6

Tanto el superintendente como el inspector jefe se habían mostrado justos, admitió Bonny para sí cuando regresó a su habitación. Su deber consistía en interrogarla. No la habían acosado a preguntas, pero la pesadilla que se había estado incubando en su cabeza, sólo admitida a medias, había hecho explosión durante el interrogatorio, para convertirse en un hecho real y terrible.

Con manos temblorosas, corrió el pestillo de la puerta del dormitorio. Había una botella pequeña de whisky en su maleta, oculta debajo de los pañales limpios de Ulysses. Vertió un poco en el vaso del lavabo y se lo bebió sin mezclarle agua.

«Dios mío —pensó—. ¡Oh, Dios mío!»

Lo cual se convirtió en seguida en un burlón «¡Oh, Godfrey!».

Se prestaba fácilmente a la burla, aquel megalomaníaco pomposo y egoísta, pero había sido la mejor fase de su vida. Su muerte había sido como si le arrancaran un trozo de su propia carne. Que ella se hubiera sentido profundamente atraída a nivel físico, era algo que nunca había negado. Y tampoco había negado que en ambos hubiera una posible respuesta basada en la violencia.

Todo esto lo había explicado con perfecta sinceridad.

—Yo sólo podía mostrarme violenta —les dijo— si él lo era también… Y en tales casos la cosa no salía del terreno verbal. Yo nunca hubiera podido hacerle daño —quiero decir un daño verdaderamente serio—, nunca hubiera podido clavarle un espetón estando él echado allí…, quiero decir echado en la cama, sin poder valerse… quiero decir…

Y había gesticulado violentamente, procurando evitar la palabra más obvia.

Maybridge le había pedido que les explicara lo que vio cuando abrió la puerta del dormitorio.

Ella comprendió que su interlocutor no era un sádico, sino tan sólo un profesional, y trató de contestar con calma.

La habitación de él daba al este y estaba mejor iluminada que la suya, contigua. Le había visto con toda claridad, como una estatua en una iglesia, excepto que sus manos hubieran tenido que estar unidas como en una plegaria.

—Creo —le dijo a Maybridge— que alguien se las unió, pero después se soltaron.

Se mostró levemente sorprendido, pero dejó que ella prosiguiera.

Había visto que sobresalía algo de su cuello… Algo que era demasiado delgado para ser un cuchillo. Era un espetón de cocina. Había sangre. Según los rumores, la hemorragia había sido extrañamente escasa.

—Por el amor de Dios —les había dicho, mirando a Maybridge y empezando a temblar—, ¿cuánta sangre debía de haberse visto allí? ¿Un torrente?

Claxby le preguntó si se había acercado a la cama… ¿Había tocado a Grant? No, le contestó, no se había sentido capaz de moverse del umbral de la puerta. No podía acordarse de cómo abandonó la habitación. Lo único que recordaba era encontrarse de rodillas en el suelo, en el pasillo, y tocando con la frente el frío suelo.

No recordaba haberse levantado. No se acordaba absolutamente de nada, hasta que se encontró sentada en el borde de su cama, y Sandy Crofton apoyaba sus manos en sus hombros, sosteniéndola para que no volviera a derrumbarse. Sentía un deseo desesperado de echarse. Quería que todo se oscureciera. Ulysses estaba chillando, pero sus gritos le llegaban como si atravesaran una capa de algodón.

Claxby le había preguntado por qué no entró con Ulysses en el dormitorio de Grant, después de subir desde la cocina con Scott Wilson.

—¿No era su intención obligarle a él a mostrar una implicación paterna? ¿Por qué se llevó primero al niño a su propia habitación?

Ella contestó con menosprecio que Ulysses no era una bala con la que matar a Godfrey. Era un niño que se encontraba mal y que necesitaba el calor de su cama. Era su padre el que había de ir a verle allí.

Maybridge quiso saber si ella había abierto el cajón de la cubertería cuando se encontraba en la cocina. ¿No había necesitado, por ejemplo, una cuchara para el bicarbonato?

La aparente banalidad de la pregunta la sorprendió. Maybridge explicó entonces que los espetones se guardaban en el cajón de la cubertería.

¿Los había visto? ¿Los había tocado?

