Los domingos por la mañana, el superintendente Claxby solía jugar al golf con Rendcome, el jefe de la policía local. En ese particular domingo por la mañana, el campo hubiera estado excelente. El aire era fresco y el suelo estaba endurecido. Era uno de esos días en los que incluso los obstáculos se apartan de la pelota y permiten golpearla sin dificultad. Y ahora, Maybridge era el que le planteaba las dificultades.
Claxby le siguió por la escalera hasta la habitación donde había tenido lugar el asesinato y se abstuvo de todo comentario agrio. Sin embargo, en el umbral de la habitación, su meritoria impasibilidad le abandonó.
—¡Por todos los cielos…!
Su mirada al cadáver había sido breve, ya que había visto demasiados. Lo que estaba contemplando, con una incredulidad escandalizada, era la nota pegada con cinta adhesiva a la cabecera de la cama. Escritas en grandes mayúsculas con un rotulador resaltaban las palabras:
«ADJUDIQUE ESTE ASESINATO, INSPECTOR JEFE MAYBRIDGE; SI PUEDE».
Maybridge había dispuesto de tiempo para que su reacción, no menos escandalizada, cediera. Cuando acompañó antes al doctor Crofton a la habitación, se había acercado a la víctima tal como se aproximaba a todas las víctimas de un asesinato, con los ojos semicerrados y el estómago revuelto. Una vez reconciliado con la visión de la sangre, volvía a ser el profesional de siempre, aunque esta vez, según lo que le estaba diciendo el doctor, no había la sangre suficiente… lo que representaba una manifestación extraña pero tranquilizante. Fue en ese momento cuando alzó los ojos y vio el letrero en la cabecera de la cama, con lo que desapareció en el acto toda sensación de malestar. El asombro se convirtió en rabia y la rabia en un profundo embarazo. Grant, yaciendo pacíficamente muerto con los brazos cruzados sobre su pecho y con un espetón para carnes clavado en su cuello, daba la impresión de una burla, de una broma macabra. No era una de esas cosas en las que uno llega a creer. Nadie, absolutamente nadie, había pensado Maybridge, llevaría hasta tan lejos un gesto de locura…
Durante la última media hora, mientras esperaban la llegada de Claxby y del equipo forense, Maybridge había ensayado varios discursos que trataban de explicar lo que era inexplicable.
—¿Una broma de un escritor de novelas de misterio? —sugirió cáusticamente.
—Curiosa broma —repuso Claxby.
Se acercó a la cama y miró fijamente a Grant. Su espesa cabellera blanca estaba perfectamente peinada y relucía como si la acabaran de cepillar. Los ojos estaban cerrados y los labios formaban una línea recta. No llevaba pijama y había sangre coagulada alrededor de su cuello y en su pecho. Con el espetón penetrando en aquel ángulo, hubieran sido de esperar unas sábanas teñidas de carmesí e incluso salpicaduras de sangre en el techo.
Claxby prefería que sus asesinatos fueran normales, no carne de noticias. La prensa se refocilaría con esto. Podía imaginar los titulares: «La muerte de sir Geofrey Grant. Un famoso escritor muere en circunstancias misteriosas. Un seminario para escritores de novelas policíacas acaba en un asesinato». Miró a Maybridge, imaginando una reproducción en primera plana de la nota, junto con una fotografía del inspector jefe y la palabra: «¡DESAFIADO!»
—Es extremadamente desdichada la circunstancia de que usted se vea implicado —dijo.
Plenamente desastrosa sería una mejor definición, pensó Maybridge. Claxby, más bien bajo, esbelto y pedante, le irritaba incluso en mejores ocasiones. En la época de las camisas que se planchaban por sí solas, él llevaba cuellos postizos perfectamente almidonados. Sus trajes eran grises y llevaba aguja en sus corbatas. Leía a Proust.
—Cuando me dijo que venía a este seminario —manifestó Claxby, hubiera tenido que disuadirle. Por todos los cielos, ¿de qué tema trató su conferencia?
Maybridge le ofreció un breve resumen, el más breve posible. Deseaba que Claxby dejara de invocar a los cielos. El turbio reino de los infiernos era más apropiado para aquella escena.
Vio con cierta sorpresa que Claxby parecía levemente divertido.
—No fue una conferencia muy completa —comentó—. ¿Y el espectrógrafo, y el espectrómetro…? ¿O el análisis de activación de neutrones? No continuó allí donde hubiera debido hacerlo, Tom. De haber dado yo la conferencia, les hubiera aterrorizado con el alto nivel de la detección forense. Nadie se hubiera atrevido a hacer esto.
