3

Eran las cuatro de la tarde, la hora del té para aquellos que quisieran tomarlo. Fay, tratando de mostrarse tranquila y práctica, verificó con el personal de la cocina la colocación de bocadillos y bollos en pequeñas bandejas metálicas, que los escritores podían ir a recoger en la cocina. En su casa, sus cenas nunca rebasaban la cifra de una docena de invitados. Un número redondo. Los seminarios eran desordenados y muchas cosas podían funcionar mal; de hecho, ya lo estaban haciendo. Godfrey, echando chispas, había ido en coche a su casa, para ponerse un nuevo traje. Se había negado a hablar con ella sobre la disputa que había sostenido con Bonny fuera de la sala de conferencias.

Bonny, como la gata pequeña y flaca que acaba de utilizar con éxito sus garras contra un adversario del sexo opuesto, merodeaba por la cocina en busca de galletas para Ulysses.

—Del tipo corriente, que pueda mojar en la leche —le dijo a la cocinera, quien dejó por unos momentos su preparación de hortalizas para encontrar unas cuantas.

—¿Está echando los dientes? —preguntó, ya que había oído parte del griterío.

—Entre otras cosas —contestó Bonny.

Se sentía satisfecha y miraba a Fay sin la menor sombra de culpabilidad. En una pelea, suelen ser los inocentes quienes reciben algún golpe, pero Fay quedaba bien compensada. Era rica. Su casa era como un museo, impecable. Brillaba en ella, triunfalmente, un mobiliario antiguo, arrebatado en Sotheby de manos de otros pujadores menos afortunados. No había sofás viejos con los muelles colgantes, ni manchas de humedad en las paredes, ni tampoco olor a moho. Su grandiosa bañera tenía grifos de oro y la cama de matrimonio era de roble oscuro, con racimos de uvas tallados en la cabecera. Ulysses fue concebido en ella una tarde lluviosa, mientras Fay se encontraba en París recorriendo tiendas, para comprarse un par de abrigos de visón. Bonny secó unas gotas de leche en el jersey azul de punto que llevaba Ulysses.

—Es increíble el género que se puede comprar en las rebajas —dijo a media voz.

Fay, decidida a no dejarse arrastrar hacia el campo de batalla de Godfrey, murmuró algo acerca de cosas a las que tenía que echar un vistazo y se retiró a la sala de reuniones.

—Si alguien quiere té —dijo a los novelistas congregados allí—, puede ir a la cantina.

Marcus, que conocía esta palabra, fue el primero en responderle. Se había quedado profundamente dormido a los pies de Lawrence Haydon, pero al oír mencionar el té se despertó y agitó la cola. Tenía ya doce años y durante los últimos cuatro, desde que murió la esposa de Haydon, había sido el único compañero del mayor.

—He traído su plato —explicó Haydon a Fay— y unas latas de comida para perros.

Al dirigirse a Fay, su voz era mucho menos agresiva en comparación con lo que había sido al dirigirse antes a Grant. Ellos dos siempre se habían avenido. En anteriores seminarios, Marcus se había quedado en el apartamento de Christopher en Londres, sobre la farmacia, o bien Christopher se había trasladado a la casa de su padre en Weston, para ocuparse de él. Sin embargo, esta vez no había tenido con quien quedarse.

Fay, que simpatizaba con el mayor, no había esperado que asistiera al seminario. Si ganaba la Guillotina de Oro, siempre se le podía otorgar el premio en su ausencia. El hecho de que estuviera allí en persona, junto con su perro y su hijo, no implicaba un gesto de buena voluntad o de perdón. Bien claro lo había dejado en la sala de conferencias. Godfrey carecía a la vez de tacto y de buen juicio, y ella se estaba preguntando si debía decir algo que mitigara la tensión… o si ello sólo lograría empeorar las cosas.

—Hermoso animal —dijo finalmente, acariciando a Marcus, puesto que parecía más prudente alabar al perro.

—Y tranquilo —contestó Haydon—. Su cesta está en el coche, pero preferiría que durmiese en mi habitación, si usted no tiene inconveniente. Está acostumbrado a tener compañía por la noche.

Fay contestó afirmativamente y quiso esperar que Godfrey fuera lo bastante cauto como para no armar un nuevo jaleo. Ya había causado bastante daño con su alegación, perfectamente injustificada. El anciano no era un plagiario.

—Muy amable por su parte mostrarse tan comprensiva —dijo Haydon secamente.

La mujer podía halagarle y templar su cólera, y con ello lograr que se comportara con cordura y racionalmente. Sin embargo, era necesario mantener su indignación. En el pasado, durante sus ejercicios militares se había sentido motivado por ella. En aquel entonces, mantenía el odio artificialmente, pero ahora brotaba de sus entrañas. Él respetaba la integridad de sus personajes y los creaba a costa de grandes esfuerzos. Poblaban su soledad. Cuando no escribía, pensaba en su esposa. Ésta se había mostrado siempre contenta en las tierras extranjeras a las que la había llevado la carrera militar de él… pero siempre había suspirado por su hogar.

A los cincuenta años y pico, poco después de que él se jubilara, había muerto. Él la había amado, y sólo sus libros permitían que su ausencia fuera soportable.

Sólo muy rara vez se orientaba hacia su hijo. De pronto, recordó que Fay no lo conocía y se lo presentó.

Christopher, que estaba leyendo un periódico junto a la ventana, se levantó lánguidamente de su sillón para saludarla. Fay observó su cuidadoso maquillaje y sus movimientos, que le parecieron exageradamente campechanos. Ninguno de sus conocidos homosexuales proclamaba de modo tan patente su homosexualidad. ¿Qué estaba intentando hacer…, molestar a su padre al recalcar la diferencia que había entre ellos? Sin embargo, al recordar la indignación del joven al ver atacado a su padre, menos de una hora antes, juzgó difícilmente creíble esta posibilidad.

—Sé muy bien que me encuentro aquí sin haber sido invitado —dijo Christopher con su voz aguda y nasal—, y debo pedirle perdón por ello. Pero pensé que necesitaba estar al lado de mi padre… o, mejor dicho, que mi padre necesitaba tenerme a su lado. Espero que nos perdone a Marcus y a mí esta intrusión.

Con una sonrisa forzada, Fay le aseguró que su presencia resultaba muy grata.

—Se quedará a cenar. Después habrá la presentación del premio.

Christopher, que había esperado la misma hostilidad por parte de Grant y de su esposa, quedó sorprendido. El matiz sarcástico en su voz se redujo cuando habló de nuevo.

