Maybridge se alejó en coche de St. Quentin con una sensación de inmenso alivio. Era agradable marcharse de aquel lugar, y de su ambiente, aunque sólo fuese por una hora. Él y Claxby habían comido cordero frío y ensalada sin apenas abrir la boca.
«Ayer —pensó Maybridge, mientras enfilaba la carretera a lo largo de los Downs— llevaba mi caja de diapositivas, con sus pequeños e insignificantes asesinatos. No pareció probable que mi conferencia causara problemas, e incluso pensaba en la diversión que me iba a proporcionar». Notó una súbita necesidad de aire fresco y bajó el cristal de la ventanilla.
En su opinión, la entrevista con Connors era la más significativa. Su diatriba contra el libro de Grant había parecido sincera y estaba dispuesto a exponer sus sentimientos. ¿Prevaricación, como había sugerido Claxby? ¿O bien era más profundo? Desde luego, había manipulado la entrevista. Era un hombre complejo, capaz de jugar a dos niveles y dispuesto a exponer su conciencia. Una conciencia ambivalente. De haber dejado a Grant y haberse llevado a Fay consigo, la compensación por el divorcio, de existir, hubiera sido pequeña, ya que Fay habría sido la parte culpable. Evidentemente, Grant estaba obligado a su primera esposa… Probablemente se había divorciado de ella a causa de Fay. Y el hecho de que le estuviera pagando una generosa manutención mientras ella siguiera sin casarse, implicaba que su mujer no le había dejado por otro hombre. No sería lo mismo en el caso de Fay y Connors. El motivo financiero había de ser poderoso. Para ellos, la muerte de Grant representaba un negocio financiero… demasiado conveniente, desde luego, para ser natural. Era muy conveniente, también, el hecho de que Grant fuese diabético. Pudo haber sido muy fácil cambiar una ampolla de insulina por otra más fuerte, o por un veneno diferente. Ni Fay ni Connors tenían acceso a medicamentos, pero Crofton era cirujano y había estado en la habitación a solas con Connors. (Jamás olvidaría aquel desliz en sus obligaciones, como tampoco aquella maldita nota.) Pero ¿por qué el doctor tenía que ayudar a Connors a asesinar a Grant? Su muerte no podía representarle ninguna ventaja.
Maybridge frenó al cambiar el semáforo a rojo. La sucia humareda que salía del tubo de escape de un camión pesado que esperaba ante él contaminó el aire y le obligó a cerrar de nuevo la ventanilla, y de pronto se sintió muy cansado e irritable. Grant sólo llevaba muerto unas pocas horas, si bien parecían días. Era difícil pensar claramente en aquel asunto, pero tenía que seguir intentándolo.
La noche anterior, al cenar, recordó que Christopher Haydon había hablado de drogas. Había sugerido que Grant tal vez lo hiciera. ¿Un comentario sarcástico… o una observación bien sopesada? ¿Y quién mejor que él para suministrarlas? Como farmacéutico, su acceso a ellas era incluso más fácil que el del doctor Crofton y Kate Cooper. La caja que había intentado entregar en el escenario contenía algo incriminador… O incluso peligroso. El anciano se había mostrado preocupado. Fue una lástima que se le viera tan afectado en aquel momento de la entrevista. Si su salud era demasiado frágil para obligarle a decir qué había dentro de la caja, sería necesario interrogar a Christopher e incluso forzarle a una confesión.
El tráfico circuló y Maybridge cambió de marcha para adelantar al camión.
Christopher se había marchado a su apartamento durante la noche, pero su padre había estado recorriendo la casa. Pudo haber clavado el espetón después de visitar el coche para inspeccionar a Marcus. El dolor pudo haberse acumulado hasta convertirse en acción. Lo negaba, desde luego.
Otra persona que se había levantado en plena noche era Bonny Harper, pero entre todos los escritores interrogados, pareció la más sincera. Sin embargo, tampoco podía estar absolutamente seguro de ella. Probablemente, todos mentían como condenados. Se sentía implicado de una manera demasiado personal, demasiado acosado para mostrarse justo. Ellos eran los expertos en la ficción, ¿no? Jugaban con el asesinato, lo orquestaban como una sinfonía, lo escribían en sus máquinas… Y después le echaban en cara su incapacidad para capturarlos. Algún día, en el futuro, pensó amargamente, tal vez viera la parte humorística. Pero no ahora.
Al llegar a la jefatura de policía, subió directamente al despacho del inspector Barker. Estaba totalmente absorto en su trabajo y no se le ocurrió pensar que Maybridge era un objetivo de primer orden para cualquier comentario divertido.
