ALGUIEN le había pegado fuego y Nina sabía que debía despertarse. De inmediato. La extraña oscuridad en la que estaba sumida tiraba de ella hacia atrás; ni siquiera cuando logró abrir los ojos consiguió que su cerebro la acompañase. Sentía el suelo duro y frío contra el hombro y la cadera y empezó a percibir también que no estaba en llamas. El dolor sordo que la abrasaba por dentro procedía de su última costilla derecha. Una costilla rota puede perforar un pulmón, pensó aturdida, así que evita los movimientos bruscos. Pero todo se movía. La habitación era una inmensa oscuridad que se mecía y giraba y que, por un breve y absurdo instante, le hizo pensar en una de esas casas de la risa donde todo se ve distorsionado y deforme. Seguía muerta de sed y el suelo estaba terriblemente frío y polvoriento. Tenía polvo en la boca y en las manos.
Ida.
La imagen de Ida en los brazos de Urbanización surgió de la oscuridad. Ida de camino hacia su lúgubre sepulcro subterráneo. Oyó voces y se volvió hacia ellas. Una tenue línea de luz que se filtraba por una puerta entreabierta al fondo del vestíbulo le permitió reconocer junto al umbral la silueta de Urbanización, con su aire de padre de familia. Permaneció tumbada maldiciendo para sus adentros. Tal vez la creyera todavía inconsciente. Lo más probable era que Tommi lo hubiera dejado ahí para vigilarla. Los ojos de Nina empezaban a habituarse a la oscuridad y pudo ver la puerta doble que conducía al mundo real. Bastaría con correr unos segundos y una vez fuera… El dolor en el costado era brutal cada vez que respiraba. Los pulmones perforados. No podría correr con un pulmón perforado. Si echaba a correr, se arriesgaba a que se le perforara. Sus ideas daban vueltas y más vueltas sobre sí mismas como ratoncillos blancos en un laberinto de laboratorio. Sentía como si alguien le hubiera clavado un cincel bajo la costilla y la hubiese chascado. No lograba recordar cómo había ocurrido, pero al pasarse los dedos por el extremo inferior del tórax, palpó una esquina angulosa que no debería haber estado ahí. Rota, definitivamente estaba rota. Ya no podía correr a ninguna parte.
Y su hija seguía sola en la oscuridad.
Bang.
El eco del disparo resonó entre las desnudas baldosas del vestíbulo e hizo que Urbanización se estremeciera.
—¿Qué cojones está pasando ahí?
Se dirigió hacia la puerta, pero luego, evidentemente, cambió de idea. Se detuvo con la espalda pegada al marco y echó una mirada furtiva hacia la sala de al lado. Nadie le dijo nada, pero se oía al finlandés. Casi parecía que cantaba.
¿Cantaba?
Urbanización la observó, indeciso. Después giró sobre sus talones y desapareció por el mismo camino que antes habían seguido Tommi y Sándor.
Ahora, se dijo Nina. No puedes morir aquí, tienes que hacerlo ahora.
Procuró respirar con la menor intensidad posible y se puso en pie apoyándose en el suelo con ambas manos. El dolor en el costado le nubló la vista hasta cegarla y en dos ocasiones tuvo que detenerse y aguardar a que el mundo volviera a hacerse visible lentamente. Después continuó renqueando hacia la salida.
En ese instante se oyó otro disparo. El sobresalto estuvo a punto de derribarla, pero no volvió la vista.
Llegó a la puerta. Las astillas del marco roto rodeaban la cerradura erizadas como púas, y sus dedos eran demasiado torpes para abrir sin hacer ruido. El viento de la calle empujó las dos hojas hasta abrirlas de par en par con un pequeño chasquido. Estaba fuera, en la fresca noche de mayo. Los charcos de la zona en obras se encendían de un fulgor amarillento a la luz de los proyectores. A apenas cien metros de distancia se veía la calle asfaltada y, al otro lado, una hilera de chalés de aspecto apacible, con sus setos de haya oscuros y sus abedules que agitaban al viento sus negras ramas. En una de las primeras viviendas había luz, había gente.
Ayuda, pensó. Ayuda para Ida.
Echó a andar hacia la luz, vacilante, pero terca, y a pesar de que en el interior de la mezquita se oyeron otros tres disparos, no se detuvo.