—VERY beautiful.
El hombre señaló con la cabeza hacia el paisaje, verde y chafado como una torta, que de cuando en cuando se ondulaba interrumpido por una delgada línea de agua salobre. El cielo se cernía plomizo y sombrío sobre las aguas, y en el horizonte las nubes trazaban cintas de color azul oscuro por el firmamento.
Nina levantó la vista hacia el tipo que iba a su lado. Parecía de buen humor y llevaba el volante con una sola mano mientras el vehículo traqueteaba por el camino sin asfaltar. Con la otra mano agitaba en el aire un cigarrillo casi consumido cada vez que tropezaba con algo interesante que mostrarle. Esto, aquello y lo de más allá. Al otro lado de la hilera de árboles del fondo había pescado una trucha con cucharilla. Igualito que en Finlandia. De la columna de la dirección asomaban unos cables de un panel de plástico en suspensión —probablemente porque la furgoneta verde era robada—; el teléfono negro con el vídeo de Ida estaba sobre el salpicadero, aunque el hombre parecía haberse olvidado por completo de esa historia. Ahora tenía otras cosas en que pensar.
Nina tenía la extraña sensación de estar fuera de su propio cuerpo, y no solo por el cansancio y las náuseas continuas. También contribuía lo suyo el absurdo parloteo al que se había entregado su captor desde el instante mismo en que habían puesto un pie en la furgoneta y salido del aparcamiento del hospital. Al principio había tratado de averiguar algo más de su hija, cómo se encontraba y dónde estaba, pero aquel individuo o ignoraba directamente sus preguntas o le ordenaba que cerrara la boca. Al final se limitó a mirar por la ventanilla y dejarle hablar. No había reconocido todo el trayecto, pero ahora de pronto le pareció adivinar que estaban en algún punto más o menos próximo a la playa de Dragør. Al final del camino se divisaba una pequeña granja. El hombre aceleró en los últimos metros y derrapó en la gravilla con una amistosa carcajada. La vivienda de la granja se levantaba sobre un alto zócalo pintado de negro. Las ventanas, despojadas de todo adorno al estilo de los años setenta, se abrían hacia el patio, vacías.
El finlandés bajó de la furgoneta de un salto y dejó caer el cigarrillo entre las piedras. Después rodeó el vehículo, abrió la puerta de Nina y la sacó con tanta brusquedad que estuvo a punto de hacerla caer de rodillas. La gravilla se le clavaba sin misericordia en las plantas de los pies a través de los calcetines blancos. Se sentía sin fuerzas. Nada que pudiera servirle para presentar batalla, se dijo. Y el finés debía de haber llegado a la misma conclusión; era triste, pero evidente. Ya había entrado en la casa dando impacientes portazos y gritándole a alguien. Claro, no estaba solo en aquel asunto, pensó con desmayo. Los hombres que habían irrumpido en su casa eran tres, y ahora que tenían a Ida… a lo mejor se encontraba allí.
La escalera que conducía hasta la puerta principal era alta como una cumbre a coronar, y a cada peldaño que subía sentía que el pulso se le disparaba alcanzando ritmos de auténtica locura. La entrada era, al igual que las ventanas, un vestigio de los años setenta. Sobre la moqueta, verde y raída, se veía un par de zuecos de plástico desgastados. La puerta estaba abierta y llevaba a lo que debía de ser la antigua cocina. El suelo era de una especie de linóleo amarillo reblandecido con florecitas marrones y en las paredes no quedaban más que manchas en los puntos que había ocupado el mobiliario. Solo había una mesa de cámping arrinconada contra la pared con un hervidor eléctrico y una pila de periódicos arrugados. En el suelo había un marco roto con la fotografía de una chica desnuda abierta de piernas que se llevaba hasta los labios levemente separados unos pechos descomunales de pálidos pezones. «Sabrina, 18 años», leyó. «Le encanta que se la metan hasta el fondo por detrás.»
Esquivó con cuidado los cristales rotos que había diseminados por todo el suelo de la cocina y continuó hacia el salón.
