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Maybridge esperó que se extinguiera el cortés aplauso.

—Todo proyectil verbal que yo pueda disparar —dijo sonriente— no será dirigido con intenciones letales. No obstante, si sienten la necesidad de alejarse del alcance de las balas, y no están muy seguros de cuál puede ser este alcance, permítanme que se lo recuerde.

La audiencia se mostraba escrupulosamente atenta y Maybridge continuó:

—Un disparo a quemarropa es el que se efectúa a la distancia de un brazo. El alcance lejano de una pistola es de unos quinientos metros. Un fusil de cañón rayado puede disparar efectivamente hasta una distancia de casi tres mil metros. Puesto que la sala de reunión se encuentra a la vuelta de la esquina, es posible que algunos de ustedes prefieran emprender la huida antes de que yo comience. Mi conferencia no será agradable, pero espero que tampoco aburrida. Casi la mitad de las diapositivas que voy a enseñarles tienen relación con el funcionamiento de las armas de fuego. Deben estar todos ustedes al corriente de los variados mecanismos. La información será técnica, pero les prometo ser breve. Lo que ustedes necesitan saber, si escriben descriptivamente, es el efecto de la bala en el cuerpo humano. Las heridas de entrada y de salida, etcétera. Las diapositivas no tienen nada de hermosas, pero sin embargo son muy necesarias para la investigación de los crímenes. Si les parece que sus estómagos no podrán resistirlas, colóquense de espaldas. Ustedes, señoras y señores, escriben unos libros muy duros, pero pintar la sangre en una tela es algo que queda muy lejos de verla en realidad. Espero que al finalizar la conferencia todos ustedes sigan aquí, pero si alguien se ausenta no será, ni mucho menos, una señal de debilidad.

Cruzó los brazos y contempló a su audiencia. Ligeramente nerviosos, todos los asistentes le devolvieron la mirada. Ulysses se había acomodado entre los brazos de Bonny y se había metido el pulgar en la boca. El sueño le estaba cerrando los párpados.

—Habrá visto cosas peores en la televisión —susurró Scott a Bonny—. Por otra parte, a su edad todo esto no significa nada.

Bonny deseó que estas palabras fuesen verídicas. Fácilmente hubiera podido dejar a Ulysses a alguna vecina, pero ya era hora de que viera a su padre y, lo que todavía era más importante, también era hora de que su padre le viera a él. Tuvo un repentino y vivido recuerdo de Ulysses en el jardín de su vivienda en North London. El apartamento era pequeño y húmedo, y carecía de luz, pero el jardín era una extensión gloriosa, llena de matorrales enmarañados y de una hierba alta y espesa. En medio se alzaba un castaño de formas retorcidas. Ese año había dado muchas castañas, y también abundaban las ardillas que se las comían. El último sábado por la tarde —hacía tan sólo una semana—, Ulysses había estado sentado en su cochecito, contemplando las ardillas. Una mariposa se posó en su mano, enguantada por un mitón azul. Alzó cuidadosamente la mano, la mariposa temblequeó en las puntas de sus dedos y después, como un chispazo rojo y anaranjado, emprendió el vuelo. El niño la contempló solemnemente y después se volvió y sonrió a su madre.

Ésta lo estrechó ahora entre sus brazos. Luchar con Godfrey a causa de él era un mal asunto. Balística, no mariposas, se esforzó en recordar.

Maybridge pidió que se corrieran las cortinas para poder enfocar mejor las diapositivas. El mayor Lawrence Haydon, cercano a una de las ventanas laterales, pasó cuidadosamente ante Marcus y corrió el grueso cortinaje verde. Marcus meneó la cola, al reconocer a su amo.

—Buen perro —susurró Haydon.

Había evitado un encuentro con Grant, pero éste, desde luego, sabía que el perro estaba allí, pues los había visto llegar. El desagrado de Grant ante la presencia suya había cruzado la habitación como un rayo láser. Haydon regresó a su silla, contigua a la de su hijo, Christopher, que estaba sentado con los brazos cruzados y mirando resueltamente hacia adelante.

Por el momento, pensó Maybridge, todavía cuento con su atención. Y si puedo transmitirles la mecánica de la balística con la mayor rapidez posible, la conservarán. Se volvió hacia la pantalla; las diapositivas de esta primera fase eran diagramas.

—Gatillo, culata y cañón —dijo—, un término común que todos conocemos; añádase la recámara y el extractor y tenemos un fusil. —Prosiguió—: Las armas de cañón rayado son de cañón largo o bien de cañón corto; las de cañón corto son las pistolas. Existe una diferencia considerable en la presión en la recámara. En un fusil puede llegar hasta unas veinte toneladas; en una pistola, hasta cuatro a seis toneladas. Imaginemos el impacto en la carne y el hueso. Los dos tipos corrientes de pistola son el revólver —que tiene una recámara giratoria— y la pistola automática, en la que se utilizan cargadores con las balas.

Les mostró diapositivas de los diferentes mecanismos de carga.

—Pasemos ahora a las diapositivas que muestran casos reales. Permítanme que insista en ello. Los protagonistas son personas. Personas muertas. Muertas de una manera trágica y fea, ya se trate de un asesinato o de un suicidio. Todo esto es tema común en su oficio. Y también en el mío. Sin embargo, ustedes sólo raspan la superficie, señoras y señores, y yo no. Con estas palabras no pretendo darme aires de superioridad. No es ésta mi intención. Yo no podría escribir un libro, pues no soy un experto como ustedes. Pero ustedes no podrían solucionar un asesinato. Son brillantes creadores y trabajan para convertir la muerte en un espectáculo. No lo es.

