7

Kate paseaba a lo largo del perímetro del campo de croquet, bajo el radiante sol matinal. Notaba pesadas las piernas y se movía como un paciente geriátrico. Ulysses, liberado de su cochecito, estaba sentado sobre una estera doblada. Tenía las mejillas de un vivo color rosado y se reía alegremente mientras Scott Wilson empujaba suavemente bolas de croquet hacia él. Su madre, apoyada en la puerta del cobertizo donde se guardaban los equipos del juego, lo contemplaba con el ceño fruncido. Kate pasó cerca de ellos, y aunque Bonny le dirigió un breve saludo, no contestó.

El interrogatorio de Kate había durado menos de media hora y había seguido el curso que esperaba. Habían querido informarse acerca de su trabajo como enfermera. Como enfermera municipal, ¿cuáles eran sus obligaciones? Visitar las casas de los pacientes, les había contestado ella, prodigando todos los cuidados que pudieran ser necesarios. Había mirado a Claxby con un gesto de desafío.

—Inyectar insulina.

El superintendente se parecía mucho a uno de los especialistas de la unidad de quemados que habían hablado con ella poco después de ingresar Lloyd en cuidados intensivos. Le había explicado con semblante muy serio que el pronóstico no era bueno y que la cicatrización sería problemática. Todavía aturdida por el choque, había tenido la impresión de escucharlo a través de un abismo, sumida su mente en un torbellino de terror. Era un hombre muy atildado. Lucía una sortija de sello en su dedo meñique. No olía a fuego. Sus cabellos no estaban chamuscados. No había rastro de sangre en él. De haberse partido por la mitad su cráneo, hubiera mostrado un ordenador, todo ello muy pulcro y muy eficiente. Le había dedicado una conferencia sobre las quemaduras de tercer grado y ella le había dado las gracias con toda cortesía. El superintendente Claxby era un hombre forjado con el mismo molde. Efectuaba su tarea con frío profesionalismo. Ella se sentía despersonalizada en su presencia, como una bacteria bajo un microscopio. Y también Maybridge se había distanciado. La noche anterior había mostrado una conmiseración considerable, pero hoy la trataba con una cortés reserva.

La información había sido extraída con sutileza. El papel de apoyo que ella había desempeñado en el matrimonio y en la asociación de escritores, su ansiedad la noche anterior durante la ausencia de Lloyd, la propia ausencia de ella en la habitación, inmediatamente antes del regreso de él, y la aversión que había mostrado con respecto a Grant. Al finalizar la entrevista, se sintió tan débil como si acabara de dar un litro de su sangre. Más allá del campo de croquet, había una glorieta pintada de verde. Necesitaba sentarse sola durante un rato para disipar su zozobra, pero al llegar a la parte soleada de la glorieta observó que Cora Larsbury ya se encontraba allí. Demasiado tarde para retirarse con una excusa, y por tanto Kate se sentó junto a ella. Cora estaba sentada sobre un abrigo doblado y se apartó para que Kate pudiera compartirlo. El banco estaba húmedo y a ella le aquejaba el reuma.

—La he visto entrar para el interrogatorio —dijo— y también he visto a Lloyd esperando fuera. No lo había visto en la cantina a la hora del desayuno, ni tampoco a la de tomar el café de la mañana.

Con un tacto poco usual en ella, no preguntó a Kate cómo le había ido la entrevista, ni tampoco comentó su aspecto, a pesar de que pensó que la joven tenía una apariencia totalmente desastrosa.

Evitando deliberadamente la mirada compasiva de Cora, Kate advirtió que junto a sus pies se había caído un ovillo de lana y se estaba ensuciando. Lo recogió y lo puso en la cesta de la anciana, junto a una lata de toffees. Comprendiendo que se le exigía una respuesta, la dio.

—Yo le he servido el desayuno en una bandeja.

Antes le había subido una taza de té y le había comunicado la muerte de Grant. Presa todavía de la resaca de la noche anterior, él frunció el ceño mientras contemplaba el techo durante unos momentos, antes de contestar. Si se sorprendió o se impresionó supo disimularlo. Finalmente, le dijo que le dolía la cabeza, como si fuera lo más importante. ¿Dónde estaban las malditas aspirinas? Ella las buscó y le dijo bruscamente que tenía que levantarse, ya que la policía procedía a una investigación. Él contestó que hablaría con Maybridge si era necesario, pero con nadie más. Entonces ella le explicó con fría paciencia que no tenía ninguna opción.

—Tu mutilación, comparada con la de Grant, es una cosa trivial —le dijo, no sin arrepentirse de estas palabras apenas las hubo pronunciado.

Durante la entrevista, Maybridge le había preguntado si Lloyd necesitó ayuda psiquiátrica para llegar a admitir su desfiguración. Ella admitió que sí, pero que ahora ya le habían dado de alta. El doctor, subrayó, estaba convencido de que Lloyd era ya una persona emocionalmente estable y capaz de afrontar su trauma. Claxby le preguntó si ella estaba de acuerdo con el doctor. Contestó que sí, esperando que su afirmación sonara convincente. La estabilidad mental de Lloyd mantenía su equilibrio muy precario y sólo Dios sabía qué pudo haber hecho mientras ella dormía.