—Le agradezco la invitación, pero ¿está segura de que no va a causarle ninguna molestia? ¿No alterará el número previsto de invitados?

—Uno más no significa nada —le aseguró ella.

Godfrey se enfadaría, pero no le importaba.

—Pues en este caso… muchas gracias.

Christopher le sonrió con un cierto afecto y también con una nota de perplejidad. ¿Acaso no jugaba esa mujer en el mismo equipo de su marido? ¿Cómo respondería más tarde si el partido era jugado con violencia?

Como en realidad ocurriría.

Miró a su padre, situado detrás suyo, y el mayor, evitando su mirada, murmuró que iba a buscar el plato de Marcus y abandonó la estancia. El hecho de que el perro hubiera sido para su padre, durante los últimos años, un compañero más íntimo que él era algo que Christopher había llegado a aceptar sin rencor… y sin un sentido de culpabilidad. La relación entre padre e hijo era más bien precaria durante largos períodos, pero en momentos de tensión surgía un repentino brote de afecto mutuo.

El viejo había ido a Londres para explicarle la acusación de Grant. Si se lo hubiera contado por carta, habría recibido como respuesta una corta y fría nota, con el consejo de ignorar la cuestión. Sin embargo, al ver el disgusto que invadía a su padre, tal vez desproporcionado con la causa, también había dado rienda suelta a su ira. Le dijo que era el tipo de insulto que no podía ser ignorado. Se había necesitado imaginación, y un alto nivel de habilidad, para idear una retribución adecuada.

—Su padre escribe unos libros excelentes —le dijo Fay—. Tal vez no sean un éxito comercial, pero tienen un valor duradero. Estoy segura de que usted se siente muy orgulloso de él.

Christopher la miró en silencio, analizando sus motivos. Si ella trataba de hacer las paces, él nada quería saber al respecto. Durante largo tiempo, no había hecho nada positivo para su padre.

Perpleja al ver su expresión, Fay puso fin a sus intentos. Se sentía sobrecargada por unos problemas que no podían serle atribuidos. Al mirar por la ventana vio que el inspector jefe Maybridge paseaba por el jardín con otro de los conferenciantes, que también se quedaba para asistir a la cena y la concesión del premio. Convencida de que durante un buen rato no se le iban a exigir nuevos deberes como anfitriona, salió de la habitación y subió a la primera planta. Le hubiera agradado sumergirse en un baño caliente, pero los cuartos de baño eran sórdidos e incómodos, y por otra parte no había tiempo. Godfrey estaría ausente durante una hora más, pero había mejores maneras de pasar sesenta minutos. Se desvistió y, quitándose la peineta de concha, se cepilló sus cabellos largos y negros antes de meterse en la cama. Dwight Connors, envuelto en un albornoz, llegó a los diez minutos, entró silenciosamente y corrió el pestillo de la puerta.

—No sé por qué —le dijo Fay—, pero tengo ganas de echarme a llorar.

—Tensión —contestó Dwight—. Tus emociones necesitan que imites a Ulysses. Apuesto a que en estos momentos él se encuentra estupendamente.

—¿Sugieres que grite, que te suelte puñetazos, que patalee el suelo?

Dwight se quitó el albornoz.

—No —dijo, empezando a acariciarla suavemente—, hay otros medios.

Al otro lado del pasillo, Lloyd Cooper también había cerrado su puerta, pero por un motivo diferente. Cada vez que se quitaba la capucha deseaba estar seguro de que nadie irrumpiría en su cuarto. Una vez, durante unas vacaciones, una sirvienta había vuelto en busca de algún detergente y le había visto de pie ante el tocador. Él también vio los ojos de ella reflejados en el espejo y jamás había olvidado la impresión que le causaron. «Una exhibición indecente, de la peor clase», le comentó después a Kate, amargamente. Se aseguraba de que este incidente no volviera a repetirse jamás.

En conjunto, pensó, estaba soportando bastante bien el seminario.

Levantarse y hablar con el inspector en plena sala de conferencias había sido una hazaña. Cenar con los demás esa noche representaría atravesar otra barrera. Y el mejor logro de todos, desde luego, sería para la Guillotina, pero no lo creía fácil. Cuenta hasta cuatro y dispara era el primer libro que él y Kate habían escrito después de un par de años de sentirse incapaz de coger la pluma. No estaba a la altura de otros libros que habían escrito antes, pero había nacido después de un período de estrés que había matado temporalmente su creatividad.

Estaba cansado. El contacto con otras personas que no fuesen Kate durante un período relativamente largo, era algo que le minaba. Físicamente, no se sentía tan fuerte como antes, pero emocionalmente estaba mejorando. En este momento, lo que necesitaba era una hora a solas. La cama, en su habitación pequeña y más bien escuálida, era estrecha y le recordó una cama de hospital. Cuando el dolor cedía, los hospitales no eran malos lugares en los que vivir. Resultaba más fácil la compañía de los de la misma especie que tratar de encontrar nuevamente un rincón entre las personas bellas e impecables.

Sin embargo, estaba empezando a encontrar un rincón. Tanto Kate como su médico le habían forzado a descubrirlo. El año pasado le habían hecho aceptar la invitación para el seminario…, el reto, como ellos lo habían llamado. El gran paso en el mundo normal. Mézclate con los de tu especie, le habían dicho. Habla del tipo de trabajo que tú conoces. Libros. Agentes. Royalties. Premios. Y les había escuchado. Y la cosa no había salido mal. Ahora, un año más tarde, incluso disfrutaba con ciertos aspectos…, por ejemplo la conferencia de Maybridge esa tarde. Por consiguiente, ¿qué le ocurría a Kate?

Hasta un par de días antes, ella había hablado del seminario con su entusiasmo usual, pero después había guardado un extraño silencio al respecto. Mientras hacían el amor, los dedos de ella habían explorado sus cicatrices como en un ritual de curación. Desconcertado, él le había cogido los dedos y se los había apretado.

—No tienes necesidad de ir a ese seminario —le había dicho ella—. Ya no tienes que probarte nada a ti mismo ni a los demás.

