SCHOU-LARSEN HABÍA retomado su vieja costumbre de dar la vuelta al lago de Emdrup un par de veces a la semana. Era un largo paseo que a estas alturas del partido le llevaba casi una hora, aunque recordaba que cuando aún tenían perro lo hacía en media; pero claro, habían pasado casi quince años desde la muerte de Mulle, el último de una larga serie de fox terriers.
Helle estaba arrodillada arrancando malas hierbas del jardín. Se había hecho con unos pantalones forrados provistos de un refuerzo de gomaespuma en las rodillas, de modo que ya no tenía que ir arrastrando su esterilla por toda la finca, si de tal se podía calificar a un jardín de ochocientos metros cuadrados. La gruesa tela de color verde oscuro le hacía un trasero bastante más orondo de lo que era en realidad.
—Me voy —anunció su marido.
En lugar de contestar, ella dejó escapar un grito de asco y se levantó de un salto con una agilidad sorprendente para sus sesenta y dos años.
—¡Ya está aquí! —gruñó.
—¿Quién? —preguntó él desconcertado.
—¡La plaga de babosas!
Y, con paso decidido, echó a andar hacia la caseta de herramientas que se alzaba junto al jardín de los vecinos. No era una edificación legal; él mismo, cuando aún ejercía, había denegado varios permisos para levantar construcciones semejantes, pero por lo visto la suya llevaba ahí tanto tiempo como la casa; es decir, desde 1948.
Helle salió de la caseta armada con un escardillo y lo clavó con mano diestra en el infame molusco, que quedó seccionado en dos mitades rojizas.
—Voy a necesitar más fosfato de hierro —dijo—. A ser posible hoy.
—¿Tanta prisa tienes por acabar con un pobre caracol?
Su mujer se incorporó y se apartó el pelo de la cara con la muñeca. Sus guantes de florecitas estaban manchados de tierra y savia.
—Es una especie invasiva —replicó fulminándolo con sus ojos azules—. Aquí no tienen enemigos naturales y un ejemplar sexualmente maduro puede poner hasta cuatrocientos huevos en una sola temporada. Tenemos la obligación de mantenerlos a raya.
—Bueno, bueno. Me paso por el vivero a la vuelta, no te preocupes.
—¿Adónde vas?
—A dar un paseo al lago, nada más.
—Llévate el móvil.
Gruñó. Detestaba aquel cacharro plateado, le costaba ver los números en aquellas teclitas diminutas y tampoco conseguía pillarle el tino. Pero su mujer tenía razón, era más sensato llevarlo encima. Así podría pedir ayuda si ocurría «algo». La naturaleza de ese algo iba variando en función del informe diario de su cada vez más decrépita carcasa. ¿Que le dolían las articulaciones? Podía caerse y romperse la cadera. ¿Que le faltaba el aliento? Podía sufrir un infarto en pleno lago y desplomarse entre los juncos, donde no lo encontrarían. Aunque, en ese caso, las posibilidades de que fuera capaz de recurrir a semejante prodigio de la comunicación eran más que dudosas.
A pesar de todo, entró a buscar el teléfono y se lo guardó en el bolsillo de la cazadora gris.
—¡Ya me voy! —gritó.
—¡Acuérdate de que hoy cenamos a las cinco y media! —contestó ella.
¿Ya era miércoles otra vez? Sí, debía de serlo. Esa era la tarde que Helle iba a cantar con el coro. Los demás días cenaban a las seis.
A la orilla del lago soplaba un viento considerable y se alegró de haberse acordado de llevar la cazadora. Después de una semana de calor en la que todas las plantas parecían haberse puesto de acuerdo para brotar y florecer, volvía a refrescar. Además, con los años se había ido haciendo más friolero. El sendero era un incesante ir y venir de deportistas y gente con perros. Schou-Larsen no podía reprimir una mirada envidiosa cada vez que pasaba un grupito de corredores en pantalones cortos moviendo sus piernas musculosas al compás. Sus risueñas conversaciones dejaban bien patente que para hacerles perder el resuello hacía falta algo más que aquel trotecillo insignificante. Ya veréis, se decía, ya veréis. Un buen día os levantaréis de la cama sin aliento preguntándoos si podréis llegar hasta el baño por vuestros propios medios.