La finalidad de esta parte de la conferencia consistía en enseñar cómo diferenciar entre asesinato y suicidio. La voladura de la bóveda craneal no dejaba mucho lugar para la duda; en cambio, una bala que atravesara el corazón a veces sembraba la duda, y les mostró ambos casos. La siguiente diapositiva era la de una herida de contacto, causada por un suicida que utilizó una escopeta de caza del calibre 12. La comparó con un disparo efectuado a veinte metros por un arma similar.

—La dispersión de los perdigones en una zona de más de medio metro indica que la distancia fue de unos veinte metros. Evidentemente, asesinato.

La siguiente media docena de diapositivas tenía un carácter similar y Maybridge invitó al público a hacer comentarios.

—Tengan en cuenta que la dispersión del disparo depende del ahusamiento en el interior del cañón, de modo que se trata de una aproximación. Sin embargo, el suicida se ve limitado por la longitud de sus brazos. ¿Qué dirían de éstas: suicidio o asesinato?

Las respuestas se tradujeron en un murmullo vacilante; algunas diapositivas eran francamente desagradables.

Sintiéndose levemente culpable, Maybridge recordó a la mujer de edad provecta y miró en su dirección. Seguía haciendo su labor a pesar de la penumbra y parecía perfectamente compuesta. El niño se había dormido sobre las rodillas de su joven madre. Aparte de estas personas, los demás no le preocupaban.

—Ahora bien —continuó con aplomo—, decidir la distancia desde la que se produjo una herida de bala —no una herida por disparo de escopeta de caza— resulta más difícil. —Explicó que las ondas laterales de presión tenían un efecto de desgarro en la carne—. La distancia puede definirse hasta unos ochenta metros con una pistola, y unos doscientos metros con un fusil. Todo esto es materia de libro de texto, y necesitarán efectuar una serie de lecturas si quieren escribir con alguna profundidad sobre este tema.

A continuación, Maybridge procedió a enumerar y mostrar los puntos vitales elegidos por los suicidas: la sien, el corazón, el paladar, la frente.

—Un asesino puede disparar contra el rostro de su víctima, por debajo de la frente, pero jamás he visto que un suicida lo hiciera. Existe una aversión psicológica respecto a ciertos lugares. Si en su libro aparece un cadáver que ha recibido una bala en un ojo, se trata de un accidente o bien de un asesinato. —Sonrió—. No obstante, no tomen estas palabras mías al pie de la letra. Sus cadáveres les pertenecen a ustedes, y algunos de ellos son cadáveres verdaderamente espléndidos. Y si yo tuviera la mitad de la inteligencia y de la suerte de algunos de sus detectives, haría ya años que me habrían ascendido a comisario.

Contempló al público y observó que Fay estaba sentada con los ojos cerrados. Ahora los abría cautelosamente, preguntándose por qué había hecho Maybridge una pausa.

—Aquellos de ustedes que no escriben —dijo— han soportado mi charla con un gran estoicismo. Espero que aquellos que sí escriben, y cuyos libros yo he leído y de los que intentaré hablar, sufran mis comentarios con igual resignación. Recuerden, por favor, que yo no podría escribir. Ni uno solo de estos libros.

Vació el proyector y lo devolvió de modo que la luz se centrara en las cubiertas de libros clavadas al panel.

—Tengo entendido que éstos son los libros que compiten por el Premio Guillotina de Oro. —Se dirigió a Grant, que se había sentado entre el público, junto a Fay—. ¿Tiene ya la puntuación definitiva, sir Godfrey?

Grant contestó que los treinta miembros del Club habían votado en sobres cerrados. El recuento se efectuaría aquella noche, antes de la presentación.

—Por consiguiente, ¿nada de lo que yo diga puede influenciar en el resultado?

—Absolutamente en nada —le aseguró Grant.

Y, contento de que su libro no compitiera con los demás, se acomodó en su silla, prometiéndose un rato feliz.

Maybridge, observando que la anterior tensión de Grant se había evaporado ante la perspectiva de que sus colegas fueran criticados, se sintió divertido. Le hubiera agradado criticar las hazañas de Solar, el más reciente héroe de Grant, pero ¿cómo cuestionar unos logros científicos imaginarios, ambientados un siglo más allá en el futuro?

Sin embargo, animado por el curso que llevaba hasta el momento su conferencia, no pudo resistir una mención a la novela El factor Helio antes de pasar a los demás libros.

—Su personaje principal —dijo— utiliza su Zorphon G tal como sus antepasados utilizaban el napalm. O, para plantearlo de otro modo, su Zorphon G es al napalm lo que nuestros misiles actuales son a los antiguos bombarderos Wellington. ¿Qué le hizo pensar en ello?

Grant, complacido por la comparación, procuró no mirar a Connors, que de hecho le había procurado a la vez la idea inicial y todos los datos que pudieran sonar más o menos a científicos. Encontrar nuevas ideas para captar la imaginación del público y repetir sus anteriores éxitos se estaba haciendo cada vez más difícil, y la ciencia ficción era precisamente su último intento para conseguirlo.