—Ha sido usted una esposa excepcional —dijo Cora con amabilidad—. A veces, puede que ello no resultara fácil.

—Con la mitad de su cara totalmente quemada, tampoco era fácil para Lloyd.

Cora sacó la lata de toffees de su cesto y levantó la tapa.

—Pruebe uno. Los hago yo.

Kate denegó y Cora se metió uno en la boca.

Apareció un avión como un veloz destello plateado muy alto en el cielo, antes de entrar en una nube. El lejano zumbido de su motor adquirió mayor volumen y después se extinguió gradualmente. El aparato reapareció, silenciosamente, en el extremo más lejano de la nube. Cora lo estuvo contemplando hasta que desapareció.

—Hay diferentes formas de libertad —dijo—. Un vuelo hacia unas vacaciones de ensueño, tal vez… O tan sólo libertad dentro de su cabeza. Nuestra libertad… La suya, la de Lloyd y la mía, radica en lo que escribimos. Todos tenemos cicatrices, aunque no siempre se vean. Cuando el mundo real se hace particularmente odioso, podemos escapar de él. Somos personas afortunadas.

—¿Afortunadas? —repitió Kate secamente, como si expulsara dolorosamente la palabra.

—Sí —insistió Cora—. Afortunadas. Plantee una mala situación en letras de imprenta y mejorará. Sitúe en ella un personaje, deje que el personaje lleve la caiga durante un tiempo, y el peso disminuye. Lo que le ocurrió a Lloyd fue terrible, pero todavía es lo bastante joven y lo bastante inteligente para sacar algún beneficio de ello. —Tiró el papel del toffee sobre la hierba, pero se arrepintió y lo recogió—. Lloyd tiene el tiempo a su favor —continuó—. Yo no lo tengo, y esto no lo digiero. Siempre he querido hacerme un nombre con un libro. Es mi mayor ambición. Todavía ahora, a los setenta años, gustosamente daría años de mi vida para triunfar. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Lo digo sinceramente. Es todo lo que tengo para sostenerme. Usted y Lloyd han publicado. Los críticos les han hecho reseñas favorables. Les envidio a los dos de todo corazón. Le ruego que le diga esto a Lloyd.

Al diablo con los libros, pensó Kate, sorprendida por esta confesión. Se preguntó qué les estaría diciendo Lloyd a los policías. Deseaba meterse en su cabeza y hablar por su boca. Ten cuidado, amor mío, pensó. Les gustaría ponerte la mano encima.

—¿Quién supone que lo hizo? —preguntó Cora, de nuevo serena.

Kate se encogió de hombros. El temor por Lloyd le había agarrotado de pronto la garganta y se sentía incapaz de contestar.

Maybridge había advertido previamente a Claxby acerca del aspecto de Lloyd, pero, aun así, cuando el superintendente lo vio por primera vez se sintió incómodo. Si yo tuviera este aspecto, pensó, y Grant me describiera en un libro, también yo sentiría la tentación de enviarlo al otro mundo. Entre todos, Lloyd Cooper era el que tenía el mayor motivo para realizar un acto insensato y repulsivo de violencia. Momentáneamente, la compasión predominó sobre todas las otras emociones, aunque, consciente de su deber, procuró no demostrarlo. Había un acusado contraste en las actitudes de marido y mujer ante el interrogatorio. Kate había contestado a todo con una voz baja y monótona, dando involuntariamente la impresión de sentirse extremadamente aburrida.

Maybridge había visto esta reacción muchas veces con anterioridad, y no se dejó engañar por ella. El estrés afectaba a la gente de muy diferentes maneras. Bastaba, como ejemplo, la crisis de Fay en la cantina aquella mañana. En Lloyd, se exhibió en forma de un aplomo en su actitud, una especie de frivolidad febril.

—Gracias por acostarme la noche pasada —dijo. Movió su silla para dar la espalda a la ventana—. En interés de ustedes —dijo al superintendente—, no en el mío propio.

Claxby, turbado, no supo qué contestar, por lo que Maybridge, a fin de disimular el silencio, le habló de la novela de Chester Barrington.

—Mi libro… o mejor dicho, nuestro libro… —repuso Lloyd— no estuvo a la altura de las técnicas más avanzadas en el campo de las huellas dactilares. En este asesinato, no tendrán ustedes dificultad. Un buen calígrafo —o incluso uno mediocre— más las huellas en el papel, y podrán dar el caso por terminado.

—¿Asesinato? —preguntó Claxby.

—Según mi esposa, sí. Me dice que ésta es la opinión general.

Después de salir de su dormitorio había evitado cuidadosamente a todos. El contacto con el sargento a primera hora de aquella mañana, cuando copió la nota, ya le había representado suficiente trauma.

—Pero ¿qué motivo? —preguntó Claxby, que empezaba a considerar algo más fácil mirar a Lloyd y comenzaba a relajarse.

