—LA POLICÍA nos va a encontrar, ¿verdad, mamá? En Dinamarca no pueden tenerte secuestrado mucho tiempo. Pueden hacer maravillas con los teléfonos móviles y, y…
Ida hablaba con un hilillo de voz y buscaba febrilmente las palabras en inglés mientras paseaba la vista, indecisa, de Sándor a Nina. Como la hija de unos padres divorciados tratando en vano de dar pie a una conversación entre papá y mamá.
Don Urbanización estaba en el sofá viendo una película de James Bond. El sistema surround amplificaba el estruendo de las explosiones mientras Pierce Brosnan intentaba acabar con los malos. La peana de la pantalla plana se había roto, de manera que la imagen se inclinaba hacia la izquierda, pero a Urbanización no parecía importarle demasiado.
—Claro que nos van a encontrar —contestó Nina con voz calmada y en su propia lengua—. Y si no, yo cuidaré de ti, te lo aseguro. No va a pasar nada.
Sándor, adivinando el contenido de aquel mensaje, asintió vagamente como si quisiera apoyar su optimista visión de la realidad. Pero cuando su mirada se cruzó por un instante con la de la enfermera, Nina reconoció en sus ojos que los dos habían llegado a la misma conclusión. Si no hacían algo, si no ocurría algo en breve, Tommi y Urbanización los matarían. A los tres, pero probablemente Ida sería la última.
Cuando Tommi regresó, Ida había vuelto a quedarse dormida.
Arreciaba el viento y Nina oía el golpeteo de la lluvia contra la ventana de encima del radiador. Urbanización había preparado un poco de sopa de sobre en el hervidor de la cocina y mantuvo una larga conversación telefónica en voz baja que concluyó con un «un besito, mi vida». Nina supuso que su interlocutora sería la autora material de la taza roja de la mesita del salón. Frederik. Así se llamaba, según Sándor. Pero ella seguía pensando en él como Urbanización.
El DVD reproducía una segunda película de James Bond —esta vez algo más clásica, de la época de Sean Connery— que Urbanización disfrutaba con los pies en el sofá mientras bebía a sorbitos sopa de sobre acompañada de un paquete de galletas de chocolate. Nina intentó adivinar qué hora sería. En el hospital le habían quitado el reloj y su último punto de referencia exacto se remontaba a su paseo en furgoneta con Tommi; el reloj digital del salpicadero marcaba las 14.12 a su llegada a la casa. La habitación estaba sumida en una lluviosa penumbra amarillenta, de modo que calculó que debían ser entre las seis y las siete de la tarde, no podía precisar más.
No oyeron llegar a Tommi, pero de pronto lo vieron aparecer por la puerta del salón con lentos movimientos felinos y el sombrero de vaquero sólidamente encasquetado en la cabeza. Nina supo de inmediato que la operación había sido un éxito. Estaba menos tenso y se dirigió derechito hacia Urbanización agitando un papel doblado con aire triunfal.
—Lo tengo.
Su acento entre finés y americano hizo que Urbanización se dignara mirarlo y por fin se decidiese a bajar el volumen de aquel infierno de coches y almacenes saltando por los aires.
—¡Genial! —exclamó. Por primera vez desde la llegada de Nina sonrió con entusiasmo, se puso en pie y se estiró la camisa por encima de su discreta barriga de padre de familia—. ¿Es el nombre del comprador?
Tommi hizo un gesto negativo.
—No, es más bien una especie de clave, pero ya la he descifrado. Mira…
Desdobló el papel y señaló.
—Esto pueden ser fechas, y esto otro, números de teléfono. Pone que solo se pueden mandar mensajes.
Ya había sacado el móvil y marcado las primeras cifras. Urbanización, de pie junto a él, observaba boquiabierto el papel con cara de pasmo. Por lo visto, no acababa de entender el mecanismo, cosa que provocó una alegre carcajada por parte del finlandés.