Sí, contestó, los había visto… Y también un cuchillo muy afilado para cortar la carne. Era un arma más corriente, ¿verdad que sí? Ella no sabía lo que había tocado, pero probablemente encontrarían sus huellas dactilares en todas partes.

—Antes tuvo usted una discusión con Grant —le recordó entonces Maybridge—. Él no mostró el menor afecto con respecto a su hijo, por lo que sería perfectamente natural que usted se hubiera disgustado. ¿Cuáles eran, exactamente, sus sentimientos cuando entró en su habitación él?

—Una especie de pánico —trató de explicar ella—. Necesitaba ayuda. Él estaba más cerca de mí y de Ulysses que cualquier otra persona. Disgustos, sí… Y también despecho… Pero había algo más que esto. Ulysses era nuestro. Ulysses enfermo y llorando en plena noche era también su problema. Le necesitaba entonces. Le necesitaba en el futuro. Le necesitaba vivo para Ulysses. Él tiene… tenía dinero. Yo no lo tengo. Ulysses era su único hijo. Reconocido o no. Él podía haber hecho algo por él. Como darle una buena escuela. Como ofrecerle una casa que no fuera el sótano de la de otros. Unas vacaciones de vez en cuando. Yo no quería verlo muerto. ¿De qué hubiera servido?

Había notado que Maybridge, al menos, parecía convencido, pero su interrogatorio todavía no había terminado. Tenían otras cosas que preguntarle.

Después de regresar el doctor Crofton con ella a su habitación, ¿cuánto tiempo se había quedado él a su lado? ¿Cinco minutos… diez minutos… más?

Ella no lo sabía. No podía recordarlo.

¿Qué había ocurrido entonces?

Él había llamado a Sybil Agindale, una de las escritoras. Ella no deseaba la presencia de Sybil Agindale. No podía tragarla. Se dejó llevar por el pánico y le pidió que llamara a Scott. Scott se quedó con ella y Sybil se llevó a Ulysses a su cuarto para limpiarlo.

¿Se había quedado Scott con ella toda la noche… antes de que Ulysses despertara?, preguntó Maybridge.

Sí, le contestó ella, hasta entonces habían estado durmiendo juntos.

—Una coartada a toda prueba —comentó Claxby con cierta acidez.

Ella se sentía demasiado traumatizada para permitirse el enojo. Pensar que Scott pudiera salir sigilosamente de la habitación para mutilar un cadáver que había sido envenenado, era algo que resultaba demasiado ridículo. Y así se lo dijo a Maybridge. Fríamente. Maybridge indicó que la muerte de Grant pudo haber sido natural, que pudo haber padecido un ataque al corazón.

Pero ella no podía creerlo. Sus facciones de mármol…, aquellos labios casi sonrientes…, aquel terrible espetón…, la sangre…, el violento contraste entre lo que parecía la paz al lado de la mayor violencia. Era algo que ella siempre recordaría con horror: la muerte natural no se lleva a nadie de ese modo.

Había estado estableciendo la comparación entre la muerte natural y el asesinato —incoherentemente y a punto de verter lágrimas— cuando Claxby la interrumpió secamente.

—Gracias —le dijo cortésmente, pero con la suficiente firmeza para atajar sus palabras.

Maybridge la había acompañado hasta la puerta.

Bonny bebió el resto de whisky y dejó el vaso en el suelo, junto a la camita de Ulysses. Era una suerte que éste no hubiera visto a su padre muerto. Su mente infantil no lo habría comprendido, pero el trauma tal vez hubiera permanecido en él. Antes de ser interrogada lo había dejado con Cora Larsbury, pero ahora sentía la imperiosa necesidad de estrecharlo contra sí. Quería sentir su contacto, su olor, incluso sus ruidos. Por él tenía ahora que controlarse a sí misma, lo mejor que pudiera. Tenía que conservar la tranquilidad.

Abajo, Claxby y Maybridge estaban comentando la última entrevista. Había sido fácil creer a Bonny En un aspecto emocional, probablemente era capaz de haber matado a Grant en un momento de indignación, pero, desde luego, no formaba parte de su carácter un acto cualquiera de violencia calculada. Bonny Harper no era una envenenadora ni una mutiladora. Y dejando aparte los análisis de carácter y contemplando los hechos desde el punto de vista puramente lógico, ella necesitaba a Grant vivo. Tal como ella misma les había dicho. Financieramente, él era —o pudo haber sido— un respetable activo.

