11

Es imposible mantener oculta la noticia de dos cadáveres, uno asesinado y el otro mutilado, oculta ante el público lector durante más de un día. También es imposible encarcelar a treinta escritores de novelas policíacas en un edificio universitario, utilizado con fines docentes. Los estudiantes necesitaban entrar en él. Y los escritores de novelas policíacas, por diversas razones, necesitaban salir de allí. Rendcome, el jefe de policía, se trasladó a St. Quentin para estudiar la situación y decidir cuál era la mejor solución. El policía a cargo de las relaciones con la prensa necesitaría toda la habilidad de un político para manejar esta cuestión, pero Rendcome le dijo que hiciera cuanto pudiera.

—No se extienda demasiado. Divulgue tan sólo que fue una cosa repentina. Y no relacione todavía a Grant con Christopher Haydon. Dígales que mañana habrá una rueda de prensa. Para entonces, tal vez sepamos más cosas.

Cuando un cadáver ha sido asesinado por otro, se reducen los gastos de un juicio, lo que no dejaba de ser una pequeña bonificación. Pero en este caso, había tantas bonificaciones que la ecuación se negaba a cuadrar. La nota retadora dirigida por Grant a Maybridge y la mutilación eran los dos rompecabezas restantes que nadie parecía capaz de resolver. Por supuesto, Grant había escrito la nota y también había asesinado a Haydon. Y Grant tenía suficientes conocimientos de la ciencia forense para saber que no ofrecía al inspector jefe Maybridge un misterio insoluble… Por tanto, ¿por qué desafiarlo al respecto? Dadas las circunstancias, ¿por qué pensar, precisamente, en Maybridge? ¿Qué clase de conferencia vitriólica había pronunciado el responsable Maybridge para merecer esa represalia tan absurda? Rendcome se lo preguntó y escuchó la respuesta con cierta incredulidad.

—De ahora en adelante —le advirtió—, evitará usted todas las reuniones literarias como si fueran la peste.

Bien mirada, esta censura fue suave. Pudo haber sido mucho peor.

Claxby seguía hirviendo en su interior. Había pasado todo un día exasperante y se sentía cansado. Deseaba que la cuestión de la mutilación fuese archivada discretamente y olvidada, pero, desde luego, no había ni que pensar en ello. Tenía todos los nombres y direcciones de los sospechosos. Tenía sus huellas dactilares en las tarjetas. De momento, ninguna huella podía vincularse claramente con el espetón. Había varias huellas borrosas en la nota escrita por Grant, pero la mayoría eran suyas. Rendcome le dijo que la cuestión principal eran las dos muertes y que éstas debían ser tratadas rutinariamente, de acuerdo con las mejores capacidades de cada uno. La mutilación presentaba más problemas y tal vez exigiera más tiempo. Era una lástima, añadió secamente, que sir Godfrey no pudiera tener el entierro que se le hubiera dedicado en diferentes circunstancias. A Grant le gustaba la gloria, y Rendcome le había conocido bastante a fondo.

Claxby pidió a Maybridge que reuniera a los autores y les dijera que podían llenar sus maletas y largarse.

—Sin embargo, recuérdeles que pueden ser llamados de nuevo en cualquier momento.

Claxby se disponía a acompañar a lady Grant a la jefatura de policía, para que allí hiciera su declaración. Estaba ahora seguro de que nada tenía que ver con la sobredosis de su marido, pero aun así la declaración tenía que ser firmada. Había recibido la noticia de la muerte de Haydon —y la de que su marido había sido el causante de ella— con una calma férrea, pero la reacción del mayor la había trastornado profundamente. El anciano se había echado a llorar y lady Grant le había consolado entre sus brazos. En ese momento, Claxby sintió una cierta simpatía por ella, aunque era evidente que Brian Anderson no compartía este sentimiento. Su antagonismo, mientras miraba cómo ella reconfortaba al mayor, le retorció las facciones e hizo aparecer profundos surcos de desaprobación. La perspectiva de conducir a los tres en el coche de la policía no complacía ni mucho menos a Claxby, pero era preciso tomarles declaración, y Lawrence Haydon tenía que hacer una identificación positiva.

Maybridge se las arregló para ver a Fay antes de que ésta partiera con Claxby. El encuentro fue fortuito. Estaba en la cocina pagando a los sirvientes, cuando él pasó casualmente por allí. Se detuvo ante la puerta y, al verle, Fay le sugirió tomar un café.