Contempló la pequeña habitación, semejante a una celda.
—Evidentemente, es un dormitorio para una sola persona. ¿Dónde está el de lady Grant?
—En la habitación contigua.
—¿Cómo se lo ha tomado ella?
—Con valor.
Con calma hubiera sido una respuesta más exacta, pero hablar de valor sonaba mejor. Recordó haber llamado a la puerta y que ella abrió pasados dos minutos, como si estuviera despierta y esperando a alguien.
—¡Oh! —dijo, sorprendida—. ¿Es usted?
Llevaba un camisón verde con un escote cuadrado, adornado con puntilla, oculto a medias por su larga cabellera deshecha. Él le había contado, confusamente, que sir Geofrey había sufrido un accidente… Y que estaba muerto. Había tratado de prepararla para la impresionante escena que tenía que ver, pero ella le había empujado hacia el cuarto de su esposo. La palabra accidente había sido mal elegida, pero en aquel momento no se le había ocurrido nada mejor. Ella se había quedado junto a la puerta, completamente inmóvil, para volverse después hacia Maybridge. Su voz sonó casi normal.
—No puedo creerlo.
Maybridge había sugerido una copa de coñac, o un sedante que le proporcionara el doctor Crofton.
—No está aquí a título profesional —indicó ella—. No lleva medicamentos en su maletín negro. Y no quiero coñac.
Después recorrió el pasillo hasta el cuarto de baño. Tal vez temblara allí dentro. Acaso llorase encerrada allí. Al cabo de diez minutos, volvió a salir, quizás un poco más pálida, pero mucho más dueña de sí.
—Debe usted ocuparse de muchas cosas —dijo—. Tendrá que informar a la policía. Bien…, desde luego, usted ya es la policía. No me acordaba. Gracias por su preocupación. En realidad, me encuentro bien.
Después le dejó, diciendo que tenía que vestirse, y él regresó al dormitorio de Grant. Ninguno de los dormitorios tenía cerradura. El que deseara privacidad había de correr el pestillo por el interior.
—¿Quién descubrió el cadáver? —preguntó Claxby.
—Una joven escritora… Bonny Harper. Grant era el padre de su hijo… Ulysses.
—Su hijo… ¿quién?
—Probablemente, ese nombre sería una especie de broma entre ellos —dijo Maybridge.
—Una gente muy divertida —observó secamente Claxby—. ¿A qué hora ocurrió esto?
—A las cinco y veinte.
—¿Y qué hacía ella en esa habitación y a esa hora? ¿Sexo antes de las seis?
—No lo creo, pero bien puedo equivocarme.
—¿Y cómo se lo tomó ella? ¿Con valor?
Maybridge miró con suspicacia a su superior. Claxby no era ningún tonto.
—Según el doctor Crofton, ella salió en seguida del dormitorio y se desmayó.
—¿Y Crofton se encontraba convenientemente en las cercanías, para prestar auxilio? —inquirió Claxby.
—Regresaba del retrete.
Claxby señaló una jeringa y un vial sobre la mesita de noche.
—¿Diabético?
—Sí, según dice el doctor Crofton.
—¿Tocó el doctor la jeringa o el vial?
—Que yo sepa no, y con toda seguridad no lo hizo mientras yo me encontraba en la habitación. Le pregunté si Grant se inyectaba él mismo. No lo sabía, pero lo consideró muy probable. Grant no era paciente suyo.
—Pues bien, hay tres respuestas posibles —dijo Claxby muy serio—. Se administró accidentalmente una sobredosis, o se administró deliberadamente…, o alguien le administró deliberadamente una sobredosis. Sin embargo, ¿tiene usted alguna teoría que explique por qué a un muerto se le puede clavar un espetón varias horas después de su defunción?
Maybridge se había estado haciendo la misma pregunta. No se necesitaba una gran experiencia forense para saber que alguien había atravesado una arteria que llevaba ya largo tiempo sin bombear sangre. Cuando se ven cadáveres en gran cantidad, se llega a tener una idea bastante acertada sobre el tiempo que llevan muertos. También se adquieren conocimientos prácticos de anatomía. Ciertas zonas tienden a sangrar de un modo espectacular, y cuando no lo hacen es porque existe algún motivo.
—Ninguna teoría —contestó Maybridge.
