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NI UN ALMA —observó Jankowski.

Muy a su pesar, a Søren no le quedó más remedio que darle la razón. La casa estaba vacía.

—Hemos tardado demasiado —dijo. Había alertado a lo que Torben solía llamar «la Policía de a pie» y había conseguido que enviaran un coche y bloquearan el camino que bajaba hasta la destartalada granja, pero demasiado tarde. Karvinen ya no estaba y sus rehenes tampoco. Solo de pensarlo se le revolvía todo; se arrepintió del último café que había tomado.

—Que vengan los peritos, a ver qué encuentran —ordenó, aun a sabiendas de que las posibilidades de que diesen con algo que pudieran utilizar a tiempo eran angustiosamente escasas.

Tomó aire e intentó aclarar sus ideas. La rabia y la sensación de derrota no iban a servirle de gran cosa, ni a él ni a los rehenes de Karvinen.

Tommi Karvinen no era precisamente un astuto criminal fuera de serie. Según Birgitte Johnsen, había comenzado como camello callejero y después se había introducido en el mundo de la prostitución, donde sus brutales arranques de violencia le habían servido para aterrorizar a las chicas y a sus clientes siempre que lo estimó necesario. Por lo visto, disponía de la inteligencia suficiente para saber con quién podía despacharse a gusto sin necesidad de que interviniese la Policía, y precisamente aquel calculado instinto de supervivencia era lo que hacía que a Søren le costara verlo como un fanático de los explosivos. Su terrorismo era más a nivel individual. Elegía a sus víctimas con esmero y mantenía con ellas una relación personal íntima e intensa; no parecía probable que hacer saltar a la gente por los aires de manera indiscriminada le fuese a proporcionar la misma satisfacción.

Pero ¿para qué quería entonces a la enfermera y a su hija?

Por un incierto y absurdo instante, pensó que tal vez no existiese ninguna relación entre ambas cosas, que el móvil de Karvinen no tenía nada que ver ni con Valby, ni con el cesio ni con más bombas sucias.

—¿Søren?

—Sí, ¿qué pasa?

—Escucha el contador Geiger.

El subcomisario se llevó al oído uno de los auriculares. El seco pitido del aparato era notablemente más intenso en las inmediaciones del garaje.

—Que vengan los de Higiene Nuclear —dijo—. Ya.

Recordó la excelente presentación en PowerPoint del agente del NBH. La fuente de cesio no ocupaba mucho espacio, el cilindro no era mayor que una lata de conservas. ¿Estaría escondido en algún rincón del garaje?

No se atrevía a esperar tanto, pero al menos había estado allí. Ahora que Karvinen acababa de quedar indisolublemente vinculado a Valby y a la bomba sucia, el mundo volvía a ser como debía. Todo cobraba sentido; aún no sabía cuál, pero cobraba sentido.

El viento barría los campos trayendo consigo un levísimo olor a algas, a sal y a combustible. Con una punzada de añoranza, Søren pensó en Susse, en su casita blanca y en la hora de paz que había logrado escamotear pocas horas antes. ¿Por qué había terminado por dedicar la mayor parte de su vida a tratar de adivinar lo que pensaban Karvinen y demás parásitos como él?

Compórtate, se reconvino a sí mismo. Piensa, haz algo. Ya te compadecerás a ti mismo luego.

De pronto, reparó en que algo se movía entre la maleza que crecía junto al muro de la casa. Dio un paso hacia la pared y sacó la pistola de reglamento. Aguardó. Escuchó.

Las ortigas se agitaron de nuevo, se oía algo. El ruido de alguien que escarbaba, una respiración. Con la espalda pegada al muro, se deslizó hasta la esquina y asomó la cabeza al otro lado.

Un labrador marrón con algo de sobrepeso levantó hacia él sus ojos castaños y meneó un poco el rabo. Luego retomó las tareas de excavación lanzando una nube de tierra y piedrecillas por entre las patas de atrás.