Lo primero que vio fue a Ida.
Estaba sentada en el suelo, apoyada contra la pared y en una posición muy extraña, con un brazo atravesado por encima de la cabeza. Parecía una muñeca de trapo abandonada por una niña impaciente. Su mirada era aún más sombría que de costumbre. El rímel se le había corrido formando largas líneas negras y le había embadurnado los ojos hasta convertirlos en hondos pozos oscuros. Pero allí estaba, observando a su madre con una mirada alerta que, de una forma u otra, continuaba intacta y llena de terquedad adolescente. Seguía siendo Ida. Nina sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies en un vertiginoso instante de alivio. Después se agachó junto a su hija y le pasó un dedo con delicadeza por la mejilla manchada.
—¿Mamá? —Ida bajó al fin la guardia y descansó la cabeza enmarañada sobre el hombro de Nina—. Ha venido en el recreo. Habíamos ido un momento a la panadería y de repente ha aparecido y no me ha dado tiempo a… —explicó atropelladamente—. Lo siento, mamá; lo siento, lo siento…
Mientras las lágrimas llegaban como un terremoto y la sacudían de la cabeza a los pies, su madre intentó acercarla un poco más para estrechar entre sus brazos su largo cuerpo de adolescente. Solo entonces comprendió el porqué de aquella extraña postura: tenía el brazo izquierdo sujeto a una tubería por encima del radiador con una brida de plástico negro y, aferrada a Nina con el brazo libre, murmuraba sin cesar algo acerca de Ulf, de Morten y del colegio. Nina ya no la escuchaba. Deslizó un dedo por el borde de la cinta de plástico que se ceñía a su muñeca. Estaba apretada, pero no demasiado.
Ahora que ya podía acariciarle el pelo a su hija, empezó a fijarse en el resto de la habitación. Al otro lado del radiador, en el suelo, había un joven atado a otra tubería, igual que Ida. Dio un respingo al reconocerlo: el chico de Valby. Seguía teniendo la brecha de la ceja algo abierta y parecía haber encajado más golpes desde la última vez. Su mejilla derecha era prácticamente del mismo color que la pared morada en la que se apoyaba, y en la mano que no estaba sujeta al radiador tenía una herida profunda y purulenta.
No sintió compasión por él, esta vez no. Ignoraba por qué motivo había acabado allí, en el suelo, con su hija, pero se había ganado aquella paliza a pulso. Lo único que sentía era no habérsela propinado ella misma.
El finlandés, que parecía haberse olvidado por completo de ella, se encasquetó un singular sombrero de vaquero y echó a andar con las piernas separadas. Abrió una cerveza, bebió y, cuando la lata le rozó accidentalmente la nariz hinchada, hizo una mueca de desagrado.
—Tú, gitano. Sándor… te llamas así, ¿no? —preguntó señalando hacia el chico de Valby con la cerveza—. ¿Cómo se dice «chochito» en húngaro?
El joven levantó la cabeza muy despacio, pero no contestó. El otro le dio una patadita en la pierna.
—Venga, colega, ¿cómo se dice?
—Cuna —respondió el húngaro en un tono desprovisto por completo de expresión. El psicópata del sombrero vaquero frunció el ceño.
—Y eso ¿cómo se escribe? —preguntó como si se tratase de un detalle de vital importancia que necesitase para escribir una tesis sobre la lengua húngara.
Había otro hombre en la habitación. Estaba en un sofá grande de cuero negro y junto a él se había echado un labrador marrón algo rechoncho que meneaba el rabo con cierta indecisión mientras seguía los movimientos del finlandés con la mirada apagada. El tipo cerró lentamente el ordenador portátil que tenía delante. Con los hombros encogidos y visiblemente molesto, miró de reojo a su colega, que ya se había sacado del bolsillo otro cigarro y paseaba alrededor del sofá a grandes zancadas nerviosas sin soltar la lata de cerveza.
—Joder, Tommi, ¿no puedes quedarte quietecito y callado solo un momento?
El finlandés se echó a reír.