Alguien había asesinado a un cadáver, si bien no estaba seguro de que la palabra «asesinar» fuese aplicable. Era la primera vez que se le presentaba semejante situación. Y el presentador había escrito también la nota. Le echó otra mirada. Un papel blanco y limpio de mecanografía, sin ninguna traza de sangre. Debió de ser sujetado con cinta antes de que se asestara el golpe con el espetón. Recordó sus últimas palabras al finalizar la conferencia: «No permitan que sus asesinos sean torpes. Procuren que sean unos artistas.» Empezó a sudar. Había algo especialmente repugnante en el hecho de infligir una afrenta a los muertos. A juzgar por su aspecto, la muerte de Grant había sido pacífica, ya que la tranquilidad imperaba en sus facciones. Quien le hubiera atravesado la arteria había dispuesto su cuerpo con limpieza, inclinando la cabeza ligeramente sobre la suave almohada, antes de encontrar el punto exacto en el cuello. Era un gesto obsceno.
Mientras el equipo forense trabajaba en el cuarto del crimen, Maybridge ordenó a Dwight Connors que reuniera a los escritores en la sala de conferencias. También le pidió que le facilitara una lista completa, por duplicado, de todos los escritores presentes, incluidas sus direcciones y sus demás ocupaciones, si las tenía. Una de estas listas pasaría por un ordenador y se buscaría cualquier información relevante que pudiera tener relación con el caso. La otra serviría como referencia durante los interrogatorios. Al subir él y Claxby al escenario, le asaltó el recuerdo de la tarde anterior. Tampoco entonces había reinado una gran alegría. Grant tendía a suscitar animosidad, tal como un jinete nómada alza el polvo del desierto. Claxby tomó la palabra. Sir Geofrey había sido encontrado muerto, dijo a sus oyentes, pero no entró en detalles sobre las circunstancias. Se había hallado una nota cerca de su cadáver. Una versión mecanografiada de esta nota tendría que ser copiada por todos los presentes, utilizando un rotulador negro, y después la escritura sería analizada por un experto en la jefatura de policía. Esto requeriría algún tiempo, así como también la autopsia, que sería realizada lo antes posible. Puesto que el seminario tenía que continuar hasta aquella tarde, de acuerdo con el programa, todos se dedicarían a sus tareas normales, pero dispuestos a ser interrogados en cualquier momento por el inspector jefe Maybridge y por él mismo. No creía que nada impidiera que la investigación preliminar quedara completada al concluir el día, pero si alguno de los miembros tenía algún motivo apremiante para marcharse antes, él le concedería prioridad. Nadie podía abandonar el lugar sin su permiso. La oratoria de Claxby no invitaba a la contradicción. Los escritores le escucharon sentados y en silencio, desde el principio hasta el fin.
Lo que Maybridge tenía que decir le proporcionó un gran placer. El equipo forense necesitaba realizar más o menos una hora de su trabajo en la cocina. Entretanto, no era posible preparar ningún desayuno, y nadie saldría del lugar para tomarlo en otro sitio. Esta pequeña venganza fue estropeada por Dwight Connors, que se levantó inmediatamente y dijo a todos que en el bar había una máquina de café, así como varios paquetes de galletas.
Claxby sintió un cierto regocijo en su interior. Te han pillado, pensó, pero no lo dejó traslucir. Personalmente, él se alegraba del café. Tampoco había desayunado y estaba en la brecha desde las ocho y media.
—¿Cómo se las ha arreglado para hacerlos levantar tan temprano? —preguntó a Maybridge—. ¿Acaso la jauría olfateó la sangre?
Connors los había llamado a todos, y Maybridge ignoraba lo que les había dicho. Estaba descargando a Fay del peso de toda la responsabilidad y había dicho a Maybridge que cualquier cosa que debiera hacerse, se la pidieran a él. Prefería que a ella se la molestara lo menos posible.
Fay, vestida con un grueso suéter marrón y pantalones de franela, estaba sentada junto a Cora Larsbury en la parte delantera del vestíbulo. Parecía como si se hubiera puesto con prisas las primeras prendas que pudo encontrar. Calzaba unas zapatillas. Cora Larsbury le estaba diciendo algo, pero era evidente que Fay no la escuchaba. Captó la mirada de Maybridge y apartó la suya. Entonces Maybridge sugirió a Claxby que, si Fay había de ser interrogada en primer lugar, se le evitara la tensión propia de la espera. Claxby no presentó ninguna objeción, pero su motivo no era el mismo. Como viuda de Grant, ella tenía que identificar a éste formalmente antes de que se efectuara la autopsia, y por ello debería ausentarse del lugar durante una hora, más o menos. La muerte, especialmente una muerte violenta, tenía su dosis de burocracia, y por tanto tendía a retrasar todas las demás actividades.
