Maybridge respiró lentamente varias veces.
—¿Por qué —preguntó a Barker— tomó Grant una sobredosis de insulina, escribió esa nota, la clavó en la cabecera de su cama, se tendió en ella y murió…, y más tarde ofreció su carótida a un espetón?
Barker no lo sabía y tampoco le importaba.
—Esto es su problema, señor.
Y el de Claxby, recordó Maybridge súbitamente. ¿Cómo diablos iba a explicarlo al superintendente? Decidió que necesitaría un respaldo profesional.
—Usted me ha persuadido, contra toda razón y buen juicio —le dijo a Barker—, y ahora va usted a ayudarme a persuadir al superintendente.
Barker vio la mirada de Maybridge y supo que no convenía discutir.
—Muy bien —suspiró—, si usted insiste…
Durante la ausencia de Maybridge, Claxby había procedido a varios interrogatorios que se desarrollaron con una rapidez considerable. La mayor parte de los escritores habían pasado toda la noche en sus habitaciones, durmiendo. Unos pocos admitieron haber ido al baño. Todos habían hablado bien de Grant. Había sido amable, brillante. Servicial. Una buena persona. La crítica adversa más fuerte fue la de que había carecido de tacto. Y en cuanto a los espetones, aunque admitieran saber el aspecto que tenían, los escritores tendieron a Hablar de ellos con cierta reserva.
Útiles para asar la carne, superintendente, en las pocas ocasiones en que un pobre escritor podía permitirse el lujo de disponer de un buen trozo de carne al efecto… Pero en cuanto al destino de este útil a cualquier otro uso… Aquí, se habían levantado las manos y los ojos habían mirado hacia lo alto con una expresión de inocencia. Claxby los creyó. La llamada telefónica de Maybridge para hablarle de Christopher Haydon había subrayado su creencia y puesto un punto final tras él.
Hizo que compareciera Lawrence Haydon y le dijo que pensaba telefonear a su hijo para pedirle que regresara y copiara la nota.
—Usted comprenderá que no debe haber excepciones.
—¡Pero si está en Londres!
—Ciudad que no se encuentra precisamente en las antípodas —replicó Claxby—. No necesitará mucho tiempo para volver. ¿Tal vez prefiera telefonearle usted mismo desde aquí?
Y le empujó al teléfono. Llamaron al número varias veces sin resultado, y poco después llegó Maybridge con Barker. Claxby dijo a Haydon que él mismo se ocuparía de llamar.
—Le avisaré si establezco comunicación.
Tenía una imagen mental de Christopher dirigiéndose con su coche hacia Heathrow.
Y más tarde, mientras escuchaba lo que Barker y Maybridge le explicaban sobre la nota, tendió a aferrarse a la anterior imagen. Era totalmente imposible sustituirla por cualquier otra basada en la información que acababa de recibir.
—En diferentes circunstancias, menos serias —dijo a sus dos colegas—, creería que me estaban tomando el pelo. —Se dirigió al agente Radwell—. ¿Cuál es su opinión al respecto?
A Radwell le entraron ganas de reírse, pero no se atrevió.
—Totalmente increíble —contestó con la solemnidad requerida por las circunstancias.
Barker empezaba ya a perder los estribos.
—Increíble o no, es verdad.
Maybridge se encontraba junto a la ventana, contemplando a Lloyd y Kate Cooper que paseaban juntos por el césped. Ahora resultaba más fácil observar a Lloyd y ver al hombre, no sus cicatrices. El hecho de que fuera capaz de pasear por allí con su esposa denotaba un cierto grado de curación emocional, posiblemente debida a unos hechos mucho más impresionantes que todo lo que hubiera conocido hasta entonces. Estaba aprendiendo, por el camino difícil, a conseguir una perspectiva de su desfiguramiento. Era obvio que cada uno de ellos era culpable a los ojos del otro, pero el hecho de que increíblemente pudieran seguir caminando juntos mostraba una profundidad de sentimientos digna de contemplar.