Extrañado por la reacción de Kate, le había asegurado que asistía al seminario porque era su deseo. En el pasado, había necesitado que le empujaran, pero ahora parte del impulso era suyo. Resultaba sorprendente el cambio de actitud de ella, con la persistencia de su malhumor, y difícil aceptarlo. Incluso estaba empezando a dolerse de ello. ¿Tal vez Kate estaba fatigada? Su trabajo como enfermera en el centro sanitario era muy duro. Si necesitaba unas vacaciones, siempre podían alquilar de nuevo aquel chalet en Cumberland. Era un lugar tranquilo, un refugio agradable que a él le sentaba muy bien, y un lugar pacífico en el que ambos podían iniciar el borrador de su nuevo libro. El jardín no estaba descuidado. Podía sentarse en él y notar el sol en su cara y su cabeza. Prescindir de la capucha, según su médico, era el siguiente paso hacia adelante en el camino que llevaba a la vida normal. Sin embargo, él se negaba a contemplarlo, excepto en el jardín de aquella casa rural, bien protegido contra las miradas de los demás.

Deseó tener algo para leer, algo que tuviera un mérito razonable. El nuevo libro de Grant, El factor Helio, había desaparecido misteriosamente de su apartamento en Londres, pero había cogido otro ejemplar de la mesilla de la sala de estar, antes de subir. Grant tendía a diseminar sus libros por doquier como si fueran simiente de cáñamo esperando, sin duda, alguna alabanza rastrera a pesar de la nocividad del producto. Sin embargo, ¡al diablo con las aspiraciones literarias! Al diablo incluso con la literatura. El nuevo libro de Grant sería ameno, aunque no tuviera más virtudes. Empezó a leer.

Maybridge pasó las horas entre el té y la cena aburriéndose. Había buscado a Fay en todas partes, sin lograr encontrarla. En conjunto, decidió, no le gustaban mucho los escritores, y Fay, que no lo era, resultaba agradablemente normal. Con los demás, nadie podía estar seguro de lo que pasaba por sus cabezas. Había sostenido una conversación sobre el ácido prúsico con la abuela del grupo. Rasputín, le había dicho ella, había podido tragar ese veneno sin caerse muerto… porque padecía una gastritis. Seguidamente, preguntó a qué se debía esto. ¿Juzgaba el inspector que tuvo alguna relación con los jugos gástricos, que redujeron al mínimo los efectos del ácido? Indudablemente, contestó Maybridge, y a continuación se interesó cortésmente por su labor de punto. Era una bufanda, le contestó ella. Para su marido. (¿Para ahorcarlo con ella?, preguntóse Maybridge. Era lo bastante larga.)

La conferencia que Grant había de dar a los autores noveles sobre la presentación de manuscritos fue pronunciada, dada su ausencia, por el doctor Crofton. Si Maybridge lo hubiera sabido, probablemente habría asistido a ella. No le interesaba el tema, pero consideraba intrigante el doble papel representado por el doctor.

Sin embargo, Crofton, que no era buen conferenciante, se alegró de que Maybridge no se dejara ver. Pensaba que el inspector jefe o bien había acumulado detalles forenses relacionados con los libros que había leído, o bien tenía unos conocimientos sobre el tema más amplios de lo que cabía esperar. ¿Estaba tan sólo interesado por el cuerpo del delito, o tenía unos intereses más generalizados? Al fin y al cabo, debía de saber muchas cosas sobre las drogas duras, ya que esto formaba parte de su trabajo. Y también acerca de la funesta alianza entre suministrador y adicto.

Suponía que Grant todavía no había tenido tiempo para leerse los manuscritos de los noveles, aunque había recibido algunos por correo durante las dos últimas semanas y tal vez los hubiera hojeado. El hecho de que acabara por leerlo todo era un punto importante en su favor.

—Si no han mecanografiado sus originales —recordó el doctor Crofton a su audiencia—, es muy posible que sir Godfrey no quiera molestarse con los trabajos de tipo manuscrito. Creo que lo dejó bien sentado ante ustedes durante el seminario del año pasado. Esta vez me ha dicho que quiere una sinopsis unida a cada manuscrito. Si alguien ha olvidado la sinopsis sugiero que la redacte ahora, antes de cenar. Hay una máquina de escribir en la oficina, junto al vestíbulo.

Tres noveles —entre ellos Scott Wilson— admitieron haberla olvidado. Scott, al menos, tenía una máquina portátil en su dormitorio. Dijo que haría el trabajo allí. Su habitación era la número diecinueve y se encontraba en el mismo pasillo de la de Bonny. Hizo una pausa ante su puerta, resistió la tentación y siguió su camino.

Escribir la sinopsis no le resultó fácil. Era una tarea que no había previsto y le costaba mucho concentrarse. Abajo, en los jardines, podía oír el chasquido de las mazas de croquet, que indicaban otras ocupaciones más placenteras. Dejó su máquina de escribir y se apoyó en la repisa de la ventana. Era primera hora de la tarde y el cielo se tornaba amarillento, mientras el verde de la hierba adquiría un fuerte relieve. Los colores primarios, como en una pintura primitiva, conferían al paisaje un aspecto de inocencia. Bonny estaba jugando al croquet con la mitad femenina del equipo Chester Barrington, por lo que él no se había negado nada al abstenerse de llamar a su puerta. Los otros dos jugadores eran Lawrence Haydon y su hijo. No había señales del chiquillo o del perro. Scott sonrió, al recordar de repente la actuación de Ulysses.

Se preguntó si Grant habría regresado ya, y bajó a su despacho para verificarlo. No había nadie allí. Entró y cerró la puerta; era una buena oportunidad para examinar algunos de los manuscritos y verificar la calidad de la oposición. Finalmente, buscó y encontró la carpeta azul con el nombre de ella escrito, aunque las hojas mecanografiadas grapadas en su interior no eran lo que esperaba ver. Le resultaban inquietantemente familiares, el resultado de una investigación seria y continuada. Sorprendido y confuso, se sentó contemplándolas y preguntándose qué podía hacer.

Bonny hubiera preferido ser la pareja de Scott Wilson en el croquet —o en alguna actividad más vivida— pero toleró a Christopher Haydon con encomiable cortesía. El joven jugaba muy mal, enviando la bola al otro extremo del campo, sin preocuparse nunca por la puntería, en tanto que su padre efectuaba movimientos pequeños y meticulosos, rozando ligeramente las bolas de sus oponentes con la propia, y alejándolas de la trayectoria. Bonny no dejaba de notar la tensión de los dos hombres y pensó que el juego de ambos era poco característico de ellos. El mayor hubiera debido ser el que efectuase los golpes vigorosos y descuidados, y su hijo el que realizara los más precisos. Kate practicaba un juego semejante al del mayor, y ambos estaban ganando con toda facilidad.

