admirar. Se parecen a su padre. Grant era un hombre guapo… al menos, esto dijiste tú. Y tienes razón al decir que Martin no llama la atención. No me hubiera fijado en él de no haber estado con ellas tres. Se estaban burlando de él porque se quedaba en las pistas infantiles. Supongo que es la primera vez que esquía. De todos modos, es algo más valiente que tú, puesto que tú ni siquiera lo intentas.
Maybridge preguntó a Meg si la habían presentado como la señora Maybridge.
—No… Allí no hubo ninguna presentación. Yo estaba con unos cuantos amigos esquiadores y algunos sabían que Gina había estado casada con Grant, y más tarde lo comentaron. Y no te preocupes, puesto que en nada contribuí yo a la conversación. Lo que ocurrió en aquel seminario es agua ya pasada.
Advirtió que había estado hablando de Gina como si ésta todavía viviera. Recordaba vívidamente aquella familia del día antes: un grupo alegre y lleno de vida. Después, volvió a ella la sombra de hoy, momentáneamente olvidada, y hubo tristeza en su voz cuando siguió hablando.
—Según lo que he oído decir, ella intentó uno de los descensos más difíciles, perdió el control, se desvió en la dirección opuesta y se estrelló contra un grupo de árboles. Lo vieron media docena de esquiadores. Debió de ser una escena terrible, pero ellos nada pudieron hacer para evitarlo.
—¿Y dónde estaba su marido? —preguntó Maybridge.
—Abajo, en las pistas de los niños, pobre hombre.
Muerte accidental, decidió Maybridge, y permitió que su sospechoso saliera del negro túnel hasta llegar a la luz. Bueno… a media luz.
—¿Estaba sólo allí?
—¡Dios mío, dame paciencia! —suspiró Meg, auténticamente enfadada—. Estaba en las pistas infantiles con otras cincuenta personas. Y si alguna vez un hombre ha necesitado compasión y comprensión, es éste.
Tenía razón, desde luego. Su trabajo le estaba convirtiendo en un ser retorcido.
Más tarde, aquella misma noche, mientras él y Meg tomaban café en el salón de recepción del hotel, entró Trevor Martin con sus hijastras. Una de ellas se había agarrado a su brazo y la otra caminaba delante de los dos. Los tres vestían prendas vistosas, propias de sus vacaciones: las chicas sueters amarillos y pantalones vaqueros haciendo juego, y Martin un traje de esquiador azul marino. A primera vista, encajaban en el escenario, pero en seguida resultó evidente que formaban un grupo aparte. Maybridge tuvo una intensa impresión de unidad. En su dolor, cada uno trataba de proteger a los demás. La chica que caminaba delante se detuvo y dijo algo. Martin apoyó la mano en su muñeca y se la acarició suavemente. Hablaron durante unos momentos y después las muchachas se dirigieron hacia el ascensor. Martin titubeó, como si no supiera lo que debía hacer. Caminó hasta el mostrador de recepción y habló con el empleado, y seguidamente se dirigió al bar.
—Ahí tienes tu oportunidad —dijo Meg—. Ve a charlar un rato con él. Yo tomaré el ascensor con las chicas. Si es posible, trataré de prestarles ayuda.
El ascensor no era automático y el empleado que se ocupaba de él, un hombre ya de cierta edad, esperaba a que se llenara. Mantuvo la puerta abierta para que entrase Meg, y Maybridge esperó hasta que lo hubo hecho.
No deseaba seguir a Trevor Martin, y comportarse decentemente en este caso resultaba muy difícil.
Finalmente, se encontraron en la puerta del bar, dos minutos más tarde, cuando Trevor Martin salía de él.
—Creí haberle reconocido —dijo Martin.
Hacía nueve horas que Gina había muerto. Él había pasado parte de la tarde en el depósito de cadáveres y todavía podía notar su olor, todavía oía el eco de sus pasos en aquel suelo enlosado. Fuera de él, todo era irreal, incluso ese hotel enorme y ruidoso. Se sentía como si se encontrara en un escenario, bajo unos focos potentes, y como si un apuntador, entre las tramoyas, suministrara frases a su cerebro. Indicó el sofá que Maybridge acababa de abandonar.
—Sentémonos. —Le condujo hasta allí—. ¿Estaban tomando café? —Había observado las dos tazas vacías—. ¿Pedimos más?
Las preguntas eran concretas y secas. Automáticas.
Maybridge asintió.
—Muchas gracias.
Un arranque de charla nerviosa… Una necesidad de acción… No era cosa inusual en momentos de estrés. Recordó las reacciones de los escritores al ser interrogados.
Se sentaron y Martin llamó al camarero. Dos cafés turcos… Uno sin azúcar, «Bêz sécera».
