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LO MIRES COMO lo mires —dijo Torben arrellanándose en la silla—, no deja de ser una organización secreta que viola ciertas leyes.

Søren estaba prácticamente igual de cansado que antes de acostarse.

—Ayudan a refugiados expulsados y a otros sin papeles —replicó—. Son personas humanitarias, joder, no un hatajo de extremistas violentos.

Estaban rodeados de cajas repletas de archivadores que habían confiscado en casa de Peter Erhardsen. Nombres, fechas, direcciones, presupuestos. El tipo tenía a sus «clientes» más controlados que los de servicios sociales, pero lo ignoraba todo acerca del trabajo clandestino. Gracias a sus completísimos listados, ahora podían desmontar su famosa red hasta los cimientos.

—Sabes tan bien como yo que los ideales altruistas no son una garantía contra el terrorismo, más bien al contrario. Corremos el riesgo de estar enfrentándonos a un grupo que podría estar tramando algo con motivo de la cumbre.

—Sí, pero no harían explotar una bomba sucia, digo yo.

Søren estudió atentamente a Torben. ¿Estaría ejerciendo de abogado del diablo o creería de veras en su teoría? Sabía que a título personal no le entusiasmaba demasiado la política del Gobierno en materia de inmigración, pero precisamente por eso intentaba ser objetivo y profesional en sus valoraciones.

Llamaron a la puerta. Era Gitte.

—Acaba de llegar nuestro invitado del NBH —anunció.

—Estupendo —lo celebró Torben—. Pues a ver si ponemos este asunto en orden antes de que sea demasiado tarde.

Søren levantó la vista bruscamente y alcanzó a vislumbrar la enorme tensión que se ocultaba bajo la calma profesional de su superior. Torben se percató y se encogió de hombros leve, muy levemente.

—La estación de Nørreport —añadió—. O el estadio de Parken el miércoles, cuando juegue la selección. ¿Es que no lo ves? Ni siquiera hace falta que afecte a ninguno de los políticos de la cumbre, les basta con que afecte a Copenhague. Un bonito cráter radiactivo en medio de la ciudad y adiós cumbre, por lo menos aquí y ahora. Solo eso ya puede ser una victoria.

Søren sintió un frío glacial en el estómago. Se alegraba de no ser el responsable de la seguridad en esos momentos, de no tener que decidir cómo repartir la equipación disponible, dónde colocar gente con contadores Geiger y dónde no. No podían cubrir la ciudad entera, eso era imposible. Alguien tenía que determinar a quién y qué se protegía y dónde había que limitarse a cruzar los dedos y esperar.

—¿De qué área estamos hablando? —preguntó—. Es decir, ¿qué tamaño tendría la zona contaminada?

Otro movimiento de hombros minimalista.

—Depende de lo potente que sea la carga de explosivos y de la cantidad de material radiactivo que contenga —contestó Torben—. Y esto último quizá podamos averiguarlo cuando hablemos con nuestro hombre del NBH.

El agente del NBH parecía un boxeador jubilado, pensó Søren. Pelo entrecano muy corto, hombros poderosos, cuello recio y centro de gravedad algo bajo, pero, decididamente, con más músculo que grasa. Se llamaba Károly Gabor e irradiaba un aura de calma y profesionalidad que encajaba con la de Torben a la perfección.

—Le hemos seguido la pista a la fuente radiactiva hasta un antiguo hospital abandonado —anunció al tiempo que pulsaba una tecla de su portátil y el cañón proyectaba la imagen del esqueleto mondo y lirondo de un edificio junto a un pequeño mapa que mostraba su localización—. Al parecer, cuando las tropas soviéticas salieron del país en 1990, abandonaron un equipo de radioterapia en el sótano del hospital. Por desgracia, el material radiactivo era cloruro de cesio, que tiene una vida media muy larga, unos treinta años; además, por su composición física, se dispersa con mucha facilidad en el entorno en caso de que se rompa el precinto.

Nueva imagen, esta vez de unas figuras vestidas con monos amarillos parecidas a las que estaban limpiando el solar de Valby. Solo que en la foto el telón de fondo era un arrabal latinoamericano.

—Como precedente, cabe destacar la catástrofe de Goiânia, en Brasil, en 1987. Allí la manipulación irresponsable de una unidad semejante a esta acabó con la muerte de cuatro personas y una grave contaminación por radiación de otras doscientas cuarenta y nueve. En el aparato de Goiânia, al igual que en nuestra unidad, el núcleo radiactivo estaba encapsulado en una esfera de plomo que rotaba en el interior de otra esfera. Ambas disponían de una pequeña abertura, de manera que solo cuando las dos aberturas se alineaban se producía una radiación, breve y controlable.

La imagen de una sección transversal del aparato y diversas animaciones ayudaban a comprender el proceso. El tipo traía los deberes hechos.

—En nuestro caso, sin embargo, el aparato se había caído a consecuencia de un terremoto y la carcasa exterior estaba resquebrajada, de modo que los dos jóvenes gitanos que lo encontraron pudieron seguir abriéndolo y llegar hasta la unidad en sí, un pequeño cilindro recubierto de sales de cesio que introdujeron en un bidón de pintura lleno de arena. Hemos interrogado a uno de ellos, Lazlo Erös; tiene dieciocho años y se le conoce por el sobrenombre de Pitkin. En estos momentos se encuentra ingresado en un hospital de Miskolc y se le está tratando de un envenenamiento por radiación. Al otro, Tamás Rézmu´´ves, de dieciséis años, lo hemos identificado a partir de la fotografía que nos mandasteis. Es vuestro muerto.

