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CUANDO SÁNDOR quedó en libertad, faltaban solo cuatro horas para el examen. Al sol de la mañana, junto al coloso cuadrado del NBH en Falk Miksa utca, le parecía que la acera se movía como un barco bajo sus pies. Llevaba ya casi tres días con la misma ropa y sabía que olía mal. A su alrededor, hombres en traje y corbata y mujeres vestidas para ir a la oficina se afanaban por sortear —algunos con maña y otros con exasperación— a los primeros turistas que vagaban sin rumbo por las calles. Las tiendas de antigüedades empezaban a abrir sus puertas y el tráfico discurría envuelto en un centelleo de vapores de gasolina.

Sándor era una isla en medio de un río de cotidianeidad. No, ni siquiera eso; una isla era grande y sólida. Él no era más que un cuerpo extraño, ni húngaro ni turista. Un gitano sucio que apestaba a sudor y a interrogatorio.

Vamos, tú puedes, se daba ánimos. Pero la voz que hablaba en su interior lo hacía sin demasiada convicción.

Tomó el tranvía para ir a casa, seguramente sería más rápido que un taxi a pesar de que luego tendría que desandar parte del trayecto con las piernas entumecidas, pero no lo hizo por eso. De buena gana habría sacrificado unos minutos, y también el dinero, si eso le hubiese permitido pasar un momento en paz en el asiento trasero de un coche con aire acondicionado y que lo trataran como a un ser humano. Un cliente de pago, un miembro más de la civilización.

No tropezó con ningún conocido en Szigony utca. Hasta el cuarto de baño estaba libre, de modo que pasó casi media hora bajo el amarillento chorro de agua tibia de la ducha. La espuma del jabón se le arremolinaba en torno a los pies en fugaces formaciones coralinas. Se enjabonó una vez más, se aclaró, se enjabonó, se aclaró, hasta que al fin el desagüe no dio más de sí y tuvo que cerrar el grifo para no encharcar toda la habitación.

Se afeitó con esmero y se echó una buena dosis de loción por las mejillas, el mentón y el cuello. Al contacto con el alcohol, el rostro empezó a escocerle como una enorme herida, pero eso era lo de menos. Luego el desodorante. Al verse en el espejo, le pareció que el espeso vello negro que le cubría el pecho y las axilas tenía un inquietante aspecto animal, y se apresuró a embadurnarse de espuma de afeitar. Pertrechado con la maquinilla, empezó a abrir tímidas sendas en la maleza peluda, primero en un sentido, luego en el otro, hasta no dejar más que una superficie rugosa salpicada de pequeños tocones. Se cortó dos veces por ir demasiado aprisa y con mucho ímpetu, pero eso también le daba igual. No quería parecer un animal ni siquiera por debajo de la ropa.

Después se vistió. El traje del bautizo, una camisa blanca inmaculada, corbata, calcetines negros y zapatos, a pesar del calor. Se peinó hacia atrás con un gel carísimo que no usaba casi nunca y se miró al espejo una vez más.

«Si tú no tienes pinta de gitano…», había dicho Lujza. Ni tampoco de húngaro corriente. Tenía pinta de lo que era, el producto de una mezcla. El traje le quedaba como un disfraz.

Pensó en Tamás y en el desafiante aplomo que irradiaba desde la punta de las botas hasta la de sus largos cabellos negros. Yo no tengo ni eso, se dijo. Ni eso.

Había una nota sobre su mesa. LLAMA, había escrito Lujza con unas letras grandes y desesperadas. También tenía más de veinte llamadas perdidas en el móvil, pero en esos momentos no se sentía con fuerzas. ¿Sabría ya que lo habían soltado? Si no, era muy capaz de ir de camino a la fiscalía con una pistola de bolas de pintura, o al menos con una carta de protesta y un buen puñado de firmas.

Decidió que todo eso tendría que esperar. Ahora lo más importante era aprobar el examen.

El olor a puro de aquel despacho de altos techos resultaba sofocante. Los códigos y libros de las elevadísimas estanterías oscuras, las pesadas cortinas verdes de terciopelo, las alfombras color musgo, todo estaba impregnado de nicotina. El profesor fumaba incluso en esos momentos, haciendo gala del mayor de los desprecios hacia las normas de la universidad. Ese despacho era suyo desde hacía veinte años y él ocupaba su territorio con tal naturalidad que la idea de que se tratase de una propiedad estatal quedaba reducida a un vano postulado.