El camarero repitió «Bêz sécera», con la pronunciación correcta, y después dijo en un inglés perfecto:
—Azúcar para uno.
Martin esperó a que se alejara y entonces empezó a hablar de nuevo: sobre la calidad del servicio en general, la comida y del vino… ¿qué opinaba Maybridge de las bebidas locales? El ljuta era todavía más fuerte que el slijivovica… ¿no lo había probado todavía? Maybridge, preguntándose cómo podía detener aquella charla y dirigir al otro unas palabras de pésame, manifestó que prefería la cerveza.
—A mis hijastras les gusta esa repugnante bebida hecha de frambuesas, la Malina, y un líquido fabricado con maíz y vainilla, llamado Bozo —continuó Martin—. Mi esposa bebe vino… bebía, quiero decir… ella…
El diálogo se estaba estropeando. Sus pensamientos emergían a través de aguas oscuras y en una red formada por palabras, que ya no las podía retener.
Se volvió a medias en el sofá y miró a Maybridge. En sus ojos, de color azul pálido pero inyectados en sangre, brillaban las lágrimas. Maybridge leyó en ellos la pregunta: «¿Por qué diablos ha venido usted?»
Entonces Martin preguntó en voz alta:
—¿Está usted aquí profesionalmente, inspector jefe?
Maybridge, alertadas de nuevo sus anteriores sospechas, contestó que estaba de vacaciones.
—Es una coincidencia que también yo me encuentre aquí —persistió Martin—. No es uno de los grandes centros turísticos más populares. ¿Por qué lo eligió usted?
Maybridge le habló del librito de Barker.
—Es el experto en caligrafía que analizó las muestras de escritura en el seminario.
Si no pronunciaba en seguida las palabras de condolencia, sería ya muy difícil hacerlo.
—He lamentado profundamente —empezó a decir, a media voz— la noticia del accidente de su esposa…
Martin no contestó. Había un torbellino en su cabeza. Gina se había destrozado contra un árbol. Su cráneo quedó fracturado. Palabras, hechos. Cosas que no había que mirar. Cosas en las que no se tenía que pensar. Ayer, a esa misma hora, habían estado bailando los dos el Kolo, en una fiesta yugoslava celebrada en un hotel cercano al suyo. Ella le había obligado a bailar, burlándose de su timidez.
Entonces él no sabía que Maybridge se encontraba aquí. No lo supo hasta que miró en el registro de clientes del hotel, mientras los dos se encontraban ante el mostrador de recepción, esperando la llave de su habitación, pasada ya la media noche.
La compasión de Maybridge era sincera.
—Es una verdadera tragedia. Si algo podemos hacer, yo o mi esposa…
—Nadie puede hacer nada —replicó Martin.
Sus palabras fueron contundentes, incluso frías.
Cuando ambos subieron a su habitación la noche pasada, ella advirtió su temor… pero no supo comprenderlo. Él le dijo que tendrían que suspender inmediatamente sus vacaciones y marcharse. Sus excusas fueron increíbles. Ella ni siquiera supo de qué le estaba hablando. Al transcurrir la noche y debilitarse su resistencia a las preguntas de su esposa, ésta empezó a comprender. Recordaría de qué manera le miró ella entonces. Siempre más lo recordaría.
—¿Era una esquiadora experta? —preguntó Maybridge.
—Más bien podríamos decir mediana.
Ella, se mató, policía, yo no estaba allí.
Llegó el café turco y el camarero indicó la taza sin azúcar. Trevor Martin la cogió y después firmó la nota y dejó una propina.
Maybridge observó que la propina fue desproporcionadamente generosa. O bien Martin no entendía la moneda local o estaba demasiado trastornado para fijarse. El camarero le dio profusamente las gracias y se retiró.
El café era negro y con un sabor muy amargo. Maybridge removió el suyo hasta que se disolvió todo el azúcar. Martin empleó un edulcorante. ¿Otro diabético?, preguntóse Maybridge. Desde luego, no se trataba de un problema de peso, pues el hombre era delgado como un lebrel. Quiso saberlo.
—¿Por qué toma eso?
Martin paró la estocada.
—Sin eso, no podría beberlo.
Un grupo de turistas jóvenes, vestidos con los colores de un pavo real y con las voces roncas propias de esa ave, salieron del ascensor y se dirigieron hacia el bar. Maybridge les miró con irritación. Esa clase de conversación debiera desarrollarse en otro lugar… un lugar tranquilo y más íntimo.
Preguntó a Martin cuando creía poder regresar a Inglaterra. Martin se encogió de hombros.