La sala prevista para los interrogatorios era la contigua a la de conferencias, y comunicaba también con el vestíbulo. Hasta el día anterior, había servido como despacho provisional de Grant. La mesa la llenaban los manuscritos de los escritores noveles, que Claxby apartó con un gesto irritado a un lado.
—Frutos de la imaginación. Acónito y belladona.
—Cosas anticuadas —dijo Maybridge—. Asesinato con insulina.
—Tampoco tiene nada de nuevo.
—Y no es inmediatamente detectable.
No se lo había preguntado a Crofton, pero de todos modos el doctor había avanzado esta información. Claxby examinó el contenido del cajón de la mesa y encontró un paquete de tarjetas postales y unos cuantos sobres de papel grueso.
—No niego que me causaría un vivo placer que esa nota fuera copiada en presencia de usted —dijo—, pero esto exigiría demasiado tiempo. El sargento Sayers puede ocuparse de ello. Dispóngalo todo, por favor.
Maybridge, previéndolo, ya había instalado a Sayers en una habitación contigua, para que esperase allí ulteriores instrucciones. Evitó mirar directamente al sargento mientras le explicaba lo que había de hacerse.
—Disponga las tarjetas de modo que cada persona que entre para copiar la nota coja una tarjeta del montón. Quiero unas buenas huellas dactilares. Haga que todos los que escriban metan sus tarjetas en los sobres y escriban sus nombres. Después, hágales lamer el borde del sobre para cerrarlo. La saliva puede resultar útil. Cuando todos los presentes hayan copiado la nota, dígamelo. Seguidamente, las llevará usted mismo para que el inspector Barker haga su análisis.
—Se ha marchado, señor —dijo Sayers—, para seguir un cursillo. Está estudiando servo-croata en Bath.
—Ya le han dicho que se presente.
Maybridge sabía que el sargento, un joven corpulento y pelirrojo, contenía su regocijo con cierta dificultad, y no le culpó por ello. Barker, aunque innegablemente brillante, no dejaba de ser un joven engreído. Ahora tendría oportunidad para demostrar sus dotes.
—¿Alguna pregunta, sargento?
—¿Cómo he de llamarlos, señor?
Maybridge se había quedado con una copia de la lista de Connors y se la entregó.
—El señor Connors, el secretario de Grant, ha hecho una lista con todos sus nombres. Aquí tiene una copia. Y no olvide al propio Connors, aunque probablemente él se ofrecerá para buscarle a todos los demás. El agente Williams se quedará aquí para ayudarle.
Al volver al cuarto de los interrogatorios, Maybridge vio que Claxby había hecho traer de la cantina tres sillas tapizadas con plástico rojo, y había situado una de ellas de modo que quedara frente a la ventana.
—Una distribución agradable y cómoda —le dijo a Maybridge—, un grupo de tres.
Sin embargo, la comodidad no era el objetivo de Maybridge. Las entrevistas serían extremadamente inconfortables para todos, incluido él mismo. Las palabras «adjudique este asesinato» seguían resonando en su cabeza como un toque de difuntos.
—Utilice su discreción —le dijo el agente que había de ayudar en los interrogatorios—. Esto no ha de seguirse al pie de la letra. En este momento, nadie firmará nada. Las declaraciones formales se harán más tarde. Sólo queremos obtener una impresión general.
—El superintendente Claxby ya me lo ha explicado, señor.
—Entonces, perdone que yo se lo repita —replicó Maybridge con irritación.
Durante la media hora siguiente, antes de comenzar los interrogatorios, Claxby y Maybridge compararon notas y discutieron el caso. El primero preguntó si existía algún tipo de hostilidad contra Grant, y Maybridge contestó afirmativamente y explicó las razones.
—Veo que no se trataba de un tipo muy popular —comentó Claxby—, pero ya sabe usted lo que decía Cicerón.
Maybridge no lo sabía, pero tuvo la seguridad de que iba a enterarse en el acto.
Efectivamente, Claxby citó con evidente placer:
—Tacitae magis et occultae inimicitiae sunt, quam indictae et opertae, lo que se traduce como: «Las enemistades inconfesadas y ocultas son más temibles que las abiertas y declaradas».
—Bien dicho —comentó Maybridge secamente.
Claxby sonrió. Hoy, Maybridge se mostraba muy vulnerable, y no le faltaban motivos para ello.
—Veremos primero a todos los más probables —dijo—, comenzando, tal como ha sugerido usted, por la valerosa viuda. Dejaré que usted lleve el peso de la conversación.
El agente Radwell acompañó a Fay hasta el cuarto y seguidamente se sentó ante la mesa, empuñando el lápiz sobre su libreta abierta. Fay le miró con cierta sorpresa.