—Va contra mi filosofía —contestó—. Ya sabes, lo de las piedras que no crían moho y todo eso.
De repente se detuvo y se quedó contemplando a Nina con los ojos entornados.
—Muy bien. Madre e hija, un reencuentro conmovedor, genial. Now we talk business.
Nina tenía la extraña sensación de haber dejado de ser interlocutora de una charla insustancial para convertirse en un insecto en manos de un niño armado con una lupa y sobrado de golpes perdidos que vengar. Ignoraba por completo qué business creía tener con ella, pero un gélido presentimiento le decía que sería algún asunto repugnante.
Seguía sin poder hacer nada. No tenía la menor oportunidad de soltar a Ida y salir de allí con ella. Además, aunque por algún milagro lo lograsen, estaban rodeadas de sembrados y kilómetros de pistas de tierra, y solo de estar arrodillada junto a ella le temblaban los músculos de los muslos. Se moría de sed. Tenía demasiado tensas las mandíbulas y la boca seca y pastosa al mismo tiempo.
—¿Qué es lo que queréis?
Ignoró premeditadamente al inquieto finlandés… Tommi, le había llamado el otro. A Tommi. Miró al hombre del sofá. Parecía más normal que su amigo. De hecho, era el tipo de hombre que podría pasar inadvertido en cualquier parte, con un perro, un cochecito, una bolsa de deporte o cualquier otra cosa de las que suelen llevar los padres de familia corrientes y molientes. Sin embargo, por lo visto, algunos padres soñaban con algo más que jugar al futbito con sus retoños. No sabía qué relación podían tener aquellos dos individuos con la fuente radiactiva de Valby. Costaba imaginárselos poniendo una bomba, no parecían los típicos fanáticos religiosos ni políticos. Pero entonces, ¿qué querían? Tal vez dinero, o chicas como Sabrina, dieciocho años.
El hombre del sofá no contestó. Ni siquiera parecía verla. Sus ojos celestes se posaron en ella apenas un instante para después volverse hacia Tommi.
—Vale, pero te ocupas tú —dijo en inglés con un marcado acento danés—. Yo estoy hasta las narices.
Volvió a abrir el portátil y bebió un sorbo de una taza de cerámica pintada de rojo y decorada con torpes letras grandes y negras. «Para papá», ponía. De pronto sintió en el brazo los dedos fuertes y huesudos de Tommi.
—The jacket?
Seguía teniendo la mirada llena de lupas e insectos. La había arrastrado hasta un cuarto pintado de azul celeste con estrellitas blancas por las paredes y el techo. La mayor parte del espacio lo ocupaba una cama de matrimonio cubierta con una deslucida manta de flores, pero aún quedaba sitio para una silla coja de plástico blanco y varios botes de pintura vacíos. Por encima de la cama colgaba una pantalla plana conectada a un pequeño Mac portátil que había en el suelo. Olía ligeramente a establo, a moho y a pino ambientador. Tommi se había acomodado frente a ella, despatarrado y con la misma expresión condescendiente que tenía cuando sacó el teléfono móvil en el hospital.
Nina no sabía de qué le estaba hablando.
—What jacket? —preguntó.
—El sábado por la noche llevaste en tu coche a ese gitano asqueroso de ahí al lado. Llevaba puesta una cazadora. ¿Dónde está?
En algún rincón de la mente de Nina se hizo la luz. El húngaro. Le había quitado la cazadora para examinarle las costillas en el coche, a la puerta de casa. ¿Qué había hecho después con ella? Aquella noche vacilaba en su conciencia, semioculta por el gas verdoso de las náuseas.
—En el coche —contestó—. Se quedó en el coche.
—Mentira —replicó el finlandés clavando en ella sus ojos fríos—. No te creo.