—Si es que tengo tiempo para ello —añadió—. El superintendente nació para su oficio. Cuando vino al mundo, ya llevaba unas esposas. ¿Es muy atrevido por mi parte hacerle esperar?

Maybridge sonrió.

—Acepto la responsabilidad.

Se prepararon dos tazas de café y se sentaron para beberlo en silencio. Él tenía ganas de decirle cuánto lamentaba que tuviera que padecer la carga adicional de conocer la culpabilidad de Grant, pero no sabía cómo plantearlo sin conseguir que el evidente dolor que sentía ella se hiciera todavía más insoportable al tratar aquel punto. Por su parte, ella quería decirle que su afecto y su apoyo la estaban ayudando más de lo que él pudiera suponer, que le agradaba como persona, pero que, tal como iban las cosas, no era probable que volvieran a verse nunca más.

Él le pasó el azúcar.

—El café de su seminario es mejor que el brebaje que le darán en la jefatura de policía.

—Si me ofrecen algo, pediré té.

—Es que todavía es mucho peor.

Fay sorbió su café, mirándole por encima del borde de la taza, con su mirada trastornada.

—¿Cómo se puede ayudar a Lawrence Haydon?

—No se me ocurre nada.

—Ha sido una cosa horrorosa.

—Sí, en todos los sentidos.

Le ofreció un cigarrillo y lo rehusó, pero él encendió uno e inhaló profundamente el humo.

Fay le preguntó cuándo regresaría de América su esposa.

—Pronto, pero no todavía.

—Es una mujer con suerte.

—La suerte es mía.

Fay supo que él hablaba con sinceridad. Bebió su café y se levantó. Él se dirigió hacia la puerta con ella y vio que Dwight Connors estaba esperando junto a la sala de conferencias. Supuso que ambos querían hablar en privado antes de que ella se marchase con Claxby.

—Será mejor que me marche —dijo ella.

—Sí.

Maybridge extendió la mano en un gesto anticuado. Algo sorprendida por la cortesía, ella tendió la suya y se las estrecharon con gran formalidad.

—Gracias por todo —dijo ella— y lamento lo ocurrido.

Más o menos, no dejaba de ser un resumen de lo que pensaba.

Connors había pedido a los escritores que se reunieran en la sala de conferencias para que Maybridge pudiera hablarles por tercera y última vez. Observó que el doctor Crofton había regresado. Era de suponer que la urgencia hospitalaria, si es que había existido, había quedado ya solucionada.

Les dijo que la muerte de Grant había sido causada por una hipoglucemia grave, a consecuencia de una sobredosis de insulina… probablemente administrada por él mismo. Dijo que Christopher Haydon había sido encontrado muerto, pero no aclaró dónde, ni cómo.

Sospechó que, de todas maneras, ya lo sabían. Les explicó que podían ser convocados más tarde para ayudar a la policía en sus investigaciones.

—Y creo —concluyó— que esto es todo.

—Ni mucho menos —exclamó Sandy Crofton desde el fondo de la sala—. ¿Qué nos dice de aquella fea e incruenta operación quirúrgica efectuada con el espetón?

Tal vez tú seas el responsable de ella, pensó Maybridge. ¿Quién mejor calificado que él? Probablemente, se había necesitado una cierta habilidad para encontrar la arteria carótida… Unos conocimientos prácticos de anatomía. Dijo que la policía seguía investigando este punto.

Sin embargo, el doctor Crofton insistió jovialmente:

—Debería avergonzarles. Muriel Slocombe lo hubiera resuelto en menos de diez minutos. Pero supongo que esto es hablar por hablar. Ya que estoy aquí, ¿puedo subir al escenario y recoger la cubierta de mi libro?

—No faltaría más —contestó Maybridge.

La petición de Crofton le había removido la memoria: necesitaba poner en orden otros detalles tediosos. Recordó que había manuscritos en el despacho y que él había cerrado la puerta con llave.

—Aquellos de ustedes que tengan que recoger sus trabajos, que vengan conmigo.

Cinco de los escritores noveles encontraron sus labores literarias y se marcharon. No así el sexto. Era un hombre bajo y rechoncho, con ojos de perro basset y una barba gris bien recortada. Su profesión era la de contable, explicó a Maybridge, como si contrapesara la demencia de escribir libros.

