SÁNDOR OBSERVABA el bidón que se balanceaba a medio camino entre él y Nina tan fijamente que le empezaron a llorar los ojos. Procuraba respirar despacio y con cuidado, y se esforzaba en mantener el mango del rastrillo recto, completamente recto, nada de bamboleos ahora. Después reparó en que durante todo el tiempo que habían empleado en levantar el bidón, conducirlo hasta el vehículo e introducirlo en el tubo de cemento, no había oído otro sonido que los latidos de su propio corazón. Toda su concentración, todos sus sentidos, estaban puestos en aquella sencilla tarea.
—Precioso —dijo Tommi agitando la pistola—. Ahora las baldosas.
Con la mano herida, Sándor no podía aferrar el áspero y grueso borde de cemento, pero no le quedaba más remedio que utilizarla como punto de apoyo y para mantener el equilibrio. Nina tampoco podía levantar las pesadas baldosas ella sola. En ese instante parecía mantenerse en pie única y exclusivamente a base de fuerza de voluntad.
Consiguieron colocar en su sitio ambas baldosas a duras penas. Tommi inspeccionó el trabajo y, por lo visto, lo encontró satisfactorio. Al menos dio unas amistosas palmaditas en el hombro del joven con la mano enguantada.
—Genial —comentó—. Ahora arriba los dos, a hacerle compañía. ¿Cómo se dice «coche» en húngaro?
Sándor ya había perdido la capacidad de asombrarse ante el singular interés del finlandés por el vocabulario húngaro.
—Autó —respondió con voz sorda.
A Tommi se le iluminó la cara tras el plástico transparente.
—¡Eh! —exclamó—. ¡En finés se dice igual! Si al final va a resultar que era verdad.
—¿El qué? —preguntó un exasperado Frederik—. ¿Qué es lo que era verdad?
—Que el finés y el húngaro se parecen. Lo de la familia finougria y todo eso.
El danés miró de soslayo hacia el bloque de cemento de la furgoneta.
—¿No podrías concentrarte un poquito más en las cosas importantes de verdad? —preguntó.
—¿Qué hay de malo en querer ampliar horizontes?
—Tommi, coño. Auto no tiene que ver una puta mierda ni con el finés ni con el húngaro, es latín. ¡Súbelos a la furgoneta de una vez, a ver si podemos irnos!
El otro entornó los ojos.
—Ya habéis oído.
La pistola apuntaba más o menos hacia ellos, pero la mirada del finlandés no estaba alerta. Incluso a través del plástico protector, brillaba con una intensidad cristalina. Nina montó en el vehículo sin mayor ceremonia y clavó en Sándor unos ojos que decían claramente: nada de líos; pasemos esto lo antes posible, no hay que poner en juego la vida de mi hija.
Él no estaba muy seguro de que la sumisión y la compostura fuesen la mejor estrategia de supervivencia, pero por el momento no veía otra posibilidad. Las portezuelas se cerraron con un sonido hueco y al cabo de un instante se pusieron en marcha.
—¿Adónde vamos? —le preguntó a Nina—. ¿Lo sabes?
Ella hizo un gesto negativo que el joven solamente intuyó. Por la minúscula ventanilla que comunicaba la parte trasera con la cabina no entraba mucha luz.
—He oído la dirección, pero no sé dónde está. En algún punto de Copenhague, supongo.
—A reunirnos con algún perturbado que pretende comprar material radiactivo —dijo Sándor sin poder apartar la vista del anillo de cemento que ocultaba aquella porquería que había matado a Tamás—. Nina, ¿podemos permitírselo? ¿Cuántas personas más terminarán muriendo como mi hermano?
Ella agachó la cabeza hasta que el joven no vio más que pelo oscuro.
—Ida —se limitó a contestar—. No puedo pensar en nada más. No puedo pensar en nadie más.
La furgoneta salvó un pequeño obstáculo, tomó una curva cerrada hacia la derecha y después prosiguió por terreno más regular. Se dirigían a la ciudad.