Aún no estaba en el parque de Søholm cuando empezó a notar los primeros síntomas: una molestia en la cadera —una vieja conocida, llegaba uno a acostumbrarse— y un dolor agudo en el pecho, una especie de punzada, pero peor. De aquí a la tumba, pensó. Y de nuevo lo abrumó la frustración de no haber logrado que esa especie de proyecto de abogado comprendiera que alguien tenía que ocuparse de Helle.
El día que se casaron, ella acababa de cumplir veintidós años y él tenía cuarenta y seis. Se habían conocido en las oficinas del ayuntamiento, donde la joven trabajaba como secretaria del alcalde, cargo que desempeñaba con tan fría eficiencia que parecía más adulta y profesional que cualquiera de las mecanógrafas, como entonces las llamaban sin que a nadie se le cayeran los anillos. En aquellos tiempos en los que los bolsos de flecos y los hot pants empezaban a abrirse paso hasta por los más rancios despachos municipales, ella se mantuvo fiel al clásico traje sastre, a los collares de perlas y a las chaquetas, que lucía con una elegancia a lo Chanel que a él siempre le hizo pensar en Grace Kelly. Solo cuando descubrió que su padre iba a recogerla a la salida todas las tardes porque no se atrevía a volver sola a su casa… solo entonces comprendió el frágil interior que se ocultaba tras aquella fachada de profesional. Eso fue lo que lo cautivó y lo impulsó a ofrecerse, con mucha delicadeza, a acompañarla a su casa los días que a su padre le viniese mal.
A veces, claro está, dudaba. Aunque, desde un punto de vista objetivo, una diferencia de edad de veinticuatro años era un abismo incluso entonces, a ellos no se lo parecía.
—Mi padre le saca a mi madre diecisiete años —le había explicado Helle—. Me tuvieron muy tarde, así que estoy acostumbrada a tratar con gente mayor.
Y lo había dicho sin el menor asomo de ironía, eso lo recordaba perfectamente. Con el paso del tiempo descubrió que sus palabras eran sinceras: se sentía mucho más cómoda con una generación mayor que con la suya propia. Las protestas, los pechos al aire y las sustancias psicodélicas no eran lo suyo. La juventud la asustaba.
Cuando uno está a medio camino entre los cuarenta y los cincuenta, no piensa demasiado en la suerte que correrá su media naranja cuando él falte. Ahora era diferente; ahora apenas podía pensar en otra cosa. Los ahorros, la casa y la pensión de viudedad le bastarían si no hacía tonterías, pero eso era precisamente lo que le preocupaba. Costa del Timo. ¿Cómo había sido capaz de hacer una cosa semejante sin decírselo? Más de medio millón que también podía haber tirado por el váter.
Se detuvo y se llevó la mano al pecho. Otro corredor lo dejó atrás, en esta ocasión un hombrecillo jadeante de mediana edad cuya panza brincaba a destiempo con ritmo propio. Tenía la cabeza roja como una gamba y un brillo tan afligido en la mirada que Schou-Larsen no pudo evitar pensar en la muerte.
Cuando cumplí los cincuenta, a nadie le dio por pensar que fuera a comprarme unas zapatillas de gimnasia y echar a trotar por esos parques de Dios, reflexionó mientras recordaba el elegante cortapuros de plata de Georg Jensen que le habían regalado en el despacho para la ocasión.
Decidió que el paseo ya había durado demasiado. Hacía frío y quería volver a casa.
Obedeciendo a un impulso, echó a andar por Lundedalsvej en lugar de por la paralela, Ellemosevej. No era lo más inteligente, teniendo en cuenta que no se encontraba demasiado bien y que, además, eso lo obligaría a mentirle a su mujer si le preguntaba. Y le preguntaría, no le cabía la menor duda.
El atajo, que aún no estaba asfaltado, no era más que una polvorienta pista de gravilla en la que se abrían las profundas rodadas de la maquinaria. Tras dejar paso al último camión del día, un hombre con un casco amarillo y un chaleco reflectante cerró el portón de la valla que, levantada sobre grises soportes de hormigón, rodeaba las obras en un leve zigzag nada satisfactorio. El final de la jornada, se dijo Schou-Larsen. Después levantó los dedos a modo de saludo, como se hace para evitar tener que estrecharle la mano a alguien.
—¿Qué tal va? —preguntó.
El hombre, que estaba enfrascado en su tarea de pasar una gruesa cadena por los barrotes de la valla, se volvió de medio lado y le echó una mirada recelosa por encima del hombro, pero al ver de quién se trataba se relajó. Por lo visto, los ancianos con cazadora y gorra de tweed no formaban parte de su catálogo de posibles amenazas.