—El subconsciente es un territorio extraño, inspector jefe —proclamó Grant pomposamente—. En un nivel consciente, no tengo ni la idea más remota de qué fue lo que lo engendró. Mi musa ha sido amable conmigo. Pero digamos tan sólo que llegó en su preciso momento.

Maybridge replicó con toda seriedad que esperaba que la llegada de tan peligrosa arma siguiera siendo pura fantasía.

—Al menos, mientras vivamos nosotros y nuestros hijos.

—Si la cronología en mi libro es exacta —replicó Grant con ironía—, disponen todos ustedes de setenta años.

—Por lo cual debo darle las gracias —manifestó Maybridge entre las risas de los asistentes.

Se acercó al panel expositor y señaló la cubierta del libro fijada en el extremo izquierdo.

—El factor tiempo —dijo— desempeña un papel importante en la novela La muerte es discreta. Me pregunto si su autor estaba pensando en el caso Haigh cuando escribió esto. ¿Tenemos al señor Trevor Martin entre nosotros?

El autor estaba presente, aunque no pudo evitar el deseo de que no fuera así. Trevor Martin era un hombre de cuarenta y tres años, profesor de arte en una escuela importante, si bien un diploma en química hubiera sido más apto para ayudarle en su obra. No cabía duda de que, con esa historia, se había metido imprudentemente en un territorio desconocido.

Se levantó.

—Por desgracia mía —dijo con tono lastimero—, estoy aquí. Sí, basé mi novela en el caso Haigh. ¿En qué me equivoqué?

—Su error no fue más grave que el de Haigh —explicó Maybridge—, pero a él le costó la cabeza. Utilizó ácido sulfúrico para hacer desaparecer su cadáver. Usted también. Él no pudo eliminar la dentadura postiza de la mujer. Y usted tampoco. Supongo que esto es lo que usted pretendía, ¿verdad?

—Para los fines de la novela —contestó Trevor Martin—, así es.

—De acuerdo —dijo Maybridge—. Sin embargo, si quería usted que la discreción fuera total, y sé que esto le hubiera estropeado su argumento, otro período de inmersión en el ácido hubiera hecho desaparecer los dientes postizos junto con el paladar de material acrílico.

—Desde luego, ya lo sabía —repuso Martin, cuyo rubor le estaba traicionando.

—Entonces le pido perdón por haberlo señalado —manifestó Maybridge diplomáticamente—. Es tan sólo una pequeña información que tal vez pueda resultar de utilidad a otros.

—Le estamos agradecidos —dijo Martin, sentándose.

Dios mío, pensó Maybridge ¡El hombre se había ofendido!

—La aplicación de la ciencia de la dactiloscopia aparece en casi todos los libros —prosiguió, sin inmutarse—. Es evidente que ustedes han leído lo suyo en este tema, y que gran parte de sus lecturas han sido acertadas. El libro de Chester Barrington, ¡Cuenta hasta cuatro y dispara!, se ha centrado en la incapacidad para tomar las huellas dactilares del cadáver. Una lectura algo más profunda hubiera indicado que el comisario se dio por vencido con demasiada facilidad en este caso. ¿Quién de ustedes es Chester Barrington?

Kate y Lloyd Cooper se levantaron y Maybridge reconoció inmediatamente al hombre de la capucha. El hecho de que Lloyd pudiera soportar ser el foco de la atención era un tributo a la habilidad de los expertos en cirugía plástica, y la de su psiquiatra, pero sobre todo a los amorosos desvelos de su esposa. El incendio en el hotel suizo se había producido en el décimo aniversario de su boda. Kate había escapado completamente ilesa, pero él, imprudentemente, había vuelto al hotel para rescatar un borrador parcial mecanografiado. Actualmente, casi tres años después de un tratamiento hospitalario intensivo, seguido por otras intervenciones quirúrgicas menores, estaba aprendiendo a mezclarse de nuevo con la gente sin que le importara. O sin que le importara demasiado. La capucha ocultaba lo peor de su desfiguración y él se abstuvo de tocarla mientras contestaba a la pregunta de Maybridge.

—Mi esposa Kate y yo formamos equipo —explicó.

La conferencia de Maybridge le había divertido. El inspector jefe había sabido plantear muy bien el tema. Era como un torero bailoteando entre los toros. La banderilla que le había clavado a Trevor Martin apenas había rozado su piel, pero el muy idiota se había retirado de la lid agraviado. Vistas en perspectiva, las heridas literarias tan sólo dejaban minúsculas cicatrices.

Amplió su respuesta.

—Somos Lloyd y Kate Cooper. Yo nací en Chester y Kate en Warrington. Chester Warrington sonaba a guía de ferrocarriles, y por tanto Warrington se convirtió en Barrington.

—Un seudónimo efectivo —comentó Maybridge.

Se le había ocurrido de pronto el porqué aquel hombre alto y de voz tan agradable llevara aquella prenda en la cabeza. Acudió a él un recuerdo completo de la frase leída en el libro de Grant. «Las atroces cicatrices recordaban los esfuerzos de un niño para formar una cabeza humana a partir de la arcilla; a fin de ofrecer una presencia aceptable a la vista del público, Manders llevaba una capucha de punto forrada con seda gris.»

El resto del párrafo volvió a su memoria en fragmentos: «Psicológicamente era un desastre andante… con un narcisismo retorcido y siempre alerta… obsesionado por sus heridas, incapaz de pensar más allá de ellas…» Un texto pomposo, pero al mismo tiempo vitriólico.