—¿Va usted a escribir lo que yo diga?
—Tan sólo lo que sea importante —contestó Maybridge por él.
Seguidamente, la presentó a Claxby y éste le dirigió unas breves palabras de condolencia.
—Gracias —contestó Fay cortésmente—. Todavía no me es posible creerlo.
Había estado comiendo galletas y se le habían pegado unas migas a la parte delantera de su suéter.
Maybridge pensó que sus zapatillas probablemente habían pertenecido a Geofrey, pues eran de fieltro marrón y demasiado grandes por los lados. Recordó sus zapatos de tacón alto de la noche anterior. Fay se mostraba ahora mucho menos tensa que en aquella ocasión y Maybridge se preguntó cómo lograría hacer frente al ajetreo que le esperaba en este día.
—Necesitamos saber dónde estaba cada persona la noche pasada —le dijo—. Sé que está usted cansada y muy afectada, pero le ruego que se ofrezca a ayudarnos.
—No estoy cansada. Durante la noche he dormido bastante bien.
—Aun así, acaba de pasar por un trance muy doloroso.
—Sí —admitió ella—, lo sé, pero me siento como entumecida.
El doctor Crofton le había dicho que esta reacción era normal. Un miembro congelado sólo dolía cuando se iniciaba el proceso de descongelación, le explicó, y eso podía requerir horas, incluso días. Sin embargo, ella no se sentía congelada ni descongelada, sino tan sólo indiferente.
Maybridge le preguntó acerca de la diabetes de Grant y ella contestó que la padecía desde hacía años.
—¿Le ayudaba usted a inyectarse?
—No…, se mostraba peculiarmente sensible en este aspecto.
—¿Qué quiere decir?
—Una vez le sorprendí cuando se estaba inyectando. Se enfadó mucho…, incluso se mostró avergonzado. —Frunció el ceño, tratando de encontrar las palabras exactas—. Creo que él consideraba su enfermedad como una especie de… de tara. Como si de alguna manera le disminuyera. Se inyectaba a solas, generalmente en el cuarto de baño y con la puerta cerrada. —Miró fijamente a Maybridge—. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver su diabetes con todo lo demás?
Claxby intervino rápidamente.
—Ahora, esto no importa. Cuando más tarde recibamos el informe del patólogo, sabremos lo que ocurrió. De nada sirve hacer conjeturas.
—¿Se acostó usted más o menos al mismo tiempo que su esposo?
—No, yo subí primero. Todas las habitaciones son individuales. La mía estaba al lado de la de Geofrey. —Se dirigió a Maybridge—: ¿Está enterado el señor Claxby del incidente que se produjo en el bar… con Lloyd?
—Sí.
Dwight Connors le había dicho que respondiera con la mayor brevedad posible y que no ofreciera ninguna información que no se le hubiera solicitado. Sin embargo, decidió no seguir su consejo.
—En aquel momento, yo no supe por qué Lloyd estaba tan trastornado. Yo había trabajado un poco en los primeros capítulos de El factor Helio…, sólo para echar una mano. Y cuando el libro estuvo terminado, lo leí por encima, para obtener una idea general. A mí nunca me han gustado sus libros…, sobre todo éste. Es demasiado sensacionalista y la violencia es puramente gratuita. Él buscaba un público diferente, con un tipo de ficción que todavía no había probado. Generalmente, cuando trabajaba en un libro se mostraba retraído pero al mismo tiempo satisfecho; sin embargo, esta vez le veía muy malhumorado e irritable. Creo que le preocupaba la posibilidad de que no tuviera éxito. En muchos aspectos, se sentía inseguro de sí mismo. Para muchos, les resultará difícil creerlo, pero es la verdad. El éxito de crítica era importante para él. Demasiado importante. Su carrera le desequilibraba; hasta cierto punto, le cerraba el mundo real. Fue una suerte que su libro tuviera éxito, pues no sabía soportar el fracaso.
Miró a los dos policías, con expresión un tanto confusa.
—Lo siento. Yo iba a hablarles de Lloyd. Me parece que no soy capaz de concentrarme.