—Me llamo Pringle —continuó el hombre barbudo, al parecer sin inmutarse por la falta de respuesta en Maybridge—. Está escrito en la carpeta que contiene el manuscrito.

—¿Sí? —dijo Maybridge, mirándole con algo más de interés.

Barker había analizado la escritura de Pringle. No era un hombre petulante y quizá padeciera una enfermedad leve, tal había sido su veredicto. Tenía algo que ver con su manera de escribir la letra F.

Pringle no le había parecido enfermo unos minutos antes, pero ahora se mostraba muy trastornado. Explicó que había enviado su manuscrito a Grant una semana antes, y que Grant le había dicho que quería comentarlo con él cuando tuviera tiempo, y que lo tenía en su despacho.

—Pero no está aquí.

—Dígaselo a Dwight Connors —sugirió Maybridge con impaciencia—. Él trabaja como secretario. Que yo sepa, todavía lo encontrará en la sala de conferencias.

—Mi manuscrito es mi salvavidas —explicó Pringle con desesperación—. Ha sido mi única finalidad en la vida durante los últimos seis meses. No podría soportar su pérdida.

De pronto, Maybridge pensó en el cuerpo maltrecho de Christopher, con su jersey de vivo color amarillo manchado de sangre, y en la bien formada garganta de Grant atravesada de parte a parte.

—Lástima —dijo sin la menor compasión.

—Usted no lo comprende.

Había acusación en el tono de Pringle.

—Estoy seguro de que Connors lo comprenderá. Lleva suficiente tiempo tratando con la macabra mentalidad colectiva de ustedes, los productores de ficción criminal, como para haberles tomado las medidas. Y ahora, si quiere excusarme, tengo que hacer otras cosas.

(Como por ejemplo meter mi pijama en el maletín.) Abrió la puerta y Pringle, como un perro basset al que se le propinara injustamente un puntapié, salió del despacho.

Una vez arriba, Maybridge contempló su pequeña habitación, alegrándose de que no tuviera que pasar otra noche en ella. Abandonaba St. Quentin con una profunda sensación de derrota, con el rompecabezas tan sólo resuelto a medias. No era hombre indebidamente ambicioso, pero no había imaginado que sus perspectivas de ascenso terminaran de un modo tan brusco. Como si hubieran recibido una estocada, como la garganta de Grant.

Sentía su cabeza confusa y necesitaba tomar el aire. Anochecía ya, pero decidió dar un último paseo alrededor de la finca. Frente al edificio, Maybridge vio a Kate Cooper sentada ante el volante de su Austin Cambridge, mientras Lloyd y Scott Wilson metían en el maletero el cochecillo plegable de Ulysses y otros componentes del equipo del pequeño. Bonny entregó el niño a Lloyd para que lo sostuviera. Ulysses, al que evidentemente no le impresionaban las cicatrices de Lloyd, golpeó con su puño regordete su oreja, mientras su madre y Scott se besaban prolongada e íntimamente. Maybridge se preguntó si se trataba de una despedida o bien de un preludio.

Trevor Martin fue el siguiente en marcharse. Era propietario de un Porsche antiguo, pero todavía impresionante. Probablemente lo había comprado de segunda mano, pensó Maybridge, puesto que su salario como maestro no podía permitirle la adquisición de uno nuevo. Lo puso en marcha nerviosamente, dando al acelerador breves impulsos, impaciente por alejarse de allí.

El doctor Crofton conducía un vetusto dos plazas, que apenas bastaba para dar cobijo a su corpulenta personalidad. Daba la impresión de que, si el coche se desmontaba bajo él, era capaz de envolverse con el vehículo, como si se tratara de un abrigo, y llevárselo a su casa. Vio a Maybridge de pie ante el seto y alzó la mano en un saludo burlón.

Maybridge se limitó a inclinar la cabeza. Se mantuvo allí hasta que casi todos los coches, conducidos por sus dueños, gente inspirada por el asesinato, se hubieron marchado. Pensó, no sin rencor, que aquello era como si se abrieran las verjas del manicomio de Parkhurst para dejar salir a sus huéspedes.

