SÁNDOR TENÍA su mitad de la ventana abierta de par en par, pero casi no merecía la pena. Entraba más polvo y más ruido que aire fresco, de modo que se quitó la camisa y el pantalón y se sentó a leer en la cama en calzoncillos. El sudor de las axilas le corría por el pecho y el papel se le pegaba a los dedos húmedos cada vez que pasaba una página.
Había dejado la puerta entreabierta para que hubiese un poquito de corriente y de repente apareció Ferenc en el umbral.
—¿Cuándo tienes el examen?
—El jueves.
Solo de pensarlo, sintió una punzada nerviosa. Pero lo tenía todo bajo control, dijo para sus adentros. Se lo sabía bien, solo tenía que repasar…
Ferenc lo agarró por un brazo hasta ponerlo de pie y lo arrancó de sus pensamientos.
—Muy bien. El Comité para la Liberación de Sándor te ha elegido oficialmente como el alumno mejor preparado de la historia de la facultad de derecho y, además, ha decidido que ya va siendo hora de intervenir si no quieres que tu cuerpo pierda la capacidad de metabolizar el alcohol. Así que ponte la ropa, colega.
Sándor, con la única protección de sus calzoncillos y el tomo de Blackstone’s International Law al que se aferraba compulsivamente, permaneció inmóvil.
—Venga ya, Ferenc. No puedo…
—Las decisiones del comité son inapelables. No nos obligues a hacer uso de la violencia.
Su vecino no estaba solo. En el pasillo aguardaban Henk —un holandés que estudiaba música con él— y Péter, de la clase de Sándor. Y Lujza.
Ferenc le tiró los pantalones a la cabeza.
—Vamos, tío; en marcha o te llevamos como estás.
El cuerpo se le tensó como un arco. Si es una broma, se repetía, relájate. Pero no lograba soltar una de esar carcajadas de «estáis como putas cabras» que salvara la situación, y su falta de reacción empezó a desdibujar las sonrisas de sus amigos.
—Sándor, joder —protestó Ferenc.
Y al final se puso en marcha, como decía su vecino. Una vez recuperado el movimiento, dejó el Blackstone en la mesa y empezó a dar torpes saltos a la pata coja mientras intentaba introducir el otro pie por la pernera.
—¡Estáis como putas cabras! —exclamó.
De nuevo risas y unas palmaditas de Ferenc en la espalda.
—That’s the spirit —dijo con el falso acento británico que tan bien combinaba con su estilo a lo Hugh Grant.
Lujza le regaló a Sándor una sonrisa franca y cálida como las de los viejos tiempos, antes del bautizo.
Siempre puedo madrugar un poco más mañana por la mañana, se prometió a sí mismo. Además, lo tenía controlado.
Al salir a la calle, se encontraron con dos policías que bajaban de un coche patrulla que había aparcado junto a la acera.
Sándor intentaba cerrar el portal defectuoso sin demasiada fortuna mientras los demás esperaban unos pasos más allá.
—No te molestes —dijo Ferenc—. Seguro que en menos de cinco minutos sale alguien y se la deja abierta de par en par.
El joven se dio por vencido. Cuando se volvió, los policías estaban a apenas unos metros de distancia. El mayor de los dos, un tipo corpulento con la camisa manchada de grandes cercos de sudor en las axilas, consultó un papel que llevaba en la mano.
—¿Vive aquí un tal Sándor Horvath? —preguntó.
Sándor se quedó petrificado. Los otros cuatro también enmudecieron con el rostro crispado, y sus risas se apagaron.
—¿De qué se trata? —se interesó Ferenc en tono cortés.
—Es él —dijo de pronto el segundo agente señalando hacia Sándor.
—Date la vuelta —ordenó el primero con aspereza—. Las manos contra el muro. ¡Vamos!
En vista de que continuaba mudo y paralizado, lo agarraron del brazo, lo volvieron de cara a la pared y le dieron patadas en los tobillos hasta obligarlo a apoyarse en los ardientes ladrillos. Estaba tan inclinado que si hubiese movido las manos se habría caído. Después procedieron a registrarlo con gestos rápidos y bruscos.
—Pero ¿qué hacen? —gritó Lujza—. ¡Suéltenlo! ¿Qué es lo que creen que ha hecho?
—Eso no es asunto suyo, señorita —dijo el sudoroso.
—No pueden… ¡Paren!
Sándor no la veía. Su campo visual se limitaba a un par de metros cuadrados de acera cuarteada y a la gota de sudor que estaba a punto de resbalarle por la nariz.
—Pregúntaselo tú, Sándor —terció Péter—. Están obligados a responder si se lo preguntas tú. «El detenido tiene derecho a ser informado de los cargos que se le imputan», etcétera, etcétera.