Más allá, en el campo de croquet, Bonny había quitado los aros y jugaba una especie de partida de bolos. Lanzaba las bolas con una cierta malignidad y la mayoría de ellas iban a parar a un pequeño parterre circular con rosales. Scott Wilson las recogía. Maybridge se preguntó si las rosas serían Silver Ballerinas, pero a esa distancia no podía estar seguro. Ulysses, como un anciano aburrido, tocado con su gorrito de lana, contemplaba el espectáculo desde su sillita de ruedas. De pronto, Maybridge pensó en Fay y se preguntó si Claxby ya le habría dicho algo sobre la presentación de una declaración oficial. ¿O tal vez le confiaría a él esta misión?
Como preparativo, revisó en su mente unas cuantas frases tranquilizadoras. Por si acaso.
—Está bien —le dijo Claxby a Barker, por fin—, acepto que lo que me está usted diciendo lo dice de buena fe, pero quiero una segunda opinión. No pongo en duda su veredicto… Ni trato de relegarlo a un segundo término. Ya sé que se ha especializado usted en esto, pero cuando las circunstancias son extrañas, y debe admitir que lo son, me parece sensato hacer que intervenga otro experto. —Miró a Maybridge—. ¿Está usted de acuerdo conmigo?
—Creo que sí.
(¿Acaso no se necesita el testimonio de dos médicos para certificar un caso de locura?)
Claxby le miró con visible desagrado.
—Usted nos ha metido en esto —dijo agriamente—. Les pinchó sobre lo que escribían en sus libros y se han desquitado convirtiéndole a usted —y a todos nosotros— en el hazmerreír. ¿Qué cree que puedo decirle al oficial de enlace con la prensa? ¿Qué le diré al jefe de policía? Por todos los cielos, veo que se queda junto a esa ventana admirando el panorama, como si nada le concerniera. Me entrega un problema insoluble, que tiene todos los matices de la paranoia, y ni siquiera trata de sugerir una solución.
—Se debe a que no encuentro ninguna —repuso Maybridge sin levantar la voz.
Comprendía la ira de Claxby y simpatizaba con ella. Hubiera deseado acogerse a una jubilación anticipada y salir de estampía de aquel lugar. ¡Ojalá la hubiera tenido ya!
Llamaron a la puerta y entró Brian Anderson.
—Ahora no —dijo Claxby con brusquedad.
—Tengo que hablar con usted.
Anderson mostraba una visible agitación.
—¡Ahora no! —repitió Claxby, levantando la voz.
Sin embargo, Anderson cerró la puerta tras él y avanzó con determinación.
—Se trata de Christopher Haydon.
—Por favor… en cualquier otro momento —dijo Claxby.
Tenía ganas de echarle a cajas destempladas, pero se contuvo.
—Su padre me ha dicho que ha estado usted telefoneando a su apartamento.
—Sí… y pronto lo intentaré de nuevo.
En estas nuevas circunstancias, ya no tenía ningún sentido obligarlo a volver, pero, toda vez que aún no creía lo que le habían contado, era mejor que el joven Haydon se presentara para declarar.
—No está en Londres —dijo Anderson.
—¿No? —preguntó Claxby.
Y, presumiblemente, tampoco se encontraba en el aeropuerto más cercano tratando de emprender la fuga, si la absurda aseveración de Barker era cierta.
Como un árbol viejo y retorcido, Anderson permanecía arraigado en la alfombra. Había en su cara una tonalidad ligeramente amarillenta y tenía los ojos inyectados en sangre. Miró a Claxby con una expresión desesperada.
—Está en el coche… En el aparcamiento que hay allí detrás.
—¿Qué? —exclamó Claxby.
—En el maletero —explicó Anderson, con una voz susurrante como el murmullo de unas hojas muertas—. Ha estado allí toda la noche.
