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RHODESIAVEJ. AUNQUE a Søren le sonaba de lo más exótico, pocas zonas había en Dinamarca más domesticadas y con más chalés por metro cuadrado que aquella. Pequeñas parcelas rectangulares con casas algo más grandes de la cuenta, en su mayoría de ladrillo amarillo.

La cochera estaba vacía. Según el registro, Tommi Karvinen era el flamante propietario de un BMW M6 Coupé de cuatro años que allí, desde luego, no estaba.

Søren había logrado escamotear dos hombres del sobrecargado plantel del turno de noche. Kim Jankowski, que acababa de cumplir los cuarenta, era el menos experimentado de los dos. Aunque no había solicitado el ingreso en la Academia hasta la edad de treinta y un años, justo en el límite, después había subido como una flecha. Jesper Due Hansen era algo más joven y acababa de pasar del servicio de escoltas a Antiterrorismo. Con ese apellido, había sido inevitable que le adjudicaran el sobrenombre de El Pichón[8].

Dejaron atrás la casa y aparcaron algo más adelante para que no detectasen el coche.

—El jardín trasero comunica directamente con el campo —les informó Jesper Due—. Será bastante sencillo entrar por ahí.

Søren asintió.

—Podría tener rehenes, así que… despacito y con calma, ¿de acuerdo? No metáis mucho ruido, lo último que necesitamos es que la cosa se nos vaya de las manos.

Apostó a Jankowski en Rhodesiavej y bajó con El Pichón por la pista de asfalto que discurría entre los jardines privados y el campo.

—Deberíamos haber traído un perro —se lamentó El Pichón—, así habríamos pasado totalmente inadvertidos.

Se veía al menos a cuatro personas paseando a sus perros, tres de ellas por suerte bastante lejos y la cuarta enfrascada en una especie de entrenamiento que incluía un sinfín de pitidos con un silbato que, por desgracia, no era lo bastante agudo y resultaba perfectamente perceptible para el oído humano.

—Es ahí —señaló Søren—, donde la valla marrón.

El Pichón pasó primero, un salto rápido y ensayado. El subcomisario lo siguió un segundo más tarde. Por suerte, Karvinen no era el tipo de persona que apreciaba las rosas. Su jardín era una inmensa maraña de hierbajos que llegaban a la altura del ombligo. Su color amarillento delataba que llevaba algún tiempo sin darle un repaso al césped. Cardos en el paraíso del chalé, pensó Søren. Qué simbólico.

Echaron a correr hacia la casa agachados. Las húmedas semillas de hierba amarillentas se pegaban a las perneras del pantalón y todo apestaba a pis de gato. Las ventanas, desnudas y sin cortinas, ocultaban unas habitaciones sin iluminación a pesar de que caía la tarde y el cielo estaba nublado.

No había nadie en la sala de estar ni tampoco en el cuarto contiguo. De pronto, Søren observó que de una de las ventanas del sótano salía luz. Rozó a su compañero en el hombro y El Pichón asintió y le pasó la minicam, una cámara de vídeo en miniatura montada sobre una varilla con su correspondiente pantalla que les permitiría ver lo que ocurría en el sótano sin necesidad de asomar la cabeza.

Søren se tumbó bocabajo entre los dientes de león y reptó en paralelo al muro hasta situar la cámara. Después se retiró un poco, se sentó y se hizo con el monitor. El Pichón fue a dar la vuelta a la casa sigilosamente para comprobar las demás ventanas.

La pantalla medía más o menos el doble que un teléfono móvil. Era de lo más práctico: permitía ser discreto sin por ello dejar de ver lo que ocurría. Captando imágenes de primera calidad con tecnología OLED con una resolución de 1024x600 píxeles. Un poco más de nitidez y habrían podido ver si la chica tenía piel de naranja en los muslos.

No llevaba nada encima a excepción de un liguero. Jovencísima, con el pelo largo y rubio, más aún seguramente gracias a una ayudita de la industria cosmética. Sus ojos eran apenas dos minúsculos destellos en medio de un mar de rímel oscuro y llevaba ambos pezones atravesados por gruesos anillos dorados. Estaba echada en una cama de satín negro con el vientre levantado, como si se retorciera bajo un amante invisible, aunque hasta donde Søren y la minicámara podían ver, se encontraba sola en la habitación.