Entre todos los escritores presentes, Bonny notaba la mayor afinidad con Kate. Era una amiga tolerante y sin exigencias, presente cuando fuera necesario. Como ella, Kate y su marido vivían en Londres y se encontraban de vez en cuando en reuniones de sociedad. Cuando Bonny quedó embarazada fue a pedirle consejo a Kate: ¿abortar o no abortar? Kate, de más edad, hubiera ansiado tener un hijo, y ofreció definidamente su opinión de que ella tenía que conservarlo; por otra parte, fue la primera visita que recibió en el hospital después de nacer Ulysses. También fue ella la que insistió en que Bonny le diera un segundo nombre.

—De lo contrario, te odiará toda la vida.

—¿Un nombre como Dios? —había preguntado Bonny.

—O como Adán. El primer hombre… Tu primer hijo. Empieza a dejar a Godfrey fuera de juego si quieres amar a tu hijo.

Prudente Kate. Y en ese momento, una Kate muy callada y ceñuda.

—Lástima que Lloyd no juegue con nosotros —dijo Bonny, simplemente para decir algo, pues la depresión de Kate, muy evidente, la estaba inquietando.

Kate dijo que estaba descansando. Después expulsó la bola de Bonny e hizo pasar la suya a través del aro.

—Esto es —comentó el mayor—. Bien jugado.

—Excelente —dijo Christopher, contento de que hubiese terminado el juego.

No tenía nada en común con las dos escritoras, y a la joven la juzgaba particularmente irritante. Esperó que no la sentaran a su lado durante la cena. Era conveniente que Fay le invitara a cenar, pero él hubiera preferido comer algo por su cuenta en el pub local. Allí, sus ropas hubieran sido más apropiadas. Llevaba unos téjanos muy ajustados y un suéter amarillo, y no había manera de cambiarse. Lo había planeado todo como una excursión que durase sólo el día, con la intención de regresar a Londres por la noche.

—¿Hasta qué punto es formal esta cena? —preguntó a los demás.

Bonny replicó cáusticamente que el frac no era lo más apropiado y que nadie luciría condecoraciones. Sonrió al mayor y éste le devolvió una mirada sombría. El mayor agradecía la presencia de Christopher y le emocionaba su lealtad; el aspecto de su hijo no importaba, pero hubiera preferido, esto sí, que utilizara una loción menos perfumada para después del afeitado. Mientras abandonaba el campo de juego llevándose su maza y la de Kate, experimentó en su estómago una extraña sensación premonitoria de la batalla, una sensación que sólo un whisky podía aliviar.

Poco antes de cenar, Maybridge pidió una conferencia telefónica con Meg. Esta se encontraba en Pittsburg, y aprovechaba bien su gira, le preguntó cómo le había ido su conferencia y él le contestó que muy bien, ya que se había divertido desde el principio hasta el fin. Trató de fingir un entusiasmo superior al que sentía, pero la echaba de menos y así se lo dijo. Kate esperó a que el inspector colgara el auricular y entonces se le acercó para hablar. Vestía un traje de seda azul marino que aumentaba todavía más su palidez. La ansiedad, aunque evidente en sus ojos, fue cuidadosamente eliminada en su voz. Recordó a Maybridge que era Kate Cooper, seudónimo Chester Barrington, y le preguntó si por casualidad había visto a Lloyd, su marido. Éste había dejado una nota en el dormitorio diciendo que salía para comprar cigarrillos, pero hacía ya mucho tiempo que se había marchado. Maybridge, notando que estaba mucho más preocupada de lo que pretendía denotar, preguntóse el porqué. Le dijo que no lo había visto y le preguntó si su marido no estaba bien.

—Se ha recuperado, dentro de lo que cabe, de unas quemaduras muy extensas —replicó Kate, con excesiva sequedad—. Aparte de esto, se encuentra perfectamente. Probablemente se habrá metido en algún rincón de ese horrible mausoleo, y estará hablando de royalties.

—Una manera agradable de pasar el tiempo —sugirió Maybridge.

—Tal vez lo fuese en otro tiempo —replicó Kate—, pero no ahora. Mientras los royalties de otras personas les permiten pasar temporadas en las Bahamas, los nuestros pagan los cigarrillos de Lloyd. Y a duras penas. —Se alejó, diciendo—: Si por casualidad le ve, no le diga que yo lo he estado buscando. Es algo que no puede soportar.

—No —dijo Maybridge—, lo comprendo.

Efectivamente, lo comprendía y ello le inquietaba. En la labor policial, uno se ve expuesto rutinariamente a los pecadillos de la raza humana y rara vez se escandaliza. Pero si la descripción de Grant, en su último libro, se había basado deliberadamente en la desfiguración de Lloyd, se trataba de algo asombrosamente cruel. Miró a Kate, que se alejaba por el pasillo, y se preguntó si ella lo sabía. Y, lo que todavía era más importante, ¿lo sabía su marido? ¿Y cuándo lo había descubierto?

A la hora de la cena, Lloyd no había, regresado, aunque en el amplio refectorio su ausencia no resultó aparente para aquellos que no le estuvieran buscando. Era política de Grant suprimir la cabecera de la mesa, que podía parecer una forma de elitismo literario. Fay se sentaba debidamente a la derecha de su esposo, y colocó a Maybridge a su derecha. Esto le posibilitaría conocerla mejor. A la derecha de Maybridge se encontraba Christopher Haydon y, junto a éste, el mayor. Fay sabía que hubiera denotado mayor tacto colocar a los Haydon en otra mesa, tan alejados de Godfrey como fuera posible, pero la diplomacia había llegado a cansarla. Y, al menos, no se enfrentaban unos a otros. Miró a Dwight, a través de la habitación. Éste le dirigió una sonrisa llena de tristeza; le hubiera gustado estar cerca de ella, pero sabía que la separación era lo prudente.

Trevor Martin llegó tarde al comedor, pues había ido a la farmacia en busca de un sedante. Había prometido a Kate que organizaría una búsqueda general para encontrar a Lloyd, pero en realidad no se había molestado en echar ni un vistazo. Empezaba a tener jaqueca motivada por la tensión, detrás de los ojos, y se sentía pegajoso y poco dispuesto a meterse en otros asuntos. Sería difícil arrostrar la forzosa sociabilidad de la cena, así como la mismísima cena. Tenía que tener cuidado con lo que comiera.

