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LA POLICÍA ERA una señora, cosa que, en cierto modo, multiplicaba el shock por dos.

Schou-Larsen sabía perfectamente que había muchas mujeres trabajando en la Policía, claro, pero cuando uno veía a una amable joven a la puerta de su casa, lo primero que le venía a la cabeza no solía ser: «Vaya, ya tenemos aquí a las fuerzas del orden».

—¿Le ha ocurrido algo a Helle? —preguntó en cuanto comprendió qué era aquella placa que le estaba mostrando.

—No, no —se apresuró a tranquilizarlo ella—. Lo que pasa es que estamos trabajando en un caso y nos vemos obligados a seguir todas las pistas. Si no me equivoco, es usted propietario de un Opel Rekord de 1984, ¿verdad?

—Sí. —Podía verlo ella misma, estaba en la cochera; bastaba con que girase un poquitín la cabeza. Pero seguramente sería obligatorio formular la pregunta—. Serie E —añadió en un intento de parecer colaborador—. Un coche viejo, claro, pero muy fiable. ¿De qué se trata? —No iba de uniforme, así que no podía ser de tráfico. ¿O… sería que ahora esos también iban de paisano?

—¿Podemos pasar un momento?

¿Podemos? Solo entonces vio al otro agente. Permanecía en la acera, hablando por teléfono. El anciano arqueó las cejas, pero negarse habría resultado muy descortés, y seguramente sospechoso a ojos de los policías.

—Naturalmente —contestó—. Mi mujer no está en casa, pero supongo que sabré preparar una taza de café.

El otro policía, que se presentó como Mikael Nielsen, no quiso sentarse.

—¿Te importa que vaya a echarle un vistazo al coche mientras habláis?

El anciano sintió una punzada al oír el tuteo.

—¿Tendrían ustedes la amabilidad de explicarme primero de qué se trata? —replicó—. Les aseguro que no he cometido ninguna ilegalidad.

Nadie se apresuró a contestar: «No, por supuesto que no», ni a tranquilizarlo con frases por el estilo. Mikael Nielsen y la tal señorita… cómo era, Nystrøm, Nyhus, Nymand… se limitaron a observarlo con una especie de neutralidad expectante que a él le resultaba de lo más desagradable.

—Siempre podemos esperar a tener una orden judicial —dijo Gitte Nymand. Sí, así había dicho que se llamaba.

Su anfitrión agitó la mano molesto.

—No —respondió—. No importa. Examinen lo que quieran, qué caramba.

—Es usted muy amable —agradeció ella obsequiándolo con una cálida sonrisa—. Así será todo más rápido para usted también.

No se dejó ablandar. Tal vez ella fuera más amable que su compañero, pero lo había dejado muy claro: la autoridad eran ellos y como tal podían invadir su coche y su casa como les viniera en gana. El ultraje escocía, tanto que decidió que no valía la pena ponerse a lidiar con la cafetera por ellos. Sus arraigados modales lo obligaron a aguardar a que la agente tomara asiento en el sofá antes de dejarse caer en su sillón predilecto. Quizá fuese una suerte que Helle tuviera aquel ensayo extra con el coro; si las cosas se daban bien, podría acabar con todo aquello y sacar de su casa a las fuerzas del orden antes de que ella volviera.

—Permítame que vaya directa al grano —comenzó Nymand—. Hace unos meses usted y su mujer pidieron un préstamo de algo más de medio millón de coronas que retiraron en efectivo, cosa que resulta de lo más inusual. ¿Podría explicarme para qué era ese dinero?

—¡Ah! —exclamó Schou-Larsen; de repente sentía que la luz de la verdad iluminaba aquella invasión con su fulgor conciliador—. Son ustedes de la Unidad de Delitos Económicos.

—No —respondió Nymand—. En realidad somos del PET.

—Pero vienen por lo de la estafa en España —insistió él.

Ella lo observó sin pestañear.

—Cuénteme —le dijo—. Desde su punto de vista, por supuesto.

—Me temo que mi mujer se dejó embaucar por unos folletos con muchos colorines y por un vendedor muy avispado. Como la casa está a su nombre, cuando tuve noticia de sus planes ya era demasiado tarde. Ella pretendía darme una sorpresa, ¿comprende? Voy a cumplir ochenta y cinco años y pensó que me vendría bien tener una residencia de invierno en otras latitudes más clementes.