—Siga mirando —le invitó Lloyd—. ¿Quiere que me ponga de modo que me dé mejor la luz? Dígame, superintendente, ¿cree que hay mejor motivo que éste?

—Se me había ocurrido —admitió Claxby—. Me han contado lo de la descripción de Grant en su libro.

—Pero a usted no se le había ocurrido. —Lloyd se volvió hacia Maybridge—. Apenas pude subir por la escalera… ¿recuerda? Usted y Connors tuvieron que desnudarme. Se rumorea que Grant fue envenenado. Esto requiere un delicado control manual de ampollas y jeringas. Y yo ni siquiera podía controlar mi orina.

Se frotó los ojos con los puños. Le ardían los párpados y en su cabeza aún había dolorosas pulsaciones. Las aspirinas que Kate le había dado no surtían efecto.

Maybridge resistió a la tentación de señalar que para clavar un espetón sólo se requería una sobriedad relativa. Y le tocó a Claxby, voluntarioso como siempre, formular la necesaria pregunta.

—Pudo usted creer que tenía buenos motivos para mutilar a Grant. Pudo haber estado lo suficientemente sobrio como para controlar su mano y hacerlo… Y lo bastante bebido como para querer hacerlo. ¿Lo hizo?

—Este pensamiento me cautiva —contestó Lloyd—. Ojalá hubiera ensartado al hijo de puta.

—¿Por qué pudo Grant exponerle a usted en su libro? —inquirió Claxby, pese a resultarle violenta la pregunta.

—¿Porque es un santo? —sugirió Lloyd—. ¿O se trata de una explicación demasiado simple?

—¿Había enemistad entre ustedes por algún motivo?

—Apenas le conocía.

—Él se refirió a ello, indirectamente y en tono de excusa, en el escenario, durante la ceremonia de concesión del premio —dijo Maybridge—. ¿Se lo ha contado su esposa?

Kate no lo había hecho. Su silencio había sido digno del de un trapense, ya que después de hablarle de la muerte de Grant y de la reacción general suscitada por ella, apenas había vuelto a hablar.

—No.

—No puedo recordar exactamente sus palabras —dijo Maybridge—, pero sugirió que ciertos acontecimientos están enterrados en el subconsciente, y que a veces escenas del pasado salen a la superficie y parecen ser nuevo material.

—¿Y usted lo cree?

—Cuando lo dijo, miraba la silla vacía junto a la de su esposa, el lugar donde usted debía estar sentado. Parecía creerlo:

—Tal vez estuviera excusándose por lo del supuesto plagio de Lawrence Haydon.

—No. Visto retrospectivamente, estoy seguro de que se refería a usted.

Lloyd examinó sus manos, admirablemente bien cuidadas.

—Usted también está seguro de que yo bajé a la cocina la noche pasada… Que cogí un espetón… Fui al dormitorio de Grant… Lo encontré muerto. Y me indignó tanto ver que alguien se me había anticipado que le grabé su necrológica. —Sonrió—. Lamento que haya sido víctima de la burla de un psicópata, inspector jefe. Es algo que usted no se merece. Pero pronto sabrá que yo no escribí aquella nota. Supongo que incluso tomará raspaduras de mis uñas… Pero también resultará negativo.

—No obstante —dijo Claxby—, a usted no le disgusta que Grant esté muerto.

—No lo niego.

—Hace unos minutos, habló de veneno, mencionó ampollas y jeringas. ¿Por qué?

Lloyd se encogió de hombros.

—No lo sé. ¿Arsénico en su Ovaltina, tal vez?

—¿Ha sido envenenado alguno de los personajes de sus libros?

Lloyd pareció divertido.

—¿La vida imitando el arte? Desde luego, varios de mis personajes han sido envenenados… Y apuñalados… Y estrangulados… Y electrocutados. En el penúltimo libro, utilicé fenol en mi víctima. Es algo que también se inyecta.

—¿Qué cree que sucedió en este caso? Suponiendo, desde luego, que no muriese por causas naturales…

—Era diabético y, por tanto, lo que en seguida se me ocurre es una sobredosis de insulina.

—¿Cómo pudieron administrarla?

—Como autor de novelas policíacas, yo sugeriría que durante la velada se sustituyó su insulina por otra más fuerte.

—¿Se le ocurre pensar en alguien con acceso a la insulina y que asistiera al seminario…? ¿Y que tuviera un motivo?

Se necesitaron dos minutos para que el significado de la pregunta penetrara en su mente. De haber estado más clara su cabeza, el tiempo hubiera sido menor. Maybridge sintió una cierta compasión. La estocada de Claxby había hecho brotar sangre emocionalmente, aunque en esta fase del interrogatorio apenas fuese justificable. Todavía seguían casi a oscuras.

Lloyd habló serena y lentamente, articulando las palabras.

—Ésta es mi teoría como escritor de novelas policíacas. En el mundo corriente, las cosas son más sencillas. Probablemente, tomó una sobredosis de insulina, accidentalmente o intencionadamente.

