En el bar, Grant volvió a hacer uso de la palabra. Tradicionalmente, éste era el momento de la celebración y no pensaba permitir que Lawrence Haydon arrojara una sombra sobre él. Había comprado varias cajas de champaña y las bebidas, había dicho a todos, eran por cuenta de la casa.
—¡Sírvanse y pasen una buena velada!
Las voces quedas y las expresiones dolorosas cambiaron gradualmente. Las conversaciones alcanzaron un nivel de decibelios más elevado. Se oyeron risas. Las simpatías estaban casi por completo del lado de Haydon, pero la bebida de Grant era de alta calidad… y potente. Por consiguiente, era cuestión de dividir las lealtades, y beber, todos ellos, colegas escritores, ¡beber!
Dwight Connors, barman para aquella velada, se encargaba de llenar de nuevo la copa de Maybridge, con tanta frecuencia como liberalidad.
—Vamos, inspector jefe, ahora no está usted de servicio. ¿Me creerá si le digo que todos los seminarios anteriores fueron al menos soportables?
—¿Quiere decir que lo fueron porque yo no pronuncié ninguna conferencia en ellos?
Dwight sonrió.
—Su conferencia ha sido lo mejor de todo. No, me refiero a esa animosidad… entre Haydon y Grant.
—¿Tenía Grant motivo de queja?
—Él creyó tenerlo, pero su carta fue un error desastroso. Se lo dijo, pero no quiso escucharle.
Maybridge tomó un sorbo de su whisky. Era evidente que Dwight Connors no creía en la ciega lealtad. Muy sensato por su parte.
—Usted me dijo, al llegar yo, que no escribía. ¿Cómo es que nunca le ha entrado ese afán?
—Por suerte, los afanes no son infecciosos —replicó Dwight—. Imagínese una epidemia de prosa horrenda. Una vez quise intentarlo: un libro sobre aves, inspirado por unas fotos que tomé de unas cigüeñas anidadas en unas chimeneas de Esmirna. Unas fotos de otra especie de ave turca hubieran podido conseguir más éxito, ya que la ornitología es un tema relativamente fácil. Después, ya no volví a escribir. Ha pasado ya largo tiempo desde entonces.
Se alejó para servir más bebidas.
Cora Larsbury había oído la conversación.
—Ha pasado ya largo tiempo… —comentó con un suspiro—. ¡Tristes palabras! Alguien me preguntó el otro día qué había hecho yo en mi vida.
Contempló melancólicamente su copa de champaña.
—¿Y qué contestó usted? —preguntó Maybridge educadamente.
—Dije: «Nada que requiriese valentía…, nada positivo. He ido a la deriva en un estrecho arroyo entre campos llanos y verdes de aburrimiento.»
Dios me libre de los escritores, pensó Maybridge, particularmente cuando se trata de septuagenarias a las que el vino entristece. Le dirigió una sonrisa y se forzó a continuar la conversación.
—Vamos, vamos, seguramente no todo ha sido tan malo…
—No, no ha sido malo del todo —admitió ella—. Pero tampoco ha sido bueno. Yo no creo en la vida después de la muerte, pero sí creo en la vida antes de la muerte. Sin embargo, en mi caso no ha ocurrido.
—Lo siento. —Maybridge trató de mostrarse compasivo—. ¿No tiene usted familia? Tengo entendido que está usted casada…
—Sí, ya lo creo, inspector. Con un banquero retirado. Su pasión son las acciones y las obligaciones. Devora el «Financial Times» con el huevo de su desayuno…, casi literalmente.
—¿No tienen hijos?
Cora terminó su champaña y depositó su copa en una mesa cercana.
—Hace mucho tiempo tuve hijos. Los bañaba, les limpiaba las narices, les leía cuentos. Crecieron. Se marcharon. Mi hijo cumplió cuarenta años el pasado mes de junio. Mi hija tiene treinta y ocho.