Maybridge miró a Grant, que, sentado en la sala, se estaba examinando sus uñas bien cuidadas. ¿Una descripción deliberada?, se preguntó Maybridge. ¿Podía alguien ser tan cruel? Si la respuesta era afirmativa, ¿por qué se encontraba Lloyd Cooper allí? Evidentemente, si sus heridas eran algo parecido a las descritas por Grant, no estaría presente. Nadie podía ser tan masoquista… ni estar tan dispuesto a perdonar. Un caso grave de alopecia, tal vez, o de herpes zóster…, debía de ser algo de ese estilo. Evidentemente, él había sacado una conclusión errónea. Maybridge repensó rápidamente el asunto, absolvió a Grant (al menos temporalmente) y volvió al tema de la conversación.

—Me gustó el libro —dijo—; de hecho, disfruté con todos ellos.

—Gracias —contestó Kate, contribuyendo por primera vez a aquella sociedad de autores.

Maybridge supuso que debía de tener la misma edad de su marido, más o menos: unos treinta y cinco años. Su rostro, con sus amplios pómulos y su barbilla bien perfilada mostraba carácter más bien que belleza. Su voz era vigorosa y en ella no había ninguno de los matices de humor que había detectado en la de su marido. Supuso que en una sociedad de dos autores, uno de ellos había de ser el dominante.

—Su cadáver llevaba muerto algún tiempo —dijo—. Se había iniciado la descomposición. No obstante, el hecho de que los dedos se estuvieran descomponiendo no excluía la posibilidad de obtener las huellas. En tales casos, cabe utilizar el negativo fotográfico. Creo que su asesino habría sido desenmascarado mucho antes si el equipo forense hubiera estado algo más al corriente de ciertos principios básicos en la detección.

—Un libro necesita tener una cierta longitud —indicó Lloyd amablemente—, pero de todos modos le doy las gracias.

Maybridge se alegró de que el otro hubiera tomado sus declaraciones de manera tan satisfactoria.

—Y hay otro detalle…, un punto jurídico. Su libro no está ambientado en Escocia, ¿no es verdad?

—No —contestaron a la vez Kate y Lloyd.

—Es una lástima, puesto que, de haber sido así, su método para tratar al sospechoso principal —he olvidado su nombre— hubiera sido el correcto.

—Learwick Masterton —le recordó Lloyd— y esperábamos que este nombre fuese recordado por todo el mundo.

Estaba sonriendo y Maybridge correspondió con otra sonrisa.

—Sí…, pero leer todos estos libros en tan poco tiempo exige un esfuerzo muy intenso… Sea como fuere, a Learwick Masterton no le hubieran tomado las huellas en Inglaterra sin su permiso, a no ser que se le hubiera declarado convicto o que se hubiera obtenido el permiso para hacerlo de un magistrado al que se dirigiese el inspector de la policía. En Escocia, al arrestarlo le hubieran tomado las huellas dactilares, diera él o no su permiso.

—Gracias de nuevo —dijo Lloyd—. La próxima vez que tengamos un sospechoso tan evidente, no le aplicaremos una presa de lucha en el brazo, sino que lo mandaremos al norte de la frontera.

—De acuerdo —dijo Maybridge—, pero las leyes pueden cambiar. Los errores de hoy no son necesariamente los de mañana. En una sociedad violenta, es probable que todos nos endurezcamos. Su presa de brazo bien podría aplicarse en este lado de la frontera en su próximo libro. Y les deseo muchísima suerte con él.

Kate y Lloyd eran una pareja agradable, pensó, mientras ellos se sentaban.

—El libro sobre el que deseo hablar ahora es tan preciso en el aspecto forense que ha suscitado mi admiración. —Enfocó el proyector sobre la cubierta de Cómo se mata un escorpión—. Muchos de ustedes creen que el rigor mortis continúa sin cesar, es decir, que el cadáver presenta una rigidez que va continuamente en aumento. La autora ha escrito un párrafo excelente en el que detalla los cambios en el cadáver desde que aparece esta rigidez, al cabo de cinco a siete horas, y cómo desaparece en el siguiente período de veinticuatro a treinta y seis horas. Y no sólo lo hace de una manera impecable, al descubrirse el cadáver en la buhardilla de la casa de huéspedes, sino que también describe la aparición, menos exacta, del rigor en el cadáver hallado en un sótano inundado por el agua. En este caso, el rigor se impuso a lo largo de cuatro días. Una investigación digna de alabanza, señorita Muriel Slocombe. Espero que también esté aquí.

Durante un rato nadie se movió. Después, de mala gana, un hombre corpulento y barbudo, sentado en la parte posterior de la sala, se levantó lentamente.

Maybridge le miró estupefacto. A pesar de la poca luz, era imposible no reconocer al doctor Sandy Crofton. Tenía la reputación de ser uno de los mejores cardiólogos del sudoeste y también era conocido en la City como promotor de la recaudación de fondos para el Hospital de Bristol. El médico fue el primero en recobrar su aplomo.

—¡Es una dicha ser la señorita Slocombe en un momento en el que Maybridge se encuentra aquí! —dijo—. Sus alabanzas me hacen palpitar el corazón, señor mío. Bajo mi barba, me ruborizo como una rosa.

El público se rio entre dientes, aliviado tal vez por el hecho de que Maybridge hubiera encontrado finalmente a alguien a quien alabar.