Maybridge le dijo que se tomara el tiempo necesario y ella continuó al cabo de unos minutos:
—Evité leer varios de los últimos capítulos de El factor Helio. Así fue como me pasó por alto la descripción de la víctima del incendio. Entonces, alguien me indicó las páginas que debía leer y me llevé el libro a la cama y las leí. La descripción me impresionó… me causó un gran disgusto. Y también me sorprendió. Geofrey podía ser desconsiderado y poco amable, pero nunca había visto que fuese cruel. Lo que había escrito era maligno. Todo el que conociera a Lloyd podía ver que había servido de modelo para el personaje… Ni siquiera se había molestado en disimular la capucha que lleva Lloyd. —Hizo una pausa y, tras un esfuerzo, prosiguió—: Cuando oí que Geofrey entraba en su dormitorio, poco antes de las doce, fui allí y le dije sin circunloquios lo que pensaba de él.
Su sinceridad había causado buena impresión, al menos en Maybridge, que la veía como una amazona que batallara al lado de los débiles, una amazona que sólo tuviera las palabras como arma. Grant se lo había merecido. La opinión de Claxby era más matizada; con menos fantasía, la veía como una mujer que acababa de decir una verdad que tal vez fuese perjudicial. Se preguntó si ella era lo bastante inteligente como para saber que su declaración era prudente. Una disputa en la intimidad del propio hogar nunca debe ser explicada, ya que en un edificio público no existe intimidad alguna.
—¿Cómo se lo tomó él? —preguntó.
—¿Mi reprimenda? —se encogió de hombros—. Al principio, con sorpresa. Yo suelo mostrarme dócil en todo momento. La reacción de Lloyd también le había impresionado. —Frunció el ceño y se apartó unos cabellos de la frente—. Lo que ahora me preocupa, dado que ahora me siento lo bastante tranquila como para pensar, es que tal vez me mostré extremadamente dura con él. Los escritores dicen muchas tonterías sobre el subconsciente. La excusa de Geofrey consistió en que no había trazado conscientemente, con sus palabras, un cuadro de Lloyd, y que toda aquella descripción tan horrible procedía de algún otro lugar. No lo creí… pero podría ser verdad. Estaba escribiendo sobre un personaje secundario, como me señaló, y más tarde se sintió desconcertado al comprender lo que había hecho.
—Por lo tanto, ¿se excusó ante usted? —Maybridge trataba de minimizar aquella disputa.
—Oh no…, conmigo no. Consigo mismo. Él nunca se mostraba abyecto, ni humilde. Bueno, usted ya le conocía. Me contestó sin regatear palabras. Me dijo que yo debía apoyarle más, en vez de acusarle. Había estado sometido a fuertes presiones, y me preguntó si acaso yo lo ignoraba. ¿Era tan estúpida, tan obtusa, como para pensar que él iba a perjudicar deliberadamente su reputación, escribiendo tales cosas sobre Lloyd? —Fay sonrió con amargura—. Le dije algo acerca de que el perjuicio causado a Lloyd pesaba más que su reputación… Y seguidamente abandoné su cuarto.
Hubo un breve silencio, durante el cual ella pareció sumida en sus pensamientos. Maybridge presintió que iba a facilitar más información.
—Unos diez minutos más tarde, llamó a mi puerta. Quería las llaves del coche y no encontraba las suyas. Empecé a preocuparme por él… Pues no estaba en condiciones de conducir. Generalmente, procuraba no beber con exceso, pero esa noche había tomado unas copas de más. Le pregunté adónde iba y me dijo que a ninguna parte. De vez en cuando fumaba un cigarro, y tenía una caja de puros en el coche. Supongo que pensó que un cigarro podía apaciguarle.
—¿Y usted le dio las llaves?
—Él mismo las sacó de mi bolso.
—¿Y después regresó con ellas?
—No, debió de ir directamente a su cuarto.
Maybridge no podía recordar ningún rastro de aroma de cigarro en el dormitorio de Grant, y era uno de esos olores que generalmente persisten. Y tampoco había visto una caja de cigarros. Llegó a preguntarse vagamente si Fay estaba mintiendo.
Seguidamente, le preguntó si se había despertado durante la noche.
—Sí, oí que Ulysses lloraba. —Se volvió hacia Claxby—. La madre de Ulysses, Bonny Harper, había sido la querida de mi marido. Cuando llegó el bebé, él no quiso saber nada de él. Bonny trajo el bebé al seminario para enfurecer a mi esposo. Sin embargo, es probable que ustedes no me crean si les digo que a mí no me enojó.
Claxby se encogió de hombros, sin comprometerse.
—Circula el rumor de que mi marido fue mutilado con el espetón cuando ya estaba muerto. —Se dirigió de nuevo a Maybridge—. Cuando hurgué esta mañana en el dormitorio, con usted, y vi la nota… Creí que le habían asesinado. No lo comprendo.