Nina aguardó unos segundos a que siguiera una explicación que nunca llegó. Él se limitó a mover la cabeza muy lentamente de un lado a otro. Después la golpeó. Le dio con la mano abierta en la mejilla izquierda, sin demasiada fuerza, pero por sorpresa. Nina retrocedió involuntariamente hasta tropezar con la pared celeste. La mirada del hombre adquirió la misma expresión vidriosa que tenía en el hospital cuando le incrustó la cabeza en la almohada. Temblando de agotamiento, aguardó el siguiente golpe, pero en vano. De pronto, su agresor le volvió la espalda y subió el ordenador del suelo a la cama. La pantalla de la pared parpadeó complaciente y mostró una página repleta de ofertas. «Hotel whore gets pounded. School girl and teacher.» Y, por supuesto, más Sabrinas de dieciocho años a las que, por lo visto, les gustaba hacerlo a todas horas y desde todos los ángulos imaginables. El finlandés se tomó su tiempo para navegar, aparentemente sin rumbo, por aquel sinfín de anuncios clamorosos y al final se decidió por un vídeo de dos chicas orientales en una playa de algún rincón del mundo.
El cuerpo de Nina llevaba ya largo rato en situación de alerta máxima. La puerta que había a su espalda continuaba abierta y todas y cada una de sus células estaban en tensión, listas para la fuga. Quería irse. Ya. Regresar junto a Ida, liberarla y alejarla de aquel lugar, de aquel hombre. ¿Para qué querría la cazadora?
—Si no está en el coche no sé dónde puede estar.
Tommi ni siquiera apartó la vista del ordenador. Todo lo que se oía en la habitación celeste era el sonido de sus ágiles dedos por el teclado. De repente apareció una nueva imagen en la pantalla. Ida. Pero no como la había visto en el móvil, esta vez estaba en su dormitorio. Cuando comenzó la película, Nina no podía despegar los ojos de las imágenes. Al principio Ida intentaba escapar de la cámara. Un hombre la aferró y Nina reconoció el rostro chupado del finlandés. Estaba sujetando a su hija. Y tocándola. Apretaba con fuerza sus antebrazos contra los pechos de la chiquilla para mantenerla en cuadro mientras le susurraba. Al principio ella chillaba y pataleaba, sobre todo cuando el tipo le bajó las bragas; al final solo lloraba. Se quedó desnuda y encogida frente a la cámara, con los hombros temblorosos. De repente, el que sujetaba la cámara debió de empezar a aburrirse, porque cambió el plano y enfocó hacia un par de caras muy pálidas que había junto a la mesa. Nina reconoció el rostro asustado y la cabeza rapada de Ulf. A su lado se encontraba el joven gitano del coche con la mirada extrañamente vacía, como si estuviese ausente. Alguien dijo algo en un murmullo, tal vez Ulf. En cualquier caso, el de la cámara dejó de enfocar.
—¡Cierra la boca! —gritó—. Cierra la puta boca, salido.
La imagen quedó congelada en la pantalla.
Tommi se dio la vuelta y observó a Nina con calma.
—Si supieras la de mierda como esta que circula por la red… Teniendo el material adecuado, se puede ganar un montón de dinero. Tu hija es mona, muy fotogénica. Podríamos hacer otro vídeo. Ella y yo solitos.
Sacó una lengua rosa y puntiaguda casi cómica entre sus labios descoloridos por el tabaco y empezó a moverla atrás y adelante con gesto elocuente. Con eso tuvo bastante. Nina lo miró a los ojos enrojecidos y por un largo y dichoso instante se vio a sí misma abalanzándose sobre él y clavándole los dedos en esos mismos ojos. Arañando, mordiendo, dando patadas. Cada vez con más furia, hasta tener la certeza de que ya no se movía, de que no les haría daño ni a ella ni a Ida nunca más.
Pero en realidad no hizo nada, se quedó paralizada sobre aquella alfombra gris llena de manchas de grasa. Sentía un frío glacial en el cuerpo y apenas podía mover la cabeza ni respirar.
Pensó en la fuente radiactiva de Valby, en las radiaciones que lo habían contaminado todo, incluyéndola a ella y a los niños. Y pensó que debería parecerle importante. Sin embargo, cerró los ojos e intentó recordar la cazadora. La había dejado en el asiento de atrás junto con el botiquín y luego…
Trató de recordar todo lo que había ocurrido aquella noche. Las náuseas, el dolor de cabeza, el azaroso trayecto hasta el campamento. De repente lo vio con claridad: había dos cazadoras. Cuando Magnus se disponía a llevarla al hospital, trasladó todas sus cosas desde el Fiat a su queridísimo Volvo. Y había dos cazadoras, la suya y la del joven húngaro.