—¿El qué? —preguntó a su vez, en un tono no excesivamente amable, a juicio de Schou-Larsen.
—La obra. ¿Progresa?
He inspeccionado docenas de obras en esta vida, pensó con gesto firme y autoritario.
El otro frunció el ceño. Le costaba situar a aquel abuelo. Cabía la posibilidad de que aquel ciudadano senior fuese algo más que un candidato al asilo un poco entrometido y tuviera cierta mano en las altas esferas.
—Así así —contestó al fin—. Vamos algo retrasados. Además, aunque ahora ya tenemos perros guardianes, han entrado a hacer destrozos un par de veces. Estas cosas no le gustan a todo el mundo.
Señaló con el pulgar hacia un enorme cartel con unas líneas en árabe y debajo, en letra más pequeña, el siguiente texto: CENTRO CULTURAL ISLÁMICO AL-KABIR.
—Ya me lo imagino —comentó Schou-Larsen intentando mantener un tono neutro—. ¿Y aún calculan que acabarán antes del verano?
—¡Qué remedio! —exclamó el otro con una sonrisita—. Piensan traer a no sé qué imam de Londres a bendecirlo el día de la inauguración, y por lo visto tiene una agenda apretadísima.
—Vaya; pues nada, a trabajar.
El hombre fijó la cadena con un imponente cerrojo, cabeceando.
—Que tenga un buen día —se despidió antes de subir de un salto a un coche familiar rojo con matrícula amarilla.
¿Por qué ya nadie dice adiós?, se preguntó Schou-Larsen.
Permaneció unos instantes fisgando a través de la valla. Aunque decían que era una reforma, en realidad de la vieja fábrica habían dejado poco más que los cimientos. Allí donde antaño había cemento desgastado se alzaban unos muros blancos de ventanas en arco, y el antiguo tejado de uralita había sido reemplazado por tejas vidriadas verdes. Más al fondo, detrás de la entrada, dos esbeltas torres flanqueaban una cúpula oculta bajo lonas rojas. Por más que el letrero dijese que estaban construyendo un centro cultural, la arquitectura revelaba con total claridad que el edificio que tenía delante era una auténtica mezquita.
Empezaba a lloviznar, debía regresar a casa antes de que arreciara, un resfriado podría ser fatal. Así había terminado Søndergaard, su viejo compañero de bridge. Mocos, un par de estornudos y de repente del resfriado pasó a la gripe y de ahí a la pulmonía, el certificado de defunción y la incineración. Ni siquiera había sido la legionela ni nada exótico, un vulgar virus. Y el pobre tenía tres años menos que él.
Lanzó una última ojeada llena de frustración hacia los pseudominaretes. Veinticinco años atrás, él habría sido el responsable de conceder el permiso de construcción al proyecto, pero claro, veinticinco años atrás no habría habido proyecto.
¡Qué caramba, si al menos esos dichosos minaretes no fuesen tan altos! Es que los veía desde su casa, desde el jardín de la parte de atrás, el que daba a la calle Elmehøjvej.
Abrió la puerta de su casa a las cinco y cuarto. De la cocina salía el sonido de la margarina que chisporroteaba al fuego y un agradable olor a comida. Colgó la cazadora y la gorra de la percha de la entrada, se quitó los zapatos y metió los pies en las zapatillas forradas de borreguillo que Helle le había regalado por Navidad.
—¿Qué tenemos hoy en el menú? —preguntó con unos ánimos que no sentía.
—Filetes rusos.
Helle tenía una profunda arruga en forma de uno invertido en la frente y parecía muy tensa. Tal vez le preocupara llegar tarde a la sesión con el coro, a veces hasta las cosas más cotidianas pueden llegar a generar cierto nerviosismo. Introdujo la espumadera por debajo de una masa de carne picada de forma circular y le dio la vuelta con una rápida maniobra.
—¿Has pasado por ese sitio?
—No —mintió él—. ¿Por qué iba a ir por ahí?
—Recuerda que me has prometido que ibas a traer veneno.
—Iré a comprarlo después de cenar. El Silvan abre hasta las siete. ¿Seguro que no puede esperar hasta mañana?
—No —contestó su mujer al tiempo que le daba la vuelta a otro filete—. Hay que acabar con ellos antes de que les dé tiempo a reproducirse.