SOBREVIVIR.
Nina no podía pensar en otra cosa. Sobrevivir y contarle a alguien dónde estaba Ida. Todo lo demás le daba exactamente igual.
A pesar de todo sintió una punzada de… de horror cuando Sándor, obedeciendo órdenes del finlandés, abrió la puerta del garaje y dejó a la vista, por vez primera para ella, la fuente que había causado la muerte de su hermano y la enfermedad de Nina. Era un bidón corriente y moliente de los que se utilizan para guardar pintura impermeabilizante, abollado y con una robusta asa de alambre de acero. Si hubiese estado entre las herramientas oxidadas que se apilaban junto a la pared del garaje en un discreto desorden, jamás hubiese reparado en él, pero ahora que sabía lo que era, sentía un hormigueo en la piel y le costaba no pensar en las radiaciones, invisibles e intangibles, que atravesaban su cuerpo en busca de sus órganos más vulnerables para desintegrarlos célula a célula.
En el patio aguardaba la furgoneta verde que el finlandés había robado para secuestrarla. En la parte de atrás habían instalado un tubo de pozo de cemento sobre un par de resistentes baldosas del mismo material. Una vez que lograsen arrastrar hasta allí el bidón con la fuente de cesio e introducirlo en el tubo, lo taparían con otras dos baldosas. Visto así, era bastante sencillo. Además, una vez que el bidón estuviese protegido por diecisiete o dieciocho centímetros de cemento por cada lado, lo más probable era que resultase mínimamente nocivo.
Al menos, pensó, tendrás tiempo para avisar a alguien de lo de Ida antes de que te mate.
—No hace falta que lo toques —le advirtió Sándor señalando hacia el rincón con la mano sana—. Si metemos el mango de una de esas herramientas por el asa del bidón, podemos levantarlo entre los dos.
Detrás de ellos, a una distancia prudencial, aguardaban Tommi y Urbanización pertrechados de máscaras, guantes y monos blancos con capucha y unas letras negras en la espalda y en el pecho que decían: PROTECCIÓN AMBIENTAL. Con Nina y Sándor no se habían permitido tantos lujos.
—Con el rastrillo —sugirió ella—. Parece que tiene el mango más nuevo.
Sándor se disponía a ir a buscarlo cuando la enfermera se le adelantó.
—Es mejor que lo haga yo, puedo usar las dos manos.
El joven titubeó, pero al final asintió. Si erraba en la maniobra y el bidón se volcaba, la arena radiactiva se extendería por todas partes y solo lograrían empeorar las cosas.
Nina introdujo el mango del rastrillo por debajo del asa y tiró del bidón con cautela. Sándor se hizo con el otro extremo. Intercambiaron una mirada. Ella asintió. Después lo levantaron muy despacio y a la par. Lo importante era mantener el mango completamente recto para que el bidón no resbalara hacia ninguno de los dos lados. Sobrevivir, pensó. Costase lo que costase, sobrevivir.