—Pero si alguien explica fuera de esta sala que yo soy mujer, o un hombre disfrazado de tal, personalmente le arrancaré el corazón y lo trasplantaré a un chimpancé.

Su burlona ferocidad encubría una indignación muy auténtica. Había esperado que la charla de Maybridge fuera más general, sin referencias individuales a los autores. Los demás miembros del club conocían su identidad, desde luego, puesto que era inevitable, pero no la divulgaban. Y sus libros conseguían dinero para el hospital. Tan sólo escudado en el anonimato podía escribirlos. El asesinato y la pericia en el quirófano podían avenirse perfectamente, pero no a los ojos de un paciente o del consejo de administración del hospital.

Maybridge, encantado al comprobar que la vida todavía podía ofrecer momentos de auténtico humor, se permitió lanzar una estruendosa carcajada. Se alegraba de haber venido. Se alegraba muchísimo de ello. (¿Cómo se las había arreglado Crofton para mantener a la señora Hyde separada del doctor Jekyll durante tanto tiempo?) Le costaría esperar el regreso de Meg a su casa para poder contárselo. Desde luego, no se lo contaría a nadie más.

—Puedo asegurarle —replicó— que no pretendo beneficiar a ningún chimpancé.

—Está bien —dijo Crofton—. Me alegra saber que el hospital puede seguir recibiendo pequeños donativos a partir de unas fuentes tan macabras. —Hizo una mueca—. Y ahora, después de haber endulzado usted la píldora con sus palabras amables sobre mi exactitud forense, supongo que pretenderá hacerme tragar algo mucho más amargo. ¿En qué aspecto falla drásticamente Cómo matar un escorpión?

—Pues bien —contestó Maybridge, que disfrutaba cada vez más—, si yo hubiera sido el asesino y deseado matar a… ejem…

—A Dotson —le ayudó Crofton.

—Hubiera subido al tren y le hubiera despachado en el vagón. No hubiese esperado en un coche en el paso a nivel…, sobre todo teniendo en cuenta que el tren moderó la marcha pero no se detuvo.

—Entonces le hubieran pescado —indicó Crofton.

—Mis probabilidades de abandonar el tren al reducir la marcha hubieran sido mucho mayores que las del asesino para matar a Dotson. A no ser que su asesino tuviera una mente como la de Pitágoras.

—Supongo —aventuró Crofton— que ahora se dispone a ofrecerme una charla sobre la línea de trayectoria, la parábola de las balas, el movimiento del tren y otros detalles por el estilo. Quise aclarar estos detalles y no entendí ni una palabra de los textos.

Maybridge señaló una pila de límpidas fotocopias que había en la mesa, junto al proyector.

—Entonces, le conviene recoger una de estas hojas informativas esta misma tarde. Le explicarán cómo pudo haberse hecho. A propósito, ¿estaba abierta o cerrada la ventanilla del vagón?

—Abierta, desde luego —contestó Crofton.

—Entonces, puesto que hablamos de un vagón de ferrocarril de tipo moderno, la víctima debió de estar de pie, para que su frente quedara encuadrada netamente en un pequeño rectángulo, en el preciso momento en que el asesino disparó… ¿Mediante control telepático?

—Simplemente, una suerte de mil demonios —contestó Crofton, riéndose.

Pero Maybridge le había puesto en evidencia y esto le incomodaba. No era un gran consuelo el pensar que, antes de poco tiempo, les acabaría poniendo en evidencia a todos.

La crítica de Maybridge sobre la novela Muerte al romper el día fue menos humorística. Se trataba de un libro poco agradable acerca de un suicidio por ahorcamiento. El autor D. R. Anderson, un hombre de unos sesenta años y aspecto afable, le escuchó cortésmente, aunque tal vez no le oyera. Su manera de inclinar la cabeza hizo pensar a Maybridge en la posibilidad de que estuviera sordo.

—Su víctima —le dijo—, dada la brevedad de su descenso, hubiera muerto por asfixia, no por romperse el cuello. Basándonos en el peso, la caída debió de ser, como mínimo, del orden de un metro noventa a dos metros veinte. El cuello ha de sufrir una fuerte sacudida para que se produzca una fractura por separación de las vértebras cervicales, y sólo con noventa centímetros la sacudida no podía ser suficiente.

—Sí…, desde luego —admitió Anderson lentamente, y sacó un gran pañuelo blanco para sonarse la nariz.

Maybridge esperó hasta que se metió de nuevo el pañuelo en el bolsillo.

—Aparte de este detalle —dijo—, la investigación en el libro ha sido muy cuidadosa.

No añadió que era el único libro que le había deprimido, pero de todos modos el suicidio siempre causaba esta impresión.

En cambio, Paso a la muerte no le había deprimido en absoluto. El tema sobre la transmigración de las almas era curioso, pero interesante. Probablemente, el libro era la muestra más literaria de todo el lote. Maybridge no sabía gran cosa acerca de estilos, pero evidentemente Lawrence Haydon era lo bastante experto como para dar credibilidad a su historia.

—Me gustó —le dijo con toda sinceridad—. Mientras lo estaba leyendo, creía en lo que decía.

El anciano militar retirado se mantenía rígidamente en posición de firmes.

—Pero ahora cree que tan sólo es un puñado de monsergas —sugirió bruscamente.