En contraste con su talante, aquel atardecer resultaba muy agradable. Había en el aire una nota a la vez dulce y acre, debida al olor de las flores y de algo que estaban quemando. Leves volutas de humo gris se enroscaban al ascender hacia un cielo cada vez más oscuro, y Maybridge, movido por la curiosidad, quiso averiguar el origen del fuego, quiso ver quién lo había encendido, si es que el fuego era obra de alguien. Una puerta de las caballerizas conducía al bien cuidado jardín de la cocina, en el cual había un incinerador portátil sobre una losa de hormigón, lleno de papeles hasta desbordar.

Cora Larsbury, con una horca en la mano, alzaba cuidadosamente las capas superiores de papel para que el fuego que consumía las otras tuviera suficiente aire. Las llamas se alzaban, parecían apagarse y volvían a levantarse de nuevo. Trozos de papel medio carbonizados, ligeros como mariposas, aleteaban suavemente en el aire. Cora se alejaba del incinerador cuando las llamas se tornaban demasiado amenazadoras, y, con cautela, añadía más papel cuando parecían apagarse. Como si asistiera a un rito pagano, estaba totalmente absorta en su tarea. Maybridge pensó que la escena resultaba fascinante y guardó silencio mientras seguía contemplándola. Al volverse para sacar más combustible de una bolsa de lona depositada en el camino, Cora advirtió su presencia. El humo había enrojecido sus ojos y sus manos estaban tiznadas. Vestía un blusón de color rosado y una falda, gruesos calcetines grises y zapatos de suela recia. Se había limpiado las manos con la falda y también la había tiznado. Su aspecto era el de una anciana chiflada pero satisfecha, que jugara peligrosamente con un elemento incontrolable.

Le dirigió una sonrisa.

—Buenas tardes, inspector jefe.

Él le devolvió el saludo y avanzó a través del jardín. Detrás suyo, la puerta metálica se cerró ruidosamente. Al otro lado de la tapia podía escucharse la puesta en marcha de motores de coche, al retirar el equipo forense el automóvil del asesinato. Y después sólo pudo oír el seco crepitar del papel, los ocasionales resoplidos de la llama y el ruido metálico de la horca de Cora cuando chocaba contra el incinerador.

—Maravilloso, ¿verdad? —comentó ella.

—Sí, pero tenga cuidado.

—Agni… Agni… Agni —canturreó Cora—; Surya… Surya… Surya.

Maybridge nada sabía acerca de los arios vedas y su adoración de las deidades de la naturaleza. Cora sabía muy poco al respecto, pero había oído algo acerca de los mantras y le gustaban las palabras. Le tradujo:

—Agni es fuego, Surya es el sol. Hinduismo, ya sabe. El veda es la tradición sagrada. Lo utilicé en un libro sobre la India.

—¿Se ha publicado? —preguntó imprudentemente Maybridge.

Sus ojos se entrecerraron, pero no contestó.

El sol había desaparecido y la luna estaba oculta detrás de unas nubes, pero las llamas iluminaban el jardín con un suave resplandor anaranjado. Cora se apoyó en la horca de jardinero, contemplando el fuego, y después empezó a balancearse de un lado a otro, como en una danza ritual.

—Agni… Agni… Agni…

Maybridge recordó sus palabras del día anterior, acerca de la inexistencia y de las áridas llanuras del aburrimiento. Preguntóse si se encontraba ante una maníaca de tipo depresivo. Sus cambios de talante eran extremos. Barker había resumido muy bien su personalidad… como también la de Pringle.

Se preguntó de quién era el manuscrito que se estaba quemando y le habló del que había perdido Pringle.

—Estaba muy trastornado.

—¡Pobrecillo!

Cora sonrió perversamente. Se dirigió hacia la bolsa de lona, extrajo de ella un fajo de páginas manuscritas, lo colocó sobre la horca y lo arrojó al incinerador. Bajo su peso, las llamas parecieron extinguirse, pero en seguida prendieron en los bordes y se alzaron de nuevo, rugientes y proyectando cenizas al aire.

Maybridge comprendió que debía proceder con mucho cuidado. Sin alzar la voz, preguntó cuánto tiempo se necesitaba para escribir un libro.