—Perfecto —dijo con satisfacción—, veo que ya ha llegado. Estaba a punto de enviar a buscarle…, señor —añadió como si se le acabara de ocurrir el tratamiento.
El hecho de que Barker hubiera estudiado en uno de los mejores colegios privados, y después tres años en Oxford, para optar finalmente por una carrera en la policía, no era ahora tan infrecuente. Su actitud un tanto arbitraria nada tenía que ver con sus estudios ni con sus antecedentes familiares. Siempre se mostraba extremadamente interesado en cualquier tarea que se le asignara, y no se le podía molestar con sutilezas de rango. Maybridge, como inspector jefe, tenía un grado más que él, aparte de llevarle bastantes años, lo que justificaba el tratamiento de «señor». Sin embargo, las más de las veces lo olvidaba.
—Dios mío —murmuró Maybridge.
Clavadas con chinchetas en un tablero de la pared ante la ventana había fotocopias de treinta y una tarjetas en las que se invitaba a Maybridge a: «ADJUDIQUE ESTE ASESINATO, INSPECTOR JEFE MAYBRIDGE, SI PUEDE».
El tamaño era el triple del original y la frase parecía gritar como un coro demoníaco desde las profundidades del infierno. Debajo de cada una, en unas pulcras tiras de papel, había sido mecanografiado el nombre de su autor.
—Bueno… ahí están —pregonó Barker con aires de propietario, como si él las hubiera inventado—. Los originales están siendo analizados en busca de huellas.
—Jesús —susurró Maybridge.
Se preguntó si Rendcome, el jefe de servicio, las había visto. Una sola, pequeña y clara, colocada encima del cadáver había representado ya suficiente impacto, pero treinta y una eran como para enloquecer a cualquiera.
—Aquí hay una copia de la que escribió el asesino… O el mutilador —dijo Barker, indicando otra de un tamaño similar, sobre su mesa—. Ampliada a este tamaño, pueden verse con toda claridad las idiosincrasias. Mire aquí, arriba a la izquierda, observe cómo la F mayúscula recuerda el extremo deshilachado de un hilo de algodón. Es sintomático de una enfermedad cardíaca. Normalmente, se necesita una lupa para verlo. Su asesino —bien, quienquiera que escribiera la nota— lo muestra en un grado menor. En su caso, podría tratarse de una dolencia leve… un estado de fatiga, tal vez. ¿Se da cuenta de lo que quiero decir?
El corazón del propio Maybridge, que normalmente gozaba de una óptima salud, se había lanzado a toda velocidad, y su dueño tuvo que hacer esfuerzos para calmarse. Barker le estaba señalando una nota escrita por un tal Elwyn Pringle, un escritor desconocido.
—¿Me está diciendo que es él?
—Oh, no —contestó Barker—, todo lo contrario. Fíjese en el ángulo de las líneas. Las de Pringle son arqueadas. Las del asesino son ascendentes. Es alguien petulante. Pringle no lo es. No se puede ser demasiado dogmático en estas cosas, pero yo diría que Pringle está enfermo.
—Entonces, ¿quién lo hizo entre los treinta restantes?
Pero Barker se negaba a precipitarse.
—Cuando se trata de mayúsculas y minúsculas, la cosa es más fácil. Aquí, todas las letras son mayúsculas. —Observó que Maybridge se mostraba perplejo y explicó con impaciencia—: A las mayúsculas las llamamos capitales o versales, a las mayúsculas de menor tamaño las llamamos versalitas o mediúsculas, y los caracteres más pequeños son las minúsculas. Los rasgos descendentes de éstas pasan a la zona más baja. No ocurre lo mismo con las versales, y por tanto esto impide el análisis de la zona baja.
—Le agradecería mucho —replicó Maybridge secamente— que suprimiera su léxico profesional y me explicara las cosas con claridad.
Barker tenía un espeso mechón de cabellos rubios que le caía sobre la frente, y de vez en cuando sacudía la cabeza con un gesto de impaciencia. Cuando estaba excitado o preocupado, este gesto se repetía con frecuencia.
—La ciencia de la grafología exige tiempo y cuidado. No existe una escritura idéntica, del mismo modo que tampoco hay unas huellas dactilares idénticas. He estado trabajando muy a fondo con estas muestras… pues no debe haber error.
—¿Quiere decir que no ha terminado?
—Sí, he terminado… En realidad, muy poco antes de que usted llegara.
—¿Y el veredicto?