—Un tema bastante peculiar, bien manejado —sugirió Maybridge con cautela.

—Un tema viejo y manoseado —repuso el mayor Haydon—. Hay muchas versiones diferentes. Usted acaba de mencionar a Pitágoras, que creía en la transmigración. Y también creía en ella Empédocles, otro filósofo griego. Varias sectas religiosas creían en ella en diferentes versiones. En mi argumento, las almas cambian de lugar en plena vida. No se trata de una posesión, sino de un intercambio directo. Y si quiere criticarlo como una tomadura de pelo, adelante.

—Es que no quiero —protestó Maybridge, al notar una intensa indignación perfectamente controlada.

—Pero ¿hay algo objetable en ello?

—Tan sólo que la adolescente que alberga el alma del asesino no sabía gran cosa acerca de la estricnina. La víctima hubiera sufrido varios ataques, caracterizados por el arqueo de la espalda, para morir finalmente por agotamiento. No soy un experto en materia forense, pero estoy seguro de que usted describió el envenenamiento por acónito.

—La monja de mi libro utilizó el acónito.

La voz de Grant, aunque no muy alta, se oyó claramente. Había dado media vuelta en su silla y miraba a Haydon a través de la sala. Fay se apresuró a colocar su mano sobre la de él y Maybridge observó este gesto de aviso.

Lawrence Haydon le había oído.

—¡Maldita sea su monja! —exclamó secamente—. No he leído su historia pueril. Y por otra parte, acónito o estricnina, ¿qué puede importar?

—Importe o no —repuso Grant—, no es éste el lugar para discutir.

Estaba tan tenso como Haydon, pero conseguía no demostrarlo.

—¿Y por qué no? —Ahora se había levantado Christopher Haydon—. Usted acusó a mi padre de plagio en una carta abierta publicada en el Boletín del Club. Sí, ya sé que no con tantas palabras, pero la alusión era bien visible. Añada ahora la calumnia a la difamación, en voz alta y en público… ¡Vamos, adelante, que todos puedan oírlo!

Estaba temblando de rabia.

Grant volvió la espalda a padre e hijo, con un gesto despreciativo, y se dirigió a Maybridge.

—Creo que lo mejor será, inspector, que pase usted al libro siguiente.

Maybridge se mostró de acuerdo con él. El odio había espesado la atmósfera. Inadvertidamente, él había hurgado en un nido de avispas y no había sabido retirarse a tiempo.

Habló fríamente, con una voz totalmente normal.

—Permítame decirle una vez más que disfruté muchísimo con su libro —dijo a Haydon—. Pienso leer sus otras novelas.

Esperaba que la parte lesionada aceptara este sincero cumplido y se sentara pacíficamente. Tras un momento de titubeo, el mayor lo hizo, y Christopher le imitó, aunque de mala gana.

Con una sensación de alivio, Maybridge se dedicó a Asesinato en el pantano. Era malo. Era tonto. Pero era también un libro divertido.

—Una cubierta muy bonita —dijo—. ¿Quién escribió esta novela?

Bonny depositó al dormido Ulysses sobre las rodillas de Scott.

—Yo —contestó, levantándose.

—¿Un esfuerzo individual? —inquirió Maybridge—. ¿O bien usted y su marido forman también un equipo de escritores?

—¡Por Dios! —exclamó Bonny, siguiéndole la corriente—. No estoy casada con él. Además, no estoy casada con nadie. —Miró la nuca de Godfrey y después contempló a Scott, que le estaba sonriendo. Ulysses se había acurrucado contra él como un cachorro entre las patas de un San Bernardo—. Escribo mis libros —añadió Bonny— sin ayuda de nadie.

—Me parece excelente —replicó Maybridge.

Sin embargo, era un comentario cortés y la joven era una muchacha muy bonita. Supuso que el chiquillo era de ella. Nacido de alguna relación casual, como tantos, o tal vez se estuviera ocupando de él por cuenta de otros. Por otra parte, nada tenía que ver con el libro.

—Su personaje, Stephanie Lowles, es todo un carácter —dijo.

—Rebulle en mi subconsciente como una leona en su cubil.

—Una leona muy intuitiva.

—Rápida, esbelta, hermosa e inteligente —sonrió Bonny—. Con unas garras largas y bien afiladas.

Maybridge no estaba de acuerdo con lo de «inteligente», pero Bonny le caía demasiado simpática para decírselo. Se preguntó si aquel joven tan alto que sostenía al pequeño era su padre. Entre los tres ofrecían un atractivo grupo familiar.

—Sin embargo, a veces su leona da saltos en una dirección equivocada —observó afablemente—. Muchos grandes superdetectives hacen lo mismo.

—Es lo que llamamos pistas falsas —indicó Bonny, comprendiendo que las metáforas empezaban a mezclarse.

Sabía también que Maybridge se disponía a hacer algún comentario negativo sobre las capacidades de Stephanie Lowles y que buscaba palabras amables con las que arropar su crítica.

—Sí, ya lo sé —dijo Maybridge—. Usted diseminó muy bien sus pistas falsas y me estuvo engañando durante la mayor parte del tiempo, pero hay un punto esencial… —y titubeó.

—Mi ego puede ser muy sensible —explicó Bonny—, pero si me hiere tampoco le haré una escena.

—Se trata tan sólo de que su víctima —Carlos, el español ¿verdad?— aparece muerta en un charco, en medio del pantano.

