TAC. TAC. TAC. Desde el armario de los manteles, Schou-Larsen oía el reloj de péndulo francés que rompía el silencio. Se había sentado en el tercer escalón y era incapaz de moverse.
Helle no tardaría en volver, rara vez cantaban más de dos horas. Si es que había ido a cantar.
Puedo llamar a Ellen Jørgensen y preguntárselo, pensó. La señora Jørgensen vivía a un par de calles y también era miembro del coro. Algunas noches la llevaba a casa en coche cuando iba a recoger a su mujer.
No se levantó. Aunque aún no se sentía del todo bien, la nitroglicerina había hecho algo de efecto. Sin embargo, si continuaba sentado…, si continuaba sentado era porque no se decidía. ¿Y si Ellen le decía que se equivocaba, que esa noche el coro no tenía ningún ensayo extraordinario?
De pronto oyó la cancela de la entrada y, aunque desde donde se encontraba no veía el jardín, le llegó el sonido metálico de la cadena de la bici de Helle. El oído era una de las pocas cosas que seguía funcionándole más o menos como en sus años mozos. Se puso en pie con dificultad. Las piernas le hormigueaban faltas de sangre, los duros peldaños se habían ensañado con la ya de por sí escasa circulación de sus extremidades inferiores.
Ella advirtió de inmediato que algo iba mal. Su mirada pasó del rostro de su marido al armario abierto, y de ahí al sobre que había detrás de él, en las escaleras.
—Dámelo —dijo.
—Helle, tenemos que hablar. ¿Qué vas a hacer con ese dinero?
—No soporto que hurgues en mis cosas —bufó mientras trataba de abrirse paso.
Él apoyó una mano en la pared para cortarle el camino. Su mujer tenía el aspecto habitual en ella cuando salía: un discreto maquillaje consistente en un poco de sombra de ojos clara y un carmín rosa pálido, solo una pizca, nada vulgar. Llevaba el pelo recogido en un moño suelto y el suéter de Benetton que él le había comprado el año anterior siguiendo las exactísimas indicaciones de su lista de posibles regalos. Claus había protestado, aún lo recordaba —«Mamá, esto no es una lista de regalos, es un pedido. ¿Por qué no dejas que te sorprendamos?»—, pero a Schou-Larsen le parecía agradable y reconfortante contar con un plan a seguir. Así no podía equivocarse.
Era la misma de siempre, exactamente la misma.
—No habría sido necesario llegar a esto si hubieses hecho algo —le reprochó—. Pero tú nunca haces nada.
—Mañana vuelvo a ingresar este dinero en el banco —anunció él con paciencia—. Y luego tendremos que disponerlo todo para que no puedas volver a sacarlo sin mi firma o la de Claus.
Ella ya no lo escuchaba, lo notaba en su mirada perdida y al mismo tiempo concentrada, una mirada que le hacía sentirse como un objeto que se interponía en su camino.
De repente, Helle le propinó un fuerte empujón en el costado —no con la mano, sino con el hombro— que lo lanzó de medio lado hacia atrás y le hizo tropezar con un escalón y caer sobre la cadera. El anciano oyó un chasquido seco al tiempo que notaba que el fémur se le dislocaba.
—¡Aaahhh! —gimió; y luego, al sentir el dolor, se lamentó con más fuerza—: ¡Aaaaaaahh!
El aire lo abandonaba con un sonido indigno, casi inhumano.
Su mujer se hizo con el sobre.
—Llama —suplicó él apretando las mandíbulas—. Pide una ambulancia.
Ella bajó la vista y lo observó con su arruga de preocupación entre ceja y ceja.
—Ahora no tengo tiempo —contestó—. Habrá que dejarlo para cuando vuelva.
Y desapareció con el sobre aferrado contra el pecho.
Schou-Larsen oyó la puerta al cerrarse, pero ya no la veía, ni la puerta ni a su mujer. Y no era tanto por el dolor en el fémur como por otro dolor más intenso y envolvente que, partiendo de la nuca, le desdibujaba los contornos del cuerpo y anulaba todos sus sentidos.
Ya no estaré, alcanzó a pensar. Cuando vuelvas a casa ya no estaré.
Después no pudo resistir más y se dejó ir.