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El inspector jefe de detectives Maybridge no era un vidente. De haberlo sido, se habría negado a pronunciar una conferencia en el seminario de escritores de novelas policíacas. Se hubiera quedado en casa para cuidar su jardín, sin verse implicado en una extraña serie de acontecimientos que, aparte de terribles, resultaron personalmente muy embarazosos.

Sin embargo en aquel radiante sábado otoñal, sin ninguna premonición de desastre que viniera a turbarle, se sentía muy tranquilo. No tenía que dar su conferencia ante los miembros del Club de la Guillotina de Oro hasta las dos y media, y por consiguiente decidió coger la carretera más larga, pero más pintoresca, que cruzaba los Downs.

Allí, muy cerca de la bulliciosa ciudad de Bristol, las mansiones del siglo XVIII, elegantes y encantadoras, mostraban la pacífica aureola de una época ya muy lejana. Los prados cubiertos de hierba, con presencia de una arboleda abundante, con tonos bronceados y escarlata, exhibían sus colores como tapices antiguos. Se podía ver el puente colgante del Clifton, de un blanco marfileño sobre las aguas de color verde oliva, tan a mano para los suicidas.

El talante de Maybridge se agrió gradualmente al empezar a acosarlo los problemas cotidianos. Todas las grandes ciudades producían tensiones insoportables. Un día, cuando se jubilara, pensó, se compraría una pequeña finca en los Cotswolds. Se alejaría totalmente de las tareas policiales. Se dedicaría a cultivar rosas y criar abejas, y leería manuales de agricultura.

Era extraordinaria la fascinación que al profano le inspiraban libros sobre el tema de la muerte en sus aspectos más sórdidos. Echó un vistazo a la caja de diapositivas forenses que tenía a su lado. Tal vez hubiera tenido que eliminar las peores. (No eran agradables e incluso algunas resultaban escalofriantes.) Los autores a los que iba a enseñárselas no estaban curtidos por la experiencia; eran hombres y mujeres con imaginaciones macabras, que se ganaban la vida a expensas de la fascinación temporal que ejercía el asesinato sobre otras personas. Y algunos se la ganaban muy bien. Se rumoreaba que sir Godfrey Grant, presidente y fundador del Club de la Guillotina de Oro, poseía una mansión solariega isabelina en el Wiltshire, una villa en Portugal y (probablemente) una cuenta bancaria en Suiza. ¿Qué inspector jefe de la policía podía aspirar a esto, por más que trabajara?

Había conocido a Grant en el club de golf local. Entre un hoyo y otro, habían hablado sobre las rosas de té híbridas, la especialidad de Maybridge, y más tarde mientras tomaban una copa en el edificio del club Grant le había pedido su opinión acerca de un par de novelas policíacas que se habían publicado recientemente. Maybridge no las había leído, pero hizo comentarios sobre los detalles en los que suelen equivocarse los escritores de este género. La semana siguiente, le llegó la invitación para el seminario. La nota de Grant, sujeta con un clip al programa del fin de semana, había sido escrita con un bolígrafo de punta negra:

«Nos encantaría que viniese. Un oficial de policía retirado había de disertar sobre balística, pero se lo ha impedido un ataque de apendicitis. Si usted pudiera ocupar su lugar, se lo agradeceríamos intensamente —le rogaba, con tono lleno de esperanza—. Es un club pequeño; sólo lo forman treinta autores. Nos reunimos anualmente y, a partir de una breve lista de seis libros escritos por nuestros miembros, votamos para determinar el ganador del Premio Guillotina de Oro. El lugar es la sala de la residencia universitaria, en Saint Quentin. Nos la dejan desde el viernes hasta el domingo por la tarde. La comida no está mal y yo me ocuparé personalmente de las bebidas. Nos alojamos en habitaciones individuales, en caso de que usted desee quedarse el sábado por la noche, para asistir a la cena y a la concesión del premio».

