Norte de Hungría
—Igual encontramos una pistola —dijo Pitkin apuntando con el dedo hacia la garita de vigilancia que había junto a la entrada—. ¡Fiiiiu!
—O una metralleta —sugirió Tamás justo antes de disparar con un arma imaginaria apoyada en la cadera—. ¡Ratatatatatatatatatata!
—¡O un tanque!
—No, los tanques se los llevaron —replicó Tamás en un arrebato de realismo de lo más inoportuno.
—Pues una granada —aventuró Pitkin—. ¿No crees que pueden haberse dejado una olvidada por alguna parte?
—Nunca se sabe —contestó su amigo para no terminar de aguarle la fiesta del todo.
Acababa de anochecer. Había sido un día pasado por agua y aún se respiraba la humedad en el ambiente. Si no hubiera dejado de llover, probablemente se habrían quedado en casa, pero estaban allí y, aunque todo aquello de las pistolas, las metralletas y las granadas no acababa de creérselo, Tamás sentía bullir la emoción en su interior como si su estómago fuese un enorme refresco de cola recién agitado.
Aunque el viejo recinto militar estaba vallado, hacía ya tiempo que el solitario vigilante nocturno había claudicado ante las hordas de traperos y ladrones de chatarra, y no salía de su garita —el único edificio que aún disponía de electricidad y agua—, donde pasaba las horas viendo la tele en un pequeño aparato en blanco y negro que se llevaba consigo todas las mañanas al acabar la guardia. Había llegado a abrir fuego contra los hermanos de Rako, que planeaban robárselo, y eso con el tiempo le había hecho ganarse cierto respeto. En aquellos momentos vivían en una especie de coexistencia armada: los dominios del vigilante se extendían por la garita y zonas limítrofes; es decir, la entrada y la parte de la valla que daba a la calle, y por allí no asomaban la nariz ni los rateros locales más emprendedores. El resto era tierra de nadie, lo que significaba que cualquier cosa susceptible de desaparecer había, en efecto, desaparecido, aunque se tratase de la mismísima valla, de la que György Motas había robado largos tramos para cercar su perrera.
Tamás sabía perfectamente que las posibilidades de dar con algo de valor eran cada vez más reducidas, pero ¿y si tenían un golpe de suerte? Además, ¿qué hacer si no una cálida noche de primavera con los bolsillos vacíos? ¿Que Pitkin hablaba como un crío de ocho años? De acuerdo, pero tenía ya casi dieciocho y era fuerte como un toro. Tal vez encontraran algo que aún no se habían llevado porque pesaba demasiado.
Se colaron por debajo de la valla. La cosquilleante sensación de estar en zona prohibida iba en aumento y Tamás no pudo reprimir una sonrisa. A su alrededor, como un decorado abandonado, se alzaban los desnudos muros de hormigón del comedor de oficiales, las duchas, los talleres y las oficinas. Hacía ya tiempo que puertas y ventanas habían ido a parar a destinos más provechosos, lo mismo que las vigas y las tejas, los radiadores, las cañerías, los grifos, los lavabos y los viejos inodoros. De los barracones de madera donde en su día durmieran los soldados soviéticos no quedaba nada más que los cimientos, el resto lo habían ido desmontando tabla a tabla. El edificio más grande, y también el más intacto, era el antiguo hospital, que con sus tres alturas descollaba por encima del resto del recinto como un castillo feudal entre casas de labor. Tras la marcha de los rusos, una organización humanitaria occidental lo había utilizado durante varios años como dispensario médico para atender a la población local, pero médicos, enfermeras y voluntarios también terminaron por desaparecer y los traperos se abatieron sobre el hospital como una plaga de langostas. Durante las primeras semanas salieron de allí auténticas joyas. —Attila encontró un armario de metal repleto de alcohol y Marius Paul vendió en Miskolc tres microscopios por casi cincuenta mil florines—, pero poco a poco el alto edificio fue quedando reducido a un mondo esqueleto de pollo al que ya no se podía sacar más partido. Aun así, hacia él se encaminaron los dos muchachos.