—Probablemente, no se siente capaz de hacer frente a la atroz camaradería de esa cena —le había dicho a Kate, con toda sinceridad—. Es más fácil esquivar estas cosas.

Martin había conocido a Kate y a su marido desde la fundación del Club de la Guillotina de Oro. Había simpatizado con Lloyd en los primeros días, pero no tanto ahora. Lloyd se apoyaba excesivamente en su mujer, y, de no ser ella tan resistente, hubiera podido invalidarla. Martin todavía creía que a las mujeres había que protegerlas contra los elementos más inclementes; el hombre tenía que ser capaz de hacer frente a todo lo que resultara desagradable y hacer todo lo necesario sin pedir la ayuda de su compañera. Toda la compasión de Martin se centraba en la mujer que había en su vida, pero en el caso de los Cooper toda la compasión de Lloyd se vertía decididamente sobre el propio Lloyd. Y por su parte, Kate también lo sabía perfectamente. Ahora, en su ansiedad había un matiz de ira, y ésta era la razón que le había permitido bajar al comedor en vez de quedarse en la habitación, torturándose. Ocupó el asiento contiguo al de Bonny y colocó su bolso en la silla opuesta, para que no se sentara nadie en ella.

—Los hombres son unos egoístas de mierda —le dijo Bonny, adivinando la inquietud de Kate.

A ella le caía bien Lloyd, pero en este momento gustosamente le hubiera dado de puntapiés.

—Su reloj no funciona muy bien —indicó Kate.

—Pero Lloyd tampoco —insistió Bonny—. Ante mí, no es necesario que lo excuses.

Cambiando bruscamente de tema, Kate le preguntó con frialdad dónde estaba Ulysses.

—Acostado. Yo tenía ganas de sentarme junto a Godfrey y ponerle a Ulysses sobre las rodillas, junto con una cuchara y un plato de papilla, pero él me dijo que ya había hablado bastante con su papá, y pidió si podía ir a acostarse.

Contempló los langostinos en gelatina que acababan de servirles. El plato parecía perfectamente inofensivo. Más tarde, cuando se despertara, tal vez a Ulysses le agradaría comer un par de ellos. Preguntó si podía quedarse con los de Lloyd si éste no aparecía, y Kate, demasiado abrumada para molestarse en señalar que las comidas exóticas y los críos de corta edad no se avienen demasiado, le pasó los langostinos sin decir palabra.

Era evidente que Lloyd no llegaría a tiempo para el primer plato, y a medida que pasó el tiempo también resultó aparente que no podría saborear ninguno de los demás.

Grant, que ignoraba la ausencia de Lloyd, se sentía en cambio extremadamente aliviado por la de Ulysses. El chiquillo no le inspiraba el menor afecto. Cuando lo sacó a primera hora de la tarde, en brazos, de la sala de conferencias, la carne de su carne sólo suscitó en él un intenso deseo de librarse del crío y de su madre. Sabía que Bonny deseaba de él algo más que dinero. Quería también un compromiso paternal, un interés persistente por aquel arrapiezo.

—A mí no puedes comprarme —le había dicho en el vestíbulo, gritando para dominar los chillidos de Ulysses—. Tú me lo hiciste. Es tuyo.

—¡Mi única responsabilidad son mis hijas gemelas!

—¡A tus malditas hijas que les den por detrás! —había aullado Bonny, escandalizando con sus palabras a una de las ayudantes de la cocinera que pasaba por allí.

El altercado había terminado aquí, pero Grant estaba seguro de que se reanudaría.

Durante la cena, procuraba no captar la mirada de Bonny. Esta llevaba un vestido de un rojo intenso, un vestido de algodón muy holgado y que disimulaba su delgadez. Recordaba que su cuerpo, a pesar de carecer de curvas, era irresistiblemente «sexy.» Fay, grande y voluptuosa, sólo le excitaba de vez en cuando. Tendía a cansarse de sus mujeres al cabo de un año. Su primer matrimonio había sido breve, aunque fecundo. Gina y las gemelas vivían ahora en Bath, muy confortablemente gracias a las astutas inversiones de él, y al abogado de ella, todavía más astuto. Gina, poco vistosa, pero digna y dotada de un vivo instinto maternal comparable con el de Bonny, no había resultado fácil de manejar. Había exigido la mejor parte para las gemelas. Y su conciencia le había impulsado a darle también lo mejor de cada cosa. Pensó con amargura que uno llega a verse traicionado por sus apetitos.

En un intento para obligarse a salir de esas voluntarias reflexiones, se volvió hacia el escritor novel que se sentaba a su izquierda. Grant sólo había hablado con Scott Wilson una vez, al encontrarle inesperadamente en su despacho esa misma tarde. El joven no tenía por qué fisgonear sin que se le invitara a ello, pero sus excusas y la explicación referente a la sinopsis le habían ablandado, y después pasaron diez agradables minutos comentando la última incursión de Grant en el campo del best seller. Pasó a Scott el vino y reanudó la conversación.

A Scott le interesaba Solar, y no estaba dispuesto a aceptar que pudiera producirlo una mente no científica. Grant indicó que un personaje podía ser músico, artista o ingeniero, y que un escritor podía escribir de modo convincente acerca de los tres, teniendo tan sólo el más superficial de los conocimientos sobre sus especialidades.

—¿Entonces su conocimiento es superficial? —preguntó Scott—. Me cuesta creerlo. Sus libros no se leen en este sentido.

Sonaba a cumplido y Grant lo admitió como tal.

—Naturalmente, hago una investigación. No me invento las cosas, así por las buenas. El mundo solar —dijo— es nuestro mundo. Si uno se centra en un futuro demasiado lejano, pierde la sensación de un desastre inminente. No se cree en lo que se lee. Es algo que a uno no puede ocurrirle.

—Pero yo sí creo en ello —afirmó Scott—. Me causa pavor. Precisamente, deseo ganarme la vida como usted, aterrorizando a un amplio público lector. Dígame… ¿Cómo puedo producir algo que dé dinero de veras? ¿Qué debo hacer? ¿Cómo empezó usted?

—Más tarde, cuando haya tenido la oportunidad de ver su manuscrito, podré evaluar su capacidad. Si lo merece, lo alentaré.

Scott le dio las gracias cortésmente. Había llegado la pierna de carnero a la milanesa.

Bon appétit —dijo, mientras comía con apetito.

—En sus primeras fases, la carrera de un escritor suele necesitar el apoyo de alguna otra ocupación —prosiguió Grant—. Creo recordar que usted me dijo que enseñaba…

—Un maestro en paro —le recordó Scott.