Tal vez Maybridge no hubiera aceptado si su esposa, profesora de inglés en la Universidad de Bristol, no se hubiera desplazado a Estados Unidos para dar una serie de conferencias sobre la prosa en tiempos de la Restauración. Pero, en ausencia de ella, prepararse para presentar su tema, mucho menos erudito, le concedió tiempo para reflexionar. Sir Godfrey había sugerido que podía llegar allí antes del almuerzo y asistir a las conferencias de la mañana, pero Maybridge, interpretándolo como una invitación para ver cómo debía hacer su tarea, rehusó cortésmente. La compañía del grupo de autores durante toda una tarde y la velada del sábado ya era suficiente. Casi lamentaba ahora haber dicho que también dormiría allí aquella noche, pero, con Meg en el extranjero, su casa estaba muy solitaria.

St. Quentin era una vasta mansión victoriana en una avenida flanqueada por árboles, no lejos del centro comercial local. Allí, la vista era menos rural y menos atractiva, puesto que la ciudad ya dejaba entrever su presencia. Ante la verja, condujo su Peugeot hasta la amplia zona semicircular y cubierta de gravilla, donde ya había aparcados alrededor de una docena de coches.

Había esperado que le recibiera el propio Grant, pero salió a saludarle un hombre de mediana edad, con los cabellos teñidos de color castaño, que se presentó como Dwight Connors y seguidamente ofreció profusas excusas para justificar la ausencia temporal de Grant.

Se ofreció también para ayudarle a descargar sus cosas.

—Supongo que habrá traído una pantalla portátil y un proyector…

Maybridge asintió y cada uno cogió un extremo de la pantalla, mientras Maybridge transportaba el proyector y las diapositivas con la otra mano.

St. Quentin era un edificio antiguo, vetusto, mal modernizado en ciertos lugares, pero en la planta baja había conservado su dignidad. Connors le condujo a través del amplio vestíbulo cruzado por las corrientes de aire, hasta la sala de conferencias, una sala imponente y bien proporcionada, con un techo alto y unas molduras muy recargadas. Maybridge miró a su alrededor apreciativamente mientras seguía a Connors hasta el escenario, adornado por cubiertas de libro clavadas en unos paneles.

—¿También usted escribe thrillers? —preguntó.

—¡Qué el cielo no lo permita! —exclamó Connors, en una imitación inconsciente de Grant en sus momentos más pomposos.

—A mí me han parecido razonablemente normales —observó Maybridge, refiriéndose al grupo de escritores junto a los cuales habían pasado, camino de la sala de conferencias.

—No se engañe —replicó Connors con una mueca.

Examinó el enchufe del proyector y, sacando un pequeño destornillador del bolsillo de sus tejanos, lo atornilló debidamente.

—¿Qué es usted? —preguntó Maybridge, con un gesto de aprobación—. ¿Electricista?

—Entre otras cosas. Una especie de comodín: usted diga una cosa y yo la haré.

—¿Secretario personal de Grant?

—Y agente literario. Recorro tierras extranjeras con la producción literaria de Grant en mi maleta.

¿A cambio de un veinte por ciento?, preguntóse Maybridge. En este caso, el hombre había encontrado una buena profesión.

Connors enchufó en una placa que había a un lado del escenario y probó el proyector. Funcionaba. Preguntó entonces a Maybridge si había leído alguno de los libros que se presentaban al premio.

—Sir Godfrey me los mandó cuando accedí a dar la conferencia. Rastrillarlos me ocupó buena parte de los últimos diez días.

—Rastrillar sugiere una tierra más bien desmenuzada, fangosa —le advirtió Connors—. Es un verbo que no gusta a los autores.

—Tal vez un poco crudo —admitió Maybridge sonriendo—, pero haré todo lo posible para no utilizarlo.

Dijo a Connors que había leído el último libro de Grant, El factor Helio, y preguntó por qué no aspiraba al premio junto con los demás.

—La Guillotina —explicó Connors— es un obsequio anual que hace el propio Grant. Es de oro de dieciocho quilates y vale unos cientos de libras. Entregarlo con una mano y pegar un zarpazo con la otra sería algo que más bien afearía la imagen.

Había sido una observación cáustica y tal vez imprudente, pero, antes de que Maybridge pudiera responder, Connors le dejó para trasladarse detrás del escenario y sacar de allí una mesa cubierta por un paño verde. Al regresar, sugirió al inspector jefe que colocara el proyector sobre ella.

—Como verá, tiene la altura adecuada.