Tamás fue el primero en cruzar el umbral sin puerta y tuvo que encender una linterna para ver dónde ponía los pies. La luz de la luna que entraba por las claraboyas dibujaba tenues rectángulos azules, pero el resto del espacio estaba envuelto en la más densa, húmeda e impenetrable oscuridad.
—¡Buh! —gritó Pitkin.
A Tamás le dio un vuelco el corazón y su amigo se echó a reír entre los ecos del grito.
—¿Te has asustado? —le preguntó.
El chico se limitó a dejar escapar un gruñido. A veces Pitkin se pasaba de infantil, la verdad.
Todavía quedaban algunos restos amarillentos de linóleo en el suelo y un poco de pintura verde por las paredes. Tamás iluminó con la linterna el hueco de la escalera. Arriba, a lo lejos, se distinguía un retazo de cielo estrellado; de modo que las langostas ya habían empezado a dar cuenta de la cubierta. Al sótano no se podía bajar. Por algún motivo, los rusos se habían tomado la molestia de clausurarlo recurriendo al sencillo método de arrojar una buena dosis de cemento escaleras abajo, tanto allí como en el ala norte del edificio.
Pitkin echó un vistazo por el pasillo desierto. Luego le arrebató la linterna a su amigo, la empuñó como si fuera una pistola y se abalanzó hacia el hueco de la primera puerta.
—¡Alto! —gritó al tiempo que apuntaba hacia el interior de la sala vacía con el haz de luz.
—Chsss —lo reconvino Tamás—. ¿Es que quieres que venga el vigilante?
—Ese aquí no entra ni de coña. Estará roncando delante de la tele, como siempre.
Pero su tono de héroe de película de acción había perdido algo de fuelle.
—¡Eh! —continuó—. Ahí ha pasado algo…
Tenía razón. En su recorrido por las descascarilladas paredes verdes, la linterna iluminó una enorme grieta debajo de la ventana. Por el suelo había más cascotes que de costumbre, se había desplomado parte del techo y había quedado colgando una costra de yeso y de pintura. A Tamás le invadió de pronto la desagradable sensación de que el piso de arriba podía ceder de un momento a otro y dejarlos reducidos a relleno de un bocadillo de hormigón. Sin embargo, en ese instante vio algo que despertó su codicia.
—Ahí —ordenó—, enfoca hacia ahí.
—¿Hacia dónde?
—Hacia la ventana. No, más abajo…
Tal vez se debiera al deterioro o tal vez a uno de aquellos leves temblores que de cuando en cuando agitaban el café en las tazas; el caso era que el viejo hospital había avanzado un paso más hacia la ruina total. La grieta de la pared había hundido parte del suelo y este había caído al sótano, ese sótano que desde que los rusos lo cegaran con un inmenso tapón de cemento por cada extremo había sido territorio vedado.
Los chicos intercambiaron una mirada.
—Tiene que haber montones de cosas ahí abajo —dijo Tamás.
—De todo —asintió Pitkin—. Igual hasta una granada.
La verdad era que Tamás habría preferido encontrar unos cuantos microscopios como los de Marius Paul.
—Yo puedo bajar por ahí —afirmó—. ¡Pásame la linterna!
—Yo también quiero —protestó Pitkin.
—Sí, claro, pero habrá que ir de uno en uno, ¿no?
—Y eso ¿por qué?
—Mira que eres idiota. ¿Cómo vamos a subir luego si bajamos los dos al mismo tiempo?
Como no habían llevado ni cuerdas ni una escalera, al muchacho no le quedó más remedio que admitir que su amigo tenía razón, de modo que Tamás se sentó solo al borde del agujero irregular e introdujo las piernas con cuidado. Vacilaba.
—Date prisa. ¡Mira que si no bajo yo!
—Vale, vale. ¡Pero espera un momento!
No quería que Pitkin pensase que era un gallina, de modo que se adelantó un poco y se dejó caer. Nada más iniciar el descenso sintió una agudísima punzada de dolor en el brazo.
—¡Ay!
Aterrizó de medio lado sobre los cascotes que habían caído del techo, pero no fue el impacto lo que le hizo tanto daño.