Gitte Nymand asintió en silencio para no interrumpirlo.

—Pero resultó ser una estafa. El apartamento que mi mujer creía haber comprado no existe. Por lo menos no más allá de las fotografías.

—¿Conservan el folleto?

—Por supuesto. ¿Le gustaría verlo?

Lo sacó del cajón de la mesilla de Helle y lo dejó frente a la agente, sobre la mesa de palo santo. PUEBLO PUERTO LAGUNAS, se leía en grandes letras doradas en lo alto de la cubierta satinada, mientras que las fotografías de debajo rebosaban palmeras, sombrillas e idílicos balcones. ¿Qué pobre danés de a pie estragado por el invierno podría evitar sentir un poquito de nostalgia de la luz de aquel sol? Ni siquiera Schou-Larsen era totalmente inmune, pero por muy agradable que fuese la perspectiva de huir de las brumas del asma y el reúma invernal, tampoco era de recibo tirar por la ventana cualquier asomo de sentido común.

—El problema es —continuó el anciano— que el apartamento que mi mujer cree haber comprado aún no está construido. Y que, además, ya lo han vendido por otro lado. Ella insiste en decir que tiene que tratarse de un error, pero yo estoy convencido de que no es más que una estafa.

—Ya veo. Y el dinero ¿era un pago o un depósito?

—Sí, un depósito.

—Señor Schou-Larsen, no vemos que esa suma se haya transferido a ninguna otra cuenta, ni aquí en Dinamarca ni en el extranjero. Solo se ha retirado de la cuenta que abrió el banco para efectuar el préstamo.

—Me temo que mi mujer cometió la imprudencia de entregárselo en metálico a alguien que dijo ser el representante de la oficina de ventas. He llamado a España, pero niegan conocerlo. Dicen que no tienen ningún representante en Dinamarca, solo en España y en una ciudad inglesa, creo que Brighton.

—De modo que cree que su mujer ha sido víctima de una estafa.

—Desde luego. ¿Usted no lo llamaría estafa?

—Si las cosas han ocurrido tal y como usted dice, sí. No se preocupe, lo investigaremos. Mientras tanto, quizá podría contarme, si lo recuerda, qué hizo usted el sábado 2 de mayo entre las seis de la tarde y las once de la noche.

Schou-Larsen se vio bruscamente arrancado de su más que legítima indignación.

—¿Que qué hice…? —titubeó.

Demonios, sonaba igualito que cuando los detectives de las novelas policíacas interrogan a los sospechosos de asesinato. Además, no lograba ver la más mínima relación con el asunto de la estafa. A menos que el estafador hubiese tenido un accidente o algo parecido, claro. También se habían interesado por el coche.

—Supongo que estaría viendo la tele —contestó vacilante—. Es lo que solemos hacer los sábados; a mi mujer le gustan esas series que ponen en televisión. —De pronto recordó algo—. No, espere. Creo que ese fue el sábado que tuve que ir al médico de guardia porque me desmayé. Sí, ya no vienen a casa ni aunque estés agonizando. Pero una vez que me vieron, cambiaron de opinión y me tuvieron allí ingresado toda la noche.

—¿En qué hospital?

—Bispebjerg.

—¿Y qué le pasaba?

—La tensión. La tenía demasiado baja. —En el hospital sostenían que había ingerido una dosis excesiva de Fortzaar, pero él estaba seguro de no haberse equivocado con las pastillas—. Me tuvieron allí hasta el domingo, de modo que esa noche no estuve en casa.

El otro policía, Nielsen, volvió del garaje con un extraño aparato que al anciano le recordó al tensiómetro de la consulta del médico, probablemente porque acababan de hablar de su noche en el hospital. Solo que este tenía la caja amarilla y, en lugar de al manguito inflable del tensiómetro, estaba conectado mediante un cable enroscado a algo parecido a un estetoscopio. Los dos policías intercambiaron una mirada y Schou-Larsen advirtió el imperceptible cabeceo entre ambos.

—También nos gustaría ver el resto de la casa —dijo el tal Nielsen.