—No es un sospechoso de primera fila, a pesar de haber sido la primera en aparecer en el escenario y de haber tenido amplias oportunidades —resumió Claxby.

Entretanto, Maybridge se preguntaba cómo se las habría arreglado ella para copiar la nota, ya que durante la entrevista sus manos habían estado temblando visiblemente.

La habitación estaba caldeada y se aproximó a la ventana para abrirla un poco. Un sol brillante estaba derritiendo la escarcha en el césped. Cora Larsbury, abrigada con un grueso tabardo gris, empujaba un cochecillo plegable a través del prado. Sus ruedas dejaban unas huellas de color verde oscuro. Ulysses, que ya se estaba reponiendo e iba confortablemente abrigado, apenas era visible bajo la capota del cochecito.

—¿La remilgada Sybil Agindale? —preguntó Claxby, acercándose a la ventana.

—No. Ésta es Cora Larsbury. La autora novel de más edad, y para colmo experta en Rasputín.

—Unas mentalidades agradables las de esa gente —observó Claxby—. ¿Es experta en algo más?

—Hace dulces.

—¿Qué clase de dulces? —preguntó Claxby, divertido—. ¿Bombones con ácido prúsico dentro?

—No tengo idea.

—Pues continúe en esta ignorancia —le aconsejó Claxby—, aunque sólo sea para mantener su peso.

Decidió llamar entonces a Scott Wilson. Se suponía que éste había compartido la cama con Bonny. Preguntó si Wilson era también escritor.

Maybridge nada sabía acerca de él, excepto que parecía como si Bonny y él se avinieran.

—De los treinta más o menos que hay aquí, sólo conozco a los que se presentaron para el concurso… con la excepción de la señora Larsbury, que habló conmigo después de entregado el premio.

—Toda una competición —dijo Claxby—, y al final de la misma cayó la cabeza de Grant.

Puesto que Maybridge no tenía la ventaja de conocer a Scott Wilson, Claxby formuló todas las preguntas. El joven, pensó, ofrecía la imagen usual de un mocetón bien desarrollado y se preguntó cómo había podido meterse en la cama con la muchacha sin aplastarla. Ella había ofrecido el aspecto de un desecho de un ghetto, y él hubiera encajado perfectamente en un equipo de rugby. Le dijo que se sentara.

—Antes de preguntarle acerca de los acontecimientos de la última noche, señor Wilson, me agradaría saber algo de usted. ¿Es usted escritor de novelas policíacas?

—Aspiro a serlo, sí —contestó Scott.

—¿Todavía no le han publicado nada?

—Todos podemos soñar.

Claxby indicó el montón de manuscritos que había en la silla junto a la mesa escritorio.

—¿Uno de éstos es el suyo?

—Uno de éstos era mío. Lo retiré la noche pasada antes de que Grant pudiera leerlo.

—¿Por qué?

—Porque no creí que pudiera interesarle una tesis sobre Archibald Alison, el clérigo del siglo XVIII cuyo único título para la fama fue un ensayo que publicó sobre Naturaleza y principios del gusto, publicado en 1790.

—Será mejor que nos explique de lo que está hablando.

—Desde luego. —Scott se acomodó tan confortablemente como pudo en su silla de duro asiento y recto respaldo—. Mi novela policíaca llevaba el título de La muerte del doctor Drummond. Estaba en una carpeta azul. También lo estaba mi tesis. Cuando salí de mi casa, cogí la carpeta que no debía. No supe lo que había hecho hasta que entré aquí para escribir la sinopsis. Grant llegó poco después que yo. No quise decírselo, por si acaso, debido a la mala suerte, decidiera darle una ojeada. Su gusto es, lo siento, era, francamente execrable. Pudo haber creído que todo había sido deliberado… y que yo trataba de tomarle el pelo. Coloqué mi carpeta debajo de todo el montón y lo llevé a una discusión sobre su ilustre carrera de escritor. No fue difícil. A la mayoría de las personas les gusta hablar de sí mismas, y a Grant más que a cualquier otra, y más tarde, cuando supe que él se encontraba en otra parte, la recuperé.