—Muchísimo, inspector jefe. Lo confeccionamos en nuestra cabeza… cuando vamos de compras, cuando conducimos el coche, cuando cuidamos el jardín, e incluso en la bañera. Y después, lo escribimos sobre papel. —Se acercó a las llamas y las atizó, alzando un grueso de papeles con la horca—. Mi novela me llevó casi un año. Hace dos años, fui a Egipto con mi marido y creí que aquél era el escenario perfecto. Mis personajes son como espejismos del desierto hechos carne. —Se tocó su blusón rosado con los dedos ennegrecidos, señalando la región de su corazón—. Están aquí… y también están aquí —se tocó la frente—. Pero, sobre todo, están allí… tan vivos como usted y yo.

—¿De veras? —dijo Maybridge. Se preguntó qué carne viva literaria estaba ella sacrificando a Agni con tan evidente satisfacción—. ¿Es un libro lo que está quemando ahora?

Sus ojos brillaron a la luz de la fogata.

—Sólo basura, inspector jefe. Nada importante.

—A mí me parece un manuscrito —insistió él.

—Dentro de un minuto ya no lo será. Está ardiendo magníficamente.

—Pringle —le dijo Maybridge— comparó su manuscrito con un salvavidas.

—Utilizamos muchos símiles —replicó ella, mordiéndose los labios para abortar una sonrisa.

—También dijo que era su única finalidad en la vida.

—Vaya, veo que tuvieron toda una conversación.

—Dijo que se lo había entregado a Grant y que éste tenía la intención de hablarle al respecto.

—Este hablar en pasado me entristece —dijo Cora sin ninguna tristeza en su boca.

Maybridge se sentó en el borde de una carretilla cargada con leña recién cortada, lejos del incinerador. Había en su boca un sabor amargo y los ojos le escocían.

No había mostrado la menor paciencia con Pringle, pero no dejaba de ser duro que su libro fuese quemado. Sentado allí, podía ver ahora el contenido de la bolsa de lona. El manuscrito que Cora estaba quemando había sido mecanografiado sobre un papel de color crema pálido. La horca acababa de llevarse el último capítulo. Ahora, a la vista, sobre el contenido de la bolsa, había la página de otro manuscrito mecanografiado sobre papel blanco. Las saltarinas llamas proporcionaban tanta luz como una antorcha y pudo ver el título, Muerte en el desierto, y escrito debajo de él: «por Cora Larsbury». Y escrito a mano, a través del borde de la página, pudo leer también, en la enérgica caligrafía de Grant: «Mi querida Cora, ¿por qué empeñarte en ello? No serías capaz de matar una mosca cautiva con un mazo, y mucho menos de escribir una novela de misterio que llegara a venderse.» El texto seguía. Maybridge cargó su peso sobre la pierna derecha y se colocó cómodamente para poder seguir leyendo.

—Preferiría que no lo hiciera —dijo Cora a media voz—, si no le importa.

Maybridge estuvo a punto de perder el equilibrio y la carretilla se inclinó en un ángulo alarmante antes de que pudiera enderezarla. Ella se le había acercado en silencio, con la horca en la mano. Con su pelo blanco y rizado, y sus mejillas arrugadas, tenía la cara de una abuela dispuesta a dirigir una reprimenda, pero Maybridge notó también la amenaza de una voluntad enérgica y retorcida. Ya no había en la anciana señales de euforia.

—Le ruego que me perdone —se excusó.

—No es fácil perdonar comentarios como éste —dijo ella con amargura.

—Yo ya lo he olvidado —mintió él con galantería.

Ella seguía mirándole y él correspondió vacilante a esta mirada. La horca tenía un aspecto formidable y comprendió que se sentiría más seguro si se ponía de pie.

En cierta ocasión, le habían arrimado a una pared hurgándole en las costillas con un revólver del calibre treinta y ocho. Hablando, había conseguido salir del atolladero. Era de sentido común procurar no encontrarse en situaciones de vulnerabilidad. Se levantó y sugirió que tal vez a ella le convendría sentarse.

—Deme la horca. Yo le atizaré el fuego, para que siga ardiendo.

Al principio, ella no pareció muy dispuesta a entregar su arma, pero Maybridge siguió sonriéndole con paciencia y esperó hasta que se la entregó. Ayudó a las llamas a acabar con el manuscrito de Pringle y después clavó la horca en el suelo, detrás del incinerador, y volvió junto a la anciana.

—Ya no queda nada.

—Está bien —dijo ella.

El humo se había disipado un tanto y Maybridge deseó fumar un cigarrillo. Sacó uno del paquete y lo encendió con una cerilla, puesto que su encendedor ya no tenía gas.