—Muchos de los escritores aquí presentes hacen otra cosa —dijo Grant—. Antes de lanzarme en mi carrera, yo era funcionario civil.

—¿Ministerio de Defensa? —preguntó Scott—. ¿O bien gozaba de siniestros poderes en una de esas agencias anónimas?

Grant sonrió cortésmente ante la broma.

—En realidad —contestó—, trabajaba en el Ministerio de Agricultura y Pesca.

Eso sonaba todavía más chocante. Y parecía aún más improbable, pero era cierto.

—¿Por breve tiempo? —preguntó Scott.

—Tan breve como me fue posible.

—Pues brindo por su última obra —dijo Scott, alzando su copa de Riesling.

—Y yo por la pronta publicación del primer Scott Wilson —replicó Grant amablemente, levantando a su vez la copa—, cualquiera que sea el género por usted elegido.

Entretanto, la conversación que Maybridge había iniciado con el joven Haydon se desarrollaba menos felizmente. Christopher confesó que su conferencia le había puesto enfermo.

—Lo siento —repuso Maybridge—, pero al comenzar ya les advertí que algunas de las diapositivas no tenían nada de agradable.

Después, le preguntó qué clase de libros escribía.

—Ninguno, querido —replicó Christopher.

Tendía a parodiarse a sí mismo cada vez que se sentía nervioso o excitado, y esta noche estaba las dos cosas a la vez. El corpulento policía sentado a su izquierda no exudaba atractivo alguno, pero representaba un reto. Había pasado largo tiempo conversando con Fay, pero de vez en cuando se volvía cortésmente hacia él. A Christopher le desagradaba aburrir a los demás.

—Si yo tuviera que escribir un libro —dijo—, mi víctima sería envenenada. —Explicó que regentaba una farmacia—. Como farmacéutico, puedo vender venenos Tipo Uno y Tipo Dos. Y si el señor Haigh hubiera recurrido a mí, yo le habría contado con toda clase de detalles cómo deshacerse de los dientes postizos.

—Entonces, usted hubiera sido cómplice del crimen —observó Maybridge.

—Sólo en teoría —contestó Christopher—. Yo me mantengo estrictamente al lado de la ley. —Soltó una risita—. Y en este momento… estoy literalmente al lado de ella.

Se inclinó hacia adelante y retocó un helecho que formaba parte de la decoración de la mesa, junto con pequeños crisantemos de bronce.

Maybridge se volvió de nuevo hacia Fay, que, alentada por él, le había estado hablando de su infancia en la India. La respuesta suya, más bien tímida, al sincero interés demostrado por él, resultaba al mismo tiempo conmovedora y divertida. Sus primeras impresiones de Escocia, le explicó, se habían formado a mediados de un invierno, cuando ella tenía doce años. Había llegado en avión desde Delhi para asistir como dama de honor a la boda de una prima a la que todavía no conocía.

—Era hija de la hermana de mi madre. No sé qué aspecto esperaba en mí la familia: probablemente, una chica bajita y de piel oscura. Me hicieron vestir un traje de satén rosado y con él parecía grande, torpe y horrible. Nevaba.

Maybridge, representándose la escena, se autocompadeció de aquella niña torpe y sintió que aumentaba su agrado por la mujer tímida en la que se había convertido.

Pero a los postres, Christopher reclamó de nuevo su atención.

—Uno de los riesgos de tener una farmacia es que entren a robar. Hace algún tiempo, me robaron una respetable cantidad de Diconal. En este caso particular, sus colegas no se mostraron muy efectivos, pues no fue posible recuperarlo.

Maybridge expresó la debida conmiseración. No le gustaba hablar de su oficio, como tampoco le gustaba al doctor Crofton, pero antes de tener la posibilidad de cambiar de tema, Christopher prosiguió:

—Uno de los inspectores del departamento de drogas me dijo que en los últimos tres o cuatro años la adicción a las drogas ha aumentado en un cuarenta por ciento. La mayoría de las drogas alteran la mentalidad. Hay veces en que me pregunto si nuestro ilustre anfitrión las toma. ¿Supongo que se dio cuenta de que acusó a mi padre de plagio?

Maybridge, consciente de que Grant estaba sentado lo bastante cerca como para oírlos, buscó algo que decir y que pudiera reducir a Christopher al silencio, pero éste continuó inexorablemente:

—La transmigración como tema se remonta a las épocas clásicas, como mi padre dejó bien sentado en la sala de conferencias. Grant no lo inventó, como tampoco lo hizo mi padre.

Se disponía a ampliar su explicación, pero de pronto advirtió el embarazo de Maybridge y se sumió en un hosco silencio.

Después de cenar, Grant les precedió camino de la sala de conferencias. Dwight Connors ya había dispuesto siete sillas en la tarima, para los siete concursantes aspirantes al premio. En el centro, estaba la mesa cubierta con un fieltro verde, que antes había utilizado Maybridge para su proyector. Encima, junto a un montón de sobres cerrados, se encontraba la Guillotina de Oro.

Maybridge la contempló con curiosidad. La hoja de oro, pensó, era la parte más valiosa del objeto. El resto de la estructura debía de ser de un metal menos valioso. Tenía una altura de quince centímetros. De haber sido de oro macizo, hubiera costado miles de libras…, no los centenares que Connors había mencionado. Ningún instrumento mortífero era bonito, y éste no tenía pretensiones estéticas. Era un objeto de feo aspecto. Al ocupar su asiento junto a Fay, en la primera fila, vio disgustado que Christopher Haydon se acercaba a la silla situada a su izquierda. Nada podía hacer para impedirlo. Christopher se inclinó para hablar con Fay.

—Ha sido una cena excelente.

Ella comprendió que se trataba de una petición de perdón y la aceptó.

—Sí, la gente de la cocina ha trabajado bien.

—Bajo su dirección.

—Yo no hablaría de dirección…, tan sólo un poco de persuasión.

Christopher se sentó de nuevo en su silla, ligeramente sudoroso. Había subido a la habitación de su padre y regresado con una pequeña caja de cartón, que sostenía sobre su rodilla. No intentó hablar de nuevo con el inspector y Maybridge, para rellenar una pausa que resultaba incómoda; preguntó a Fay si ayudaba a su marido en las tareas propias de secretaria.

—Últimamente, no mucho. Antes yo lo hacía todo, pero ahora Dwight Connors se ocupa de estas tareas. Trabajé un poco en el último libro de Godfrey, pero no lo he leído del todo. ¿Es ésta una confesión muy odiosa?