Claxby buscó en la lista el nombre de Dwigth Connors.

—Tiene usted una carrera universitaria, que le permite ejercer la docencia, ¿no es así?

—Correcto.

—¿Y dónde enseña?

—En ninguna parte.

—¿Está usted en el paro?

—Esa es una manera anticuada de expresarlo —dijo Scott—. El Ministerio de Sanidad y Seguridad Social no me permite morirme de hambre.

—Comprendo —replicó Claxby con brusquedad. El joven le estaba irritando—. Y también le permite quedarse en casa para escribir novelas policíacas.

—Liar porros sería poco más criticable —admitió Scott jovialmente—. ¿Puedo decir, para justificarme, que también he cuidado los jardines de unos cuantos jubilados y he limpiado dos o tres ventanas?

—No está usted aquí para justificarse ante mí —dijo Claxby con severidad—. La razón de su presencia es ayudarme a resolver lo que podría ser un asesinato.

—Por lo tanto, todavía no está seguro…

—Lo estaremos. Probablemente, antes de que termine el día. Dígame ahora lo que hizo la noche pasada.

—Nada especial —repuso Scott sonriendo—. Probablemente, usted hizo lo mismo.

Miró a Maybridge, presintiendo que éste se divertía aunque lo ocultara cuidadosamente.

Claxby supo contenerse.

—Necesito que se me confirme la declaración de Bonny Harper.

—Si ella le ha dicho que dormí con ella, lo hice. Si le ha dicho que no lo hice…, pues no lo hice.

—Si quiere hacerse el gracioso, es usted un majadero. Y si pretende ser caballeroso, no necesita serlo.

—Gracias —dijo Scott—. Es todo lo que necesitaba saber. Dormí con ella.

—¿A qué hora fue a su habitación?

—Poco después de la una. Luché valerosamente contra la tentación. Un hombre más débil hubiera sucumbido antes.

—¿No le había dicho ella que visitaría su habitación?

—No. Sin embargo, esta posibilidad pudo haber pasado por su mente, pues su puerta no tenía corrido el pestillo.

—¿Dormía ella?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo permanecieron juntos?

—Hasta que Ulysses se encontró mal. Su madre había estado a punto de envenenarlo con un langostino. El pequeño estaba muy enojado con ella.

El resto Claxby lo sabía ya, aunque hizo que Scott Wilson lo repitiera brevemente.

—Después de que Bonny Harper decidiera informar a sir Godfrey de que el niño se encontraba mal, ¿qué hizo usted? ¿En qué momento se separó de ella?

—Subimos al piso. Ella se metió en su cuarto con Ulysses. Yo regresé al mío.

—¿No la vio entrar en el dormitorio de sir Godfrey?

—No. El tacto recomendaba retirarse.

—¿Cuándo se enteró de que sir Godfrey había muerto?

—Poco después… Digamos unos veinte minutos. Una de las escritoras vino a decirme que Bonny me llamaba. Y entonces me dijo por qué.

—¿Qué puede decirme de la muerte de sir Godfrey?

—Sólo lo que todo el mundo sabe ya. Algún bromista le ha clavado un espetón en la garganta y ha escrito una nota amorosa dedicada al inspector jefe.

—¿Y qué más?

—Que él ya estaba muerto…

—¿Tiene usted alguna teoría sobre cómo murió?

—Una acumulación de sangre en la cabeza después de un hartazgo de manuscritos, o de un hartazgo de langostinos, un deseo de abandonar ese seminario, tan poco afortunado, en busca de tierras mejores, lejos, muy lejos de aquí. En realidad, no tengo idea, superintendente. Tendrá que ilustrarme sobre este punto.

Pero Claxby ya había oído lo suficiente y se volvió hacia Maybridge.

—¿Quiere hacer alguna pregunta, inspector jefe?

—Sólo una —dijo Maybridge—. ¿Cómo murió el doctor Drummond?