—No lo sé. Habrá… —no encontraba la palabra adecuada—, formalidades… Gina… llevarla a nuestro país… todas las gestiones en el aeropuerto…
Dejó la sentencia sin terminar y seguidamente empezó a bloquear el horror con otra retahíla de palabras:
—Le hacía tanta ilusión venir aquí. Para los cuatro, eran nuestras primeras vacaciones en familia. Lo habíamos dispuesto todo para una época en que las niñas no tuvieran colegio. Van a un colegio de media pensión en Bath. Cuando nos casamos, yo fui a vivir allí, en casa de Gina. Está en uno de los bloques de edificios georgianos. Yo vivía al sur de Bristol, en la zona de Barrow. En lo que los agentes inmobiliarios llaman un chalet personal. Ella lo encontraba encantador, pero aislado y demasiado pequeño para los cuatro, y demasiado alejado para que las chicas fueran a su colegio. Por consiguiente, lo vendí.
Observó la expresión de Maybridge y se detuvo bruscamente. «Y cambiaste una casa destartalada por otra que vale más de cien mil libras; esto es lo que está pensando, ¿verdad?»
Maybridge lo estaba pensando. Se preguntaba adónde conducía la conversación y decidió orientarla.
—¿Puede, de todos modos, ir y venir cada día desde su escuela?
—Podría hacerlo. Pero prefiero no hacerlo. Considero que las clases privadas encajan mejor con mis tareas de escritor.
«Financiadas por el dinero de Gina; también está pensando esto.»
Hubiera sido banal y tangencial interesarse por sus libros, y por ello Maybridge no lo hizo. Se preguntó: ¿y qué más? Y esperó.
—Gina se quedó muy sola después del divorcio —prosiguió Martin—. Se divorció de Grant cuando él la abandonó por Fay… Pero usted ya está enterado de todo esto. Probablemente, tiene nuestros expedientes desde aquel seminario. —Hizo una mueca de amargura—. Yo he gozado de autonomía durante casi toda mi vida. Tal vez por esto no me atrajo el matrimonio cuando mis amigos de la misma edad empezaban ya a comprometerse. Pero pensé de muy distinta forma cuando conocí a Gina. Nos conocimos hace tres años, en una cena que dio un amigo mutuo.
«Y nos necesitábamos el uno al otro. La necesito ahora. No puedo, no quiero creerlo.»
Los acontecimientos de la noche volvían a pesar sobre él. No podía bloquearlos para impedirles la entrada. Habían dormido muy poco. Gina se levantó temprano y fue a dar un paseo… y se negó a que fuese con ella. Bajó a desayunar muy pálida pero muy dueña de sí, e insistió en que fueran a las pistas de esquí como de costumbre. Las chicas, al notar su malhumor, se sintieron inquietas. Ella siempre había tenido buen cuidado de las dos. Pensando en ellas, no se hubiera matado deliberadamente. Todo había ocurrido a causa de su turbación. Se había sentido demasiado trastornada para que le importase otra cosa.
Y él se sintió demasiado trastornado para preocuparse ya por nada. El impulso que le hacía hablar era peligroso, pero no podía evitarlo.
Había un pequeño dibujo de mosaico en la mesa del café y sus dedos recorrieron aquellos arabescos de color pardo bronceado mientras hablaba.
—Nos casamos hace unos meses… poco después de morir Grant. Si nos hubiéramos casado mientras él vivía, ella habría perdido su pensión. Casarse contando tan sólo con mi salario, después de todo a lo que estaba acostumbrada, no hubiera sido justo. Ni para las niñas. Yo no hubiera podido mantener la casa en Bath. Había varias razones prácticas para esperar. Nos veíamos los fines de semana… y pasábamos las vacaciones juntos. Sin embargo, queríamos algo más. Estos últimos meses han sido los más felices que yo he conocido… Y ella pensaba lo mismo.
Y «entonces llegó usted. Y si no está aquí profesionalmente, ¿quién o qué le ha enviado? ¿Némesis?»
Había veces que su trabajo desagradaba profundamente a Maybridge. Veces como ésta. Unas pocas palabras sin importancia bloquearían ahora lo que él sabía que había de venir. La aseveración de que realmente se encontraba ahí en vacaciones… unas pocas palabras genuinas de compasión para un hombre que se sentía genuinamente dolorido… Una retirada llena de tacto. Desde luego, resultaba tentador.
Sin embargo, Maybridge permaneció sentado, sin decir nada.