—¿Accidente o suicidio…? ¿Pero no asesinato?

—No.

—Y sin embargo, cuando ha entrado aquí —dijo Claxby con voz sedosa—, parecía estar muy seguro de que fue asesinato.

Lloyd guardó silencio, incapaz de responder a esta sugerencia. En pocos minutos, su rostro parecía haber envejecido.

—No puedo acordarme de si recordé o no a su esposa que copiara la nota —continuó Claxby—. Si no lo ha hecho, ¿querrá pedirle que lo haga en seguida?

Se levantó, dando por terminada la entrevista. Estaba totalmente seguro de que Kate Cooper no hubiera perdido el tiempo con un espetón para carne. Sus métodos hubieran sido más profesionales.

Lloyd miró a Maybridge como el hombre que se ahoga y busca una cuerda en un mar turbulento. Maybridge apartó la mirada.

Kate había logrado escapar de Cora y atravesaba el aparcamiento de coches cuando Lloyd se puso a su lado. Por un breve e insensato momento, tuvo ganas de meterla de un empujón en su Austin y alejarse rápidamente de allí, pero lo que hizo fue rozarle la mano y después mantenerla en la suya. Estaba muy fría.

—No deberías haber salido sin tu abrigo.

Rara vez establecía ese tipo de contacto. Hacía mucho tiempo que no se cogían la mano. Su relación sexual era satisfactoria pero, aparte de la cama, apenas se tocaban. Kate notó su preocupación por ella, y también esto era una novedad. Que él tuviera frío o calor, que experimentara dolores intensos o leves, que se sintiera confuso o dolido, había sido su motivo de preocupación durante años. Antes de empezar a tener éxito con sus libros, había escuchado las quejas de él sobre los trabajos que no le agradaban. Cuando los abandonaba, ella no le hacía ningún reproche. Cuando los libros aportaban dinero, ambos compartían el buen momento. Cuando no lo daban, ella volvía a trabajar como enfermera. Era la vigorosa Kate. La práctica Kate. La amorosa Kate.

¿Hasta qué punto era amorosa?, pensó él, mientras le acariciaba los dedos. ¿Lo bastante amorosa para qué? El frío aire matinal parecía penetrar en sus ropas y depositarse en su piel como escarcha.

—Me han pedido que te recordara que has de copiar la nota.

Le hablaba en voz baja.

—Ya lo he hecho.

—Y yo también.

Él la había copiado antes de la entrevista, y lo había hecho con un cierto grado de diversión. Sin embargo, ya no había nada de divertido en ello. Expuso sus pensamientos en voz alta:

—La espiral hacia abajo.

—¿Qué?

Ella se preguntó si Lloyd todavía no estaba sobrio.

—Desde el incendio, la vida ha sido miserable… Especialmente para ti.

Lo sentía por ella. No por él. Eso era nuevo. Pero no era éste el momento para recapacitar sobre cosas ya pasadas. Ella se sentía incapaz —mental y emocionalmente— de asumirlas. Todo lo que deseaba era caminar a solas por los campos y conocer algo de paz. Retiró su mano.

Mientras caminaban hacia la casa, Kate le preguntó por su entrevista.

—Creen que fui yo quien mutiló a Grant.

Kate también lo juzgaba probable, y también probable que él deseara ser detenido. Había un rasgo de masoquismo en su psicosis. Su escena en el bar, la última noche, aunque llevada al extremo, también había coincidido en este aspecto.

Lloyd esperó un comentario duro por parte de ella, pero no se produjo. Quería decirle a Kate que la amaba y, si su mano hubiera permanecido entre la suya, tal vez lo hubiera hecho. Esperó que ella lo comprendiera. Estaba terriblemente asustado por su mujer y se le ocurrió pensar que cada uno era igualmente sospechoso ante los ojos del otro. No sabía qué hacer.

Claxby y Maybridge estaban estudiando las notas que había tomado el agente Radwell durante los interrogatorios de los Cooper.

—Desde luego, pudieron haber actuado independientemente el uno del otro, sin que ninguno de ellos lo supiera —sugirió Claxby—. Si ella hubiera deseado enviar a Grant al otro barrio, pudo haberlo hecho con gran eficacia induciendo un coma hipoglucémico. Tiene suficientes conocimientos médicos para ello. Y tal vez, cuando él descubrió más tarde el cadáver, sospechó lo que había hecho su mujer y trató de alejar las sospechas de ella efectuando la mutilación.

Maybridge descartó esta idea. La posibilidad de que Grant hubiera sido asesinado por Kate tan sólo se le había ocurrido a Lloyd durante la entrevista y se había sentido visiblemente afectado. Por otra parte, él no era ningún tonto y, como autor profesional de novelas policíacas, no iba a cometer el error elemental de pensar que la autopsia no revelaría la verdadera causa de la muerte.

—Todo esto es algo similar a boxear contra la sombra —se quejó Claxby, irritado—. Considero que esto resulta mucho más fatigante que abrumar con hechos a los sospechosos. ¿Nos encontramos ante un asesinato disfrazado con un sudario respetable, se trata de un suicidio… o nos hallamos ante simples causas naturales? De lo único que tenemos certeza es de la mutilación.