Pero era incapaz de abrir la boca. Tenía la lengua reducida a un pegote de carne y la mandíbula bloqueada, como un enfermo de tétanos. Esposado con tiras de plástico, lo arrastraron hasta el otro lado de la calle y lo metieron en el coche sin que opusiera resistencia.
—¡Sándor!
Era Lujza, por supuesto.
—Presentaremos una reclamación, no puedes permitir que te traten así. Tiene que haber algún sitio donde poner una reclamación…
—En el 1 475 7100 —le informó el mayor de los policías sin pestañear—. La llamada es gratuita.
En una ocasión, a Sándor le permitieron acompañar a Elvis, su padrastro, a grabar un disco con un grupo musical llamado Chavale. Por aquel entonces tocaban tan a menudo que llegaban a ganar algo de dinero, y Elvis seguía creyendo a pies juntillas en The Big Time, como él decía. Tamás aún no había nacido y a veces su padrastro lo llevaba por ahí y no se refería a él como «el crío que tuvo Valeria antes de que nos casáramos». Todavía recordaba la sensación de estar sentado en una silla giratoria que chirriaba, más callado que un muerto y sin moverse. Recordaba la concentración y las risas de los hombres, el olor a cigarrillos, los infinitos botones de la mesa de mezclas y el cristal que separaba el estudio de la cabina del técnico.
La sala de interrogatorios, con sus paredes grises, la ventana con vistas al pasillo y, por supuesto, el hecho de que grabaran todo cuanto decía, le recordaba a aquel estudio de sonido.
—¿Dónde naciste, Sándor? —le preguntó un tipo que se había presentado como Gabor, a secas.
—En Galbeno. Es un pueblo que queda cerca de Miskolc.
—¿Y tus padres?
¿Qué le estaban preguntando, quiénes eran o dónde habían nacido? Tenía el cerebro completamente embotado.
—Mi padre nació en Miskolc.
—¿Nombre?
—Gusztáv Horvath. Ya murió.
Gusztáv Horvath se había desplomado delante de veintisiete atónitos alumnos de física del instituto Bela Uitz un cálido día de septiembre de hacía tres años.
—¿Y tu madre?
De nuevo la misma rigidez en las mandíbulas, como si un espasmo le contrajera los músculos. Le costaba trabajo abrir la boca y cualquier resto de saliva se había volatilizado. No se atrevía a mentir. Estaba en el NBH, Nemzetbiztonsagi Hivatal, la Oficina Nacional de Seguridad de Hungría, y, por mucho que tuvieran una bonita página web, un portavoz de prensa y varios comisionados responsables de garantizar la transparencia y la seguridad jurídica del individuo, no dejaba de ser el NBH.
—Agnés Horvath.
El tal Gabor aguardó tranquilamente y el silencio hizo que Sándor rectificara.
—Bueno… en realidad es mi madrastra.
El tipo no daba señal alguna de estar satisfecho o no con su respuesta. Seguía esperando. Era un hombre de ojos claros y ambarinos con el cabello corto y oscuro salpicado de canas que rayaba la cincuentena. Camisa y corbata. Hombros fuertes, redondeados; el cuello algo grueso. Su rostro ancho y sereno resultaba casi dulce. El miedo que se había apoderado de Sándor no tenía un origen físico; no temía recibir puñetazos ni patadas, Gabor no era el tipo de hombre que torturaba a la gente poniéndole bolsas de agua encima de la cabeza.
—Mi madre biológica se llama Valeria Rézmu´´ves.
Las palabras escaparon de entre sus labios con una extraña separación. Pensó que parecía uno de esos sistemas automatizados que se utilizaban para hacer llamadas. Ha. Solicitado. El número. Cero cuatro. Cero ocho. Diecinueve. Cinco. Cuatro.
—¿Gitana?
—Sí.
Rézmu´´ves era un típico apellido gitano, de modo que para llegar a esa conclusión no hacía falta disponer de archivos secretos ni tener dotes sobrenaturales. Aun así, no pudo evitar sentirse descubierto, expuesto. Un secreto más pobre.
La gente no tiene por qué saberlo, repetía Agnés. Ahora eres mío. De lo otro… de eso no hablamos. ¿Lo entiendes?
Aún no había cumplido nueve años, pero ya había aprendido que el silencio era la única respuesta más o menos segura, así que no dijo nada. Ella asintió, como si eso fuera exactamente lo que esperaba de él. Un niño que sabía tener la boca cerrada.
Gabor se puso de pie.
—Un momento —le indicó amablemente—, ahora mismo seguimos.
Y salió.