—Yo también fumaré uno —dijo ella.

Maybridge se lo encendió. Las manos de Cora eran pequeñas y regordetas, con las uñas bastante descuidadas, y la anciana sostenía el cigarrillo con las puntas del índice y el pulgar, como si fuera una pluma estilográfica. Maybridge dedujo que hacía mucho tiempo que no fumaba. Tampoco parecía que le agradara hacerlo. Buscaba tan sólo un apoyo en ello.

—Puedo aceptar una crítica constructiva —dijo finalmente—, pero no de esta clase. Fue como un golpe para mí.

—Brutal, desde luego —concedió Maybridge—. La burla de una mente mezquina.

Ella le miró con dureza.

—No es necesario que me compadezca, inspector jefe.

Él explicó que se trataba de un comentario sincero. La mentira le salió suavemente, aunque no estuviera seguro de cómo había de manejarla, ya que nadie se aventura a través del hielo con unas botas claveteadas. Sugirió que tal vez ella quisiera hablarle a fondo del asunto.

—¿Se refiere al manuscrito de Pringle?

Si así lo deseaba ella…

—Sí.

Cora aspiró con visible desagrado el humo de su cigarrillo.

—Él y yo comenzamos a escribir casi al mismo tiempo. Él no produjo nada que fuese particularmente brillante, pero esta vez, según sir Godfrey, su esfuerzo fue muy fructífero. Lo mencionó ante un grupo en el que me encontraba yo, cuando admirábamos las cubiertas expuestas en el escenario. Dijo que el año próximo el libro de Pringle bien podía ser publicado e incluido en la lista para el premio.

Contempló el fuego ya moribundo. Las llamas prendieron en unas ramitas en la base del incinerador y, reavivadas, danzaron entre chasquidos.

—Yo tenía curiosidad por leerlo, pero la única manera de conseguir su manuscrito, y también el mío, era sacarlo del despacho de sir Godfrey cuando todos estuvieran acostados. La primera vez que traté de conseguirlos, tuve que retirarme a mi habitación, puesto que sir Godfrey y los Haydon estaban discutiendo en el vestíbulo. Esperé media hora y después lo intenté de nuevo. Esta vez no había nadie allí.

Maybridge le preguntó cuánto tiempo había necesitado para leerlo.

—Desde luego, no lo leí todo, inspector jefe; sólo lo bastante para saber que no merecía ni la mitad de las alabanzas anotadas en él: «Magníficas observaciones, aguda percepción, una trama excelente», etcétera. Y para que el contraste con el mío resultara más obvio, había la escritura que él había utilizado en estas observaciones. Pringle no tiene buena visión, puesto que padece cataratas, y por lo tanto estas observaciones habían sido cuidadosamente escritas con una letra muy clara. En mi manuscrito, los comentarios fueron garrapateados… Usted mismo ha podido verlo…, como si ni siquiera mereciera la pena escribirlos como es debido.

Se quitó una hebra de tabaco de la comisura de la boca, frunciendo los labios en una mueca de repugnancia.

—En mi opinión, alabó excesivamente una novela muy ordinaria, escrita por un hombre sin gran talento literario… Pero muy capacitado en cuestiones financieras. De hecho, su contable. Pringle manejaba la contabilidad de Grant… Y probablemente le ayudaba a falsear su declaración de renta. Tú haces que aumente mi capital y yo haré que publiquen tu libro… Más o menos, ese tipo de arreglo.

Recurriendo a todo su tacto, Maybridge dijo que era lo más probable.

—Y lo que más me indignó —confesó Cora—, fue la nota que había prendido con un clip en la primera página. La había escrito con letras grandes, para que Pringle pudiera leerla con facilidad, antes de entregarle el manuscrito. Quería que usted leyera el libro y que después adjudicara el asesinato a quien lo cometió, si es que podía hacerlo. —Le miró con una sonrisa aviesa—. Usted y el superintendente Claxby han demostrado ser muy lentos.

De mala gana, Maybridge asintió, y seguidamente le preguntó qué ocurrió después.

Ella se sonrojó.

—No podía olvidar su comentario despreciativo, tan poco amable, acerca de que yo no era capaz de matar una mosca. Lo consideré como un desafío.

—¿Y cuál fue su respuesta? —le apremió Maybridge.