—Bien, pues le lanzaron al mar empujándolo desde un acantilado —Scott sonrió ampliamente—, y les ocurrieron a sus pulmones aquellas cosas espantosas que usted le explicó a Bonny. Al menos, todos abandonaremos este seminario sabiendo cómo cometer mejores asesinatos la próxima vez.

Maybridge le miró fijamente y en silencio. Scott seguía sonriendo, pero incluso él empezaba a juzgar excesiva su propia ligereza. Cuando Claxby le despidió, abandonó la habitación sin ocultar su alivio.

A las once, Maybridge y Claxby se dirigieron a la cantina en busca de café. Ello otorgó al agente Radwell un respiro para tomar nota y, por su parte, Claxby aprovechó su tiempo hablando con el personal de la cocina, aunque considerase muy improbable que alguno de ellos estuviera implicado en el caso. Todos se encontraban fuera del lugar la noche anterior a las diez, y no habían vuelto a su trabajo hasta las siete y media de la mañana. Les dio las gracias por su paciencia durante los momentos de ajetreo que se habían producido antes aquella mañana, cuando el equipo forense tuvo que revisar la cocina, y se alegró de que todos se hubieran tomado con tanta calma aquel desagradable suceso. En un caso semejante, la discreción era aconsejable. Cabía que la prensa los importunara después, tal como ya se les había comunicado, y hasta entonces se les agradecería que siguieran mostrando la misma discreción. Les alabó por la calidad del café que les sirvieron y manifestó su esperanza de que pudieran preparar un almuerzo sencillo para sus hombres: ¿carne fría, tal vez, y una ensalada? Puesto que la muerte violenta y la escasez de toallas (por culpa de Ulysses) no eran cosas que sucedieran cada día, se necesitó algún tiempo para ablandarlos, pero, cuando Claxby se empeñaba en ello, podía ser un modelo de amabilidad.

El superintendente regresó a la mesa con una lata de galletas.

—De parte de la cocinera —dijo.

Claxby había recuperado el buen humor gracias a Cora Larsbury, que les había acompañado a la cantina. Ésta había visto recientemente un programa de televisión acerca de una araña australiana… ¿o era una tarántula? Su mordedura era mortal, les dijo. ¿No se les había ocurrido pensar al superintendente o al inspector jefe que el veneno no necesitaba ser inyectado? Había otros medios. Después de la aspereza de la entrevista con Scott Wilson, la ingenuidad de Cora resultaba entonadora. Por lo que él sabía, le dijo Claxby, ningún miembro del Club de la Guillotina de Oro era entomólogo, ni siquiera australiano. No obstante, no olvidaría su sugerencia.

—¿Chiflada? —preguntó a Maybridge, cuando Cora se alejó de ellos.

—Es difícil decirlo.

Claxby recordó su broma con Maybridge acerca de los dulces de la Larsbury. Un rusófilo, interesado en arañas de las antípodas y dedicado a rellenar bombones con insulina, era algo que le resultaba interesante.

—Quien escribió esa nota, sea quien sea —continuó Maybridge—, no ganaría nada en las competiciones intelectuales.

—De acuerdo. Pero, según Sayers, de momento nadie ha reaccionado violentamente contra la posibilidad de copiarla. ¿Por qué supone que él… o ella… desea ser arrestado?

—¿Masoquismo? —sugirió Maybridge—. O tal vez el deseo profesional, aunque equivocado, de comprobar cómo es una celda policial y después escribir al respecto.

—Vaya, no lo creo —repuso Claxby—; les bastaba con preguntárselo a usted. ¿Por qué no les escribe un manual del asesino… una ampliación de su conferencia encuadernada en cartoné y a cinco libras el ejemplar? Podría jubilarse antes de tiempo.

La pulla era irresistible, pero Maybridge, que la había estado esperando toda la mañana, la ignoró con estoicismo.

Había varios autores en la cantina, pero en el quedo murmullo de su conversación no asomaba ninguna nota audible de rencor. En una mesa contigua, para el viejo y sordo B. R. Anderson, que había despachado torpemente a su víctima con una cuerda demasiado corta, charlaba con Trevor Martin, que había utilizado un baño de ácido. ¿Embotaría el constante contacto mental con lo macabro sus sentimientos más delicados?, se preguntó Maybridge. Cuando era un niño, le había impresionado una función cuyos personajes eran Punch y Judy, pero no tanto por el argumento en sí como por la reacción del público ante el mismo. En la actual función, Punch estaba muerto y la reacción era prácticamente la misma.