Ayudó a Maybridge a hacerlo y le deseó buena suerte con su conferencia. Connors se estaba preguntando cómo se las arreglaría ese policía. Presentía que lo haría mejor que el otro. El conferenciante del año pasado, el inspector Grimshaw, tal vez molesto por un apéndice doloroso, se había mostrado nervioso y pesado, en tanto que Maybridge daba la impresión de un general estratégicamente situado en lo alto de una colina y esperando, con cierta satisfacción, que se acercara el enemigo. Connors le dijo dónde encontraría su dormitorio.

—Hemos colocado unas etiquetas adhesivas con los nombres en las puertas. Me parece que a usted lo han puesto al lado de un miembro del club, Scott Wilson. Los baños y los retretes están al final del pasillo. Durante el curso, viven aquí estudiantes, de modo que el acomodo es espartano pero adecuado.

Mientras preparaba su pijama, algo más tarde, Maybridge coincidió con esta descripción. La habitación le recordaba una escuela de la policía en la que había estado unos años antes, pero que era algo más confortable. La estrecha cama estaba delante de una ventana que, evidentemente, se extendía al dormitorio contiguo. El tabique de partición, pintado de verde, era endeble y no cabía esperar de él ninguna insonorización.

Esperó que su vecino no fuera un adicto del transistor. Alguien había dejado una caja llena de pañuelos de papel en el pequeño armario situado junto a su cama. Se le ocurrió la posibilidad de que un imperio financiero se construyera con mayor facilidad produciendo papel en blanco en vez de libros escritos, pensamiento que resultaba herético en las actuales circunstancias. Sonriendo, Maybridge sacó sus notas manuscritas del bolsillo interior de su chaqueta deportiva marrón claro, y les dio una ojeada. La primera parte de la conferencia discurriría sobre un terreno familiar: armas de fuego y el asesinato en toda su desagradable realidad. La segunda parte versaba sobre cadáveres de ficción, que habían encontrado la muerte por caminos sorprendentes y muchas veces erróneos. Tarareando satisfecho, se dedicó a subrayar algunos de los ejemplos más notorios.

Diez minutos antes de que fuese a comenzar la conferencia de Maybridge, Grant entró en la sala de conferencias, con su esposa, Fay, a su lado. Había sido una mañana traumática, precedida por una semana afanosa de preparativos para el seminario. Y hoy, cuando parecía que todo funcionaba por fin satisfactoriamente, había llegado Bonny Harper con su hijo bastardo.

—Y el verbo de Godfrey se hizo carne —le había provocado Bonny en la subsiguiente discusión—, y su nombre es Ulysses.

Había necesitado algún tiempo para dominar su cólera. Un whisky corto había contribuido a ello. Una ración más generosa hubiera resultado más útil, pero sir Godfrey era diabético y debía tomar precauciones al respecto. Las periódicas peticiones de Bonny en cuanto a su mantenimiento las solía hacer por carta, y ésta era la primera vez que él veía al niño en carne y hueso. No cabía duda de que era suyo. Contempló la cubierta del libro de Bonny, clavada junto con las demás en el escenario —una escena invernal, en tonos anaranjados y pardos, con un pequeño cadáver espectral depositado como un jirón de niebla en pleno páramo— y no pudo evitar el amargo deseo de que se tratara de una foto de la propia Bonny, después de haberse apoderado de ella el rigor mortis.

Maybridge, consciente de unas tensiones que no podía comprender, estrechó la mano de Fay cuando Grant subió con ella al escenario para hacer las presentaciones. Había oído decir que era euroasiática: medio india y medio escocesa. Una mezcla improbable. Era la segunda esposa de Grant, su exsecretaria, y varios años más joven que su marido. No obstante, Grant, aunque ya frisaba en los cuarenta y cinco años, parecía estar en el apogeo de su vigor, tan impecable como una moneda recién acuñada, en tanto que Fay parecía acabada de salir de una cocina donde reinara un calor insoportable. Su vestido, de lino color crema, sencillo y muy caro, no le sentaba bien. Maybridge pensó que debería llevar colores llamativos, incluso aquellas prendas exóticas que tanto agradaban a ciertos jóvenes. Trató de imaginársela con un sari y no lo consiguió. Era una mujer alta y desgarbada, y poseía una cierta belleza huesuda que era totalmente escocesa. Tan sólo sus ojos oscuros y sus cabellos negros y relucientes, sujetos inseguramente con una peineta de concha, delataban su origen indio. Se excusó por no haber estado presente para saludarle cuando él llegó.