Con motivo del examen habían colocado unas mesitas plegables y unas sillas para los alumnos que aguardaban el inicio de la prueba. Sus endebles estructuras de acero y plástico no podían estar más fuera de lugar en medio de la solidez de toda aquella caoba, y las tres víctimas del examen tampoco parecían sentirse demasiado bienvenidas.

—Sándor Horvath.

Sándor recogió sus papeles y se levantó. No había asiento para el examinando, que debía permanecer en pie frente a la cátedra armado tan solo con el puñado de notas sudadas que hubiera alcanzado a garabatear durante la encerrona. Péter le había contado que a él le gustaba imaginar que pleiteaba en un tribunal, así lo de estar de pie dejaba de ser un recordatorio constante de que uno valía menos que el profesor y pasaba a convertirse en un medio de ganar autoridad y fuerza retórica. Sándor intentaba utilizar su método, pero no acababa de lograrlo.

Le pareció que el profesor Lorincz lo miraba con malos ojos. No habían llegado a tener demasiado contacto, el joven solo había asistido a uno de sus cursos junto a otros ciento cincuenta estudiantes, eso era todo. Lorincz rondaba los cincuenta y era un hombre delgado de manos grandes y dedos largos que llevaba el pelo castaño peinado hacia atrás tan a lo Hugh Grant como Ferenc, aunque en una versión algo más canosa. Tenía la costumbre de sostener el fino puro español entre el anular y el meñique de la mano izquierda, un hábito que había dejado huella en su piel. Era bueno, pero muy arrogante en el terreno intelectual, y no tenía misericordia alguna con quienes no dominaban la materia.

Pero no es tu caso, intentaba tranquilizarse Sándor. ¿Qué le había llamado Ferenc? ¿El alumno mejor preparado de la historia de la facultad de derecho?

—Diga lo que tenga que decir.

Una orden breve y tajante. Nada de saludos, nada de frases de cortesía, ni siquiera una pregunta. El joven perdió la serenidad. ¿Cómo que diga lo que tenga que decir? Los dos exámenes que había presenciado mientras se preparaba le habían producido la impresión de que a Lorincz le iban más los interrogatorios cruzados.

En el rostro del profesor se dibujó una mueca condescendiente, como si no esperase otra cosa que silencio. Alzó la pluma y anotó algo en una libreta amarilla. A Sándor lo invadió la abominable sensación de que nada de lo que pudiera decir o hacer alteraría el veredicto de aquel hombre.

El profesor arqueó una ceja.

En el interior de Sándor se encendió una diminuta chispa de rabia. Había trabajado duro y sabía que tenía aptitudes, si no en todo momento, al menos cuando no estaba delante de un tipo que lo miraba con desprecio dejándolo reducido a un mudo manojo de nervios.

Tomó aire y se lanzó a exponer la teoría del derecho supranacional. Fue una explicación concisa, bien estructurada y razonada. Situó los tratados por encima del derecho consuetudinario, hizo referencia al ius cogens, planteó hipótesis y argumentos, extrajo conclusiones. Habló sin parar y el profesor no lo interrumpió ni una sola vez. Habló tanto que llegó a perder la noción del tiempo, pero poco a poco empezó a percibir cierta inquietud en los compañeros que aguardaban detrás de él. ¿Podía añadir algo más? No sin salirse del tema, decidió. Repitió algunos de los puntos principales a modo de colofón y luego guardó silencio. Como empezaba a experimentar algo de alivio, no podía evitar sentir cierta admiración hacia aquel arrogante académico parapetado tras su escritorio. Con su aparente indiferencia le había obligado a llevar a cabo una presentación original y del más alto nivel en lugar de irlo guiando con preguntas. No le quedaba más remedio que admitir que gracias a él había hecho un mejor examen. Pero ¡uf!, qué desagradable había sido al principio.

El profesor hizo otra anotación en su libreta amarilla.

—Suspenso —anunció a continuación.

A alguien se le cayó un lapicero. Sándor lo oyó chocar contra la mesa y luego rodar por el suelo.

—¿Disculpe?