—¿Les gustan sus libros?
—Mi querido inspector —dijo Cora con profunda amargura—, mis libros todavía no han sido publicados. Si lo fueran, probablemente mi familia me incapacitaría. —Sonrió levemente—. Y esto, puede usted creerme, tal vez fuera un alivio para mí.
Maybridge había hecho todo lo que estaba en su mano y miró a su alrededor en busca de un camino de escape, pero Cora, lógicamente, no estaba dispuesta a dejarlo huir. Se sentía solitaria. Necesitaba un oyente. Había llegado al seminario llena de esperanzas, como la chiquilla que llega a una feria, sólo para descubrir que el tío vivo está estropeado y las banderolas cuelgan flácidamente. A Lawrence Haydon, ya fuese plagiario o no, se le había negado su triunfo. Por su culpa, probablemente, ya que no necesitaba haberse comportado de aquella manera. Y sir Godfrey pudo haber manejado mejor la situación, aunque ella no supiera cómo. La atmósfera del seminario, a pesar de las alegres y ruidosas libaciones, era tan hostil como la niebla en una novela de Dickens. Preguntó al inspector si recientemente había capturado algún asesino.
Era una broma triste y de tono menor, que no exigía respuesta. Él le dirigió una sonrisa cortés.
—Mi hijo —dijo ella— es fiscal del reino. Una tradición familiar por mi parte. Mi padre era juez. Hizo ahorcar a varias personas. Mi hija es asistenta social. Ambos tratan con la escoria… aunque de manera diferente.
Maybridge, aunque no le agradaba la palabra «escoria», tuvo sin embargo la prudencia suficiente para no argumentar sobre ella.
—Finanzas, leyes, seguridad social… —prosiguió Cora—. Estos son los temas de conversación en mi casa en ciertas ocasiones, como por ejemplo en Navidad, cuando nos reunimos en familia. Somos una familia muy aburrida, inspector; a mí, por ejemplo, ni siquiera se me permite leer cuentos de Grimm a mis nietos, porque podrían asustarles.
—¿Y cuentos de Milne? —preguntó Maybridge, por decir algo.
—Perfectamente aceptable —contestó Cora con disgusto—. Un oso llamado Pooh, que hace volar cometas y come miel. Éste es, más o menos, el nivel literario de mi familia. ¿Le extraña que yo me escape con mi máquina de escribir?
Unos minutos más tarde, también Maybridge escapó, murmurando algo acerca de tener que ver a Fay.
Se reunió con ella en el otro extremo de la barra. Le había estado observando en los últimos minutos y se mostraba divertida. Él tenía el aspecto del párroco que acaba de liberarse de las garras de una feligresa importuna. Así se lo dijo, aunque la analogía no fuera exacta.
—Curiosa mujer —comentó él, pensativo.
—No más que cualquiera de nosotros —repuso Fay—. Cora tiene sus buenos momentos y también sus momentos de depresión. En realidad, es una anciana muy agradable. Y una cocinera formidable. Prepara una repostería deliciosa.
A intervalos regulares, durante la velada, Kate subía para ver si Lloyd había regresado. Se había fijado un límite en las once de la noche. Si para entonces todavía no se había dejado ver, hablaría con Maybridge y le pediría consejo. Probablemente, él le diría que su ansiedad estaba injustificada, que un hombre adulto tenía derecho a pasar toda la noche fuera sin dar explicaciones. Maybridge era un hombre muy razonable. En realidad, todos sus interlocutores se habían mostrado muy razonables durante la velada.
No te preocupes, Kate.
Forzosamente ha de estar bien, Kate.
Déjame que te sirva un poco más de ginebra, Kate.
Distráete, Kate.