Maybridge sacó su paquete de cigarrillos y encendió uno.

—En estos momentos, Langridge debe de estar quitando ya el sudario. No tardaremos en tener la respuesta.

—Usted se está buscando un cáncer —le advirtió Claxby—. Si alguna vez Langridge le hace la autopsia, lo primero que le examinará serán los pulmones.

—No le resultará difícil —replicó Maybridge.

Claxby estudió la lista de nombres que Dwight Connors le había facilitado. Este había escrito su nombre al final y, junto a él, había anotado su profesión como secretario privado y agente literario. Sin embargo, Claxby decidió que Connors podía esperar. El nombre que le precedía era el de Christopher Haydon, farmacéutico. Aquí, como en el caso de Kate Cooper, había a la vez motivo y acceso. Pidió al agente Radwell que lo llamase, pero entonces intervino Maybridge.

—No creo que se encuentre en la casa. Ni siquiera se esperaba que se quedase anoche a cenar. Estoy seguro de que no pasó la noche aquí.

—Entonces veremos a su padre, el infame plagiario.

—Supuesto plagiario —puntualizó Maybridge secamente—. Es un mayor retirado, un hombre de edad avanzada y con un talento como escritor muy superior al de Grant.

—La suya es una posición envidiable —le recordó Claxby—. Recuerde que alguien le escribió a usted la nota.

—No me estoy mostrando compasivo.

—Bien —dijo Claxby—. Siga usted así —añadió, pensando en lady Grant.

Con la ayuda de Dwight Connors, Lawrence Haydon estaba excavando una fosa detrás del cobertizo destinado al material deportivo. No era un lugar ideal para una tumba, pero no había nada más a mano. No estaba permitido en el campo de croquet y, aunque la carne putrefacta pudiera tener cierta utilidad en el huerto, la materia orgánica resultaba más aceptable, estéticamente, una vez procesada y envasada. Como Connors había indicado, no sin cierto humor, Marcus no se merecía ser enterrado junto a las coles.

Dwight Connors nunca había tenido un perro. Por lo que él sabía, el cadáver de un perro se introducía en una bolsa de plástico y era entregado a los basureros. Sin embargo, no le había agradado sugerir este método de eliminación al mayor, que, evidentemente, todavía se sentía muy trastornado. El anciano no había bajado a desayunar y estaba sentado en el borde de su cama, inmovilizado por la pena, cuando uno de los escritores fue a buscarlo, el mismo que después contó la situación a Connors, lo que explicaba ahora su presencia.

Su pala se introdujo en el suelo cubierto de ortigas, con un vigor no exento de malignidad. Deseaba estar junto a Fay. Después de la crisis sufrida por ella en la cantina, la había acompañado a su dormitorio y la había instalado en la butaca junto a la ventana.

Habían permanecido sentados allí durante largo tiempo, sin decir nada, pero procurándose mutuamente consuelo. Finalmente, ella se había levantado, diciendo que tenía varias cosas que hacer. El maldito seminario, le había dicho él, podía seguir por su propia inercia y, en cualquier caso, su responsabilidad ya no existía. Todo estaba en manos de la policía. «En las buenas manos del inspector jefe Maybridge», había dicho ella, como una niña capaz de creer cualquier cosa. Él le había contestado, con irritación, que las manos de Maybridge no tenían necesidad de ser buenas ni malas. Lo que éste buscaba era efectuar un arresto.

—Aquí hay arcilla —se quejó Lawrence Haydon.

Años antes, él tenía unos músculos como los de Connors. Era un hombre de mediana edad, optimista, que vivía con una esposa que le había aportado una agradable compañía. Más tarde, había tenido a Marcus. Como tantas personas jubiladas y solitarias, había necesitado otra presencia viva: alguien con quien hablar, alguien con quien amar. Ahora, no tenía nada. Era viejo, estaba enfermo. Su respiración pareció sofocarle mientras manejaba la pala, y lamentaba amargamente haber asistido al seminario. El plan de Christopher había sido estúpido y extremadamente incriminador. Nunca hubiera debido acceder a él. Era una suerte, dadas las circunstancias, que no le hubiera dado a Grant la caja, tal como tenía planeado. Tendría que negar con insistencia, en beneficio de ambos, que ésta hubiera existido. Hizo otro esfuerzo inútil para cavar y se apoyó pesadamente en la pala. Todo ello pesaba demasiado. En aquellos momentos, el extremo de la tumba a cargo de Connors tenía ya varios palmos de profundidad. Éste se trasladó al lado de Haydon para ayudarle.

—¿Por qué no se aseguró de que la puerta del dormitorio estuviera cerrada, cuando dejó esa noche al perro en su habitación?

No tenía la menor intención de que sus palabras sonaran a censura, pues lamentaba sinceramente que el animal hubiera muerto.

—Estaba bien cerrada. Alguien lo dejó salir.