—Yaciendo bajo un metro de agua, retenido por los juncos… —contribuyó Bonny.

—Pero antes de ser metido en el agua había sido asfixiado.

—Un trapo empapado de éter, aplicado por el asesino en la parte posterior de su coche… un Porsche —añadió Bonny.

Le gustaban los coches, y Stephanie Lowles conducía un Lamborghini.

—Después de ser asfixiado, el asesino lo arrojó al estanque, para dar la impresión de que se había ahogado —recapituló Maybridge—. Hubo una autopsia y el veredicto fue el de muerte accidental por ahogamiento.

—Sí, tal era el aspecto que ofrecía. Había estado bebiendo. Había niebla. Resbaló. Sólo que, claro está, la cosa no fue así.

—¿Había estado bebiendo también el patólogo que efectuó la autopsia?

—Usted se dispone a asestarme un golpe mortal —dijo Bonny con toda calma—. Le sugiero que lo haga de una vez.

Maybridge obedeció, con toda la amabilidad posible.

—Cuando una persona viva se ahoga, hay ciertos cambios clásicos, entre los que figura la hinchazón de los pulmones. El agua inhalada se convierte en una fina espuma y se la encuentra en los conductos terminales del aire.

»En su libro, la víctima ya había muerto al ser sumergida. El agua no hubiera penetrado más allá de la tráquea y de los principales conductos del aire. No hubo lucha. Asimismo, si una persona viva se ahoga, la sangre de los pulmones y el corazón se diluye. —Miró al doctor Crofton—. Sé que estoy hablando en presencia de un experto, por lo que procuraré no llegar a conclusiones con el aplomo de una Stephanie Lowles. Corríjame si me equivoco, doctor, pero lo que he dicho es aplicable al agua dulce… en este caso agua de un pantano, ¿no es así? El cuerpo reacciona de una manera diferente cuando hay presencia de sal.

Sandy Crofton, cuyas simpatías se orientaban sólidamente hacia su colega novelista, lo confirmó con brevedad.

—El agua salada causa un intercambio osmótico parcial de electrolitos en la zona de los pulmones. No es probable que el lector medio conozca este detalle.

Maybridge le dio las gracias y se volvió hacia Bonny.

—Pero el patólogo que realizó la autopsia debía saberlo. ¿Diríamos que se mostró un tanto descuidado?

—Y por implicación, ¿yo también?

El aplomo de Bonny se estaba desvaneciendo. Godfrey se había vuelto en su asiento y disimulaba su diversión.

—Todos somos descuidados a veces —admitió Maybridge—. El detective profesional no puede permitirse el lujo de cometer errores… pero, como es lógico, los comete. Los sabuesos de las novelas pueden quebrantar cualquier regla de los manuales, y ello no importa. Que por mucho tiempo su felina detective, su Stephanie Lowles, salte de un lado a otro y nos proporcione tan sana diversión.

Cuando ya era tarde, comprendió que había dicho lo indebido. Criticar errores profesionales era aceptable, pero no bromear a expensas de un alter ego idolatrado.

—Me alegra saber que la encontró usted tan divertida.

Había escarcha en la voz de Bonny. Se inclinó y cogió de nuevo a Ulysses, que había dejado un hilillo de baba en el pullover de Scott. Éste la limpió sin rencor.

—Pues bien —dijo Maybridge—, creo que esto es todo. Permítanme felicitarles a todos ustedes por su habilidad y sus conocimientos.

(Al menos, les publican sus libros, aunque sólo Dios sabe por qué en algunos casos.) Habían constituido una audiencia atenta, como una especie rara metida entre rejas en un zoo. Les había pinchado un poco y suministrado unos cuantos cacahuetes. Se había divertido, probablemente más que ellos. Les recordó las notas sobre balística que había sobre la mesa, junto al proyector.

—Creo que pueden juzgarlas útiles.

Grant abandonó su silla y subió al escenario. Su apretón de manos fue entusiasta.

—Le damos las más expresivas gracias, inspector jefe. Creo poder hablar en nombre de todos al decir que hemos disfrutado enormemente con su conferencia.

Hubo corteses asentimientos por parte del público y unos breves aplausos.

Ulysses se metió el pulgar en la boca y abrió unos ojos azules como zafiros.

—Aplaude, viene papá —murmuró Bonny con amargura junto a los finos y rubios cabellos de Ulysses—, con su bolsillo lleno de caramelos.

—El arte del escritor es una amalgama de la más viva imaginación con la sólida disciplina consistente en verter palabras sobre el papel —ronroneó Grant—. Es probable que todos seamos un poco descuidados con nuestras investigaciones. Con mi personaje yo tomé el camino más sencillo. A Solar se le pueden encontrar muchos fallos, pero en el aspecto científico no es posible que cometa un error. Puede liquidar a sus enemigos como se le antoje. No necesita disparar contra ellos en vagones de ferrocarril ni ahogarlos en un pantano. En sus tiempos, las huellas dactilares han quedado anticuadas. El envenenamiento es otra antigualla. Los suicidas no optan por colgarse. Aquí no es aplicable la altura en la que llega a romperse el cuello. La balística del futuro es la balística de mi imaginación. Puedo escribir lo que yo desee.

No añadió que él no se veía sometido a la crítica como les había ocurrido a varios de los componentes del público, ni admitió que no existía nada más agradable que escuchar sentado mientras unos colegas de pluma eran puestos en evidencia, pero para todos sus pensamientos eran perfectamente obvios.