Estaba convencido de que no lo había oído bien.

El profesor arrancó la página de la libreta, la dobló cuidadosamente, escribió en una hoja de calificaciones que tenía preparada y guardó ambas cosas en un sobre amarillento que después empujó por la mesa de caoba en dirección a Sándor.

—Si tiene alguna pregunta, puede remitírsela a su tutor —dijo antes de pasar a la siguiente alumna—. Dora Kocsis.

La joven se puso en pie. Estaba blanca como la pared y empapada en sudor, como si tuviese fiebre. Sándor vio reflejada en su mirada su propia incredulidad. Tal vez se estuviera preguntando qué habría que hacer para aprobar si un examen como aquel no había sido suficiente.

—Haga el favor de abandonar la sala —le ordenó el profesor—. Y no se olvide del sobre, contiene datos importantes acerca de su situación.

El joven recogió el sobre amarillento con los dedos insensibles.

—No entiendo… —dijo, titubeante. Sin embargo, la firmeza de aquel rostro arrogante le hizo comprender que su primera impresión había sido acertada: hiciera lo que hiciera y dijera lo que dijera, el resultado estaba decidido de antemano.

Solo al llegar a la puerta recibió algo parecido a una explicación.

—Horvath.

Se volvió.

—Una licencia para ejercer la abogacía es un arma. La jurisprudencia es un arma.

No comprendió lo que quería decir hasta que el profesor añadió:

—¿Qué le lleva a pensar que Hungría podría querer armar a alguien como usted?

Había marcado el número de Lujza, pero no lograba hablar.

—¿Sándor? ¿Eres tú?

—Sí.

—Gracias a Dios. ¿Estás…? ¿Te han soltado?

—Sí.

—¿Estás bien?

No respondió. Había una distancia enorme entre él y las palabras, entre ella y él. «Alguien como usted.»

—¿Dónde estás?

—En mi habitación.

—Voy para allá. No te muevas de ahí.

—No. Quiero decir que no vengas.

—¡Sándor! Pero ¿por qué?

—Porque… porque cuando llegues no estaré aquí.

Esta vez fue ella quien guardó silencio. El joven percibía su confusión, sus sentimientos heridos.

—¿Qué es lo que pasa?

—No pasa nada. Tengo que ir a mi casa una temporada, eso es todo.

—¿Ahora? ¿No tenías un examen?

—No.

Colgó, no podía soportar la idea de explicárselo. Lujza volvió a llamar de inmediato, pero él desconectó el móvil.

Estaba sentado en la cama, de nuevo en calzoncillos, con el traje bien colgado en su percha. La fuerza de la costumbre. Una vez más, extrajo los tres papeles del sobre amarillento y los desdobló.

Uno de ellos era una copia de la hoja oficial de notas, donde al lado de «calificación» aparecía un escueto «suspenso». El segundo era el folio con las anotaciones que el profesor había hecho durante el examen. Solo había escrito dos cosas. En el espacio reservado al nombre se leía «Sándor Rézmu´´ves»; no «Sándor Horvath». Y más abajo, solamente una frase: «No tiene nada relevante que decir».

El tercer papel era una carta oficial de la facultad donde se le comunicaba que, dado que había dejado de ser alumno de la misma, debía abandonar la residencia Szigony antes del 15 de mayo. Habían tachado el apellido «Horvath» para cambiarlo por «Rézmu´´ves», no sabía si alguien de la administración o el propio profesor.

Se levantó y se acercó al escritorio. Sus libros y sus apuntes habían desaparecido, y la Policía también había incautado su ordenador, pero el número de Tamás seguía allí, en el papelito que había clavado en el corcho. Encendió el móvil. Era una suerte que le hubiesen permitido conservarlo, pensó.

Tamás contestó al segundo tono.

—¿Sí?

Había un ruido de fondo y se oía un motor. Tuvo la sensación de que su hermano iba en un coche o en un autobús.

—¿A qué coño estás jugando?

—¿Sándor? Tranquilo, tío, solo…

—Eres un capullo. Voy hacia Galbeno, y cuando te encuentre te rompo el cuello.

Tamás se echó a reír y colgó.

—Va en serio —le dijo Sándor a la pared de aquel cuarto que ya había dejado de ser suyo.