Ciertos acontecimientos tienden a permanecer en la mente, con vivos colores y ricos en detalles. La siguiente media hora quedó grabada en Maybridge como una terrible pesadilla recurrente. En aquel momento, al vivirla por primera vez, siguió a Anderson, fuera de la habitación, atravesando el vestíbulo y cruzando la puerta principal. Soplaba un vientecillo que se filtraba a través de los arbustos y dispersaba los pétalos de crisantemo caídos como si fueran gotas de lluvia coloreada. El aire olía agradablemente, dulce como unas manzanas primerizas. El anciano rehízo su camino alrededor del edificio, pasó ante la cocina y se dirigió hacia el patio empedrado de las cuadras, que ahora servía para aparcar los coches. Las cuadras, flanqueadas por dos macetas con unos geranios de aspecto fatigado, albergaban cuatro coches. Maybridge reconoció el Bentley marrón de Grant, que brillaba como un lustroso animal en las sombras del interior. Junto a él había un Mercedes de color pardo, igualmente opulento. En la otra cuadra se encontraba un chillón TR6 con la placa de matrícula torcida, haciendo compañía a un Ford que contaría ya unos veinte años y tenía todo el aspecto de ser un viejo pariente del otro. En la parte más lejana de las cuadras, había un Rover blanco, frente al patio adoquinado. De la ventana posterior colgaba un conejito de juguete, sostenido por una cinta azul.
Anderson señaló hacia una ventana situada sobre lo que era posiblemente un almacén y que también daba al patio.
—Mi cuarto —dijo.
Todos esperaron que dijera algo más, pero no lo hizo.
—¿Y bien? —le apremió Claxby.
—Mi cuarto da al patio. Yo vi lo que ocurrió. La luz de las cuadras estaba encendida. Este es el coche —dijo, señalando el Rover blanco.
En este momento, el estómago de Maybridge empezó a retorcerse. Contempló el cielo y vio unas nubecillas vaporosas que resaltaban sobre el azul como alas de gaviota. Oyó que Claxby abría el maletero y después su exclamación reprimida. Maybridge bajó los ojos rápidamente, con lo que se evitó mirar el maletero. Allí, sobre los adoquines, había un pequeño charco oscuro que, a primera vista, podía parecer gasolina, pero no lo era. Levantó la vista cautelosamente, con los puños cerrados en sus bolsillos, y respiró profundamente varias veces.
El maletero no era muy grande, pero tampoco lo era Christopher. Cabía cómodamente en él; de hecho, perfectamente, acurrucado en una posición fetal, apoyando la cabeza en sus rodillas. Su jersey, de un amarillo vistoso el día anterior, mostraba ahora manchas de color pardo. Había pegotes de sangre seca en sus cabellos y entre ellos se veían partículas de cráneo roto, como si fuera la concha aplastada de un molusco.
—Hace unos años, Grant salvó de la bancarrota a mi empresa de ingeniería —explicó Anderson.
En el contexto actual, pareció la observación más irrelevante jamás pronunciada ante un abismo. Los cuatro policías le miraron atónitamente.
—Tuve un pésimo momento en la bolsa —prosiguió.
Perdió la atención de su público al concentrarse todos de nuevo en el cadáver.
Claxby señaló hacia el espejo retrovisor. Sus bordes estaban manchados por una sangre que ahora parecía óxido.
—Pudo haberlo hecho esto… O pudo haberlo iniciado. Después, se produjo un ataque frenético. Fíjense en las magulladuras de la nuca; casi pueden verse las huellas dactilares.
—Era un hombre de considerable generosidad —persistió Anderson, como el anfitrión que pronuncia un discurso en una cena y al que nadie quiere escuchar. No podía oír lo que estaba diciendo Claxby, pero tenía la firme intención de que Claxby y los otros le escucharan. Elevó su voz varios decibelios—. Se necesitaba mucho tiempo para conocer a una persona. Exteriormente, Grant no era simpático, pero cuando llegaba el momento crítico hacía acto de presencia. Siempre estaré en deuda con él. No soy hombre que olvide viejas amistades. Para mí, la lealtad es la suprema virtud.
