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NINA LLAMÓ primero a la puerta, que estaba provista de una pequeña aldaba negra de hierro con una cabeza de león, pero no ocurrió nada. Estaba casi segura de haber oído pasos al otro lado de la sólida puerta de entrada, pero no abrían, y empezaba a arrepentirse de no haberse alejado un poco más del edificio que se alzaba tras ella. Si Tommi o Frederik salían a buscarla, aquella puerta cerrada la convertía en un blanco perfectamente visible, una diana amplia y magnífica que ni siquiera se podía decir que se moviera. El dolor del costado iba y venía al compás de su respiración acelerada, y a cada bocanada de aire que tomaba su campo visual se llenaba de puntitos negros danzarines. Si la mataban, nadie daría jamás con el paradero de Ida.

Se aproximó a la alta y delgada ventanita que se abría junto a la puerta y golpeó el cristal alternando los nudillos con la palma de la mano.

—¿Hola?

Su voz casi no se oía. Tenía el grito en la garganta, pero su lengua y sus labios resecos se negaban a obedecer. No obstante, logró que apareciera un rostro al otro lado del cristal, un anciano que con una mano débil y llena de manchas le hacía señas para que se marchase. Nina se contempló a sí misma. Su aspecto no podía ser más espantoso. Tenía el chándal azul marino cubierto de polvo y el brazo derecho hacia un lado en una postura extraña para evitar que le rozara las costillas. Intentó sonreír, pero el rostro de detrás del cristal ya había emprendido la retirada y se alejaba. Volvió a llamar, esta vez sin demasiada convicción.

—¿Oiga? ¡Necesito ayuda!

No hubo respuesta.

Giró sobre sus talones y observó el edificio que quedaba frente a ella. La puerta que conducía al vestíbulo seguía abierta, pero no había ni rastro ni de Tommi ni de Frederik. Un reflejo en la ventana de una de las casetas de la obra la hizo estremecerse. Sin embargo, no eran más que los focos, que se mecían al viento.

¿Tendría fuerzas para probar suerte con los vecinos de al lado? Miró hacia el siguiente chalé, otro fortín de ladrillo con una sola ventana iluminada y una puerta de entrada infranqueable. Sentía unos absurdos deseos de echarse a llorar, como cuando de niña se cayó en el patio del colegio y centenares de niños reían alborozados a su alrededor. Pero no le sirvió de nada aquella vez y no iba a servirle en ese momento. Se enjugó las lágrimas con la mano y buscó con la mirada a su alrededor. En el césped, delante de la casa, había un pequeño estanque para los pájaros rodeado de trozos de granito rojo del tamaño de un puño.

Bajó las escaleras renqueando, aferrada a la fría barandilla de hierro. Un paso, dos pasos… intentó ignorar el dolor al inclinarse, pero cuando volvió a incorporarse con un trozo de granito en la mano, no pudo ahogar un gemido.

Volvió a subir las escaleras y miró por la ventana. El anciano había retrocedido tanto que solo se le veían los pies, agitándose asustados. Nina alzó la piedra y la estrelló contra la ventana con todas sus fuerzas. El vidrio térmico del jubilado cedió al tercer intento, y piedra y mano entraron en el vestíbulo. Ya no se veían los pies del anciano, pero poco importaba.

—¡Llame a la Policía! —le gritó—. ¡Deprisa!

Mucho antes de que el dueño de la casa llegase a levantar el auricular, Nina vio el coche patrulla. Se acercaba a toda velocidad sin sirenas ni luces intermitentes. Luego se detuvo a la entrada de la obra y apagó los faros.

La enfermera se aferró a la barandilla y descendió los tres escalones que llevaban al jardín a tanta velocidad que fue a parar casi de rodillas al suelo. Tras incorporarse de nuevo echó a correr, cojeando y gritando, tan aprisa y tan alto como le permitía la costilla.

—¡Socorro!

No sabía cuánto tiempo llevaría Ida dentro del tanque. ¿Una hora? ¿Dos? Pero había oscurecido hacía ya rato.

—Ayúdenme. —Nina apretó el paso—. Ayúdenme. Necesito que me ayuden.

Esta vez gritó con ganas.