Sándor ocupaba una silla de plástico gris y tenía los codos apoyados en la mesa. Hacía calor, aunque no tanto como en su cuarto recalentado del distrito VIII. La temperatura de la sala de interrogatorios no tenía su origen en el sol y el aire de la calle, sino en el sistema de ventilación y el aire acondicionado. Alguien había girado un botón decidiendo así cuánto calor tenía que hacer.
Se sentía extrañamente ingrávido, como un astronauta sin cable de sujeción flotando sobre la Tierra. La veía, veía la vida que se desarrollaba a sus pies, sabía que había gente riendo, charlando, trabajando, haciendo el amor, bañándose, discutiendo, viviendo con normalidad. Sabía que estaban ahí, pero no era capaz de llegar hasta ellos. Pocas horas atrás se había hecho la ilusión de que podría ser como ellos, pero ahora se daba cuenta de la enormidad de su error.
Aún no había preguntado por qué estaba detenido, no había dicho una palabra que no fuese una respuesta a sus preguntas. Sabía que aquello no era normal, que de haber estado Lujza, Ferenc o Péter en su lugar habrían protestado, gritado, exigido un abogado y una explicación. También sabía que si pretendía parecer una persona medianamente normal debería hacer lo mismo.
Pero no podía.
Al cabo de una media hora, Gabor regresó con un papel que dejó sobre la mesa frente a él.
—¿Te dicen algo? —le preguntó.
Era una lista de direcciones de Internet, algunas húngaras, otras con distintos tipos de dominios: unitednuclear.com, fegyver.net, attila. forum.hu, hospitalequip.org. No reconoció ninguna de ellas.
—No —respondió.
—Es raro —replicó Gabor—, porque por lo que vemos en tu ordenador te has pasado un buen rato en todas ellas.
Necesitó un largo y gélido segundo. Luego la verdad lo aplastó como un mazazo. Tamás. Tenía que haber sido él, aquella tarde que fingió estar desesperado por ponerse en contacto con una chica. Volvió a leer la lista. ¿United Nuclear? ¿Y fegyver.net? Tenían que ser páginas de armamento o algo parecido. Lo de Attila Forum sonaba a ultraderechistas de esos que lograban que Lujza se pusiera como una energúmena. Pero ¿cómo encajaba lo de hospitalequip.org en todo aquello? ¿Qué demonios tenían que ver unas páginas con otras? Y ¿qué había empujado a Tamás a hacer el viaje nada menos que de Galbeno a Budapest para meter la nariz en esas cosas?
—No… no me acuerdo muy bien —contestó a la desesperada—. Estoy de exámenes y utilizo la red para prepararlos.
Hasta él mismo se daba cuenta de lo lastimosas que resultaban sus evasivas.
—Ya. Y ¿qué asignatura explica que hayas intentado ponerte en contacto con Hizb-ut-Tahrir?
—¿Qué?
—También le has dedicado bastante tiempo a hizbuttahrir.org.
—Ah… eso…
Se quedó completamente bloqueado.
Sabía perfectamente que Hizb-ut-Tahrir era una organización islamista, pero no lograba entender qué relación guardaba con Tamás. Pertenecían a galaxias diferentes, ideológicamente hablando. No estaba muy seguro de que Tamás tuviese una ideología, aparte de cierta querencia a disfrutar de los placeres de la vida. Hedonismo. ¿No se llamaba así?
Gabor se inclinó un poco hacia delante con un aire confidencial que hizo que el joven también se escorase un par de grados.
—Mira, Sándor, yo no soy uno de esos imbéciles que piensan que los judíos y los gitanos se han confabulado para destruir Hungría, pero no deja de sorprenderme que un prometedor estudiante de derecho de origen gitano se dedique a investigar simultáneamente el nacionalismo de derechas y el islamismo. Me parece un poquito antinatural. Y cuando ese mismo joven prometedor a la vez siente el más vivo interés por las armas y otros «artículos» con potencial destructor… bueno, entonces se me disparan un par de alarmas. Pero seguro que es culpa nuestra, que no lo entendemos bien. Estoy convencido de que hay una explicación estupenda y de lo más natural. Así que ¿me harías el favor de dejarme más tranquilo?
¿Alarmas? El joven tuvo que hacer serios esfuerzos para comprender la amenazante visión que parecía atormentar al agente. ¿Judíos, gitanos, extremistas de derechas e islamistas? Poco a poco empezó a comprender que lo que Gabor pretendía averiguar era si él, Sándor Horvath, planeaba llevar a cabo algún tipo de acción contra el Jobbik o la Guardia Magiar, probablemente como parte de una conspiración sionista que también involucraría al islamismo. Una defensa armada o tal vez incluso un ataque.