—¿De qué diablos cree estar hablando? —preguntó Claxby, irritado, a Maybridge.
Maybridge contestó con voz espesa, a través de la bilis que se acumulaba en el fondo de su garganta.
—Creo que trata de explicarnos que Grant hizo esto.
Indicó el cadáver. Había sangre coagulada en todas las zonas visibles de la piel; debió de brotar como un surtidor. A diferencia de Grant, Christopher, cuando fue atacado, gozaba de toda su vitalidad.
Claxby dirigió su atención a Anderson.
—¿Qué quiere decirnos?
—¿Qué?
Claxby alzó la voz.
—Está tratando de decirme algo. Yo le escucho.
Para Anderson, aquello fue como si un avión de caza cruzara la barrera del sonido. Con voz estentórea, salió en defensa de Grant.
—Organizó este seminario esperando que todos disfrutáramos con él, y lo atacaron por todos lados. Esa mujer inmoral y desagradable trajo a su crío. Lloyd Cooper se exhibió de la manera más desagradable. Su esposa y su secretario pregonaron a los cuatro vientos que se entendían. Lawrence Haydon hubiera debido arrodillarse y pedirle perdón por plagiar su libro, en vez de gimotear como un mártir. Y después, finalmente, Haydon —borracho e incapacitado— va y mata a su perro, y culpa a Grant de ello.
Como lista de heridas de menor cuantía resultaba bastante impresionante, pero Maybridge se preguntó cuál había sido el agente catalizador final.
—¿Trata de decirme que Grant asesinó a Christopher Haydon? —le preguntó Claxby a gritos.
Parecía el estribillo de una danza macabra, pero Claxby captó el sentido y formuló de nuevo la pregunta.
Esta vez Anderson la oyó.
—No hubo premeditación. De haber vivido Grant, el veredicto hubiera sido homicidio con circunstancias atenuantes. —Señaló de nuevo hacia la ventana—. Yo lo vi. Le hubiera servido como testigo de descargo.
Enunciando con perfecta claridad, Claxby le pidió que describiera exactamente lo que había visto.
En posesión ahora de la plena atención de su audiencia, Anderson pasó a los detalles.
—Yo iba a acostarme allí… En aquella habitación cuya ventana da a este patio.
»Lady Grant se ocupó de distribuir los dormitorios y a mí me dio el peor. Es un cuarto pequeño y sofocante, y para ir al baño hay que bajar un tramo de escalera. No me gustan los espacios confinados. No soy claustrofóbico, pero no puedo soportar una habitación demasiado pequeña. La única manera de conseguir más espacio era abrir la ventana, aunque supusiera crear una corriente de aire. Se me habían enfriado los pies. Abandoné la cama para ponerme los calcetines y miré desde la ventana abierta, preguntándome si debía cerrarla o no. La luz del patio estaba encendida… Otra molestia, puesto que su resplandor llegaba a mi cuarto.
»Vi que Christopher Haydon se dirigía hacia su coche. Abrió la portezuela y entró. El motor no se ponía en marcha. Entonces vi que sir Godfrey salía de la casa y se encaminaba hacia su coche… Ese Bentley marrón que hay aquí. Vio que Haydon tenía problemas con el motor de su automóvil y se alejó del Bentley para acercarse a él… Probablemente, para preguntar si podía ayudarle. Era de esa clase de personas.
»Entonces Haydon se apeó. Llevaba algo en la mano. Tal vez algo con lo que golpear a sir Godfrey. Se encontraron al otro lado del coche y no pudo verlo con claridad. Lo que vi a continuación fue a sir Godfrey retrocediendo unos pasos, y a Christopher Haydon que parecía querer golpearle en el pecho con algo. Y entonces la paciencia de sir Godfrey cedió. Fue como el boxeador que decide darle una lección a un pendenciero de taberna. No creo que quisiera llegar tan lejos. No pudo contenerse. Agarró a Christopher Haydon por el cuello y empezó a sacudirlo. Haydon le soltó una patada en la entrepierna y entonces sir Godfrey perdió todo control. Estrelló la cabeza de Haydon contra el flanco del coche… En ese espejo, creo… Y después lo levantó y volvió a estamparlo contra él. Finalmente, lo soltó y Haydon se desplomó.
