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ACHOU-LARSEN LE temblaban las manos. En vista de que sentía un dolor en el pecho, decidió que lo mejor sería tomarse una de esas pastillas de nitroglicerina. Cuanto antes mejor, ya lo había dicho el médico: mejor prevenir un ataque que intentar curarlo.

Seguía sin entenderlo. ¿Porque una amable policía y un joven agente, algo menos amable, habían dedicado más de una hora a interrogarlo y a examinar su coche y su casa con un contador Geiger? O Geiger-Müller, como por lo visto los llamaban ahora.

Y no es que no estuviese informado de lo que ocurría. Había visto en televisión a los expertos hablando de la cumbre y de aquellas famosas bombas sucias; aunque ellos siempre decían «Copenhagen Summit» y «dirty bombs» en lugar de traducirlo, no le entraba en la cabeza que ahora todo tuviese que estar en inglés. Había visto un reportaje acerca de sustancias radiactivas traídas de Europa del Este, y leído hasta el final un larguísimo artículo que publicaba el Berligske Tidende titulado «Panorama de amenazas de hoy en día» y también había visto un polémico documental –El nacimiento de un terrorista o algo semejante—, sobre las escuelas coránicas y los programas de entrenamiento de terroristas suicidas. Aún tenía grabada en la retina la imagen de una niña musulmana de no más de catorce años hablando de la grandeza de Alá con una mezcla de miedo y orgullo en la mirada un día antes de saltar por los aires junto con otras catorce personas en una calle de Bagdad.

Recordó los minaretes que se veían desde el jardín y al atento señor Hosseini y su mezquita. Le costaba imaginar al señor Hosseini con una faja llena de TNT, pero en realidad ¿qué aspecto tenía un terrorista?

Le habían preguntado si le habían robado el Opel y, aunque él lo negó, de pronto recordó que unas semanas atrás tuvo que reajustarle el asiento. Lo encontró un poquito más adelantado de lo que a él le gustaba, cosa que lo sorprendió. ¿Debería llamar a la señora de la Policía para contárselo? ¿Y si alguien le había birlado el coche y se lo había devuelto sin que se enterase?

Otro pinchazo en el pecho. Las pastillas, lo primero era tomarse una pastilla.

Llegó hasta el cuarto de baño arrastrando los pies y procurando no precipitarse, aunque el miedo a sufrir un ataque se hacía cada vez más presente. Helle había reunido todos sus medicamentos y los había guardado en un cestito de plástico blanco que había colocado en el armarito de encima del lavabo. La bendroflumetiazida, el ácido acetilsalicílico, el Fortzaar, el Gaviscon… la nitroglicerina. Agitó la caja para extraer un blíster, presionó sobre la pastilla hasta sacarla del envase y se la colocó debajo de la lengua. Ya estaba. Ahora solo había que esperar y respirar con calma, con muuuuuucha calma. Se sentó sobre la tapa del inodoro y cerró los ojos. De repente volvió a abrirlos. Algo no andaba bien. La bendroflumetiazida, el ácido acetilsalicílico, el Fortzaar, el Gaviscon, la nitroglicerina… pero ni una sola caja de Imovane. Su ayudita para conciliar el sueño había desaparecido del cesto. Cuando se levantó para comprobar que no estaba en algún otro estante del armario, le dio un mareo que lo obligó a agarrarse al lavabo. Las medicinas salieron disparadas por los aires y el vaso con la bendroflumetiazida se estrelló contra la cisterna dejando las baldosas del suelo sembradas de cristales y de pastillas verdes.

Schou-Larsen permaneció unos minutos aferrado al lavabo hasta que pasó el mareo. Estaba hecho un cacharro, se dijo con enojo. Un viejo impotente, desvalido y desahuciado. Dentro de poco no podría pinchar una mierda con un palo sin destrozar las dos cosas.

Aliviaba un poco eso de decir «mierda», aunque solo fuese mentalmente. Lo intentó de nuevo.

—Mierda —susurró—. Todo es una mierda.

Su buena educación burguesa se revolvió inquieta. En realidad, ¿de qué le había servido ser un irreprochable hombre de bien toda su vida? No le había protegido contra la irrupción de la Policía en su casa ni ayudado a mantener con vida su matrimonio, al contrario, se había interpuesto entre Helle y él como una membrana y ambos habían terminado interpretando sus papeles sin hablar jamás de lo que realmente importaba.

Se acabó, decidió. Pienso hablar con ella en cuanto vuelva, hablar con ella en serio.

Pero mejor barrer los cristales primero. Y recoger las pastillas. Al fin y al cabo, su mujer no tenía por qué enterarse de que había estado a punto de desmayarse. Su decrepitud era ya bastante evidente.

Hacía años que no tocaba el aspirador, pero sabía dónde estaba guardado, en el armario de debajo de las escaleras. Un Nilfisk antiguo, calidad danesa; más duradero, imposible.

En uno de los estantes del armario, junto a las bolsas del aspirador y los trapos del polvo primorosamente doblados, había un sobre de burbujas. Un sobre gris sin dirección.

¿Qué pinta aquí?, se preguntó. Menudo sitio más raro.

Lo abrió y miró en su interior.

Estaba lleno de billetes de quinientas coronas y no le costó calcular prácticamente de inmediato a cuánto ascendía el total.

Más o menos seiscientas mil coronas.