—No. —Por el contrario, resultaba tranquilizadora. Maybridge estaba mirando la silla vacía del escenario, contigua a la de Kate. Lloyd no había regresado—. ¿Usted no aconseja a su marido en su obra, por ejemplo, sugiriendo supresiones?

Fay le miró sorprendida.

—¡No, Dios me valga! Soy tan sólo el cabeza de turco, no el crítico.

Maybridge, complacido con su compañía, celebró no sentir ninguna necesidad de revisar su opinión sobre ella. Le gustaban las personas amables y sinceras. Eran, también, las grandes cualidades de Meg.

Bonny subió tarde al escenario, pues había verificado que Ulysses estuviera bien. Había pagado a una de las chicas de la cocina para que le hiciera compañía un par de horas. Ulysses, una vez acostado, solía dormir de un tirón, pero si no ocurría así alguien tenía que estar a su vera.

—Hay leche caliente en el termo —había dicho a la chica— y también langostinos en gelatina…, o algo por el estilo. Pruebe con ambas cosas si se despierta, y si ninguna de las dos da resultado, llámeme.

Ocupó su lugar junto a Kate y, tras dirigirle una rápida mirada, le dijo que dejara de preocuparse.

—Lloyd no es tan resistente emocionalmente como los demás. Se ha sentido harto de todo y ha decidido dar por terminada la jornada. Esto es todo. Volverá cuando se le antoje.

Pero Kate, generalmente tan cortés, ni siquiera se molestó en contestar; en realidad, apenas había oído nada. Tiraba de un hilo suelto en su manga, sin advertir que estaba deshaciendo el tejido. Las palabras «psicológicamente un desastre» seguían aguijoneando su cerebro como avispas. Miró a Grant, apuesto y con sus cabellos plateados, su cutis suave e inmaculado. Había vuelto al dormitorio unos minutos antes, con la esperanza de que Lloyd hubiera regresado, pero lo único que encontró fue El factor Helio allí donde había caído, junto al extremo más distante de la cama. Su reacción inmediata fue la de decírselo a Maybridge y pedir ayuda a la policía, pero, aunque de mala gana, había prevalecido el sentido común. Lloyd necesitaba tiempo. Si no había regresado al terminar la velada, hablaría con el inspector jefe, pero no antes. Entre tanto, las crueles punzadas de la ansiedad eran peores que un dolor físico.

—No sé por qué quieren que nos sentemos aquí —gruñó Bonny, olvidando la inquietud de Kate—. Sería mucho más civilizado que nos sentáramos todos en la sala y sólo subiera el ganador. Así, los demás parecemos tontos. —Entonces observó el gesto obsesivo de Kate al tirar del hilo, y alargó la mano, con una gentileza inusual en ella, para detenerla—. Espero que ganes tú —dijo a media voz, y con toda sinceridad.

Ella tal vez necesitaba el dinero del premio más que Kate y Lloyd, aunque éstos necesitaban un acicate para su moral. La suya se estaba recomponiendo. Se preguntó cuántas Guillotinas de Oro existían todavía en su estado original. El valor del oro había ascendido continuamente: un buen mercado para los vendedores.

En su mayoría, los otros concursantes estaban pensando lo mismo, aunque Lawrence Haydon tan sólo codiciaba el respeto de sus colegas. Lo había esperado durante largo tiempo. Christopher le miró y sonrió, pero su padre, casi enfermo por culpa de la tensión, fue incapaz de devolverle la sonrisa.

Dwight contó los votos a la vista de todos, mientras Grant permanecía de pie y en silencio tras él. Dwight no necesitó mucho tiempo. El libro de Chester Barrington Cuenta hasta cuatro y después dispara estaba empatado con Paso a la muerte de Lawrence Haydon. Sabiendo que a Grant no le agradaría el resultado, aunque evidentemente debía de haberlo previsto, Dwight garrapateó los números en un trozo de papel y lo entregó. Sin embargo, Grant, que tenía preparados dos discursos de felicitación, no permitió que se transparentase su enojo ante el veredicto. Se desplazó majestuosamente hasta el centro del escenario y se quedó de pie detrás de la mesa.

—Una vez me hicieron una pregunta muy difícil —dijo con voz suave—, una pregunta que sin duda muchos de ustedes se han formulado alguna vez. ¿Cómo se las arregla un escritor para tejer su tela de ficción? ¿Qué química peculiar en la mente produce unos personajes y unos lugares que le resultan más reales al escritor, sentado ante su máquina de escribir, que la misma habitación que ocupa físicamente? No podría contestar a esta pregunta. Sencillamente, no lo sé. Nosotros, los escritores, absorbemos experiencias. Recordamos huellas del pasado. Tal vez nada sea nuevo. La alquimia de la imaginación convierte en oro sucesos mundanos. Nosotros seleccionamos y rechazamos. Construimos edificios nuevos sobre cimientos viejos. Nuestro equipaje personal se remonta a nuestros propios comienzos. No sólo llevamos encima lo notable, sino también lo ordinario. Retazos de conversaciones mantenidas hace largo tiempo se filtran hasta llegar al momento actual. Libros que leemos permanecen en el subconsciente y se abren paso hasta una superficie reciente, aunque los libros en sí permanezcan olvidados. Hay músicas que se vuelven a oír. Tonadillas familiares nos acosan. Los olores evocan lugares. Un extraño que recorre un pasillo en el distante pasado irrumpe a veces en nuestra ficción, en el momento actual. Describimos a alguien creyendo que la descripción es pura ficción y después recordamos, tal vez con desaliento, que lo hemos modelado a partir de la vida real. —Lanzó una breve ojeada a la silla vacía de Lloyd y procuró cuidadosamente captar la mirada de Kate—. Citando a Ruskin: «Todos los escritores inmortales hablan con sus corazones.» Nosotros, los que estamos reunidos aquí esta noche, somos escritores del montón, sin aspiraciones con respecto a la inmortalidad. Yo no sé desde dónde hablamos. Los argumentos proceden de algún lugar en nuestro interior, impulsados por acontecimientos exteriores. Sin embargo, alguna que otra vez conocemos la fuente de nuestra inventiva. Llevamos plumas que nos han sido prestadas. Es raro que una mente aguda e inventiva tenga que recurrir a tales cosas, pero, lamentablemente, es algo que ocurre. Puede ser debido también a una treta del subconsciente, cosa que estoy dispuesto a creer. ¿Cómo es que muchos de nosotros relacionamos a nuestros asesinos con Caín? Mi última novela ofrece al lector los sueños apocalípticos de un futuro pseudocientífico donde los siete recipientes de la ira desencadenan el caos en la tierra y abrasan a los hombres con su fuego. Tal vez en mi juventud leyera las revelaciones de San Juan.