Gabor pulsó otra tecla que proyectó una fotografía en la pantalla. Blancanieves, esta vez con vida, le regalaba a la cámara una sonrisa chispeante y bravucona. El hecho de que se le viera la mella en la dentadura no le restaba un ápice de encanto.

—¿Y cómo terminó en un tanque de combustible subterráneo de Valby? —preguntó Mikael Nielsen.

—Creemos que lo más probable es que él y su medio hermano, Sándor Horvath, encontrasen un comprador para la fuente radiactiva aquí, en Dinamarca, y vinieran a entregar la mercancía. Pensamos que el móvil es exclusivamente económico, pero no estamos seguros. Al parecer, el menor de los Rézmu´´ves no le tenía demasiada simpatía al Gobierno húngaro. Por lo que se refiere a la identidad del comprador, la única pista que podemos aportar es la dirección IP que os hemos facilitado.

—Por ahora no hemos encontrado ninguna relación entre esa dirección y la gente de Valby —le informó Søren—, pero seguimos trabajando en ello. En cambio, lo que sí sabemos con seguridad es que Sándor Horvath ha estado en Valby.

—Pero no lo habéis encontrado, ¿no?

—No. Su teléfono lleva desconectado desde el sábado, no ha utilizado la tarjeta de crédito y no tenemos un solo testigo que lo haya visto después de la noche del sábado, momento en que al parecer participó en el allanamiento del piso de una de las personas que ayudaron a los niños enfermos de Valby, una enfermera danesa llamada Nina Borg. Ella fue quien nos puso sobre la pista del taller cuando le diagnosticaron envenenamiento por radiación.

—Y la habréis interrogado, claro —dijo Gabor.

—Al parecer no es más que una enfermera hiperidealista que pretendía ayudar a unas personas que lo necesitaban. Pero… — Søren titubeó; ¿cómo decirlo?, «escaparse» sonaba un poco drástico—… se marchó del hospital con un joven al que aún no hemos identificado. Ahora mismo no sabemos dónde está.

La ceja de Gabor se alzó unos milímetros y el subcomisario empezó a maldecir para sus adentros. No había ni rastro de Horvath y encima uno de los testigos principales del caso desaparecía sin que tuvieran forma humana de volver a localizarlo. Seguro que el agente húngaro estaba pensando que eran unos aficionados. El móvil le vibró en el bolsillo, pero decidió ignorarlo. Fuese lo que fuese, tendría que esperar unos minutos a que concluyese la reunión.

Notó que Gitte se movía en una de las sillas que se alineaban detrás de él. Al cabo de un instante la joven se inclinó hacia delante y le tendió el teléfono.

—Jefe —susurró—, creo que es importante que oigas esto.

Tenían al novio de la hija de Nina Borg en una de las salas de interrogatorio del edificio C. Parecía nervioso. Aún conservaba en la mejilla la marca de uno de los golpes del sábado por la noche.

Estaba solo. Un metro ochenta largo de adolescente rapado, con una camiseta negra de Iron Maiden y unos pantalones de hip-hop de camuflaje. No encontraba a Ida por ninguna parte.

—Nos conocimos en Greve —dijo—, vivo en la casa de enfrente.

—Creía que Ida vivía en Østerbro.

—Ya no. Ahora que su madre se ha vuelto fosforito y ha contaminado toda la casa se ha ido a Greve, a vivir con la hermana de su padre. Pero sigue yendo al colegio de siempre y habíamos quedado en vernos allí a la salida. Pero no ha venido. Le he preguntado a Anna, una de sus compañeras, y me ha dicho que se ha saltado las dos últimas clases.

Søren levantó el dedo índice en dirección a Gitte, que asintió y abandonó la sala. Ida tampoco estaba en casa de su tía en Greve. Siempre quedaba la posibilidad de que hubiese ido a ver a alguna amiga o a otro chico, pero empezaba a ser un caso con demasiada gente que se esfumaba sin más. Ya iba siendo hora de pulsar el botón de alarma.

—Ulf, nos gustaría que nos contaras más cosas de los tres hombres que os atacaron.

Guio con paciencia al muchacho a través de las explicaciones, sin presionarlo, limitándose simplemente a presentarle las posibilidades. El primero de los hombres, ¿era más alto o más bajo que él? ¿Llevaba chaqueta, camiseta o camisa? ¿Hablaban en inglés con el mismo acento o había diferencias?

—Había diferencias —contestó Ulf—. El que no llevaba la cara tapada no decía gran cosa. Los dos de las medias de nailon… uno podía ser danés. El otro hablaba un poco… como The Dudesons.

¿The Dudesons?

—¿Y eso qué es? —preguntó Søren.

—Son unos finlandeses colgadísimos que van por ahí haciendo el cabra. Se pegan fuego, se sientan encima de un hormiguero con el culo al aire, esas cosas. Más o menos como en Jackass.

—¿Crees que podría ser finlandés?

Ulf se encogió de hombros.

—Ni idea. Yo solo digo que sonaba como ellos.

Agachó la cabeza y clavó la vista en la mesa, pero por su respiración Søren supo que luchaba contra algo más. ¿Llanto? ¿Unas lágrimas indignas de su hombría? Aquel tipo que hablaba «un poco como The Dudesons» era el mismo que le había arrancado las bragas a su novia mientras el otro lo grababa todo con el móvil. Algo así podía tocarle la fibra sensible a espíritus mucho más flemáticos que Ulf.

—¿Por qué no ha venido? —preguntó el chico sin levantar la mirada—. ¿Le habrá pasado algo?

—No adelantemos acontecimientos —contestó el subcomisario. Pero en su fuero interno se dijo que si a la hija se la había llevado el tipo de los Dudesons, no era raro que la madre lo hubiese acompañado sin rechistar.