Ella lo describió gráficamente: guantes de goma sacados del cajón de la cocina… un espetón porque resultaba fácil utilizarlo… y Grant convenientemente tendido en su cama.

—Pero lo más irónico de la situación —quejóse ella—, es que ya estaba muerto.

—Insulina —le dijo Maybridge—. Probablemente administrada por él mismo.

—¡El muy hijo de puta! —contestó Cora.

Muy suavemente, a lo lejos, se inició el tañido de una campana de iglesia. Maybridge recordó que era una tarde de domingo. La gente se encaminaba hacia la iglesia. El órgano emitía una música apaciguadora. Las ancianas rezaban.

—Después de atravesarlo con el espetón —dijo Cora—, coloqué esa nota sobre el cadáver. —Dejó caer su cigarrillo a medio fumar y se levantó—. Y esto es todo —añadió—. Usted me lo ha preguntado, y ahora ya lo sabe.

Maybridge le dio las gracias por habérselo contado.

—Tendrá que explicárselo también al superintendente. Necesitará una declaración oficial.

—Claro —asintió Cora—. Conozco bien el procedimiento. Sin embargo, les he engañado durante un buen rato, ¿no es así? ¿Verdad que ahora me atribuirán una cierta inteligencia?

Maybridge le aseguró que les había engañado con una astucia ciertamente preclara.

—Más tarde, debe usted tratar de escribir un libro con eso —agregó muy serio.

—Es usted muy amable —respondió, casi benévolamente—. Ya sabe que yo no le causaría ningún daño.

Maybridge se acercó al fuego para comprobar si estaba bien apagado, sin posibilidad de reavivarse e incendiar St. Quentin, pese a que no le tuviera el menor afecto a aquel lugar.

Cuando volvió junto a la anciana, ésta se estaba sacudiendo la falda con sus manos tiznadas, con lo que empeoraba todavía más su estado. Se ofreció para llevarle la bolsa, pero ella rehusó. Su preciado manuscrito, de valor incalculable, se encontraba dentro. Le preguntó, tan casualmente como le fue posible, si alguna vez había estado en un hospital y ella le contestó que hacía algún tiempo le habían implantado una prótesis en la cadera. Sin embargo, no era ésta la clase de hospital en que él estaba pensando.

Había oscurecido del todo y ella se apoyó en su brazo para evitar un tropezón mientras salían del jardín de la cocina y, rodeando el edificio, se dirigían hacia el aparcamiento de coches en la parte frontal. Cora tuvo que entrar para recoger su abrigo y su maleta, y Maybridge le dijo que la acompañaría.

—En realidad, no es necesario, inspector jefe. No pienso escaparme.

—Ni siquiera se me ha ocurrido —mintió él—, pero tal vez no quede nadie ahora en la casa y es posible que hayan apagado todas las luces. No quiero que se caiga, y puedo ayudarla a transportar su maleta.

Tenía su equipaje casi hecho, pero todavía quedaban unos pocos objetos personales sobre la mesa tocador. Maybridge se fijó en una fotografía de un muchacho ya adolescente y una niña de unos diez años. Los dos tenían los cabellos oscuros y rizados, y habían posado con unas sonrisas entusiásticas.

Cora explicó que eran sus nietos y habló de ellos con orgullo. Por primera vez, Maybridge la compadeció… y también a sus nietos.

—Una pareja muy simpática —comentó.

Bajó su maleta y ella le siguió con la bolsa de lona. Quedaban en el camino de entrada dos coches, un Mercedes opulento y un pequeño utilitario. Cora se dirigió al Mercedes y abrió la puerta.

—Puede conducir usted, si quiere —le ofreció—. A mí no me importa.

—¿Este coche es el suyo? —preguntó, puesto que se encaminaba ya hacia el utilitario.

—Mi marido no me permite utilizar el Rolls —se quejó Cora amargamente—. En muchos aspectos, es un hombre muy mezquino.

Maybridge la miró, estupefacto.

—¿Tiene usted un Mercedes y un Rolls, y sin embargo desea escribir un libro?

Ella contestó con dignidad:

—He escrito varios libros, inspector. Ninguno de ellos ha sido publicado. Daría mi Mercedes… o mi Rolls… todo lo que tengo, para ver publicados mis libros. —Observó su opresión de desconcierto y añadió, como Pringle había hecho antes—: Pero no lo comprendería.