—No va a gustarle —le advirtió Barker—, y lamentaré decepcionarle…
Durante un momento de confusión, Maybridge se sintió convencido de que Barker iba a implicar a Fay. Apartó de su mente esta convicción.
—Bien, prosiga —le apremió—. ¿Quién?
—Nadie —contestó Barker.
Se le ocurrió a Maybridge que un policía joven e inteligente, brillante en ciertos aspectos, también podía fracasar lamentablemente en otros.
—Por mucho que aprecie su capacidad —le dijo—, usted no es uno de los expertos indiscutidos en este campo.
—Lo sería —replicó Barker prescindiendo de toda modestia— si el trabajo policial no ocupara mi tiempo.
Maybridge tuvo que admitirlo para sus adentros, aunque no ante Barker. Pero tampoco se podían descartar tantos sospechosos. Cogió la copia de la nota del asesino de sobre la mesa, y se acercó a las de los sospechosos. Era algo tan desagradable como contemplar las bocas de los cañones de treinta y una pistolas. Aunque fuesen proyectiles de papel y no pudieran matarlo, los muy condenados podían abrir agujeros en su reputación.
Comenzó por la nota de Lloyd Cooper.
—Ésta —le dijo a Barker—, ¿por qué no ésta?
Visiblemente malhumorado, Barker se aproximó hasta colocarse a su lado.
—Sus márgenes son más anchos, y también los espacios entre las líneas. Cooper exagera y también tiende a la vanidad. Las tildes de sus T son cortas, en tanto que son largas y vigorosas en la nota del asesino. Cooper no es un líder. Es, probablemente, el escritor típico, el hombre que se encierra, introspectivo, pero con una gran opinión de sí mismo.
—Y el hombre que escribió la nota del asesino… ¿un líder, dice?
—Posiblemente del tipo militar… Le gusta asumir el mando. Puede controlar sus sentimientos, pero cuando llega al punto de ruptura… ¡Cuidado!
Maybridge examinó la nota del mayor.
—¿Diría que Lawrence Haydon es un militar?
—Podría serlo, pero no por su elección. Si se encontrara en una batalla, no se sentiría feliz. Escribió esa nota lentamente y con una ligera presión. Apenas pueden verse las tildes de la T. Toda su escritura se inclina hacia abajo.
—¿Y Crofton?
El médico, al menos, tenía una personalidad dominante. Maybridge buscó su nota.
—Escrito con rapidez —dijo Barker—. Impulsivo, adquisitivo. Puede ser extremadamente cuidadoso cuando quiere… Allí donde algunas de las letras no están adecuadamente formadas, las ha repasado. ¿Es un cirujano local, verdad?
—Sí, especialista del corazón. Escribe libros para entregar dinero al hospital.
—Un altruismo extraordinario —comentó Barker—. Me deja sorprendido.
El espécimen de Trevor Martin estaba clavado junto al del doctor.
—¿Cómo lo analizaría?
—Un descontento extremo —respondió Barker lacónicamente—. ¿Qué clase de libros escribe?
—De crímenes, como todos los demás. Escribió un libro basado en el caso Haigh… pero no sabe una palabra de química.
—Si quisiera deshacerse de un cadáver —dijo Barker—, un cadáver de verdad, no de ficción, se aseguraría de saber lo que se llevara entre manos.
—¿Se basa en lo que usted ve en su escritura?
—Desde luego.
Barker indicó la nota escrita por Scott Wilson.
—Aquí tiene su personaje más complejo. Algunas de las mayúsculas están tan cercanas que se mezclan. De todo el grupo en este tablero, es probablemente el más interesante. Desde luego, ninguna relación de su escritura con la nota del asesino.
Pero Maybridge ya había podido observarlo por su cuenta.
La nota de Cora Larsbury estaba sujeta sobre la de Wilson. Era la escritura de letra pequeña y típicamente pulcra utilizada por tantas mujeres de su edad y de su misma educación. Le recordó a Maybridge la de su madre.
—¿Qué me diría acerca de la señora Larsbury?
—Brevemente, una mujer de edad avanzada. El espaciado entre las palabras es estrecho. Probablemente es impaciente. Habladora. Celosa, tal vez. Melancólica, sin duda. Pero es obvio que no es la mutiladora, ni ninguno de ellos.
Maybridge no pidió un análisis de carácter de las notas, pero sí comparó cada una de ellas con la del asesino, antes de darse por vencido.
—Parece que tiene usted razón —admitió finalmente.