Él y Christopher habían regresado del Golden Hart poco después de las once. El coche de Christopher estaba aparcado de cualquier manera junto a las cuadras, en la parte posterior del edificio, por lo que habían utilizado su Fiat. Christopher había querido conducirlo, pero Lawrence no se lo permitió. El coche era nuevo y Christopher tendía a hacerse un lío con las marchas. Después, de regreso, con su cabeza embotada por el whisky, también había insistido en conducirlo. Marcus había salido del seto, cerca de la entrada principal, y los faros lo habían deslumbrado. El coche no se detuvo a tiempo. Un perro más joven tal vez hubiera sobrevivido al impacto, pero Marcus tenía doce años. Era un perro lento y frágil. El anciano se había arrodillado para sostener a su viejo perro, sosteniéndole la cabeza durante los minutos que tardó en morir. Después, se quitó su abrigo para utilizarlo como sudario y Christopher le ayudó a depositar el perro en el asiento posterior del coche. Todo esto se hizo en silencio, pues el dolor les había dejado atontados a los dos, y hasta que llegaron al aparcamiento ese dolor no se expresó en palabras. Él tenía proyectado regresar a casa con Marcus por la mañana. Ahora, era ya la mañana y a nadie se le permitía regresar.

—No debió traerlo con usted —dijo Dwigth, con una nota de impaciencia.

—No tenía a nadie con quien dejarlo.

—El año pasado no lo trajo al seminario.

—Se quedó con mi hijo. Christopher fue a Weston, a pasar el fin de semana.

Dwight se abstuvo de decir que ésta hubiera sido una solución mejor también para ese año. Ni el perro ni el hijo debieron hacer acto de presencia allí, pero, dadas las circunstancias, su apoyo trivial era comprensible. Contempló la fosa y decidió que ya era lo bastante profunda.

—¿Quiere que lo baje yo?

La silueta del perro era visible bajo el abrigo de color beige. El rigor se había establecido ya plenamente. La noche pasada, el cadáver todavía estaba flexible y fue más fácil trasladarlo. Lawrence sugirió que lo cogieran cada uno por un extremo. Metió la mano bajo el abrigo y acarició la cabeza de Marcus. El pelo estaba blando, pero el morro era duro y frío como una bola de acero. Antes de que Connors agarrara su extremo, Lawrence pasó el cinturón alrededor del perro, para que el abrigo se mantuviera en la misma posición. Hubiera deseado hacerlo solo. Después del accidente, Christopher quiso quedarse a pasar la noche, pero él no se lo permitió. Deseaba que se marchara. Otras personas, en momentos como éstos, representaban una intrusión. Se les tenía que dar conversación y uno tenía que fingir ser más duro de lo que en realidad era. Había pensado enterrar a Marcus bajo el cerezo en el jardín de su casa. No quería dejarlo enterrado aquí, pero nadie sabía cuánto tiempo iba a necesitar la policía para llevar a cabo sus interrogatorios.

Marcus muerto era más pesado que Marcus vivo, o así lo parecía. Era como levantar un sólido tablón. Con cierta dificultad, lo bajaron hasta el fondo de la fosa.

Dwight pensó que era una lástima deshacerse así de un buen abrigo, ya que unas arpilleras viejas hubieran bastado, pero tuvo el buen sentido de callarse. El mayor, de pie y muy rígido, con la pala al lado, parecía asistir a un entierro militar. Una salva de disparos sobre el perro y unos toques de cornetín, pensó Dwight, hubieran dado fin a aquella penosa tarea de un modo más apropiado para el dolor del militar. Los dos empezaron a arrojar paletadas de tierra.

Fue en aquel momento cuando el agente Radwell se acercó y les preguntó qué estaban haciendo.

—Enterrando a Marcus —contestó Dwight, ya que el mayor estaba demasiado apesadumbrado para contestar—. Un perro —explicó Dwight, al observar la expresión del policía.

Radwell, amante de los animales, se mostró compungido. Esperó con paciencia hasta que el perro quedó bien enterrado y la tierra apisonada sobre él, y seguidamente acompañó al mayor al cuarto de los interrogatorios. No sin cierto tacto, le rogó que esperase afuera mientras él entraba y se excusaba por el retraso, explicando los motivos.

Claxby se mostró irritado.

—¿Y usted qué hacía… se ocupaba de los últimos ritos?

—No podía darle prisa, señor.

—Es evidente que ni siquiera lo intentó.

Lawrence Haydon daba la impresión del hombre capaz de enfrentarse a un pelotón de fusilamiento con suprema indiferencia. Incluso le hubiera gustado encontrarse ante él. No podía ni pensar en vivir en Weston sin Marcus. No quería regresar allí. Ni tampoco quedarse aquí. Se sentía suspendido en una zona gris en la que no había calor de contacto humano y donde el sol nunca brillaba. Se sentó y, levantando un zapato lleno de barro, colocó una pierna sobre la otra, mientras esperaba en silencio.

Maybridge dijo que lamentaba la muerte del perro. Y lo dijo con toda sinceridad.

Haydon se encogió de hombros.

—¿Cómo sucedió?