—¿Qué pasa? —preguntó Pitkin desde lo alto.
—Me he cortado con algo.
Sintió que la sangre le iba empapando la manga de la camisa. Mierda, se había clavado en el brazo una astilla de veinte centímetros, justo debajo de la axila. Consiguió sacarla, pero cuanto más tiempo pasaba, más le dolía el largo corte que le había abierto la carne.
—¿Hay algo o no? —preguntó Pitkin, que ya había dejado de preocuparse por su amigo.
—Pues es que no veo nada, ¿sabes? Pásame la linterna.
Pitkin se echó al suelo y se la tendió a través del agujero. Por suerte, los techos del sótano no eran tan altos como los del resto del hospital y Tamás la alcanzó, aunque por los pelos.
Se dio cuenta de inmediato de que acababa de dar con una mina de oro. Tal y como esperaba, ya en la primera sala había de todo. Dos camillas con ruedas. Armarios de metal. Instrumental diverso, aunque no veía nada parecido a un microscopio. Radiadores, grifos y lavabos continuaban en su sitio, había vitrinas y estanterías repletas de libros, frascos y botellas, y en un rincón se veía una báscula como la que tenía el médico del colegio, con unos cilindros que se arrastraban de un lado a otro para ver cuánto pesaba la gente. Al pensar en lo que podrían sacar por todo aquello, si lograban llevárselo antes de que alguien más descubriera su hallazgo, se olvidó casi por completo del dolor del brazo.
—¿Hay armas? —preguntó Pitkin.
—No lo sé.
En el sótano aún quedaban puertas, unas pesadas puertas de acero que chirriaban al abrirse. Salió al pasillo y fue abriéndolas una a una al tiempo que iluminaba el interior de las salas que custodiaban. Una de ellas era un quirófano, no cabía duda, con sus enormes lámparas colgando del techo y una mesa de operaciones de metal. Después seguía una habitación llena de vitrinas cerradas con llave. Al ver que todavía contenían frascos y cajas de medicamentos se le disparó el corazón. En función de lo que fuesen y lo bien que se hubieran conservado, podían ser aun más valiosos que los microscopios y el resto del instrumental.
Sin embargo, lo que lo dejó paralizado un buen rato fue el contenido de la habitación siguiente. Tanto, que a lo lejos empezaron a oírse los gritos impacientes de Pitkin.
Probablemente aquel armatoste había colgado del techo hasta que los temblores de tierra y el deterioro soltaron los gruesos pernos y se estrelló contra el suelo, resquebrajando las baldosas. Al caer, la esfera se había desprendido del brazo y estaba suelta, agrietada, rayada y pintada de amarillo; le recordaba levemente a las minas submarinas de las películas. Suave, muy suavemente extendió la mano y la tocó, con cuidado, con mucho cuidado. Le pareció que estaba caliente. No ardiendo, solo tibia, como la piel de un ser vivo. A pesar de los arañazos y del polvo, aún se adivinaba el letrero de advertencia en negro sobre amarillo.
Retrocedió varios pasos. La luz de la linterna era ya mucho más débil, debía de estar quedándose sin pila. Tenía que regresar al agujero mientras aún viera algo. De camino rompió el cristal de una de las vitrinas y, medio a ciegas, se hizo con varios frascos de pastillas. Pitkin gritaba de nuevo; a medida que se aproximaba al agujero distinguía mejor sus palabras.
El cerebro de Tamás funcionaba a pleno rendimiento. De repente podía ver el futuro, lo veía con tanta claridad que no le costaba hacer planes. Sí. Así. Y luego asá. Y si averiguaba…
—¿Hay alguna granada? —lo interrumpió su amigo, en voz algo más baja ahora que podía verlo.
Levantó la vista hacia el agujero. El rostro de Pitkin parecía una luna en medio de la oscuridad. Tamás sintió que se le dibujaba en la cara una extraña sonrisa involuntaria de oreja a oreja.
—No —contestó sin demasiado resuello.
—Y ¿entonces? ¿Qué es lo que has encontrado?
Tamás tomó aire.
—Algo mucho mejor —aseguró.