—Magnus Nilsson —dijo tragando saliva con dificultad—, mi superior en la clínica. Cuando nos fuimos del campamento estaba todo en su coche.
Echó la cabeza hacia atrás al recordar la sensación de ingravidez que la había embargado de camino al hospital entre los brazos de Magnus. El gran, fuerte y vehemente Magnus. No le quedaba más remedio que confiar en que cuando empezasen a buscar no lo encontraran allí.
Le permitieron sentarse junto a Ida, en el suelo. El finlandés le ató el brazo izquierdo a la misma tubería y, tras varias intentonas, Nina logró encontrar una postura más o menos cómoda con el brazo por detrás de la nuca de su hija. Después lo vio salir. Al oír el sonido de los neumáticos del coche por la gravilla del patio, supuso que se disponía a buscar el Volvo de Magnus para recuperar la cazadora. Don Urbanización seguía en la sala de estar enfrascado en el ordenador e Ida dormitaba con la cabeza apoyada en el hombro de su madre.
Ella, en cambio, aunque el cansancio le atenazaba todos los músculos, no era capaz de conciliar el sueño. Estaba preocupada por Magnus. Por Magnus y por Ida. No conseguía entrever el final de aquella historia. La inquietaba que el finlandés no se hubiese esforzado lo más mínimo por ocultar su identidad ni el camino que conducía hasta allí.
Al contemplar el rostro lloroso de su hija, se sintió presa de la misma impotencia que la había devorado al ver el vídeo que Tommi le mostró en el hospital. Había cometido un error, había vendido a Magnus. No debería haberles ayudado a encontrar esa condenada cazadora. Ponerles a Magnus en bandeja significaba retrasar lo que estaba por sucederle a Ida, pero poco más. Retrasar y aplazar algo que no sabía muy bien en qué consistía.
El chico que estaba al otro lado del radiador levantó la mano sana unos centímetros por la tubería con un débil gemido e intentó incorporarse un poco. Luego carraspeó. Con el rabillo del ojo, Nina vio que la observaba.
—Perdóname —se disculpó el joven.
Ella se volvió a mirarlo. Tenía un aspecto horrible, con la camisa húmeda, sucia y llena de manchas de sangre —probablemente de las heridas de la cara y de la mano— y la mirada apagada y sin brillo.
—Yo estaba en tu casa. Debería habérselo impedido —prosiguió.
Su inglés se entendía mejor que el del finlandés, tal vez porque hablaba más lentamente; necesitaba más tiempo para encontrar las palabras. Nina no se sentía con fuerzas para contestarle, no tenía energías para darle agua, jabón y una toalla para que se lavase. Acababa de ver el vídeo. Nadie le había puesto una pistola en la frente, nadie le había obligado a quedarse mirando cómo le arrancaban las bragas a su hija. Era un hombre libre. A pesar de todo, al final habló.
—Tiene catorce años —dijo; para su enojo, la voz le temblaba de agotamiento y de rabia.
El joven acusó el golpe. En el fondo, Nina sabía que estaba sufriendo, pero le daba igual.
—Yo les habría parado los pies —replicó con furia—. Costase lo que costase.
Ida se agitó inquieta contra el pecho de su madre, levantó la enmarañada cabeza y miró al joven.
—Mamá —dijo con un lejano eco del tono arrogante de la Ida de antaño—, no fue culpa suya. Ellos tenían a su hermano. Han matado a su hermano.
Nina se quedó inmóvil. No contestó, no dejó escapar ninguna exclamación dubitativa o de asombro; no hizo comentarios compasivos. Se limitó a sentir el peso del cuerpo vivo de su hija y a intentar no pensar en lo que aquello significaba. Habían matado. Ya habían cruzado el límite.