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RINA HABÍA desaparecido.

Lo sabían desde las ocho de la mañana, pero Nina no se enteró hasta la hora de comer, cuando iba de camino hacia el barracón infantil y tropezó con Rikke, la cuidadora de guardia, que nada más verla adoptó una posición defensiva y ofensiva al mismo tiempo.

—Después de desayunar se ha puesto la mochila como los demás niños —le explicó—, pero nadie la ha visto en el aula. Los profesores se han pasado toda la mañana buscándola.

Nina consultó el reloj. Eran las 13.45 y un viento frío barría el campamento. Requería cierta firmeza escaparse tanto tiempo y completamente sola a los siete años, pero, mientras no hubiera más datos, prefería pensar que ese era el motivo de su desaparición: Rina había abandonado el campamento sola y por voluntad propia. Siempre estaba, claro, la remota y terrible posibilidad de que hubiese sido el exnovio de Natasha, pero Nina lo dudaba. Para empezar, era muy poco probable que la niña se hubiese avenido a salir con él del campamento; además el tipo era… Le vino a la mente la imagen de Michael Anders Vestergaard tal como lo había visto en el juicio, su camisa recién planchada, su perfume exclusivo y su risa escandalosa y suficiente. Era un tipejo inmundo, qué duda cabía, pero de los que preferían los delitos que no comportan un riesgo. A las mujeres marginadas, a sus hijas, probablemente, era fácil controlarlas sin acabar entre rejas con alguno de esos bestias de los Ángeles del Infierno. Para él Rina era un riesgo demasiado alto.

—Hemos llamado a la Policía —le explicó Rikke—. Nos han preguntado si podría estar con algún familiar.

—Joder, si ya saben que su madre está en la cárcel —protestó Nina mientras buscaba las llaves del coche—. No tiene a nadie más.

—Ya, pero ya sabes cómo va esto. No tienen demasiados recursos.

Sí, lo sabía. Todas las semanas se escapaban varios niños de los campamentos y, en efecto, muchos de ellos aparecían con algún pariente en medio del eterno río de inmigrantes que cruzaba sin cesar las fronteras europeas. Pero Rina era distinta.

—¿Y no volverá ella sola? —preguntó Rikke con una sonrisa optimista digna de un boy-scout.

Nina no se dignó a responder. La niña llevaba desaparecida casi seis horas y, en su opinión, ya era tarde para llamar a la Policía. Rina tenía siete años. El mundo era un lugar peligroso para una pequeña como ella. No podían esperar a que un agente de guardia se dejara convencer y movilizara efectivos.

Por lo visto, Magnus había tenido la misma idea y ya estaba listo con el abrigo y el móvil en la mano.

—Yo me ocupo de los matorrales de detrás del colegio. ¿Vas tú en el coche?

Ella asintió mientras le escribía un apresurado sms a Ida. «Llego tarde. Saca 300 coronas del monedero de la cocina y pide un taxi. Voy en cuanto pueda.» Era miércoles y tocaba hockey.

—La semana pasada la llevé a ver a Natasha —dijo—. Voy a buscar en esa dirección.

—La cárcel está muy lejos para una niña de siete años —observó Magnus.

—Ya, pero tú en su lugar ¿qué otra cosa podrías hacer?

Cuando Nina llegó al campo de asfalto del distrito de Hvidovre, las chicas llevaban ya media hora de partido. Jugaban al aire libre y habían tenido suerte con el tiempo. El campo estaba seco y liso y el aire era frío. Se situó junto al entrenador detrás de una banda atestada de grafitis y buscó a Ida con la mirada. Al fin localizó su casco, negro con unas calaveras rosas de fabricación casera. Ya llevaba casi dos años en las Pink Ladies y allí, en el terreno de juego, se la veía diminuta, fulminante e implacable. Casi todas las chicas de su edad eran más corpulentas, más pesadas, pero eso a ella no parecía intimidarla en la pista de hockey por más que le costara sus buenos moratones y un sinfín de arañazos.

Ida se lanzó al ataque, se cruzó por delante de una adversaria, controló la pelota con un par de toques rápidos con el stick, salió disparada hacia la portería y estrelló la pelota contra la red con un golpe furioso y limpio. Logró esquivar los palos de la portería a duras penas, pero acabó chocando contra la banda con un golpe sordo.

No era la primera vez que su madre veía ese tipo de caídas y sabía que formaban parte del juego, pero aun así el golpe le pareció más violento de lo normal. Miró de reojo hacia el entrenador, que después de tranquilizarla con un gesto volvió al partido.

Ida regresó a su zona de la cancha con el stick levantado a modo de celebración. Por el borde del casco le asomaba parte del pelo bañado en sudor y tenía una expresión muy concentrada. Nina la siguió con la mirada y sintió que se le encogía el estómago de orgullo al verla entre las demás.