A las once menos cinco abandonó la reunión, cruzó el pasillo y subió por la escalera. Los corredores estaban poco iluminados, por razones de economía. Alguien, aunque no era Lloyd, se dirigía hacia el cuarto de baño. Oyó cerrarse una puerta y después el ruido del agua corriente. Había dejado encendida la luz del dormitorio de Lloyd, ya que resultaba más fácil entrar en una habitación iluminada. Sin embargo, él todavía no había regresado. La ira, el temor y la soledad se unieron en un potente cóctel de dolor mientras recorría sin objetivo alguno la habitación, tocando el cobertor de la cama, los cepillos de él en la mesa tocador, y las correas de su bien ordenada maleta. En otro dormitorio del mismo pasillo, un transistor emitió repentinamente un torrente de sonido, y después su volumen se redujo a un murmullo sincopado. Kate se acercó al lavabo junto a la ventana para lavarse las manos, y después se arrancó cuidadosamente unas pieles de las uñas. Era un ritual fóbico en momentos de estrés, aunque apenas se diera cuenta.
Empezó a ensayar mentalmente lo que le diría a Maybridge.
«Inspector, probablemente usted creerá que es una tontería por mi parte, pero me tiene tan preocupada mi marido…»
»Inspector, lamento tener que molestarle pero…
»Ya sé que voy a parecerle una neurótica, inspector, y puede creerme si le digo que normalmente estoy muy calmada…
»Me tiene realmente asustada, inspector…
»Estoy terriblemente asustada, inspector… Estoy…
Empezó a temblar. Maybridge se encontraría en un grupo de personas. La última vez que le había visto estaba hablando con dos de los conferenciantes. Tendría que separarlo de un grupo de ruidosos conversadores. Tendría que indicarle su ansiedad antes incluso de expresarla. ¿Por qué juzgaba tan difícil hacer algo tan sencillo, cuando era capaz de emprender otras cosas, más importantes, con una fría competencia?
«Baja y díselo —decidió finalmente—. Nada puedes perder con ello.»
Se lavó las manos una vez más antes de salir de la habitación. Ahora, todo estaba en silencio. Y al acercarse al bar, se dio cuenta de que también allí el ambiente era silencioso.
Lloyd acababa de entrar.
El alivio la inundó como una radiante luz solar. Lloyd se encontraba en el centro de la sala, meciéndose ligeramente y mostrando una vacua sonrisa.
Kate estaba acostumbrada a verle con la cabeza descubierta, y de momento lo único que advirtió fue su presencia.
—Les pido perdón por llegar tarde —dijo él. Vio entonces a su mujer, de pie junto a la puerta—. ¿Quién ha ganado el premio? ¿Nosotros?
Ella empezaba a comprender el silencio. Se le acercó y le cogió un brazo.
—No.
Él apartó su mano con petulancia.
—No me toques. Puedo sostenerme yo solo.
Grant rompió el silencio, hablando con una forzada jovialidad.
—Pelillos a la mar, mi querido amigo. —Se acercó al bar—. ¿Qué va a tomar?
Lloyd le miró de arriba abajo, con una grave aprobación.
—Bonitos pelillos los tuyos —dijo—; muy bonitos, realmente, ¿en qué estanque te contemplas, Narciso, en el retrete de tu cuarto de baño?
Grant pestañeó visiblemente y la sonrisa de Lloyd se ensanchó.
—El ojo literario —comenzó—, el ojo li-te-ra-rio… Aplícatelo, amigo mío.
Se aproximó más a Grant, hasta encontrarse bajo la lámpara central.
—Tienes mi permiso para tocar cada cicatriz… cada pliegue… cada arruga. Dame tu mano.
Grant retrocedió.
—Vamos, hombre —insistió Lloyd—, has visto antes una cabeza calva, pero nunca una como la mía. No dejes escapar esta oportunidad, escriba. Viértela en seguida sobre el papel. Vamos: toca… toca… toca…
Al moverse de nuevo Grant, Lloyd se abalanzó hacia él e intentó agarrarle un brazo. Falló y cayó contra una mesita, que se volcó, provocando la rotura de varias copas.