—¿Todo funciona? —preguntó Grant, refiriéndose al proyector.

Maybridge contestó afirmativamente.

—¿Le serviría de ayuda que yo insertara las diapositivas? —ofreció Grant, en un esfuerzo para compensar su tardanza en darle la bienvenida.

—Gracias, pero en realidad, no. Lo tengo todo preparado.

A través de una de las ventanas laterales, Grant observó que había llegado el doctor Crofton. Estaba trasladando un maletín, tal vez el propio de su profesión, desde el asiento anterior de su coche al maletero.

Lo metió en él y cerró cuidadosamente. Grant lo estuvo mirando durante unos momentos y después, recordando sus deberes como anfitrión, se volvió de nuevo hacia Maybridge.

—¿No puedo hacer nada para ayudarle?

Maybridge, perplejo ante su actitud casi angustiada, le contestó negativamente.

—Entonces, sólo me quedaré en el escenario para hacer su presentación. Después, usted reinará en él.

Maybridge contempló con interés la sala de conferencias, que se estaba llenando poco a poco. Aquella especie para él desconocida acudía mostrando toda clase de formas y tamaños. Los imaginó ante sus máquinas de escribir, soñando en asesinatos y mutilaciones. Observó que uno de ellos, una mujer, era de edad muy avanzada. Tenía los cabellos blancos y llevaba un traje sastre y un collar de perlas. (¿Auténticas?, ¿cultivadas?, ¿falsas? Al parecer, en esa profesión podía ganarse mucho, algo, e incluso nada.) La anciana se había traído su labor de punto. ¿Un homenaje a la señorita Marple? ¿O una tricoteuse?

Cora Larsbury captó la mirada del inspector y sonrió. Él le devolvió la sonrisa. Un hombre agradable, pensó. Feo oficio el suyo. Las investigaciones para su última novela la habían llevado hasta Egipto, al Valle de los Reyes. Allí yacían, sobre la arena, macizas cabezas de granito. Unas cabezas muy impresionantes. La del inspector era también impresionante. Vigorosa, aunque no bella. Lástima que se le estuviera formando ya barriga, y que sus piernas fueran más bien cortas. Los reyes egipcios decapitados estaban sentados muy erectos, con las manos sobre unas rodillas musculosas. ¿Qué vándalos los habían mutilado?, se preguntó. Sin duda, el culpable era el paso implacable del tiempo. El tiempo tenía muchas cosas de las que responder. No había demostrado Fay un gran tacto al haber mencionado que ella había cumplido ya los setenta años. Un cumpleaños muy especial, había dicho Fay, para preguntar seguidamente qué le gustaría para celebrarlo. Ella había estado a punto de contestar: «Ver publicado mi nuevo libro», pero esto hubiera equivalido a buscar la reacción de sir Godfrey ante sus palabras. Éste había recibido el manuscrito dos semanas antes y había tenido tiempo más que suficiente para leerlo y comentarlo con Fay. Grant, con toda seguridad, criticaría ciertos aspectos, pero su crítica era constructiva y cortés, y ella siempre tomaba buena nota de lo que pudiera decir.

Generalmente, Cora se mostraba optimista con respecto a todos sus libros, pero sentía que con éste había creado algo especial. Con un poco de orientación por parte de sir Godfrey, bien pudiera ser que rompiese la barrera y entrase en prensa. Resultaba alentador que alguien con tanta influencia en el mundo del libro le prestara una atención seria y respetuosa. Antes, hablando con los novatos, había aconsejado al nuevo y joven escritor, Scott Wilson, que diera buena acogida a todo lo que sir Godfrey pudiera decirle.

—Después de todo —le había dicho ella—, está usted aquí para aprender.

—Soy un terreno virgen —había contestado él, jovialmente—, dispuesto a verme sembrado con todo lo que pueda conducir al éxito.