Christopher Haydon, conteniendo a duras penas la ira, murmuró casi audiblemente:

—¡Megalomaníaco…, paranoico…, retorcido! —Alzó levemente la voz para que Maybridge pudiera oírle—. Recemos todos en el santuario del gran «YO SOY». Está loco, querido, completamente loco.

Maybridge, muy rígido, miraba al frente y le ignoró.

Grant prosiguió:

—Todos ustedes han escrito libros muy interesantes, utilizando sus especiales talentos a su manera también especial. El hecho de que sólo uno de ustedes haya ganado el premio no reduce en absoluto la calidad de los otros concursantes. —Sonrió levemente y trató de mostrar un entusiasmo que no sentía—. Y ahora vamos a hablar del vencedor. Por un margen muy estrecho, han votado en primer lugar la obra Paso a la muerte, de Lawrence Haydon, Cuenta hasta cuatro y después dispara, de Chester Barrington, ocupa un meritorio segundo lugar, sólo por tres votos de diferencia. Mis felicitaciones, Lawrence Haydon.

Aplaudió cortésmente e hizo un gesto al ganador, para que se acercara.

Haydon esperó que se extinguieran los aplausos en la sala. Rara vez tenía en cuenta su edad, pero esta noche se sentía viejo. La indignación, que había sido la fuerza impulsora para él en las últimas semanas, ya no le sustentaba. No podía sentir ninguna clase de emoción, aparte de una intranquilidad enfermiza. Apoyó las manos en la superficie de la mesa mientras Grant alzaba la Guillotina de Oro y se la ofrecía. No la tocó y Grant, encogiéndose de hombros, volvió a depositarla sobre la mesa.

—Yo no soy un orador —dijo por fin Haydon, con voz ronca—. No sé pronunciar discursos. Y tampoco puedo llevar lo que sir Godfrey llama plumas prestadas. Mis libros son míos. Paso a la muerte es totalmente, absolutamente mío. No le debe nada a ninguna otra obra de ficción. Ustedes, los que están sentados aquí, lo saben, pues de lo contrario se hubieran sentido influenciados por la carta difamatoria de sir Godfrey en el Boletín de nuestro Club. Gracias por creer en mí. —Cogió la Guillotina, cuya hoja de oro brilló bajo las luces artificiales—. En cuanto a esto, lo acepto en nombre de todos los otros concursantes, sentados aquí, en el escenario. Lo venderé por el mejor precio que pueda obtener, y lo repartiré entre los demás. Yo no me quedaré ni un céntimo. Después de esta noche, ya no seré miembro de esta sociedad de escritores. Al fin y al cabo, escribir es una ocupación solitaria y yo me siento satisfecho con ella.

Observó que Christopher había abandonado su silla y avanzaba hacia el escenario con la caja. Irritado, le hizo gestos para alejarlo.

—No —dijo—, no.

Notó una náusea y, durante un penoso momento, creyó que iba a vomitar. Seguía sosteniendo el premio, incapaz de hablar, presa del pánico. Tenía que abandonar aquel lugar, pero el escenario estaba empañado por una niebla; no sabía con seguridad dónde se encontraba la salida y casi derribó una de las sillas al tratar de encontrarla. Dwight Connors, con semblante inexpresivo, se acercó para ayudarle, pero Haydon lo apartó con un gesto impaciente.

Grant, pálido e iracundo, se encontraba en una situación que no sabía cómo manejar y se mantenía, envarado, junto a la mesa, incapaz de asumir el mando de la situación. Entre el público, alguien empezó a aplaudir. Fue un sonido cauteloso, como un solo disparo procedente de la retaguardia de las líneas enemigas. Otros lo imitaron, pero el gesto fue inútil. Grant, sabiendo que algunas tropas todavía estaban a su lado, recuperó parte de la confianza en sí mismo. Se encogió de hombros y sonrió, como indicando que bien podía disfrutar de la última palabra aquel viejo plagiario. Era como si invitara a los presentes, damas y caballeros, a mostrarse civilizados. Y con ello inició la retirada desde el escenario.

Lawrence Haydon tuvo que pasar entre Maybridge y Fay para llegar junto a su hijo. No miró a ninguno de los dos, pero Fay se levantó y colocó una mano apaciguadora sobre su brazo. El disgusto había arrebolado sus mejillas, pero su voz fue perfectamente amable al preguntarle si se encontraba bien.

Necesitó unos momentos para reconocerlo.

—Perfectamente, Fay. Y le presento mis excusas.

Ella tocó su mano. Estaba muy fría.

—Las excusas deberían proceder de otro lugar. Quiero decir que Godfrey debiera excusarse ante usted. Nadie tomó en serio, ni por un momento, esa estúpida carta suya.

Haydon sonrió y le dirigió una mirada llena de tristeza.

—Él sí.

Era una verdad tan evidente que ella no supo qué contestar. Empezó a preguntarle si les acompañaba al bar para celebrar el premio con los demás, pero rápidamente se corrigió.

—No obstante, se quedará esta noche aquí, ¿eh? No va a abandonarnos en plena noche… ¡Se lo ruego!

Él le dijo que había planeado quedarse por la noche y que no veía motivo para alterar sus planes. Estaba demasiado cansado para hacer un largo trayecto en coche, y él y Christopher habían llegado cada uno con su automóvil. Se volvió hacia su hijo.

—Si no te importa retrasar tu partida un par de horas, iremos a tomar una copa en cualquier otro lugar.

—Desde luego. Me quedaré mientras me necesites.

Había hablado con un acento de profunda compasión.

Mientras les veía alejarse, Maybridge se preguntó cómo habían producido un Christopher los genes del mayor. Constituían un estudio de contrastes mientras los dos abandonaban juntos la sala. Tal vez fuera absurdo hablar del vínculo del amor, pero no obstante estaba presente. La ira del joven se revelaba en cada uno de sus gestos, y el más viejo, disipada ya su cólera, se apoyaba pesadamente en el brazo de su hijo. En su mano libre, la Guillotina, pequeña y obscena, centelleaba como un emblema de sangrienta ejecución.