Grant se dirigió a Kate, con una mueca:
—¡Sáquelo de aquí! No sabe lo que hace. Hágame el favor de acostarlo.
Podía notar unas gotas de sudor frío que se deslizaban a lo largo de su espinazo, y en el fondo de su paladar había un intenso sabor amargo. Detrás suyo, el taburete del bar se apretaba contra sus muslos. Sus rodillas se aflojaban; necesitaba sentarse, pero no se atrevía a hacerlo. Una emoción, mezcla de cólera y disgusto, provocaba unos latidos intensos e irregulares en su corazón.
—Oiga, estoy perfectamente en mis cabales —le contradijo suavemente Lloyd—. Ab-so-lutamente en mis cabales. Soy un Quasimodo, un desastre animado, y no puedo recordar lo demás, escriba, puesto que mi mente está confusa a causa del alcohol, escriba. —Movió la cabeza, tratando de mirar a todos los presentes en la habitación—. Todos ustedes lo saben, amigos míos. Lo saben todo al pie de la letra, amigos. Sin embargo, nadie me lo dijo, ¿verdad que no? ¡Maldita sea su estampa! —Miró a Kate, que seguía de pie, rígida y pálida—. ¡Y tú permitiste que viniera aquí!
—Lo siento.
La respuesta de ella fue un murmullo apenas audible.
Maybridge fue el primero en moverse y disipar un poco aquella atmósfera amenazadora.
—Vamos —dijo, con un gesto alentador—, le acompañaremos a su habitación.
Entre Maybridge y Connors, le ayudaron a atravesar la sala y llegar al vestíbulo. Le guiaron en la escalera y, para él, cada escalón era como una roca desnuda para un escalador, puesto que plantaba su pie experimentalmente y después permitía que lo impulsaran hacia el siguiente. El doctor Crofton, que no había asistido a aquella confrontación, avanzó por el pasillo. En seguida, comprendió la situación y ofreció su ayuda. En su vida profesional, había visto caras mucho más desfiguradas, pero pocas mentes tan emocionalmente alteradas. Maybridge y Connors rehusaron su ayuda, pues entre los dos se las estaban arreglando.
Hacía bastante tiempo que Maybridge no había desnudado a un borracho, pero Connors se mostró experto en esta tarea. Afortunadamente, las grotescas cicatrices de Lloyd resultaban menos evidentes bajo la luz mortecina del dormitorio. Maybridge, procurando no mostrar su compasión, dobló las prendas de vestir y las colocó en la silla junto a la puerta. Advirtió entonces que Kate estaba esperando en el rellano y, dejando que Connors acostara a Lloyd, salió para hablar con ella.
—¿Ha ocurrido esto otras veces?
—Nunca como hoy.
Dwight se unió a ellos, cerrando la puerta tras sí.
—No necesitará el café. Se ha quedado dormido.
Apoyó su mano en el hombro de Kate, y lo apretó afectuosamente.
Ella dio las gracias a los dos.
—Bien —dijo Maybridge—, si puedo hacer algo más…
—Ha sido usted muy amable.
Maybridge titubeó y finalmente habló:
—Dadas las circunstancias, para su marido beber con exceso fue una reacción perfectamente natural.
Ella comprendió que él había leído el libro. Su propia reacción al leerlo por primera vez, consistió en una especie de ira que jamás había conocido hasta entonces. Había deseado construir barricadas entre Lloyd y el mundo, y después había querido destruir a patadas ese mundo.
—Yo no le culpo —le dijo a Maybridge—. No podía impedir que asistiera al seminario sin explicarle el motivo. Esperaba que él no lo descubriera.
—Me parece recordar que Grant expresó una especie de excusa ante usted, en el escenario.
—Esto no basta, inspector.
La voz de ella era fría como el acero.
No supo qué contestar, sobre todo teniendo en cuenta que estaba de acuerdo con ella. Se encogió de hombros.