Como por telepatía, la mirada de Maybridge dejó a Cora Larsbury para fijarse en el objeto de los pensamientos de ella. Un matrimonio joven con hijo de corta edad, conjeturó, levemente sorprendido al ver a un bebé en la sala.

Sin embargo, Bonny y Scott se habían conocido hacía muy poco tiempo. Durante los últimos cuatro seminarios, la conferencia del mediodía había sido dirigida por Bonny a la clase de los novicios. Este año, Grant había cambiado el programa y dejado libre la hora que precedía a la comida. Los novicios, sin embargo, eran fieles. Habían informado al nuevo miembro, Scott Wilson, y se habían presentado como de costumbre. Sin haberse preparado, pero emocionada por su lealtad, Bonny había improvisado a base de lo que podía recordar de las Casual Notes on the Mystery Novel de Chandler. Scott la había desafiado a revelar la fuente de sus datos, pero más tarde se había redimido al decirle que Ulysses era un niño precioso. «Pero ¿por qué ponerle un nombre como éste? ¿Acaso era una admiradora de James Joyce?». Bonny le había dicho que el general Ulysses Grant, que fue presidente de los Estados Unidos, era un antepasado del impresionante padre del crío. Esta explicación había encantado a Scott y, ahora, él y Ulysses charlaban ya largo y tendido.

Scott le señaló el perro de Haydon, y Ulysses saltó una y otra vez, muy excitado.

También Maybridge había observado la presencia del perro. Era un gran setter de pelo rojizo dorado, y se había sentado cerca de un radiador. A los perros les gusta el calor y éste no faltaba en la sala. Por consiguiente, ¿por qué aquel hombre del grupo, cerca de la puerta, llevaba puesta aquella capucha, como una especie de balaclava, abierta desde la frente hasta la garganta, y muy ajustada en el resto? Maybridge sabía que había de recordar algo relacionado con aquella prenda —algo desagradable e inquietante—, pero el recuerdo se negaba a tomar forma.

Cuando otras veces había dado conferencias en la policía, el ambiente siempre había sido formal, como él prefería, pero aquí todas las sillas estaban agrupadas en semicírculos irregulares. Si alguien se aburría, le bastaba con dar media vuelta a su silla y dormirse… o abandonar el lugar. La sala estaba ya casi llena y la mayoría de las sillas ocupadas. Maybridge, picado en su amor propio, revisó una vez más las diapositivas y con un movimiento de la cabeza indicó que estaba dispuesto a comenzar.

Grant avanzó hacia el centro del escenario y esperó que se hiciera silencio. El último ruido en extinguirse fue un hipo de Ulysses. Padre e hijo se miraron con malevolencia. No se le había ocurrido la posibilidad de que Bonny trajera el crío a la sala de conferencias. Connors hubiera tenido que impedírselo. Y Lawrence Haydon, exudando veneno, había traído a su maldito perro y también a Christopher, su hijo marica. Los seminarios de los años anteriores habían transcurrido agradablemente. No se podía decir lo mismo con éste, y sólo se necesitaba ahora que el inspector jefe ofreciera un desastre de conferencia para dar el toque final a un día que ya le había puesto suficientemente a prueba.

—Es para mí un gran placer —dijo como era de esperar— presentarles al inspector jefe Maybridge. Como ya recordarán, en años anteriores nuestro conferenciante fue el inspector Grimshaw, de la policía metropolitana. No ha podido estar con nosotros este año, pero hemos tenido la gran suerte de que el inspector jefe haya accedido a llenar esta laguna. —Sonrió—. Y si me perdonan el chiste malo, va a llenarla con balas. Su tema es la balística.

Era, efectivamente, una broma muy tosca y nadie respondió a ella. Grant hizo una pausa de unos segundos, momentáneamente desconcertado, y después continuó:

—Si después, en el curso de su conferencia, el inspector jefe les dirige a ustedes algún que otro proyectil verbal, en forma de crítica, deben escucharlo atentamente y agradecérselo. Nosotros podemos ser escritores de crímenes, pero no somos expertos del crimen. —Se retiró del centro del escenario—. Les pido un aplauso para el inspector jefe Maybridge, que va a dedicarnos una conferencia sobre el asesinato.