—Joder, tío, que aquí el experto en números no soy yo. A ver si te pones las pilas.
Dejó de marcar y recorrió con el dedo el papel que había sobre la mesa.
—Esto son distintas fechas y esto… un número de teléfono diferente para cada día. El comprador es precavido de cojones. Mejor para nosotros. Le voy a escribir diciendo que estamos listos para entregar el paquete.
Frederik asintió y Nina advirtió que le costaba reprimir una sonrisa idéntica a la del finlandés. Al final había resultado ser un asunto de lo más banal: una cuestión de dinero. Seguramente mucho, pero solamente eso, al fin y al cabo.
Volvía a sentir náuseas y empezaba a estar algo aturdida después de tanto tiempo en la misma postura. Seguía teniendo sed, pero Sándor ya había pedido agua una vez y se la habían negado.
—Sí, claro, para que luego te entren ganas de mear —había dicho Urbanización. No quería problemas con ellos en ausencia de Tommi, y ahora que el finlandés estaba de vuelta, a Nina no le apetecía preguntar. No quería que la mirase, porque entonces también vería a Ida, y era mejor que olvidase que estaba allí. Tenía que ser invisible. El mayor rato posible.
El finlandés fue a la cocina, regresó con una lata de cerveza y le echó una mirada distraída a la película de James Bond, que seguía en la pantalla torcida, aunque ahora sin sonido. Luego se dejó caer en el sofá de dos plazas, donde el labrador ocupaba casi todo el espacio. Le dio un golpecito en el hocico. El perro levantó la cabeza y, juguetón, trató de atrapar los ágiles dedos del finlandés, que empezó a propinarle manotazos más fuertes, primero en el hocico y después en la frente. El animal meneó el rabo algo confuso mientras encajaba otra oleada de golpes.
—Qué, ¿jugamos? ¡Buen perro!
Estampó un puño en la cabeza del perro, que al fin se percató de la gravedad de la situación y saltó del sofá para correr a acurrucarse bajo la mesa.
Urbanización saltó como un resorte.
—Pero ¿qué coño haces?
—No hay que dejar que se suba a los muebles —replicó Tommi.
—No vuelvas a ponerle la mano encima a mi perro —gritó el otro—. ¡Tiene más derecho a estar aquí que tú!
Tommi bajó la barbilla fingiendo estupor.
—Vaya —dijo—, eso no ha sonado nada bien.
El retintín de su voz hizo que a Nina le corriera un escalofrío por la espalda. Al parecer, no produjo un efecto muy distinto en Urbanización.
—Déjalo tranquilo —pidió sin la agresividad de antes.
Su falta de oposición defraudó a su amigo, cuya mirada inquieta acabó recayendo en los prisioneros. Nina intentó apartar la vista, hacer como si no estuvieran allí, pero ya era tarde. Se acercaba a ellos con paso decidido.
—Hola, cielo —saludó a Ida, que se había despertado con los gritos—. ¿Te gustaría convertirte en una estrella de cine?
Se situó frente a ellas con las piernas separadas y la bragueta a apenas unos centímetros del rostro de Nina. Olía a gel barato mezclado con el aroma dulzón a suavizante y nicotina de los pantalones. Nina levantó la cara y le sostuvo la mirada, cosa que le impulsó a sacudir la entrepierna adelante y atrás a tan escasa distancia que ella no tuvo más remedio que retroceder, dándose un coscorrón contra el radiador. Ida pegó un respingo. Nina rezaba para que tuviese la inteligencia de no moverse, de no hacer nada, de no darle un solo pretexto para que la tocase. Era igual que cuando recorría los caminos que unían los campamentos de Dadaab. Aprendió de las nativas a evitarse problemas. A no llamar la atención. Hasta el más insensible de los hombres prefería violar con un pretexto. En su avance devastador por el país, siempre escogían primero a la chica de mirada desafiante y voz llena de desprecio.
—Vete —protestó Ida—. Deja a mi madre.