Qué cojones… murmuró el policía para sus adentros mientras la chica se hundía las dos manos entre las piernas y empezaba a balancearse frenéticamente. Había algo antinatural en la escena… No ponía en duda el hecho de que una jovencita pudiera llegar a mantener una intensísima relación erótica con su propio cuerpo, pero aquello no era una simple paja en el cuarto de una adolescente. Todo cuanto veía estaba pensado de cara a la galería: las exageradísimas muecas de placer de la chica, sus salvajes movimientos, la cama porno… todo. Todo estaba orquestado para excitar a cualquiera menos a ella.

De repente, la joven interrumpió su vaivén y se quedó sentada, aguardando. ¿Escuchando? No se distinguía si había un teléfono móvil en la habitación, pero eso explicaría en parte la puesta en escena. El subcomisario la vio mover los labios. Estaba diciendo algo. Su rostro se contrajo por un instante en una mueca que nada tenía que ver con el placer. Después metió la mano bajo uno de los mullidos almohadones de seda y sacó algo.

Como era de prever, se trataba de un consolador, una reproducción en vinilo del miembro viril de unas dimensiones que poco o nada tenían que ver con la realidad. La muchacha se arrastró hasta el borde de la cama, con las piernas separadas y los talones contra las nalgas, y titubeó durante un momento revelador antes de abrir la boca en una parodia de orgasmo y empezar a introducirse lentamente aquel monstruo entre las piernas.

Søren apagó la pantalla. Sabía que cuando entrasen encontrarían una cámara, probablemente una webcam. Mientras tanto, en algún lugar del mundo, en Copenhague, en Ámsterdam o en Berlín, un tipejo estaría pagando a cambio de poder darle órdenes a aquella chica. Órdenes que ella acataría, aunque le doliera.

El Pichón regresó.

—No hay nadie más en la casa —anunció en voz baja—. ¿Cuántos son ahí abajo?

—Uno —contestó el subcomisario, aunque en cierto modo tenía la sensación de que también debería haber contado al tipejo—. Una chica. Y probablemente una webcam. Creo que está vendiendo sexo online.

El otro levantó las cejas.

—Bueno, supongo que es un tipo de teletrabajo como otro cualquiera —comentó—. ¿Entramos?

Søren asintió.

—Sí. Está en su casa, tiene que conocerlo. A lo mejor conseguimos que nos diga dónde está.

Entraron sin hacer ruido. Jankowski se encargó de la puerta de la terraza sin mayores problemas y juntos bajaron al sótano en silencio. Ahora también oían.

Show me your arse —le estaba ordenando el tipejo a la chica en un inglés nasal—. Yeah, that’s right. Come to papa.

Ella había retomado el bamboleo, esta vez a cuatro patas. El consolador le asomaba entre las nalgas como un grotesco rabito. Tenía los ojos cerrados y, ahora que no estaba de cara a la cámara, ya no actuaba. Aparte de una arruga de dolor entre los ojos, su rostro no reflejaba expresión alguna.

El tipejo de Internet los descubrió primero.

What the hell… —maldijo.

La muchacha abrió los ojos y dejó escapar un grito.

Easy —intentó tranquilizarla Søren; tenía serias sospechas de que era extranjera—. Police. We won’t hurt you.

Fuck —gruñó la voz del hombre. Después se oyó un clic y un breve crujido procedente de los altavoces del ordenador, que no habían detectado con la minicam porque estaba oculto detrás de la cama.

A Søren le daba lo mismo. Si la chica era menor, Christian tendría que dejar la dirección IP de aquel enfermo en las ávidas manos de Birgitte Johnsen, y si era mayor de edad no podrían hacer una mierda. No era ilegal comprar sexo en Internet. Además, aunque se habría apostado el cuello a que el que hacía su agosto a costa del trabajo de la chica no era otro que Tommi Karvinen, les costaría lograr que ella lo admitiera. Ya lo había dicho Johnsen, las chicas de Karvinen no se van de la lengua.

Karvinen. The Dudesons.

Ah, mierda.

Lo repasó mentalmente una vez más. Show me your arse. Con esas erres que borboteaban en la garganta. Exactamente igual que el episodio del finlandés loco que se sentaba en el hormiguero con el culo al aire.

Era él. El tipo que estaba al otro lado de la conexión era Tommi Karvinen. Y acababa de verlos.