—Durante toda esta conversación —continuó Martin—, no he dicho nada que usted no sepa ya. Y lo que no sabe, lo ha supuesto. Esta noche, yo hubiera podido evitarle. Hubiera podido salir para dar un paseo, y no regresar. Pero no tengo esa clase de valor… o de cobardía. —Contempló la brillante y lujosa sala del hotel con ojos que no veían. El impulso que le movía a hablar era como una recia cuerda que le arrastrara a un abismo, pero en un extremo de ella tal vez hubiera por fin la paz—. Puesto que estoy seguro de que acaba de deducirlo ahora, correctamente, yo soy diabético como Grant. O tal vez usted lo supiera ya. Tengo acceso a la insulina y estoy al corriente de sus diversas dosis.
»Después de lo que le ocurrió a Christopher Haydon, Grant pudo haberse suicidado. Si yo no hubiera hecho nada, tal vez él hubiese muerto de todas maneras, aunque esa idea, desde luego, no me ha servido de consuelo. Cambié el vial la mañana del seminario, mientras Grant se encontraba en su despacho. Por la tarde, después de la concesión del premio, recorrí el pasillo y observé que la puerta de su habitación estaba abierta y la luz encendida. Fay estaba arreglando el cuarto. Tuve el tiempo justo para observar que había colocado la insulina y la jeringa de Grant en el estante sobre el lavabo. Antes, estaban en su bolsa de fin de semana, y yo las había tocado con los guantes puestos. Me preocupaba el hecho de que las huellas dactilares de Fay pudieran implicarla a ella. Nadie, aparte de mí, está implicado en eso. Gina no sabía nada. Tuvo un disgusto al enterarse de la muerte de Grant. La había tratado muy mal, pero ella todavía le tenía un cierto aprecio. La impresión la enfermó cuando la noche pasada yo le conté la verdad.
Las palabras salían dolorosamente. Notaba una rigidez en su cara y su boca le parecía hinchada y magullada.
—Usted debe de saber algo de eso… pues de lo contrario no se encontraría aquí. Ella nunca habría sabido la verdad si usted no hubiese venido.
La compasión abandonó repentinamente a Maybridge, como si le hubieran dejado a oscuras. Trató de mantener un tono de voz normal.
—Mi venida aquí fue puramente casual. Yo… mis colegas y yo… nos mostramos evidentemente negligentes en nuestra investigación. Usted se nos pasó por alto. —Su indignación cedió un tanto—. Siento sinceramente la muerte de su esposa, pero nada tiene que ver conmigo. Usted mató a Grant. Suya es la responsabilidad. Su conciencia… o el miedo… le hicieron admitir este hecho ante su esposa después de descubrir que yo me alojaba en el hotel. Yo no soy responsable de su conciencia, ni de sus actos… ni de las consecuencias de estos actos. Usted privó a sus hijastras de su padre. Cuando entró con ellas aquí hace un rato, pude darme cuenta del afecto que sienten por usted. ¿Cómo supone que se sentirán cuando conozcan la verdad? Su conciencia es asunto suyo, pero si todavía existe, por el amor de Dios, piense en ellas dos.
Por la expresión de Martin pudo ver que las palabras habían calado hondo. Realmente, había habido afecto por ambas partes.
—Apenas terminen las formalidades aquí —le dijo Maybridge—, dispondré mi vuelo de regreso a Inglaterra de modo que pueda viajar con usted. Todavía no es necesario decirles nada a las hijas de Grant. Mi esposa hará por ellas cuanto pueda, hasta que usted las acompañe a nuestro país.
Martin hizo un esfuerzo para pensar más allá del momento actual. El cambio que Maybridge había introducido, probablemente sin deliberación, de «sus hijastras» a «las hijas de Grant», subrayaba la ruptura de vínculos. Había comenzado la terrible soledad.
Preguntó a Maybridge si la declaración oficial se efectuaría ante la policía después de llegar a Inglaterra.
—Sí, supongo que en Bristol.
«Y si no la haces —pensó Maybridge con amargura—, probablemente no se establecerá ningún caso judicial. Con Grant incinerado, es de suponer que no habrá pruebas suficientes. Por lo tanto, si el caso va a los tribunales y tienes un buen abogado, posiblemente salgas libre. Sólo una confesión puede meterte entre rejas.»
Era necesario telefonear a Bristol y presentar un informe. Posiblemente, Claxby no se encontraría allí a esa hora —las diez y media aquí eran las nueve y media en Inglaterra—, pero otro oficial superior tomaría las riendas del asunto y sería desaconsejable esperar hasta el día siguiente. Después de su fiasco en el seminario, lo estaba haciendo todo al pie de la letra.
Antes de retirarse para telefonear, se levantó y contempló a Martin. En todos sus tratos con asesinos, en el pasado, nunca había existido ese nivel de implicación personal. Las palabras que Cora Larsbury había citado y que aludían a la solución del asesinato les resultaban demasiado familiares. Y ahora, el crimen había quedado solucionado… tardíamente, sin que hubiera ninguna satisfacción en ello. Rara vez la había.
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