La cara de Anderson, normalmente pálida, mostraba ahora un vivo color rojizo, producido por la excitación. Profundamente trastornado por el recuerdo de los hechos, prosiguió con voz entrecortada:
—Sir Godfrey abrió el maletero del Rover, después recogió el cuerpo y lo metió allí… Tal como lo ven ahora. Siguió contemplando el coche durante dos o tres minutos, y después se arrodilló y miró debajo de él. Creo que encontró el arma y la arrojó hacia aquellos arbustos. A ustedes les corresponde encontrarla. —Hizo una pausa y después, previendo que iban a hacerle preguntas, alzó las manos como para atajar los sonidos confusos que iban a producirse—. No… No, escuchen. No he terminado. Seguiré dándoles las respuestas de lo que desean preguntarme… Y así será más fácil para todos.
Maybridge y Claxby nunca habían sido reducidos al silencio de un modo tan efectivo. Anderson contaba con una audiencia totalmente pendiente de sus palabras.
—Yo no supe qué hacer. Me senté en el borde de la cama y reflexioné. Hubiera sido un gesto de amistad, supongo, ir en busca de sir Godfrey para decirle que contaba con todo mi apoyo. Por otra parte, él debía de encontrarse en un terrible estado mental: confuso…, presa del remordimiento…, preocupado. Y en semejantes momentos se necesita estar solo. Pensé, también, que podía recurrir a usted, inspector jefe, ya que se encontraba en la casa. Pero no deseaba entrometerme. No se me ocurrió que él se entregaría a la rutina usual de inyectarse insulina. Había olvidado que la necesitaba. Esta mañana, cuando todos hablaban de que había sido envenenado, supe que estaban diciendo tonterías. Era un hombre demasiado fuerte y valiente para cometer un suicidio… aunque pudiera haber creído que tenía buenos motivos para ello. Creo que tomó demasiada insulina porque se encontraba en un estado de choque y no sabía lo que estaba haciendo. Esa mala pécora de su mujer, de haber sentido algo por él, debía haberle echado un vistazo para ver si se encontraba bien. Era un hombre solitario. Si yo hubiera ido a hablar con él, acaso se hubiese salvado.
Anderson contempló a su público como un penitente ante un tribunal de clérigos.
—Mi conciencia me atormenta —dijo.
Y antes de que nadie pudiera hacer el menor comentario, prosiguió:
—Cuando me enteré de lo de la mutilación, quedé horrorizado. Pensé que tal vez Lawrence Haydon había averiguado lo de la muerte de su hijo y se había vengado de ese modo tan espantoso. Pero cuando estuve más calmado, no pude creerlo. Puede que Lawrence Haydon gimotee sobre la acusación de plagio, pero no es capaz de emprender ningún otro tipo de acción. Darse de baja en el Club de la Guillotina de Oro era, más o menos, cuanto podía hacer. Es un hombrecillo patético. De haberse enterado de lo de su hijo, hubiera acudido llorando a la policía. Cuando comprendí que yo era la única persona que estaba enterado de la muerte de su hijo, no supe qué hacer. Sólo supe lo que debería hacer. —Hablaba directamente a Claxby—. Debía decírselo a usted. Hay un dicho acerca de hablar bien de los muertos, y yo siempre lo he creído así. Creo que traté de allanar el camino diciéndoles todas las cosas buenas y positivas de sir Godfrey antes de divulgar lo único terrible que había de divulgarse. Esperaba que ustedes encontraran el cadáver en cualquier momento, pero no pensé que iban a necesitar tanto tiempo. Al empezar a preguntarle a su padre sobre él, fue cuando supe que tenía que hablar. Temía que su padre saliera con ustedes y viera el cadáver antes de que pudieran hacer algo para que su aspecto no resultara tan macabro. Ustedes debían saberlo. Sin embargo… —añadió con tono acusador—, había que obligarles a escuchar.