—Muy bien, buenas noches, pues.
—Buenas noches.
Ella entró en el dormitorio de Lloyd y cerró la puerta. Maybridge observó que la etiqueta con su nombre se encontraba en la puerta del dormitorio opuesto. Decidió retirarse a su habitación y dijo a Dwight que no pensaba esperar hasta que terminara la fiesta.
—Tengo la impresión de que ya ha terminado —contestó Dwight.
A la una y cuarto, Scott Wilson entró en la habitación de Bonny. Era partidario del enfoque directo.
—No puedo resistir lo irresistible —dijo, sacudiéndola suavemente—. Hazme sitio.
Ella había dormitado después de persuadir a un Ulysses, insólitamente inquieto, para que hiciera lo mismo.
—¡Fuera de aquí! —murmuró ella, enojada, apoyándose en un codo.
—No puedo dormir.
—¿Y a mí qué me importa?
—¿Una hora de relajamiento?
Había traído su linterna y la enfocaba cuidadosamente alrededor de la habitación, de modo que su luz no despertara al pequeño.
—Aquí, la única persona cuerda es tu hijo —dijo.
—Me alegro de que reconozcas tu locura.
Bonny se echó de nuevo, complacida a pesar de todo al ver que él quería a Ulysses.
—¿Cómo demonios se te ocurrió traerlo?
—Necesita conocer a su padre.
—Si quieres que conserve su cordura, será mejor que no llegue a conocerlo.
—Su padre necesita conocerlo a él.
—Su padre no está de acuerdo en este punto.
—Lo estará —afirmó Bonny.
—Lo dudo.
Scott se sentó en el borde de la cama. Para ser una chica poco comilona, tenía unos pechos notables, parecidos a unos melocotones pequeños pero firmes. Así se lo dijo, mientras los acariciaba.
—Lárgate de aquí.
Sin embargo, esta orden no fue muy imperiosa.
Necesitó media hora para persuadirla, cosa que representó más o menos el límite para ambos.
—La cama es demasiado estrecha —dijo ella.
—Bastará —contestó él.
Y con esto quedó zanjada la cuestión.
A las cuatro y diez minutos un langostino mal digerido empezó a desencadenar serias molestias en la tripa de Ulysses. Asombrado y enfurecido, despertó en un dormitorio extraño, en aquel feo edificio lleno de personas poco gratas, y empezó a reprender a su madre por someterle a nuevos horrores. Bonny, consciente, incluso en lo más profundo de su sueño, de que su hijo estaba expresando una apasionada censura, despertó rápidamente. Necesitó un par de segundos para comprender que la corpulenta figura masculina que enfocaba una linterna hacia el catre de Ulysses no tenía ningún designio infanticida. Scott Wilson había hecho el amor soberbiamente, pero de esto hacía ya algún tiempo; ahora, en presencia del niño vociferante, se mostraba menos que competente.
Bonny encontró el interruptor de la luz. Ulysses enfocó sus ojos hacia la bombilla y gritó todavía con más fuerza. Su madre, contemplándole presa del pánico, vio unas lágrimas auténticas, causadas por un profundo dolor. La cara del pequeño tenía un color escarlata y la desesperación la llenaba de arrugas; golpeaba la manta con unos puños rosados e iracundos, y finalmente se metió los dedos en la boca.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Bonny, cuando un chorro de vómito se desparramó sobre el pijama azul del pequeño.
—Un estómago revuelto —diagnosticó Scott. Contempló el plato que había sobre el tocador y recordó lo que había contenido antes—. Existen libros al respecto —dijo—, si es que te falta sentido común.
—¿Cómo?
Bonny levantó a Ulysses y le secó la boca con la sábana.
—Una dieta francamente absurda —murmuró Scott por lo bajo, no sin advertir el antagonismo de ella.