—Y tampoco nosotros —dijo suavemente Maybridge—, todavía. La autopsia nos aclarará muchas cosas. No lo mataron con el espetón. No sabemos cómo murió. Sin embargo, después de que usted haya identificado el cadáver, el patólogo podrá realizar su tarea. —Se volvió hacia Radwell—. Acompañe a lady Grant y diga al sargento Sayers que pida un coche para llevarla después a la jefatura.
Fay se detuvo ante la puerta y habló con cierta vehemencia.
—Siento profundamente que esto haya tenido que ocurrirle a usted, inspector jefe. La persona que escribió esa nota, quienquiera que sea, es un psicópata.
—Posiblemente.
—Fue una conferencia excelente. La mejor que nos ha ofrecido un oficial de la policía desde hace mucho tiempo.
—Gracias.
Agradecía su defensa, pero hubiera deseado que ella no hablara con tanto entusiasmo en presencia de su superior.
Claxby, al que no le había pasado por alto aquella reacción, miró a Fay con curiosidad, mientras ella salía. La belle dame, pensó, lleva unas zapatillas de hombre que no son las de su marido. Las de sir Geofrey, varios números mayores y de una excelente piel de cabritilla negra, estaban colocadas ordenadamente junto a su cama. ¿Con quién se regodeaba la dama?, preguntóse. Maybridge, como pudo observar al regresar a su asiento, tenía unos pies que eran aproximadamente del mismo tamaño de los del difunto. No dejaba de ser un alivio.
—Una mujer encantadora —echó el anzuelo Claxby—. ¿Euroasiática?
—Medio india.
—Su matrimonio, según ella misma ha admitido, era más bien tibio. ¿Tenía ella un amante?
—Lo ignoro.
—¿Creen que le importó tan poco la presencia de la amante de su marido, como ha querido darnos a entender?
—Lo siento, pero esto también lo ignoro.
—Me interesa ver a la rubia Anticlea —dijo Claxby—, la madre de Odiseo… Dígale que entre.
—Ulysses —corrigió Maybridge—, y ella se llama Bonny.
Pero fue el doctor Crofton el siguiente entrevistado. Asomó la cabeza en la puerta.
—Me necesitan en el hospital.
Claxby le dijo que entrase y cerrase la puerta. Maybridge les presentó y Claxby hizo una marca junto a su nombre en la lista.
—Espero que habrá sido discreto, ¿no es así? —preguntó Maybridge—. Lady Grant ha hablado de rumores. Quiero esperar que usted no le haya facilitado ninguno de los detalles.
—Esto es lo malo —replicó Crofton secamente—. Yo no he dicho ni una palabra que no debiera decir, a pesar de que me han estado acosando, pero alguien sí lo ha hecho. Saben que Grant ya estaba muerto cuando alguien le atravesó el cuello.
—Si no fue usted… y yo creo que no, ¿hay que pensar en Bonny Harper? Ella fue la primera en entrar a la habitación.
—Bonny sería capaz de pregonarlo a los cuatro vientos —dijo Crofton—, pero sus conocimientos médicos son nulos.
—En el curso de una investigación por asesinato —observó Claxby—, todo el mundo habla demasiado. La raza humana se siente fascinada por la muerte… Especialmente cuando es violenta. Son estos comentarios a gritos los que a veces ayudan a resolver las cosas, aunque generalmente el cadáver, una vez en el laboratorio de patología, es el que tiene la última palabra.
Crofton, alentado al encontrar un eco en su público, citó:
—El asesinato, aunque no tenga lengua, hablará con el más milagroso de los órganos.
A Claxby había de agradarle forzosamente un médico buen conocedor de Hamlet. Miró a Crofton con aprobación.
—¿Cuál es su teoría, doctor? ¿Cómo murió Grant?
Crofton se encogió de hombros.
—Fuerza mayor, tal vez… Una coronaria. El hombre se encontraba bajo fuerte tensión. Lawrence Haydon le puso en evidencia durante el acto de entrega de la Guillotina. Tampoco fue muy notable su popularidad cuando Lloyd, desprovisto de su capucha, irrumpió en el bar. Grant, con sus cuarenta años a cuestas, no sería el primero en caerse muerto después de pasar por un período de semejante tensión.
—¿Y si su muerte no fue natural?
—No, no puedo imaginármelo suicidándose. ¿Por qué habría de hacerlo? Supongo que pudo inyectarse una sobredosis de insulina, estando borracho o muy preocupado, y caer en un coma hipoglucémico. En este caso, el coma se presentaría, como mínimo, dos horas después de inyectarse. No sé cuando se puso la inyección. El rigor se muestra primero en la cara, alrededor de cinco a siete horas después de la muerte. No puedo decir que yo lo observara, pero, teniendo en cuenta la presencia de un tosco espetón clavado en su carótida, en realidad no presté atención al detalle. —Miró a Maybridge, haciendo una mueca—. También la nota me exigió una parte de mi atención.