—Ya no tengo tan buenos reflejos como antes. Marcus quedó deslumbrado por los faros y no pude frenar a tiempo.

Maybridge recordaba perfectamente aquel setter de buen tamaño. Pocos años antes, él y Meg habían tenido uno parecido.

—¿No asumió un riesgo al dejar al perro suelto en plena noche?

—Yo no lo dejé salir. Lo hizo Grant.

Maybridge pensó que había límites para la villanía creíble. Que Grant pudiera acusar a Haydon de plagio era creíble, que pudiera modelar un personaje basándose en Lloyd Cooper era creíble, que se entendiera con Bonny y le hiciera un crío también era creíble, pero no lo era que se deslizara por un pasillo y, con toda la intención, dejara salir a un perro. A no ser que el perro hubiera estado ladrando, o aullando, o provocara alguna otra molestia. Trató de sugerir que tal vez fuera éste el motivo, pero Haydon lo negó.

—Había paseado a Marcus por los alrededores antes de encerrarlo en mi dormitorio. Le dejé dormido en su cesta, una cesta que compré especialmente para él antes de venir aquí. Grant lo dejó suelto.

—Pero ¿por qué?

—Obviamente, con la esperanza de que alguien lo matara.

Intervino Claxby:

—¿A qué hora, más o menos, llegó usted por la noche?

—Mi hijo y yo regresamos del Golden Hart poco después de la hora de cerrarlo. Llegamos a los terrenos de St. Quentin alrededor de las once, y después del accidente nos quedamos allí un rato. Marcus necesitó unos cinco minutos para morir y yo algo más para comprender que estaba muerto. Christopher y yo lo metimos en mi coche y nos dirigimos hacia el aparcamiento. Nos quedamos en el coche.

Christopher fue el que llevó el peso de la conversación y su brazo, alrededor de los hombros de su padre, había sido cálido y protector.

—Pobre padre —había murmurado—, mi pobre y querido padre.

Sólo más tarde se había mostrado vituperante con respecto a Grant y su lenguaje había lindado en lo obsceno.

—¿Vio a Grant esa noche, cuando usted llegó?

—Sí, salía del bar. Le acusé de haberle abierto a Marcus la puerta de mi habitación. Lo negó.

La discusión había sido breve, pero dura. Grant había dicho que el maldito animal no debía andar suelto por la finca, pero añadió que él nada tenía que ver con su salida.

—¿Oyó alguien su conversación?

—Mi hijo estaba conmigo. Empecé a encontrarme mal. Grant sugirió que me retirase a mi habitación para calmarme. Tengo el corazón delicado —añadió.

—¿Estaba usted muy indignado con Grant?

—¡Naturalmente!

—¿Fue a su habitación?

—Me quedé en el vestíbulo y esperé hasta que Grant se dirigió por el pasillo hacia la cocina. No estaba seguro de poder subir por la escalera. No quería que él me viera intentarlo y, por tanto, me senté en una silla, en el vestíbulo, hasta que mi respiración se normalizó. Después, subí a mi habitación y me eché en la cama.

—¿Vestido?

—Sí. Mi hijo me trajo un poco de coñac.

—¿Cuánto tiempo se quedó él con usted?

—Hasta que me encontré mejor. Quería quedarse a pasar la noche aquí, pero, puesto que no había habitaciones disponibles, hubiera tenido que pasarla sentado en la silla. Le dije que no era necesario. Nada podía hacer él por mí… ni por Marcus… Ni por nada más. Por lo tanto, le dije que volviera a su casa.

—¿Dónde vive?

—En Londres.

—Por consiguiente, ¿él le dejó?

—De mala gana… pero sí.

—¿Se desvistió usted entonces y se acostó?

—No, me quedé vestido toda la noche.

—¿Por qué?

—Porque necesitaba salir otra vez.

Claxby miró a Maybridge y prosiguió el interrogatorio.

—¿Por qué motivo?

—Me preocupaba Marcus. Lo había dejado en el asiento posterior del coche y no podía recordar si lo había cerrado.

Maybridge intervino con suavidad:

—Sin embargo, el perro estaba muerto.

—Necesitaba verlo.

—¿Para asegurarse de su muerte?

—No, para asegurarme de que descansara cómodamente en su muerte.

Los ojos de Haydon parecían los de un ser acosado. Había tenido visiones confusas de predadores que agarraban el cadáver, lo sacaban del coche, lo lastimaban. El whisky, el coñac y la desesperación le habían convertido en un ser irracional. Esta mañana estaba sobrio, pero todavía más desesperado.

Claxby le preguntó a qué hora había bajado para ver al perro, pero Haydon no supo decirlo. La noche había sido un largo y enorme túnel lleno de negrura. Si los relojes emitían su tictac, él no los había oído. Y si había algún crío llorando, tampoco se había enterado.

Claxby manifestó secamente que no estaba prestando una gran ayuda a la investigación… ni tampoco a sí mismo.

—¿Había alguien más afuera, cuando usted dio su paseo?

—No lo sé. No vi a nadie.