—El señor Schou-Larsen ha tenido la amabilidad de permitirnos inspeccionar todo lo que necesitemos —anunció Gitte Nymand apresuradamente mientras su anfitrión lamentaba haber pronunciado tan imprudentes palabras. ¿Pensaban acaso ponerse a hurgar en armarios y cajones y quedarse contemplando sus calzoncillos doblados? Pero no, el joven conectó unos auriculares a la caja amarilla y empezó a deambular por la habitación moviendo de un lado a otro aquel chisme con aspecto de estetoscopio.

—Disculpe, pero ¿qué diantres está haciendo su compañero? — preguntó el dueño de la casa—. ¿Qué es ese aparato?

Al principio no estaba muy seguro de que Gitte Nymand fuese a responderle, pero después de una breve pausa soltó la bomba.

—Es un contador Geiger —le explicó—. O, mejor dicho, un contador Geiger-Müller. Señor Schou-Larsen, ¿su coche lo utiliza alguien más que usted? ¿Su mujer, por ejemplo?

—Helle no sabe conducir —contestó él con aire ausente. ¿Un contador Geiger? ¿En su casa? ¿Esto tiene algo que ver con lo de Valby? ¿Por qué demonios creen que puede haber radiactividad en nuestra casa? ¿Van a evacuarnos?

Su aturdido cerebro se retrotrajo a los planes de emergencia de los años cincuenta y empezó a calcular lo que necesitarían si se veían obligados a pasar la noche en el refugio antiaéreo de la escuela de Emdrup. No, un momento, ya no se llamaba así. ¿La escuela de Lundehus? ¿Seguiría habiendo refugios antiaéreos? Todavía recordaba perfectamente el folleto. SI ESTALLA LA GUERRA, se llamaba, con una introducción de Viggo Kampmann, información acerca del «alcance destructor del nuevo armamento» y sugerencias de víveres de emergencia para ocho días. Pero esto no era una guerra nuclear, era…, era otra cosa. No se puede hacer una bomba atómica con cesio, se repetía una y otra vez. Pero ¿un contador Geiger? ¿En su casa?

—¿Qué está buscando? —acertó a preguntar.

—Intente concentrarse, señor Schou-Larsen. ¿Podría haber usado el coche otra persona? ¿Se lo han robado?

—No —aseguró—. Jamás.

—¿Tiene usted un ordenador?

—Bueno, sí. Nuestro hijo… nos envía mensajes y esas cosas.

—Nos gustaría hacer una copia del contenido del disco duro.

—Sí. Pero… —De pronto reparó en que tenía la mano en la muñeca de la agente, un gesto que los sorprendió a ambos—. ¿No podría explicarme qué está ocurriendo, por favor? —le rogó. Después la soltó, aunque lo que deseaba en realidad era sujetarla bien hasta que le contestara. Aquello era insoportable. De repente su casa se había convertido en el escenario de uno de aquellos dramas absurdos que habían sido tan populares a finales de los años sesenta. En una ocasión llevó a Helle al teatro a ver uno creyendo que sería divertido, pero la obra era tan triste que ella se enfadó y dijo que aquello no era más que una pérdida de tiempo. Fue su única escapada al teatro, aparte de algún que otro musical.

Gitte Nymand le lanzó una mirada no exenta de compasión, o al menos eso le pareció a él.

—Lo lamento, señor Schou-Larsen, pero, como le he dicho, no nos queda más remedio que seguir todas las pistas. Hasta las más improbables. —Se levantó—. ¿Mikael?

—Sí —se oyó decir a lo lejos, en el piso de arriba.

—¿Has terminado?

—Casi.

Al cabo de un instante el policía del contador Geiger volvió a entrar en el salón.

—Limpio —dijo—. Solo radiación de fondo.

Ella asintió como si no hubiese esperado otra cosa.

—Ahí lo tiene, señor Schou-Larsen. No hay motivo para preocuparse. ¿Podemos llevarnos el disco duro o prefiere que esperemos a que vengan nuestros informáticos a hacer una copia?

—Llévenselo —contestó él ásperamente. Cuanto antes salieran de allí, mejor—. Desde que Helle ha aprendido eso de los mensajes del móvil, no lo usamos casi nunca.

Salieron tras despedirse educadamente. Hasta el del tuteo. Sin embargo, el anciano se quedó agitado, confuso y con la sensación de que las cosas habían dejado de tener sentido.

Gracias a Dios que Helle había salido…