—No soy un adivino de feria —dijo Barker, pasándose la mano varias veces por los cabellos y finalmente echándolos atrás—. Lo que acabo de decirle es tan sólo la nata de la leche: un entretenimiento para el profano, pero no por ello menos válido.
»La grafología es útil en los estudios psicológicos, pero cuando me entregaron esas notas no me pidieron que sondeara la mentalidad de un mutilador. Se me pidió que comparase treinta y una copias con el original. Tuve que buscar márgenes e inclinaciones, anchura y rapidez, ángulo de las líneas, presión, simplicidad, ornamentación, etcétera.
Maybridge encendió un cigarrillo e inhaló profundamente el humo.
—¿La nota fue escrita por un hombre o por una mujer?
Barker le acercó la tapa de una caja de cinta adhesiva, antes de contestar.
—Utilice esto como cenicero, si quiere fumar.
»Hombre o mujer… No es tan fácil contestarlo. Hay hombres afeminados y mujeres hombrunas. En otras palabras, todos participan de ciertas características del sexo opuesto.
—Por lo tanto, ¿no nos las vemos con el macho agresivo?
—Yo no he dicho esto. Desearía que no me interpretara erróneamente.
—¿Pudo haber sido escrito por un homosexual?
—Sí.
—Por lo tanto, ¿eso reduce el campo?
—No, de ningún modo. Usted quiere que todo sea blanco y negro.
—Lo que yo quiero es un arresto —repuso Maybridge a media voz—. Y la única persona que asistió a mi conferencia y no copió esa nota es el hijo de un militar que, según usted, hubiera preferido ser alguna otra cosa. El hijo es homosexual —añadió— o, para utilizar esa estúpida palabra moderna…, es gay.
—Es la vieja generación la que siempre se muestra más propensa a la censura —dijo Barker con impaciencia.
Añadió el «señor», y de nuevo lo hizo sonar como si fuera un insulto.
Maybridge, imperturbable, preguntó si podía hacer una llamada por teléfono. Tenía que ponerse en contacto con Claxby.
Claxby recibió las noticias sobre Christopher Haydon con ecuanimidad. Aunque se basaran en la eliminación, no dejaban de tener una notable probabilidad. Dijo que le haría presentarse. Entretanto, explicó a Maybridge, había estado en contacto con el patólogo. La muerte de Grant era consecuencia de una hipoglucemia, como habían pensado al principio, debida a una sobredosis masiva de insulina. Pudo habérsela administrado él mismo, aunque parecía totalmente improbable. Dado que no había ningún motivo tangible para el suicidio, nadie se llenaba de insulina por haberse discutido con otras personas y porque un hijo pequeño hubiera hecho una aparición muy poco oportuna. No tenía el menor sentido y, aunque la jeringa y la ampolla ostentaran las huellas dactilares de Grant… también había en ellas las de lady Grant.
—No es inusual que la esposa de un diabético las toque —dijo Claxby a Maybridge—, pero, puesto que aparecen estas dos huellas en la jeringa y la ampolla, no podemos permitir que esa dama se regodee en brazos de su amante sin proceder a una profunda investigación. Le sugiero que vuelva aquí y se ocupe del resto de los interrogatorios. Cuando llegue, me la llevaré a jefatura, para que pueda hacer una declaración completa.
Maybridge notó como si le introdujeran una barra de acero en el espinazo y rápidamente se la sacaran.
—¿Ha comparado sus huellas dactilares con las de la tarjeta?
—¿Se refiere a aquella tan leve y posiblemente borrosa? No, no hubiera servido de nada. Cuando ella procedió a la identificación esta mañana, se ofreció voluntariamente para que le tomaran las huellas… bien, para ser más exactos, se sugirió que sería una buena idea. Había tantas huellas en el dormitorio de Grant, que esto ayudó a clarificar las cosas.
—Comprendo —murmuró Maybridge, y colgó el auricular.
Barker le estaba mirando fijamente.
—¿Se progresa?
—Claxby así lo cree. —Se volvió en su silla y contempló de nuevo las notas—. ¿Cómo analizaría las de Dwight Connors? Es la cuarta desde la izquierda… en la fila de en medio.
Barker dejó escapar un profundo y audible suspiro antes de contestar a esta pregunta.
—Irregularidad ocasional en el espaciado. Tildes situadas muy altas. Las letras se ahúsan hacia el final de la palabra. Los márgenes de la izquierda van en aumento. Un oportunista a veces… tal vez un idealista. No es persona consistente. Pero ¿qué tiene que ver con todo lo demás?