—¿Y dice que dejó el coche en la parte anterior del aparcamiento?

—Sí. Suele estar llena. Pero esta noche no lo estaba.

—¿Qué hizo cuando regresó a la casa?

—Tenía frío. Fui a la sala de reunión y encendí la estufa.

—¿Recuerda haber hablado entonces con Trevor Martin?

—Sí. Hizo un par de comentarios pomposos sobre mi libro. Sin embargo, yo no tenía ganas de conversar con él.

Trevor Martin había fijado esta conversación en las tres de la madrugada, más o menos. Claxby quiso confirmar este punto, pero Haydon siguió mostrándose vago al respecto.

—¿Cuánto tiempo se quedó en esa sala, después de dejarle Trevor Martin?

—Hasta que entré algo más en calor.

—¿Y cuánto tardó?

—No lo sé.

—¿Se quedó allí toda la noche?

—No, regresé a mi habitación. En un momento u otro.

—Cuando regresó a su habitación, ¿todavía era de noche, o bien despuntaba el día?

—Era de noche.

—Antes de regresar a su cuarto, ¿fue usted a algún otro sitio… a la cocina, por ejemplo?

—No.

—¿Entró, en algún momento, en la habitación de Grant?

—No.

—Usted ya sabe, desde luego, lo que le ha ocurrido esta noche a Grant…

—Sé que ha muerto, superintendente. Si yo fuera capaz de sentir algo que remotamente se pareciera a la alegría, lo sentiría ahora. Pero, en realidad, no siento nada.

—Por importantes que puedan ser para usted sus emociones —dijo Claxby con mala intención—, ¿podría hacerme el favor de proyectar sus pensamientos hacia el asunto que nos ocupa? ¿Puede decirme algo acerca de la muerte de Grant?

Lawrence Haydon contestó con dignidad:

—Yo no lo maté. Ojalá lo hubiera hecho.

—¿Podría haberlo mutilado?

—Con sumo gusto.

—¿Y lo hizo?

—No.

Claxby se volvió hacia su colega.

—¿Y bien?

Maybridge estaba recordando su conversación durante la cena de la noche anterior, con Christopher Haydon.

—Su hijo me contó que habían robado en su farmacia una importante cantidad de medicamentos. No le pregunté cuándo había ocurrido este robo. ¿Lo sabe usted?

—No tengo la menor idea. ¿En qué sentido puede ser importante esto?

Maybridge insistió, deseoso de obtener algo a partir de ese interrogatorio.

—¿Vive su hijo en la misma farmacia?

—Sí, tiene un apartamento sobre la tienda. ¿Por qué?

—¿Ha pasado usted alguna temporada con él?

—Una o dos veces. Pero no recientemente. No tengo conocimientos de farmacia y no podía ofrecerle ninguna ayuda práctica. ¿Está sugiriendo que yo pude haber robado aquellos medicamentos?

Los surcos del dolor se mitigaron; ahora, Haydon parecía casi divertido.

—¿Qué hizo usted en el ejército?

—Como soldado profesional, maté gente… de mala gana, con poca frecuencia, y hace ya mucho tiempo. No envenenaba a mis enemigos. Disparaba contra ellos. Todo aquello era muy negativo.

—Sin embargo, su actitud con respecto a Grant no era negativa.

—¿Lo sería la suya… dadas las circunstancias?

—La pasada noche, al ofrecerle la Guillotina, hacia el final de su discurso, su hijo subió al escenario. Llevaba una cajita en la mano. Creo que se disponía a entregársela a usted, pero usted le obligó a retirarse. ¿Qué había en ella?

Los ojos de Haydon se entrecerraron.

—No puedo recordar ninguna caja.

—Tendría la mitad del tamaño de una caja de zapatos, y era de cartón gris con tapa. Tengo toda la impresión de que él se disponía a entregársela.

Haydon empezaba a mostrar señales de agitación.

—De haberse tratado de una ocasión más feliz, pudo haber sido un regalo.

—¿Y lo era?

—No lo vi.

—Está bien… Suponiendo que no lo viera… ¿qué pudo haber contenido? ¿En qué consistía ese «regalo»?

—Un par de pistolas de duelo —sugirió Haydon sarcásticamente— o, todavía mejor, una Luger… o una pequeña bomba incendiaria. Usted debió de captar la atmósfera tan bien como cualquier otro, inspector jefe. Utilice su imaginación.

—En mi profesión —replicó Maybridge suavemente—, pocas veces ejercitamos nuestra imaginación. Nos basamos en hechos. Sé que su hijo tenía una caja y sé que pretendía entregársela. Creo que usted sabía lo que contenía. Haydon notó una tensión a través de su pecho y empezó a sudar.

—No sé de qué me está hablando. —Maybridge comprendió que no podía apremiarlo más. Más tarde, quizás. El mayor había hablado de una dolencia cardíaca y mostraba una palidez alarmante.

—¿Tiene algo más que decirnos?

—Nada.

Tanto Maybridge como Claxby permitieron que fuera él quien pronunciara la última palabra.