Maybridge guardó silencio, resistiendo a su deseo de replicar debidamente.
—Si fue asesinado —prosiguió Crofton—, fue envenenado. Mis amigos aquí presentes han utilizado diversos venenos extraños en sus siniestras novelas, y no se dan punto de reposo en construir teorías. La insulina es actualmente el predilecto, con el curare en segundo lugar. Es un veneno obvio y fácil, y se inyecta por vía intravenosa. Personalmente, en mis novelas yo prefiero las armas de fuego. —Miró a Maybridge—. Mejor dicho, prefería las armas de fuego… puesto que Muriel Slocombe se mostró más bien torpe con el último asesinato. A propósito, gracias por sus notas sobre cómo matar utilizando armas de fuego. La próxima vez, procuraré que ella esté mejor enterada.
Claxby, sobresaltado, esperaba que se le diera una explicación, cosa que hizo Maybridge, mientras un Crofton enormemente divertido seguía hablando.
—Debo admitir que en esta particular mañana dominical me alegro de que sus problemas no sean los míos. —Miró su reloj—. Supongo que desearán hacerme algunas preguntas sobre mis movimientos durante esta noche. ¿Qué desean saber, en primer lugar?
Claxby tomó la iniciativa.
—¿Hace mucho que conocía usted a sir Godfrey?
—Desde hace unos cinco años. Me sumé al Club de la Guillotina de Oro cuando fue fundado. Nos hemos visto varias veces en actividades sociales y actos públicos. Sin embargo, no era paciente mío.
—¿Fue usted a su habitación, la noche pasada, antes o después de que Grant abandonara el bar?
—Después. Me tomé un whisky con Dwight Connors. Grant subió alrededor de la medianoche, y yo lo hice poco después. Connors dijo algo acerca de dar por terminada la fiesta, y yo dejé que él se ocupara de ello.
—¿A qué distancia se encuentra su habitación de la de Grant?
—Nos separan cinco puertas.
—¿Oyó algo fuera de lo usual, por ejemplo una discusión?
Crofton titubeó.
—No.
—Él y su esposa estuvieron discutiendo…, ¿usted no oyó nada?
—No.
¿Caballerosidad?, preguntóse Claxby, que había advertido la vacilación del médico.
—Hábleme de lady Grant.
Crofton mostró una leve sorpresa.
—¿De Fay? ¿Que le hable de ella? ¿Qué quiere que le diga?
—¿Cómo la definiría usted como persona?
—Necesitaría varias palabras —repuso Crofton—. Una persona que lleva largo tiempo sufriendo.
—Según ella misma ha reconocido, el suyo no fue un matrimonio feliz.
—Tal vez no —replicó Crofton bruscamente—, pero no lo mató.
—En estos momentos, ni siquiera sabemos si lo mató alguien. De lo único que estamos seguros es de la mutilación. ¿Salió usted de su cuarto durante la noche?
—Sí, fui al lavabo cuando empezaba a amanecer. El crío de Bonny me despertó. En realidad, nos despertó a casi todos.
—¿Dónde estaba el niño cuando su madre salió del cuarto de Grant?
—Desde luego, no estaba con ella. Supongo que estaría en su dormitorio. Pero tampoco Bonny lo mató —añadió.
Claxby trató de mantener su paciencia.
—Si alguien sufre una embolia y ésta llega al corazón o al cerebro con unas consecuencias mortales, usted acepta como un hecho lo sucedido. La tarea de la policía no se basa en la intuición, como tampoco se basa en ella la de la medicina. Si Grant fue asesinado, cualquiera de los presentes aquí durante la última noche pudo haberlo hecho. Fue mutilado. Cualquiera pudo haberlo mutilado. Mi mente está abierta a toda clase de explicaciones. —Se volvió hacia Maybridge—. No creo que debamos retener más al doctor, a no ser que usted desee hacerle alguna otra pregunta…
Maybridge denegó con la cabeza, pero recordó al médico que debía copiar la nota antes de volver al hospital. Crofton dijo a Claxby dónde se le podía localizar y le dejó su número de teléfono.
—Espero que tenga éxito con este caso. Me interesaría conocer el informe del patólogo tan pronto como pueda usted divulgarlo.
Dominando el impulso de contestarle al doctor que se ocupara de sus propios asuntos, Claxby dijo que recordaría esta petición.