Nueva jugada.

Ida estaba lista en el frontal de su campo y tan pronto como la pelota se puso en juego introdujo el stick con fuerza entre las piernas de la delantera del equipo de Hvidovre. Los palos golpearon y arañaron el suelo de asfalto hasta que la joven Pink Lady logró liberar la pelota y emprendió una carrera vertiginosa hacia su objetivo. Era como si la hubieran dejado sola en el campo. Las demás jugadoras salieron tras ella sin demasiado entusiasmo, pero Ida volvió a colar la pelota por detrás de la portera del Hvidovre. En esta ocasión no consiguió frenar a tiempo, tropezó, dio unos pasitos torpes con los patines y paró el golpe contra el asfalto con la tripa, con el pecho y con las manos en medio de un chasquido brutal. Quedó encogida en el suelo frente a la portería sin hacer el menor ruido mientras el entrenador saltaba por encima de la banda y se acercaba a la carrera entre maldiciones.

—¡Me cago en la leche! ¡Si ni siquiera la estaban presionando!

Nina corrió detrás de él intentando ignorar cuánto le afectaba que se tratase de Ida, su Ida. No sería nada serio, claro que no. Se agachó junto a ella. Se habrá quedado sin aire, pensó, las muñecas y las manos las lleva más o menos protegidas. Le tocó el hombro con mucho cuidado.

—Intenta estirarte un poco —le dijo—. Ayuda.

Su hija le lanzó una mirada furiosa.

—Tú no te metas —replicó mientras se apartaba reprimiendo un gemido—. ¿Qué coño pintas aquí?

Las demás Pink Ladies también se habían acercado. Anna y la nueva, una tal Josefine, ayudaron a su amiga a ponerse en pie sin dejar de lanzarle tímidas miradas de soslayo a su madre.

—Creíamos que no podías venir —explicó Anna en un tono que Nina no acababa de identificar—. Nos ha costado un siglo encontrar un taxi, y encima con todo el equipo…

—Lo siento muchísimo…

Ida dio media vuelta y fue patinando lentamente hacia la otra portería. Estaba visto que por ella podía presentarle sus disculpas a Anna… y al poste.

Rina apareció a las cuatro menos cuarto. Recibieron una llamada del propietario de un huerto de Gladsaxe que la había visto acurrucada contra la valla de la autopista de Hillerød, con la mochila del colegio a la espalda, durante más de veinte minutos. Claro, había llegado hasta el punto donde estaba segura del camino y a la altura del nudo con la circunvalación se había acobardado, pensó Nina. Cuando fue a recogerla encontró a la pequeña llorando, pero aparte del lógico agotamiento tras un día sin comer y sin beber, no le ocurría nada malo. Nada peor de lo habitual, como observó fríamente Magnus. Se había ofrecido a quedarse con Rina el resto de la tarde mientras ella salía hacia Hvidovre como alma que lleva el diablo, o al menos a toda la velocidad que el tráfico le permitía en hora punta. Mierda.

Las chicas ganaron el partido de calle, pero cuando Ida salió del campo y empezó a quitarse el equipo se cuidó muy mucho de intercambiar una sola mirada con su madre. Ni siquiera permitió que la ayudase a recoger.

—Mi madre está a punto de llegar, no nos da tiempo a ducharnos.

Anna se dirigía a Ida, que aún andaba luchando con sus rodilleras, pero Nina no necesitó la ayuda de ningún intérprete para captar el mensaje. Ida ya había organizado el viaje de vuelta.

—Pero es más sencillo que vengas conmigo, ya que estoy aquí.

Ida se volvió hacia ella.

—No, gracias —contestó.

Primero le lanzó una mirada arrogante y glacial. Luego apretó los labios y apartó rápidamente la vista.

—Hemos llegado tarde al partido. ¿Tú sabes la vergüenza que hemos pasado las tres? Casi no nos dejan jugar.

Nina le echó una ojeada a Anna. Esperaba que se apartase un poco, pero no fue así. Era evidente que se sentía incómoda, pero no quería dejar sola a su amiga.

—Vienes conmigo —ordenó Nina al tiempo que recogía las cosas de su hija—. Tengo que verte esas heridas en casa.

—No.

Ida le arrancó el abrigo de las manos.

—Eres una mierda de madre, ¿te enteras? Una mierda de madre. Y esta noche duermo en casa de Anna.

Nina las vio alejarse, consternada.

Ida iba algo encorvada, como si aún le doliese en algún sitio, con Anna y Josefine como mudos y cohibidos escuderos. La madre de Anna agitó la mano a modo de despedida antes de abandonar el aparcamiento.

Levantó el equipo de Ida y lo echó en la parte de atrás del coche. Algunos compañeros de trabajo, alegres y optimistas, le habían comentado que había vida después de la adolescencia. O sea, que sobreviviría. Igual que Ida.