Trevor Martin alzó la vista y observó que Maybridge le estaba mirando. Dijo unas palabras a Anderson y se acercó. Tuvo debidamente en cuenta el grado de Claxby, preguntándole si podía hacer unos breves comentarios.

Claxby le invitó a sentarse.

Martin parecía intranquilo y hablaba titubeando.

—Ya sé que desea interrogarme después, pero creo que debo ser yo, y no otra persona, quien le diga que durante la noche estuve en la cocina. Alrededor de las tres.

—¿Sí? —Claxby le dirigió una mirada penetrante—. ¿Por qué razón?

—Me dolía el estómago. Padezco de acidez. Necesitaba un poco de leche.

—¿Los langostinos?

—No, ni siquiera los probé. Una úlcera. Suele darme la lata en momentos de estrés. La velada, después de la presentación, me trastornó. Permanecí en la cocina unos diez minutos —continuó—. Me gusta tomar la leche algo tibia.

Pensativo, Claxby removió el poso de su café.

—Por lo que me ha dicho, alguna otra persona pudo contarme que usted se levantó en plena noche. ¿De quién podría tratarse?

Martin no contestó de inmediato y, cuando por fin habló, lo hizo de mala gana.

—No quiero causar molestias a nadie, y en circunstancias normales no diría nada…

—Sin embargo… —le apremió Claxby.

—Cuando me despierto a esas horas, generalmente me cuesta conciliar de nuevo el sueño. Necesitaba algo para leer. Recorrí la sala de estar en busca de alguna revista o libro. Lawrence Haydon estaba allí, sentado, muy acurrucado al lado de una estufa de gas como si tuviera frío. Me vio entrar. Me oyó cuando le saludé, pero apenas pareció fijarse en mí. Al principio, creí que había bebido demasiado: sabía que él y su hijo habían ido antes al pub, y me pareció… bueno… desorientado. Le dije que estaba buscando algo que leer. No me contestó. Le pregunté si se encontraba bien y me contestó que sí… Tan sólo que sí… Nada más. Le dije que me alegraba de que hubiera ganado el premio y que de nada servía mostrarse demasiado sensible por las circunstancias. Había ganado merecidamente y la carta de Grant era absurda. No me contestó. Esperé un par de minutos…, pues es difícil abandonar una conversación cuando el tema es serio y uno espera respuesta. Desde luego, no es exacto hablar de conversación, ya que más bien fue un monólogo. Sea como sea, esto es todo. Le dejé sentado allí… y tuve la impresión de que no estaba bebido, pero sí profundamente disgustado.

Claxby le agradeció no haber retenido una información que, evidentemente, le tenía preocupado.

—Interrogaremos a todos. El asunto se aclarará rápidamente. La sinceridad siempre permite acelerar las cosas.

Se disponía a preguntar a Martin si había visto a alguien más durante su excursión nocturna, cuando fue interrumpido por Anderson. El anciano, sin que nadie le invitara y con su audífono silbando desconcertadamente, se había acercado arrastrando su silla.

—¿Puedo unirme a ustedes?

Y, sin esperar una respuesta afirmativa, se sentó.

Maybridge se ofreció para ir a buscarle un café y tuvo que repetirlo con voz más alta. Anderson rehusó y manipuló su audífono.

—Cabría pensar, en esta época de alta tecnología, que alguien inventara algo mejor —refunfuñó—. Se fabrican marcapasos para los corazones y se trasplantan los riñones. Yo diría que un aparato tan sencillo como éste debiera poder insertarse permanentemente en lo más profundo del oído.

Se acercó a la azucarera, pasó un dedo por el borde de la misma y después alejó de sí el recipiente. Sus movimientos reflejaban inquietud y su tensión era evidente.

