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SØREN ENJUAGÓ la taza en el lavabo del baño de caballeros, la llenó y bebió. Al día siguiente, o al cabo de una semana, o cuando quisiera que ese maldito caso se resolviese y pudieran volver a respirar, buscaría con calma aquel artículo que recordaba vagamente sobre la presencia de bacterias en los refrigeradores de agua y lo mandaría por la intranet. Sabía perfectamente que su pequeña protesta contra la tiranía de los refrigeradores no pasaría de ser una pérdida de tiempo, pero un hombre de su edad bien podía permitirse subir a lomos de su apolillado rocín y acometer un molino de viento de cuando en cuando.

Se disponía a volver a colocar la taza debajo del grifo cuando se le escurrió entre los dedos. Aunque la cazó al vuelo con ambas manos e impidió que se estrellara contra el suelo de terrazo, no pudo evitar que el agua le salpicase la camisa y la bragueta del pantalón dejando un reguero no muy airoso.

Oh, mierda. No era tanto el accidente —al fin y al cabo el agua no tardaría en secarse— como lo que este decía de él: que estaba cansado; que debería irse a casa o al menos bajar al sótano a echar una cabezadita en un diván. Solo había dormido tres horas y llevaba otras once trabajando. No, ya no tenía dieciocho años. Sin embargo, su colega húngaro no tardaría ni sesenta minutos en aterrizar en Kastrup, los resultados de la lista de Opel estaban al llegar y se moría de ganas de hablar con Malee Rasmussen para ver si lograba arrancarle algo que Birgitte Johnsen y sus compañeros del NEC no habían tenido la suerte de sonsacarle. Un vídeo no era suficiente.

Una ducha, una camisa limpia y sí, una horita en un sofá. Pero no en casa, tardaría demasiado en llegar hasta allí. Y tampoco en el sótano, nunca le habían hecho mucha gracia aquella especie de celdas de descanso.

Asomó la cabeza por la puerta del despacho de Torben, quien, absorto en la pantalla del ordenador, bajaba con el ratón por uno de esos documentos tan largos que dan calambres en el dedo.

—Me acerco a casa de Susse, si no hay inconveniente —anunció el subcomisario—. Solo una horita.

Su jefe asintió sin apartar la vista del ordenador.

—Buena idea —contestó—. Nos vemos luego.

¿Por qué de repente se sentía como un chaval que hace pellas, incapaz de estar a la altura? Torben no llevaba en danza desde las tres de la mañana. Además, tampoco se trataba de ver quién aguantaba más.

—Dame un telefonazo si surge algo —dijo.

Torben agitó la mano izquierda en una especie de «anda, lárgate de una vez» y Søren volvió al pasillo.

Susse vivía tentadoramente cerca —a menos de un kilómetro—, en una vieja casita junto a las vías del tren. Una valla blanca evitaba que los niños y los perros se escaparan; la rodeaba un jardín sumido en un agradable caos, con sus narcisos salpicados entre el césped sin cortar y sus rosas desgarbadas que pedían a gritos una buena poda. Aún seguían allí los dos perales que Søren había plantado hacía ya muchos años, demasiados, cuajados de delicadas flores rosas.

Los «niños» prácticamente ya no vivían en casa —uno de ellos estaba estudiando en un internado—, pero los perros seguían allí. Dos, para ser exactos, una pareja de cocker spaniel americanos que acogieron su llegada aplastando sus húmedos hocicos y sus patas peludas contra el cristal de la puerta entre ladridos de entusiasmo.

Susse salió a abrir con el móvil en la oreja y, sin interrumpir la conversación, le indicó por señas que pasara.

—Sí, lo comprendo, pero es que yo creo que a Linus le estresa que Karl sea tan inquieto. En mi opinión convendría separarlos, al menos unas semanas, y ver cómo les va. Sí. Sí, muy bien. Hasta luego.

Dejó el teléfono y le sonrió.

—¿Te apetece un café o te vas de cabeza a la cama? Se te ve cansado.

—Más café no, por favor —dijo él torciendo el gesto solo de pensarlo—. Pero ¿te importa que me pegue una ducha antes de acostarme?

—Claro que no. Tú haz lo que tengas que hacer. Estaré en la galería, por si necesitas algo.