Søren devolvió el arma a su funda. Se alegraba de no haber llegado a gritar «¡Policía!» ni ninguna otra consigna de película de acción fuera de lugar. Chasqueó la lengua un par de veces para que el perro apartase la cabeza del agujero.

—¿En qué andas, perrito? —le preguntó.

Aquello era algo más que una simple ratonera. El animal había excavado hasta sacar a la luz el contorno de una tapadera de metal oxidado de las que se empleaban para cerrar pozos o alcantarillas.

Blancanieves. De repente vio en un flash-back la gélida madrugada junto al taller de Valby, el descubrimiento del tanque de combustible subterráneo y el cadáver en aquel sarcófago que apestaba a gasóleo.

Joder.

No.

Otra vez no.

El corazón se le detuvo en el pecho por un instante. La niña no. Una pobre niña de catorce años no, por el amor de Dios.

De pronto oyó algo que no eran los gañidos del perro ni el ruido de sus patas al cavar. Unos débiles golpes sobre metal. Bum-bum-bum. Pum. Pum. Pum. Bum-bum-bum.

Un SOS.

—¡Jankowski! —rugió—. ¡Aquí! ¡Corre!

Se abalanzó de rodillas sobre las ortigas pisoteadas e intentó levantar la tapadera con los dedos, pero no conseguía agarrar bien el borde. Un destornillador, algún tipo de gancho… algo que pudiera pasar por los dos agujeros de la cubierta. Probó suerte con un bolígrafo, pero se partió. Entonces sacó la pistola y golpeó una respuesta rítmica para que al menos ella —en su mente seguía siendo la hija de la enfermera, se negaba a abandonarla—, supiera que la habían oído y que la ayuda ya estaba en camino.

—¡Ya vamos! —gritó—. ¡Vamos a sacarte, tranquila!

Era ella. Cuando apartaron la tapadera del agujero que conducía al tanque vacío y abrieron el candado con el que alguien había cerrado la cubierta interior, se encontraron con el rostro extenuado de una jovencita de catorce años que los observaba desde abajo. Tenía las manos ensangrentadas y las uñas partidas y arrancadas, y sus dedos se aferraban compulsivamente al manojo de llaves que había utilizado para lanzar aquella señal de socorro tenue y apenas audible. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas sucias y continuaron haciéndolo una vez que estuvo fuera del agujero, envuelta en mantas térmicas plateadas y bebiendo agua con azúcar. Era como si no los viera.

—Tienen a mi madre —dijo—. Y a Sándor. Es bueno, no es uno de ellos, no le hagáis nada. Y también tienen esa cosa.

—¿La unidad de cesio? —preguntó Søren.

—Sí. Eso. Piensan vendérsela a un chalado asqueroso que va a darles por ella medio millón.

—¿Sabes dónde? —preguntó el subcomisario conteniendo el aliento—. ¿Sabes dónde van a reunirse?

La muchacha seguía respirando sin ritmo, a trompicones. Søren pensó que era un milagro que estuviese tan entera, que fuese capaz de hablar, de pensar, de contestarles.

—En Lundedalsvej —respondió ella—. He apuntado el nombre de la calle para que no se me olvidara. —Le mostró el antebrazo lleno de grandes letras negras emborronadas que le serpenteaban por la piel—. Lo he hecho con rímel.

Søren sintió deseos de darle un abrazo, pero la chica no era de las que apreciaban ese tipo de gestos; se dominaba con una voluntad de hierro que recordaba mucho a la de su madre.

—Mis respetos —prefirió decirle, con calma y sinceridad. A cambio recibió una insegura sonrisa adolescente.

Jankowski parecía pensativo.

—Lundedalsvej… —repitió lentamente—. ¿No es ahí donde…?

—Efectivamente —contestó el subcomisario—. Ahí es donde están levantando la nueva mezquita.