Contempló sus manos.
—Buscarán huellas dactilares en el coche, desde luego. Obtendrán las huellas de sir Godfrey. Y si quieren hacer su trabajo como es debido, también me tomarán las huellas a mí. Pude haberlo hecho yo, y cargarle la culpa a sir Godfrey. Si fuera una de mis novelas, probablemente la escribiría en este sentido. Y les he dicho toda la verdad. Y lamento más lo sucedido de lo que puedan ustedes imaginar. Un buen hombre, muy atacado por los demás, cometió un acto de violencia… después de una grave provocación. No lo condeno.
Como discurso final, pensó Maybridge, no había estado mal. En su fuero interno, no tenía la mayor duda de que aquello era verdad. Grant, enloquecido por la ira, había asesinado a Christopher Haydon, y después, anonadado y arrepentido, se había suicidado. Pero ¿por qué en nombre de Dios, había escrito aquella nota retadora y la había pegado con cinta adhesiva a la cabecera de la cama, antes de administrarse la sobredosis? Cualquier hombre tan desesperado como él se hubiera puesto la inyección y tendido en la cama para morir en ella miserablemente.
Volvió a contemplar el cadáver, ahora con algo menos de cautela, puesto que ya se estaba acostumbrando a él. Se preguntó qué pudo haber dicho Christopher para que Grant perdiera de aquella manera los estribos. Para que Grant le hubiera golpeado como si fuera un muñeco de trapo.
Claxby estaba hablando, claramente y poco a poco, a Anderson, para informarle de que tenía que presentar declaración.
—Desde luego —contestó Anderson irritado, desde luego… Claro… adelante… No tendría sentido perder más tiempo.
Y se alejó por el patio.
Claxby, todavía no dispuesto a marcharse, ordenó a Barker que acompañara a Anderson.
—Dentro de un momento me reuniré con ustedes. —Se volvió hacia Maybridge—. ¿Un arma? ¿Cree que es probable?
Maybridge estaba recordando la pequeña caja gris de la velada anterior. Lawrence había bromeado amargamente, hablando de pistolas de duelo, de una Luger o de una pequeña bomba incendiaria.
—No debería costar mucho encontrarla.
Empezaron a buscar entre los macizos de hortensias, que crecían en abundancia a lo largo de un ángulo de la tapia que separaba el patio del jardín de la cocina. Algunos desechos del patio habían sido llevados hasta allí por el viento. Había envoltorios de caramelos, una bolsa de patatas fritas medio vacía, un pañuelo viejo y roto, y una especie de juguete infantil… sólo que no lo era.
Lo encontró Radwell. La caja gris había aterrizado en dos mitades separadas, y el pequeño objeto dorado descansaba sobre unas delgadas ramitas en la base de la planta.
—No te burles —citó Maybridge en voz baja—, creyendo que a ti no te asesinaran.
Supuso que lo había construido el propio Christopher Haydon. Dudaba de que el mayor, con sus manos afectadas por la artritis, hubiera tenido tanta paciencia… o destreza.
—Pero ¿qué es?
Claxby, apartando con cuidado las hojas de la hortensia, lo miraba fijamente.
—Es una guillotina —dijo Maybridge—, construida con madera contrachapada y decorada con pintura dorada. La figura que hay bajo la hoja ha sido hecha con unos limpia-pipas, la sangre del cuello es una gota de lacre… y los cabellos blancos han sido confeccionados con algodón.
—¿Quiere decir que a Grant le entregaron una efigie suya y se mató a causa de ello?
El asombro había puesto una nota chillona en la voz de Claxby.
—Mucho me temo que sí —contestó Maybridge—. En este caso, la clásica última gota de agua fue un instrumento muy mortífero.