Intercambiaron un beso en la mejilla como personas civilizadas. La veía estupenda. O, mejor aún, como una mujer que se encontraba estupendamente. Seguro que aquella melenita cobriza a la altura de los hombros estaba pasada de moda —desde luego la llevaba hacía siglos—, pero combinaba perfectamente con su cara en forma de corazón. Estaba redondita y confortablemente rellena por todas partes y tenía una mirada tranquila, limpia y cálida. Se conocían hacía más de treinta años. Habían sido novios desde el instituto; luego se casaron y compraron una casa juntos, la casa donde ella seguía viviendo. Pero los hijos que había tenido no eran de Søren y el hombre con el que compartía su vida y su larga historia de amor sin papeles tampoco era él. Aunque siempre le abría su puerta con la enorme generosidad que la caracterizaba, no existía el menor riesgo de que le fuera infiel a Ben.

Y tampoco era eso lo que él pretendía, no iba a verla por eso, sino por… la paz. Una pequeña dosis de calma y normalidad antes de regresar a un mundo donde la gente enterraba jóvenes Blancanieves de sexo masculino en tanques de combustible subterráneos e iba por ahí planeando cómo colocar paquetes de explosivos contaminados con radiactividad del modo más letal posible.

Se dio una larga ducha en el baño del sótano y después se acostó en la cama de invitados que habían instalado en el local de ensayo de Ben —hileras de discos de vinilo y amplificadores por todas partes, tres guitarras, dos teclados y un contrabajo en un rincón— y se quedó dormido como si alguien acabase de apagar la luz.

Susse lo despertó.

—Está sonando tu teléfono —dijo.

En efecto, repetidas veces y cada vez más fuerte. Pero no lo oyó hasta que Susse empezó a sacudirlo por el hombro.

Descolgó.

—¿Síííí? —contestó con la sensación de que alguien había estado intentando limpiarle la garganta con la escobilla del váter.

—Soy Gitte.

—Hola.

—Ha llamado Jesper Due desde el Rigshospital. La enfermera ha desaparecido.

—¿Cómo que desaparecido?

—Estamos viendo si algún vídeo del sistema de seguridad del hospital nos puede dar una pista, pero el caso es que parece haber abandonado el recinto en compañía de un hombre joven sin decirle nada a nadie. Los vio una enfermera.

Søren soltó una maldición.

—¿Y no era su marido? O su exmarido, o lo que quiera que sea ahora.

—No, ya le hemos llamado.

—¿Y no le habíamos puesto un puto vigilante?

—Pues no. Cuando llegó Jesper ya se había largado.

Mierda. Mierda, mierda, mierda.

—Y el avión de Budapest viene con retraso y el agente del NBH aún no ha llegado.

Algo es algo, pensó el subcomisario. Aunque, en realidad, eso solo aplazaba la tortura para más tarde. La cooperación internacional era importante, buena, necesaria y todas esas cosas, pero también exigía cierta dosis de diplomacia, y en esos momentos él no andaba muy sobrado de recursos para, encima, ser amable.

—Estoy ahí dentro de un cuarto de hora —contestó.

Los vídeos del hospital eran una bazofia, pero había una secuencia de la zona del vestíbulo donde se reconocía con claridad a Nina Borg. Llevaba un chándal oscuro y, efectivamente, iba en compañía de un «hombre joven». Caminaban en paralelo separados por algo más de un metro de distancia. Lo único que se veía con seguridad era que no se trataba de Sándor Horvath.

—¿Va voluntariamente? —preguntó Gitte—. ¿Tú qué crees?

Søren cabeceó vagamente.

—Para ser algo forzado van muy separados —observó Mikael Nielsen—. Es un espacio público, con muchísima gente. Si quiere tenerla bajo control debe acercarse más. Además, así, a simple vista, no parece que vaya armado.

—Las armas pueden ser de muchos tipos —le recordó Søren—. Consigue una imagen en la que se le vea lo mejor posible y hazla llegar a todos los departamentos. Incluido el NEC, nunca se sabe. A lo mejor alguien lo conoce. ¿Has localizado a la hija y al novio que también fue víctima de la agresión?

—No estaba en el instituto —contestó Mikael—. Ha ido por la mañana, a pesar de lo del sábado, pero a todo el mundo le ha parecido lógico que después se marchara. Yo me encargo de ir a Greve a buscarla.

—Al novio también, a Ulf. Tráemelos. Quiero hablar con los dos. Y Gitte, ¿puedes ocuparte de que alguien de Logística vaya al aeropuerto a recoger a nuestro colega del NBH?

—¿De Logística? —se sorprendió ella—. Están de simulacro, así que o mando a la señora de la cafetería o voy yo. ¿No puede venir en taxi?