Calla, cariño, pensó Nina. ¡No eres tú la que tiene que defenderme a mí!
Tommi desplegó una cálida sonrisa desconcertantemente poco psicopática.
—Qué rica eres —dijo—. Creo que nos va a quedar una película estupenda.
Se agachó junto a ella y le pasó una mano por el escote.
—Déjala —dijo Nina en voz baja y separando mucho las sílabas. Eso fue todo. El punto de resistencia justo para no provocarlo.
—Suéltame, cabrón —bufó Ida; luego intentó morderle la mano.
No. Ida, no. ¡Así no!
La respiración del finlandés cambió de ritmo y Nina lo vio meter la mano por debajo de la camiseta de algodón. Ida jadeó, se puso de rodillas de un salto y empezó a hacer torpes intentos por desembarazarse de él. Su madre aprovechó la única oportunidad que vio y le asestó un puñetazo hacia arriba en la entrepierna con todas sus fuerzas.
No dio de lleno en el blanco, pero sí con la suficiente precisión para hacerle retroceder tambaleándose entre gemidos con las manos en la bragueta. En ese instante, Sándor logró incorporarse un poco sobre ambas manos, la sana atada y la herida que tenía libre, y lanzó una patada hacia atrás con las dos piernas, como un caballo dando una coz.
Uno de sus talones alcanzó al finlandés en pleno rostro, justamente en la nariz tumefacta y amoratada. Tommi dejó escapar un aullido y pateó el muslo del joven, pero Nina no estaba muy segura de que el húngaro hubiese llegado a sentir algo, porque estaba encogido sobre la mano herida, que le volvía a sangrar. Un cardenal en el muslo era la menor de sus preocupaciones.
—¡Basta! —gritó Urbanización. El labrador ladraba como un loco desde debajo de la mesita del sofá, pero no parecía muy dispuesto a intervenir en la pelea.
—¡Lo mato! —exclamó Tommi—. ¡Esta vez lo mato!
Intentó alcanzar la cazadora de flecos que había dejado en el respaldo de uno de los sofás, pero Urbanización se le adelantó, se apoderó de ella y sacó algo de uno de los bolsillos. Una pistola, por supuesto. A Nina le sorprendió que en lugar de un reluciente revólver de seis tiros se tratase de un arma moderna de color negro con un cañón que no medía mucho más de doce o trece centímetros.
—Dámela —le ordenó Tommi.
—Déjalo ya, joder —contestó Urbanización con el aire enojado de un padre que tiene que dejar de ver el telediario para poner paz entre sus hijos—. ¿Se te ha ido la pinza o qué? Primero lo de Tyson y ahora esto. Ahora mismo no quiero más problemas. ¿Lo entiendes?
—Pero…
Tommi hizo un gesto de impotencia. Parecía que de un momento a otro iba a decir que no había empezado él.
En ese momento sonó un pitido procedente de otro bolsillo de la cazadora. Frederik dejó torpemente la pistola en la mesita y acercó el móvil a la luz.
—Es él —dijo—. Va a ser esta tarde, a las ocho y media, pero la dirección no nos la manda hasta más tarde.
Levantó la vista hacia Tommi y añadió:
—Ya queda poco, haz el favor de dejar de pensar con la polla. Ahora necesito tranquilidad. Lo demás puede esperar.
El finlandés fulminó a Nina, a Ida y a Sándor con una mirada colectiva.
—Vale, joder —se resignó—. Pero entonces juega tú a hacer de niñera.
Después les hizo un gesto con el dedo corazón y se metió en el cuarto celeste, probablemente para aliviar su frustración en compañía de sus películas porno y de Sabrina, de dieciocho años.
Nina contempló a Ida. En sus ojos brillaba un pánico apenas disimulado y sus brazos atados se sacudían insistentemente en espasmos involuntarios.
—Todo va bien, cariño —mintió—. No pasa nada. Estoy yo aquí.