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ERAN MÁS DE LAS SIETE de la tarde cuando al fin la identificación dio sus frutos. Søren había mantenido una conversación poco o nada satisfactoria con Malee Rasmussen, que se había limitado a repetir más o menos al pie de la letra la anémica declaración que el subcomisario ya conocía por la grabación: «Es una inversión. No sabía que hubiera nadie. No he estado allí desde febrero». No había logrado traspasar su coraza y acabó por admitir que aquello no conducía a ningún sitio. Fuera lo que fuera lo que la asustaba, la hacía completamente inmune a la paciente presión de los métodos de interrogatorio civilizados.

Por desesperación pura y dura, había pasado casi veinte minutos viendo cómo un puñado de descerebrados mozalbetes finlandeses sufrían las más estrafalarias lesiones físicas mientras reían como posesos al tiempo que se gritaban a sí mismos y entre ellos. En inglés y con un curioso acento gutural finés-americano. Cuando le sonó el móvil, agradeció en lo más hondo la interrupción.

Era Birgitte Johnsen, su amiga azul marino.

—Acabo de ver la orden de búsqueda que habéis emitido — dijo—. ¿El tipo del vídeo?

—Sí. ¿Lo conocéis?

—Podría ser Tommi Karvinen.

Søren se incorporó en el asiento y estrelló el bolígrafo contra la mesa.

—¿Finlandés?

—Ajá. Un producto de importación escandinava del que podríamos haber prescindido perfectamente. Es sospechoso de estar metido hasta el cuello en un asunto de trata de blancas, pero las chicas que han tenido algo que ver con él no se van de la lengua y no hemos podido empapelarlo. Aparte de una antigua condena por drogas de principios de los noventa, solo tiene una sentencia de 2003, suspendida por lesiones.

—¿Suspendida?

—Pegó a un cliente que a su vez había pegado a una prostituta. Su abogado alegó legítima defensa y el caso tuvo bastante repercusión.

—¿Una especie de «él se lo buscó»?

—Exacto. Pero lo más interesante…

—¿Sí?

Birgitte Johnsen no veía el momento de darle la noticia, se lo notaba en la voz, pero ¿de verdad era necesario que lo tratase como esas abuelas que sacan un caramelo y luego hacen rabiar al nieto fingiendo que no se lo van a dar?

—La prostituta, que por supuesto testificó en el juicio, se llamaba Malee Rasmussen.

¡Bingo!

—Quiero todo lo que tengas —le pidió él—, empezando por la dirección.

Su cuerpo había vuelto a cobrar vida. La sensación de derrota con la que llevaba luchando varias horas se había esfumado. Se puso en pie de un salto y abrió la puerta de par en par.

—¡Gitte! —gritó—. Gitte, ¿dónde estás?

Apareció Christian con unas hojas impresas en la mano.

—Acaba de bajar a recargar las pilas —le informó—, pero te traigo una cosa.

Søren agarró como un autómata las páginas que Christian le tendía.

—¿Qué es?

—Los resultados de la lista de Opels.

—Cuéntame por encima. ¿Habéis encontrado algo?

—No demasiado. No hay ninguna dirección IP interesante. Nadie que milite en grupos conocidos. Nadie con antecedentes, aparte de un individuo que, por lo visto, iba de alternativo en los setenta y cumplió una pequeña condena por un tema de hachís. En su mayor parte se trata de sólidos pilares de la sociedad que pasan de los sesenta, cosa que no me sorprende teniendo en cuenta los años que tiene el coche. Es gente que compró calidad alemana y la ha cuidado. Lo único que…

Vaciló.

Vamos Christian, no me vengas con esas tú también, ¡suelta ya ese caramelo!

—¿Sí?

—Tampoco hay nada seguro. El tipo tiene más de ochenta años y es un funcionario retirado. Se pasó varios siglos trabajando para el ayuntamiento. No es lo que se dice el prototipo del terrorista…

—Christian, coño. ¿Qué pasa con él?

—Acaba de… mejor dicho, su mujer, porque la casa está a nombre de ella… acaban de hipotecar la casa para conseguir un préstamo bastante considerable. Y no conseguimos averiguar qué han hecho con el dinero.

—¿Cómo de considerable?

—Seiscientas mil coronas.

Pues era un buen pellizco.

—Bueno, lo que sí sabemos es que no se las ha gastado en un coche nuevo —comentó Søren.

—No. Siempre pueden haber comprado una casa para pasar las vacaciones o algo así, pero, en ese caso, no ha sido en Dinamarca.

—Manda a Gitte para allá en cuanto se levante.

—Muy bien. ¿Tú adónde vas?

El subcomisario notó que una sonrisa de fiera hambrienta se le pintaba en el rostro.

—A cazar finlandeses —respondió.