EL DISPARO LE ALCANZÓ en el costado, justo debajo de las costillas. Al principio le pareció una descarga, después se convirtió en una sensación húmeda y abrasadora. Seguía en pie, no había salido proyectado hacia atrás como en las películas de acción. El bidón se le había caído.
—¡Pero qué coño haces, tío!
Era la voz de Frederik, que la conmoción hacía casi irreconocible. Tommi reía, una risa perfectamente natural, como si alguien acabase de contarle algo graciosísimo.
—¡Pum! —exclamó—. Muerto.
Después se oyó el clic de la pistola cuando hizo entrar otra bala en la recámara.
A Sándor no le apetecía demasiado caerse al suelo. Le dolería, y con el dolor que sentía en esos momentos tenía ya más que suficiente. Sin embargo, su pierna no le pidió permiso, sencillamente se dobló bajo su peso y lo dejó arrodillado, después tendido de bruces y, finalmente, de costado. Y sí, dolía.
Se oyó otro disparo más, pero él no sintió nada. Con el tiro aún retumbándole en los oídos, vio que la figura envuelta en el traje antiamianto se volvía y se desplomaba. Le han disparado a él, no a ti, pensó con una extraña distancia, como si se tratase de un comunicado oficial que no le concernía.
—¡Para, joder! —gritó Frederik.
—¿Por qué? Un moro terrorista y un puto gitano. ¡Si le estoy haciendo un favor al mundo!
Alguien tiró del dolorido cuerpo de Sándor. Frederik. Aunque lo sujetaba y lo sostenía casi con cariño, el joven habría preferido que lo dejara tranquilo. De repente, el danés le puso algo metálico y frío en la mano sana y le hizo cerrar los dedos.
La culata de una pistola.
Se obligó a abrir los ojos. Efectivamente, era una pistola. Negra, plana y pequeña, más pequeña que la de Tommi.
—Dispárale —susurró Frederik—. ¡Está loco! Pégale un tiro antes de que nos mate a todos…
¿Y por qué no le disparas tú? Pero la pregunta no llegó a salir de entre sus labios. Frederik le levantó la mano, colocó el pulgar sobre su pulgar y apretó.
La nuca del finlandés voló por los aires. Sándor alcanzó a ver un agujero negro en su máscara, a la altura de la boca. Después Tommi cayó al suelo de baldosas desparramándose como una medusa.
Frederik soltó al joven húngaro y se levantó, pasó por encima de la figura envuelta en el mono y se inclinó sobre Tommi.
¿Por qué le agarra la mano?, se preguntó Sándor.
Pero no era eso lo que hacía. Le estaba quitando los guantes. Después recogió del suelo la pistola de Tommi, la colocó en la mano floja y sin vida del muerto y le cerró los dedos en torno a la culata, más o menos como acababa de hacer con los reacios dedos del húngaro.
Me va a matar, pensó Sándor. Y luego matará a Nina y se asegurará de que el tipo del amianto también está muerto. Y luego se irá de aquí de rositas, con la seguridad de que nadie podrá señalar con el dedo a Don Correcto y decir: Ha sido él.
Aún sostenía en la mano la pistolita plana. No tenía más que levantarla. Levantarla y apuntar.
No podía.
«Vamos, phrala.»
La voz le llegó con tanta claridad que por un loco instante no le cupo duda de que, a pesar de todo, Tamás no estaba muerto. Se estremeció, su dedo se curvó sobre el gatillo y apretó.
Un disparo. Un chillido.
Frederik se encontraba frente a él con las manos unidas, como en la iglesia. La sangre le corría entre los dedos. Le faltaba el meñique.
—Mierda. Mierda. Mierda —gimoteaba con una voz que a cada repetición aumentaba de tono. Salió por la puerta a trompicones y desapareció.
Sándor se preguntó si tendría fuerzas para arrastrarse hasta el exterior. No estaba seguro. El hombre del mono de amianto yacía inmóvil con una mancha roja en el pecho, era imposible ver si quedaba algo de vida tras aquella máscara. El bidón estaba a algunos metros, volcado de medio lado; la arena escapaba lentamente por la tapadera mal encajada. En el suelo estaba también el sobre con el dinero, tan cerca que podría tocarlo con solo extender el brazo.
Y lo extendió.