Lo mismo habría dado que le pidiera explicaciones de su relación con los hombrecillos verdes de Marte.
—Solo estaba investigando —insistió con aire desvalido—. Para un trabajo.
Y así continuaron. De vez en cuando paraba para ir al baño o para ofrecerle amablemente unos sándwiches, café o un «descanso», que consistía en permitir que se echara en una colchoneta que había en el suelo de cemento de un cuartucho del sótano a mirar el sistema de ventilación, que gruñía y traqueteaba desde lo alto. Nadie lo golpeó ni lo humilló; en ese punto quizá hasta fuera una suerte que se tratara del NBH y no de una comisaría cualquiera del extrarradio de Budapest. Pero las pausas eran breves y después las preguntas volvían a empezar desde el principio. Cuando ya no le cupo duda de que tenían intención de obligarlo a pasar allí la noche, intentó hablarles de su examen.
—Podemos retenerte hasta setenta y dos horas —se limitó a contestar Gabor.
—¿Por qué? Únicamente en circunstancias especiales. Si al detenido se le sorprende en el momento de cometer una acción penada por la ley…
—… o si no se puede determinar con seguridad la identidad del detenido —lo interrumpió el agente—. Sí, yo también he estudiado derecho.
—¿Mi identidad? ¡Pero si no hay ningún problema para determinar mi identidad!
—¿Ah, no? El único registro de tu nacimiento que hemos encontrado figura a nombre de Sándor Rézmu´´ves, de modo que hasta donde yo sé llevas más de quince años viviendo con un nombre falso, y encima ese pasaporte que te expidieron con el apellido Horvath… resulta que no sabes dónde está.
—Me… me lo han robado.
—Cuando a uno le sustraen el pasaporte o lo extravía, debe notificarlo a la autoridad que lo expidió, y mucho me temo que tú no lo has hecho. Créeme, podemos entretenernos setenta y dos horas en determinar quién eres.
No dejen de decírmelo si lo consiguen, a mí también me encantaría saberlo.
La frase le brotó del subconsciente junto con una nítida imagen que, por algún motivo, siempre recordaba en blanco y negro: el despacho del director del orfanato. Las líneas blancas de luz entre las lamas de las persianas. El olor pardo y polvoriento de los libros y rimeros de papeles, mezclado con el intenso perfume del detergente que usaban para fregar los suelos de linóleo.
—Ha venido tu padre a buscarte, Sándor.
Pero el hombre que apareció a la luz entrecortada de las persianas no era su padrastro Elvis, sino un desconocido.
Sándor no dijo nada. No había tardado en aprender que no debía contradecir al director. Pero tenía que haber un error.
—Hola, Sándor —lo saludó el desconocido mientras le tendía la mano para darle un apretón extrañamente adulto—. Te vas a venir a casa conmigo.
Entonces comprendió quién era: su padre húngaro, su padre gadjo, el culpable de que, en lugar del hijo de Elvis, Sándor no fuera más que «el crío que tuvo Valeria antes de que nos casáramos». Y también comprendió lo demás, que aquel hombre podía llevarlo consigo y no tenía por qué seguir en aquel orfanato un solo día más.
—Si es tan amable de firmar aquí, señor Horvath —le indicó el director.
—¿Y Tamás y las niñas? —se le escapó al pequeño—. ¿No vienen?
El señor Horvath se agachó tanto que Sándor tuvo que bajar un poco la vista para mirarlo a los ojos.
—No, Sándor —contestó en el mismo tono que empleaba la abuela Éva para explicarle que algo no podía ser porque mamá estaba enferma—. Ellos no son hijos míos, pero tú sí.
Y Sándor y el desconocido abandonaron juntos el despacho, bajaron la oscura escalinata y salieron al aparcamiento, donde los aguardaba un pequeño coche azul. El niño pasó al asiento trasero cuando se lo indicaron. Después el señor Horvath le ajustó el cinturón de seguridad con un chasquido, se sentó en el asiento delantero, arrancó y le sonrió por el espejo retrovisor.
—Ya nos iremos conociendo, no te preocupes —le aseguró.
El pequeño no dijo nada. Permaneció en silencio y sin protestar mientras el coche salía lentamente por el portón del orfanato y enfilaba la carretera, dejando a Tamás, a Feliszia y a Vanda abandonados a su suerte en el gélido edificio gris del otro lado de la valla.
Los del NBH pasaron algo más de cuarenta y ocho horas interrogándolo, tres o cuatro veces al día a razón de tres o cuatro horas por interrogatorio. No les dijo una palabra acerca de Tamás. ¿Cómo iba a hacerlo?