Bonny despojó a Ulysses de su manchado pijama y lo envolvió en su camiseta con franjas rojas. Parecía un boxeador del peso mosca, belicoso pero al borde de la derrota. Bonny lo apretó contra sí.
—Te quiero, te quiero mucho, te quiero muchísimo.
—Déjalo respirar —aconsejó Scott.
Poco después, Bonny, Scott y Ulysses bajaron a la cocina, donde había agua hervida, bicarbonato y servilletas limpias con las que envolver el cuello del pequeño. Durante todo el trayecto hasta la cocina, Ulysses propinó puñetazos a su madre y chilló como un demonio.
Maybridge, junto con varios de los escritores, se despertó al oír aquellos chillidos que se alejaban. Se abrieron y cerraron puertas, pero Maybridge, caliente y confortable en su cama, no se movió. Recordó que era un domingo a primera hora de la mañana, si bien no se molestó en averiguar qué hora era. No tardaría en finalizar el fin de semana. Volvería en su coche a su casa y trabajaría un rato en el jardín. Un día de soledad resultaría muy agradable después de ese período de sociabilidad forzosa y realmente mortificante. Quiso esperar que su hijo no llegara inesperadamente con una de sus amiguitas. Suponía que un día David se casaría y entonces habría nietos.
Un crío como Ulysses reinaría durante la noche con sus rabietas y él se sentiría encantado. Maybridge se volvió a un lado y se quedó dormido.
Abajo, en la cocina, Ulysses se negó a beber el agua hervida. Cazó el paquete de bicarbonato con un gancho de derecha y lo proyectó de manera que el polvo se esparció en el suelo. Bonny, desconcertada, recorrió la cocina de un lado a otro con él en brazos y después lo sentó en la mesa, mientras Scott, todavía en pijama y notando cada vez más frío, se apoyaba en el radiador.
—Podrías decírselo a su padre —sugirió por fin.
Bonny, con el rostro surcado por las lágrimas, trataba de secar las que corrían por la cara de su hijo.
—Si tu objetivo es conseguir la implicación del padre —dijo Scott—, ¿por qué él no se preocupa como tú? Después de todo, el pequeño es hijo de Grant.
—¿Y tú ya te has hartado de él?
Scott se encogió de hombros, pero tuvo la amabilidad de negarlo.
—Era tan sólo una sugerencia. Nada más.
Y una buena sugerencia, pensó Bonny. Cogió a Ulysses en brazos y se encaminó hacia la puerta.
—Supongo que querrás volver a la cama, ¿verdad? —dijo por encima del hombro—. Me refiero a la tuya.
—Nunca he sido partidario de perjudicar las oportunidades de una doncella… ni de mancillar la imagen de la maternidad —repuso Scott.
Maybridge no oyó a Scott Wilson cuando éste volvió a su dormitorio, contiguo al suyo. Dormía felizmente, soñando que su hijo David se casaba con Fay y que él se sentía terriblemente celoso. Meg era la dama de honor de Fay y llevaba su toga de la universidad. La novia, vestida con unos téjanos rosados, llevaba un ramo de mustios crisantemos envueltos en helechos. El sol brillaba en el interior de la iglesia, con largas pinceladas de una pálida luz amarillenta. Era el momento de interpretar la marcha nupcial y el órgano carecía del aire necesario. Alguien trató de inyectárselo y la música surgió con un tono profundamente bajo. Necesitó unos momentos para darse cuenta de que la voz que hablaba pertenecía al doctor Sandy Crofton.
—Cuando hay perforación de la carótida —decía Crofton—, la sangre suele brotar en forma de chorro. No lo ha hecho.
—¿Qué?
Maybridge levantó la cabeza de su almohada y se frotó los ojos.
Crofton, envuelto en un lujoso batín de seda granate, repitió lo que Maybridge, obviamente, no había oído.
—Alguien ha liquidado a Grant —dijo—. Se le necesita profesionalmente. Curioso fin de semana, ¿no cree?