Maybridge no pudo contestar. Habría podido pedir a Barker que le analizara la escritura de Fay, pero no lo hizo. Hubiera sido como pedirle que la desnudara en público. No tenía ninguna prisa por regresar. El tono de la voz de Claxby todavía le irritaba. Se había mostrado demasiado rápido en asumir la culpabilidad de Fay. Y también demasiado complacido al respecto.
—Me sentaría bien un café —le dijo a Barker.
—En seguida, señor. —Esta vez no hubo insolencia en el «señor»—. ¿Aquí o en la cantina?
—Aquí.
Maybridge no deseaba conversar con nadie. Quería que Barker saliera y le dejara solo. Pero Barker no tenía la menor intención de hacerlo. Le habían arrancado sin previo aviso de un curso de idiomas al que había asistido con la esperanza de pasar unas vacaciones en Yugoslavia. Aprovecharía estas vacaciones para estudiar la arquitectura de los minaretes y las mezquitas, de Bosnia y Macedonia. Después, para su propia diversión, escribiría un opúsculo sobre ese tema. Todos sus estudios de campo, sus excavaciones arqueológicas y sus vagabundeos en busca de nuevos conocimientos quedarían cuidadosamente escritos. Nunca había asistido a un seminario de escritores y la idea le interesaba. Maybridge le explicaría todo lo necesario.
Maybridge, mientras sorbía su café y trataba de recuperar la compostura, hubiera pensado en mejores temas de conversación… en caso de tener que conversar. Sin embargo, decidió complacer a Barker y recordó que aún tenía el programa que Grant le había dado. Estaba doblado pulcramente en el compartimiento interior de su cartera y aún contenía la carta de Grant en la que le rogaba que hiciera acto de presencia. La sacó antes de entregar el programa a Barker por encima de la mesa.
—Usted mismo puede echarle un vistazo.
Mientras Barker examinaba el programa, Maybridge releyó la carta de Grant para entretenerse. Casi podía oír la voz perentoria de Grant hablándole.
«Nos encantaría que viniera. Un oficial de policía retirado tenía que darnos una charla sobre balística, pero ha sufrido un ataque de apendicitis. Si usted pudiera ocupar su puesto, le estaríamos más que agradecidos. Se trata de un club pequeño…».
La carta estaba escrita a mano, no a máquina.
Sin embargo… Una idea loca, totalmente imposible, empezó a formarse en la mente de Maybridge. Trató de alejarla, pero no pudo. Colocando la carta sobre la mesa, pidió a Barker que la analizase.
—Es de Grant.
Barker, que estaba absorto en el programa, le miró enfadado. Después contempló la carta de Grant y su irritación se desvaneció.
—¡Válgame Dios, es extraordinario! —Colocó la carta junto a la nota del asesino y, muy excitado, se echó atrás los cabellos varias veces—. ¡Dios mío… mírelo! —acarició suavemente la carta, como si fuera un fragmento raro y precioso de pergamino y, excitado, recorrió las líneas con los dedos—. No hay muchas mayúsculas, pero ya bastan para trabajar. —Sacó una lupa y miró a través de ella—. Las minúsculas están formadas como mayúsculas aquí y allá, y aunque no lo estuvieran el conjunto es totalmente característico: el espaciado… la presión… la inclinación. —Meneó la cabeza, maravillado e inició una sonrisa—. Pues bien, aquí lo tiene —le dijo a Maybridge—. Aquí lo tiene, sin la menor sombra de duda.
Un Maybridge estupefacto se preguntó entre brumas dónde estaba. En un manicomio, tal vez. Protestó, alegando que aquella afirmación era perfectamente ridícula. Se negaba a creerla. Tenía la sensación de que le estaban tomando el pelo… no Barker, sino el cadáver de Grant, que ahora yacía en la morgue. Barker le enseñó todas las mayúsculas relevantes y después comenzó a mostrarle las minúsculas, indicándole que eran suficientemente características para confirmar su afirmación.
—Absolutamente inconfundibles —dijo con aire triunfal—. ¡Lo hemos encontrado! Si hubiera tenido esta carta desde un buen principio, me habría ahorrado horas de trabajo. El propio Grant escribió la nota del asesino.
Maybridge retiró hacia atrás su silla, se levantó y se dirigió hacia las notas de la pared, que ahora parecían unirse a coro en un largo aullido de burla. Les volvió la espalda. Su corazón latía con una rapidez excesiva. Necesitaba tomar un whisky. Necesitaba golpear a alguien con toda su fuerza.