—Grant —dijo, después de una larga pausa— ha sido muy difamado. Yo lo he conocido a fondo durante años. A veces, paseábamos por los Quantocks. Era un hombre con una cierta sensibilidad. Un enamorado de la naturaleza. Habíamos hablado mucho los dos. Siempre se mostraba generoso con su tiempo y su atención. Mi sordera jamás le exasperó. Hablaba con claridad y lentamente, y me escuchaba. Si tenía un problema con mi libro, lo comentábamos entre los dos. Sus críticas eran sinceras. Siempre examinaba a fondo los manuscritos de los autores noveles. Conocía su tema a fondo y no regateaba esfuerzos para ayudar a cualquier aspirante a escritor. Claro que no tenía motivos para preocuparse al respecto. Él había llegado a la cima de su árbol particular.

Consciente de que su sordera le ponía a salvo de interrupciones inoportunas, prosiguió:

—Creo que su crítica del libro de Haydon era justa, aunque bastante desafortunada. De haber sido un hombre más prudente no la hubiera hecho, pero lo hizo con buena fe y sin ninguna malicia. No era un hombre malicioso. Y la descripción de la víctima quemada… Esto es el tipo de riesgo con el que se puede encontrar cualquier escritor. Uno escribe ficción y llega el momento en que alguien dice que lo escrito es realidad y promueve contra el autor una denuncia por calumnia. —Miró a los dos policías—. Oirán muchos comentarios negativos sobre él… Basados en la envidia. Yo estoy tratando de enderezar las cosas tal como son. Esto es todo.

Hablándole con lentitud y claridad, Claxby explicó a Anderson que la policía no era tendenciosa y que él y Maybridge eran hombres de mentalidad abierta. No obstante, el hecho de que él hiciera las veces de Antonio para defensar al «César» que fue Grant no dejaba de ser interesante. Preguntóse si era una defensa promovida por un afecto sincero, o bien una reacción ante la culpabilidad. Y Maybridge, que había guardado silencio durante aquella conversación, se estaba preguntando lo mismo. Era difícil imaginar la amistad entre aquellos dos hombres. Él no había visto ningún indicio de la misma durante el seminario; la última noche, ni siquiera habían estado los dos juntos en el bar. Había unos veinte años de diferencia en sus edades y sus personalidades parecían incompatibles. También sus libros presentaban un acusado contraste. La ficción de Grant era vigorosa —por lo menos, lo que él había visto de ella—, en tanto que el único libro de Anderson que había leído le había parecido triste y bastante sórdido. Anderson debió de ser viejo ya en su juventud, puesto que no había chispa vital en él; lo que mostraba era la impresión aguda e incómoda de unos nervios tensados al máximo.

Su alabanza de Grant había sido pronunciada con un tono unos cuantos decibelios por encima de lo normal, pero ahora, de pronto, su voz sonó baja y cargada de ponzoña:

—¡Esa perra desalmada!

Maybridge, sobresaltado, siguió su mirada y vio que Fay acababa de entrar en la cantina con Dwight Connors. Llevaba un abrigo de mezclilla azul claro con zapatos negros de tacón alto, y probablemente acababa de proceder a la identificación formal de su marido. Parecía muy serena y se detuvo para hablar con un grupo de autores sentados ante una mesa cerca de la puerta, mientras Connors seguía avanzando hasta encontrar una mesa vacía. Esperó hasta que ella se reunió con él y entonces fue a buscar dos tazas de café. Cuando regresó, ella probó el café y no pudo evitar una mueca de disgusto. Él se disponía a levantarse de nuevo, pero ella le detuvo poniéndole una mano en el brazo. Fay se dirigió al mostrador y buscó una azucarera, pero al regresar a la mesa dejó caerla accidentalmente, al rozar la esquina del mostrador. El recipiente se rompió y el azúcar se esparció por el suelo. Ella lo contempló, sonriendo. La sonrisa se convirtió en risa, y después Fay se dobló con un gesto de dolor al convertirse su risa en llanto.

Connors se encontraba a su lado, pero no la tocó. Maybridge se sentía más que incómodo, pues mirarlos era como una intrusión. Miró entonces a Claxby y dedujo lo que su colega estaba pensando. Aquélla no había sido una relación abierta, pero ahora resultaba totalmente inconfundible.

—Una buena actuación —comentó Anderson con desprecio—. Lleva años poniéndole los cuernos a su marido.