—Estoy seguro de que el inspector jefe no conoce la ímproba tarea que supone la producción de un manuscrito vendible —prosiguió suavemente—. Desde luego, hay quien comete errores y el inspector jefe los ha detectado. Sitúen el argumento de su próximo libro en el siglo XXI y el inspector jefe Maybridge aceptará todo lo que le digan. Las armas de guerra serán sus armas de guerra. Como Solar, serán ustedes señores de la muerte, produciéndola tal como deseen. Crearán y destruirán a su propia manera. Construirán su propio mundo y sus propios personajes como mejor les apetezca.

Le estaba arrastrando su propia retórica y sólo la interrumpió cuando sus ojos encontraron los de su hijo. Ulysses, todavía con el pulgar en la boca, le estaba contemplando desde la seguridad de las rodillas de su madre. Momentáneamente desconcertado, Grant perdió el hilo de lo que estaba diciendo y en aquellos dos segundos de silencio Ulysses recordó que éste era el hombre al que había conocido recientemente y que no le gustaba.

Su llanto se inició como el sordo rugido de un huracán lejano, se elevó gradualmente y pasó a convertirse en un chillido agudo y penetrante. Con el rostro de color escarlata y la boca convertida en un óvalo deforme que expresaba el odio, siguió chillando mientras golpeaba con sus puños los pequeños pero perfectos pechos de Bonny.

Chilla, pensó ésta, vamos, chíllale a ese mal nacido. Su obligación era pronunciar un discurso de agradecimiento, no hacer la promoción de sus malditos y asquerosos libros. ¿A quién diablos le importa lo que Solar pueda hacer? ¿Quién diablos desea la inmunidad de que goza Solar? Ese tipo es un impostor. Nosotros escribimos sobre la vida real y ese inspector sabelotodo nos ha hecho trizas. ¿Y qué? Nuestros libros son reales. Pueden no valer nada, pero son la vida tal como la conocemos… Muy bien, pequeño, dale la lata. La cara de tu papá se está volviendo tan roja como la tuya. De un momento a otro, también él empezará a gritar. Chilla más que él, pequeño, rómpele los tímpanos. Vamos… ¡Chilla… chilla… chilla!

La reacción del público fue diversificada. Lawrence Haydon daba gracias a Dios por los perros, ya que a veces Marcus aullaba, pero no de esta manera. Christopher Haydon chupaba un caramelo de menta y pensaba con satisfacción en las aberraciones sexuales que no permitían la reproducción. Kate miró a Lloyd con la primera expresión divertida que había mostrado durante días. Él le dirigió a su vez un guiño disimulado, y la piel alrededor de la órbita ocular se arrugó profundamente.

Maybridge, contemplando a la audiencia y sin fijarse en nadie en particular, pensó que aquello era algo parecido a un concierto clásico que se viera invadido por un pequeño punk cantante de rock, una banda formada por un solo crío y capaz con su estruendo de levantar el techo de la sala. Sentía unas ganas apremiantes de echarse a reír, pero al contemplar el rostro de Grant consiguió contener la hilaridad.

Y Ulysses, perdido ya el aliento, cesó en su llanto durante cinco segundos pata volver a llenar de aire sus pulmones.

Grant rompió la dulce cordura del silencio. Su voz era tan ronca como si también él hubiera estado chillando.

—¡Saca de aquí a ese crío!

El «Ven a buscarlo tú, papaíto» de Bonny quedó sofocado por el propio Ulysses, que empezó de nuevo a gritar.

Grant no la oyó, pero, motivado por una ira igual a la de su hijo, abandonó el escenario y se dispuso a enfrentarse con Bonny, que le sonrió con una expresión peligrosa y después se levantó para arrojar a Ulysses contra él. Si le haces algún daño a nuestro hijo, le dijo telepáticamente, te mataré. Y Ulysses ya le estaba haciendo daño, pues sus pequeños puños le golpeaban en los ojos. Grant trató de empujarlo hacia Bonny, pero Ulysses, tras haber establecido contacto con su enemigo, mantuvo el ataque. Se le cayó uno de sus calcetines y Scott lo recogió.

—Duro con él, boxeador —dijo Scott inaudiblemente—. Lo estás haciendo muy bien.

Grant notó entonces que algo húmedo y tibio brotaba de un lado de los pañales de Ulysses, empapando su chaqueta y su camisa. Esto supuso la indignidad final. Se echó a su hijo sobre un hombro y salió de la sala, seguido por Bonny, que todavía sonreía peligrosamente.

Maybridge, sólo en el escenario, comprendió que le correspondía a él poner punto final a la reunión.

—Bien —dijo jovialmente—, al menos tan sólo una persona del público ha mostrado ruidosamente su desaprobación. —Indicó con un gesto las notas—. Si quieren asesinar a alguien con arma de fuego, este texto les explicará cómo. Si prefieren algún otro método, consigan un libro sobre ciencia forense y traten de encontrar las mejores explicaciones. No permitan que sus asesinos sean descuidados. Procuren convertirlos en buenos artistas. Les deseo buena suerte a ustedes y a sus cadáveres.

Hubo un rumor de aplausos como un viento frío a través de un árbol carcomido. Maybridge se preguntó si debía dirigirles una breve e irónica reverencia, pero optó por no hacerlo.